CAIN Y ABEL, MARGRIT PRIGGE (2004)
Trad. Maria Konta
A Toufik Chaibat
Tribuna. La decapitación fue también un sacrificio. El acto de hoy es una exasperación que pretende controlar la vida a toda costa. Una locura del envidioso que niega a dejar vivir al otro.
La decapitación nunca es simplemente un acto asesino.[1] Ella cubre un valor simbólico: las historias de la realeza inglesa y francesa bastan para recordarlo a la conciencia moderna, así como la guillotina que la República Francesa conservó hasta la abolición de la pena de muerte. Los tiempos antiguos u otras culturas proporcionan muchos ejemplos (los mayas, los aztecas, los vikingos, los chinos, el antiguo Egipto, sin mencionar las huellas encontradas en la Biblia o en la historia preislámica y hasta la decapitación de Jean-Baptiste devenida el motivo artístico insistente que conocemos). El simbolismo en cuestión y la fascinación que se le atribuye no necesitan un comentario extenso. Lo importante es que la decapitación estuvo muy a menudo ligada al sacrificio humano y que sin duda ningún acto de este tipo está exento de valor sacrificial: o bien se quita la cabeza a un personaje sagrado, o bien uno consagra una víctima de poderes tutelares. La decapitación hace brotar la sangre que irriga el rostro y la cabeza (caput, el “jefe”): representa el sacrificio ejemplar que al ofrecer la vida obtiene la protección divina.
La sangre que sale del cuerpo se llama cruor en latín para distinguirla de la sanguis que circula en el cuerpo. La crueldad consiste en derramar sangre (o más ampliamente energía, vida) sin otra razón que de hacerla derramar. Está en el corazón del sacrificio siempre que le proporcione una legitimidad.
Sin embargo, fue con el cese de los sacrificios humanos que se inauguró la civilización mediterránea durante una prehistoria larga, poco conocida pero indudable. Se han recordado dos historias emblemáticas: la de Isaac y la de Ifigenia. Si los griegos e incluso los romanos tuvieron que reprimir las supervivencias del sacrificio humano bastante tarde en el día, la tradición monoteísta (en esto precedida por el zoroastrismo) se estableció firmemente sobre esta base (que la historia de Cristo atestigua de alguna manera invertida). Con el sacrificio humano, fue el asesinato como tal lo que se volvió problemático. La Torá y el Corán contienen un relato ejemplar al respecto: el de Caín y Abel (en árabe Cabel y Habel, eso suena mejor). De los dos hijos de la primera pareja humana, uno fue torturado de la envidia y “la sed de sangre prevaleció en su corazón” (sura V, 33). Cuando se derrama, esta sangre “clama desde la tierra a [Dios]” (Génesis, IV, 10). Caín es el primero de los crueles: derrama sangre para derramarla. Aquel cuya ofrenda fue rechazada (porque su corazón ya estaba infectado de envidia), hace un sacrificio que ya no puede serlo y que, por el contrario, lo separa de los demás hombres.
La crueldad, en todas sus formas, es el sustituto perverso de un sacrificio imposible: si el sacrificio presupone un cierto dominio de la relación con los dioses, la crueldad surge de una exasperación que pretende a toda costa dominar la vida. Es una locura del envidioso que niega a dejar vivir al otro.
Sabemos bien que la historia de Caín y Abel aparece en nuestros libros fundacionales. Sabemos, creemos que sabemos que Caín es un mal tipo. Y eso es todo: no releemos ni los textos (en el mejor de los casos los recitamos, que no es para leer) ni todos los comentarios judíos, cristianos y musulmanes que han suscitado a lo largo de los siglos. Por supuesto, olvidamos lo que Juan puede decir al respecto en su primera Carta. E incluso nos olvidamos del poema de Hugo sobre Caín (La conciencia) que solíamos aprender en clase porque era un texto notable sobre la moral republicana. (No estoy citando nada más allá de lo que cité anteriormente, ni estoy recitando: me gustaría alentar a leer o a releer).
Aquí es donde deberíamos empezar (de nuevo). Por estos textos, por su exégesis, por una visita atenta a nuestro pasado, por una interrogación sobre lo que nos produjo y que no se aleja de nosotros para hacernos retroceder sino para hacernos inventar un presente digno de él.
Pero para eso debemos hablar. En lugar de andar por arcaísmos enquistados y simplismos que destruyen todo, en lugar de dar rienda suelta a una crueldad considerada y manejada como un código (de la que de hecho desconocemos la clave), en lugar de desatar una pulsión de muerte que termina por masacrar al que le obedecía, un chaval de 18 años emocionado por mensajes irreflexivos, ¿no podemos poner una vez sobre la mesa las convicciones y las fuentes, las opiniones y los conocimientos, la carta y el sentido, las palabras de las hijas e hijos de Adán y Eva con las palabras de las otras hijas e hijos de Adán y Eva?
Pido al diario Libération que instaure una tribuna permanente donde se pueda realizar esta tarea. Donde profesores, jóvenes, eruditos y toscos, creyentes e incrédulos puedan testificarse entre ellos, sin reservas, algo más que la crueldad.
Y dedico este foro, con respeto y admiración, al Imam Hassen Chalghoumi que viene este 19 de octubre para hablar tan bien en Conflans-Sainte-Honorine.
Notas
[1] El original en francés intitulado “Cruauté” fue publicado el 21 de octubre 2020 en el periódico Libération. Véanse: https://www.liberation.fr/debats/2020/10/21/cruaute_1803080