La risa y el pensamiento: cruces y complicidades

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Resumen

El presente trabajo argumenta que el problema de la risa, lejos de ser un tema relegado por la tradición, ha acompañado a la filosofía desde sus albores. A continuación se sugieren algunos de los modos en los que la risa ha operado no ya como objeto de las disquisiciones conceptuales, sino más bien como imagen del pensamiento, como efecto del discurso, como estrategia del método e incluso —tal es el caso de Nietzsche—como el telos mismo del quehacer de la filosofía. Mediante la literatura, la teoría literaria y la filosofía, este artículo delinea algunos cruces seminales entre la risa y el pensamiento teórico, con la finalidad de mostrar que la relación excede las constricciones de un corpus de conocimiento frente a un objeto determinado.

Palabras clave: humor, estética, literatura, comedia, filosofía, risa.

 

Abstract

This paper argues that laughter, far from having been neglected by Western thought as is often argued, has long consorted with philosophy in a variety of ways. In what follows, we suggest some of the ways in which laughter has functioned not as an object of conceptual disquisitions, but rather as an image of thought, as an effect of discourse, as a methodical strategy and even —as in the case of Nietzsche—as the very telos of philosophy itself. Through literature, literary theory and philosophy, this article delineates some seminal crossings between laughter and theoretical thought, aiming to show that the relationship between philosophy and laughter exceeds the constrictions of a corpus of knowledge facing a given object.

Keywords: humor; aesthetics, literature, comedy, philosophy, laughter.

 

¿Y si todo es una ilusión y nada existe en realidad?

En ese caso definitivamente pagué de más por mi tapete.

Woody Allen, en Sleeper, 1973

 

Si quisiéramos formular, en las primeras décadas del siglo XXI, una pregunta por la risa —si quisiéramos entender qué es, cuáles son sus atributos y cuáles sus causas— probablemente recurriríamos a las neurociencias. Con medidas precisas y tecnología de punta, éstas nos podrían hacer un mapeo de qué partes del cerebro se activan cuando reímos, o quizá una pormenorización de los químicos que nuestro cuerpo libera, todo lo cual quedaría felizmente inscrito en un contexto evolutivo que explica la risa en función de las ventajas adaptativas que ésta tiene para la especie.[1]

La psicología tendrá también mucho que decir al respecto: quizá, en su cariz más teórico, nos señalaría el vínculo fundacional entre la risa y la agresividad;[2] o desde una perspectiva clínica inscribiría risas anómalas en cuadros somáticos específicos. La antropología dirá que la risa es un fenómeno primordialmente cultural, que depende de la matriz de sentidos propia de cada grupo humano: enfatizaría que a partir de la risa se establecen lazos de complicidad, de filiación y de pertenencia.[3] Por su parte, la historia puede afirmar el carácter espacial y temporalmente situado de la hilaridad, y una genealogía de lo gracioso sería por demás interesante.[4] Pero lo que aquí nos ocupa es preguntar por la risa en tanto problema filosófico. ¿Cómo, entonces, formular la cuestión? ¿Y desde dónde comenzar a responder? y, quizá más importante, ¿por qué hacerlo desde la filosofía?

 

Algunos textos filosóficos han delineado las teorías centrales que pautan los modos en los que ha sido planteado el problema del humor.[5] Hay, nos dicen, tres ramas teóricas principales. La primera es la superioridad —donde se ubica a Hobbes, Platón, y a veces también a Aristóteles y Bergson— la cual postula que nos reímos de aquellos que nos parecen inferiores a nosotros, y de ello derivamos placer. Está también la teoría de la incongruencia, que explica a la risa con base en su capacidad sorpresiva de mostrar desfases al interior del pensamiento, y que fue sostenida por Kierkegaard y Schopenhauer, entre otros. Y finalmente está la teoría de la descarga, allí donde Freud vincula el chiste con la liberación de energías libidinales, o Kant habla de la risa que estalla cuando una expectativa se reduce a la nada.

 

Claro está, las autoras que en años recientes han emprendido pesquisas utilizando este esquema clasificatorio han sabido hacer apuntes mucho más precisos de lo que aquí señalamos,[6] pero con frecuencia este panorama esquemático es el punto de partida. Desde aquí es posible dar cuenta de la risa a partir de los mecanismos internos que en ella operan, caracterizar una naturaleza común a la risa y explicarla también en función de sus causas. Sin embargo, pese a estas ventajas, una de las limitaciones interpretativas de esta metodología es que, si bien la filosofía ha intentado esclarecer la naturaleza de la risa, también ha hecho otros usos de ella. Porque las relaciones entre la comicidad y el pensamiento conceptual son más complejas que las de un saber, entre otros, que da cuenta de un objeto determinado. Y pensar la risa como un objeto tiene, por lo menos, dos implicaciones delicadas. En primer lugar, tomar cualquier tema por mero objeto del pensamiento hace de la filosofía un quehacer reactivo, una labor intelectual entre otras que permite esclarecer el mundo, con su naturaleza y sus significados, como si estos estuvieran establecidos al margen de la filosofía. Y, en segundo lugar, si este planteamiento domestica a la filosofía, hace otro tanto con la risa: sujeto de algunos predicados, entre tantos otros sujetos de los que tantos atributos se predican, ésta opera más como un ente ante-los-ojos y, así, se niega la posibilidad de pensar otras relaciones posibles entre risa y pensamiento.

 

Nuestra objeción recae en que estas revisiones taxonómicas de la historia de la filosofía de la risa separan el problema de lo que la risa es, de lo que la risa puede. Es decir: si la risa no va a ser pensada como un fenómeno determinado cuyos atributos deben ser esclarecidos, debe pensarse como una operación para o por el pensamiento, una potencia capaz de formar antagonismos o alianzas con la filosofía misma o, por decirlo con Bergson, incluso “una camaradería”.[7] Las cuartillas que siguen pretenden delinear seis de los momentos polivalentes en los que la filosofía se ha ocupado de la risa, o la comedia de la filosofía –cruces no cronológicos en los que la risa ha operado como una exterioridad al pensamiento, o en los que se han afianzado vínculos no sólo de derecho sino también de hecho entre comedia y filosofía.[8]

 

El sabio frente a la risa

 

De acuerdo con Baudelaire, hay una relación ambivalente cuando el pensamiento atiende el problema de lo cómico: “El Sabio, tiembla por haber reído, el Sabio teme a la risa, como teme a los espectáculos mundanos, la concupiscencia. Se detiene al borde de la risa como al borde de la tentación. Hay, por lo tanto, según el Sabio, una cierta contradicción secreta entre su carácter de sabio y el carácter primordial de la risa”.[9]

 

Baudelaire resalta que uno de los Sabios medulares de la cultura occidental, “el Verbo encarnado”, no rio nunca. No rio a pesar de haber llorado, y aun a pesar de haber sido consumido, en más de una ocasión, por la ira. Umberto Eco, en su novela El nombre de la rosa, también especula que de existir las míticas secciones faltantes de la Poética de Aristóteles que versan sobre la comedia, éstas estarían escondidas bajo llave en algún monasterio, con la sospecha de que sus páginas codifican algo de la índole de lo diabólico. Nietzsche, en su Zaratustra, también nota la falta de sentido del humor del cristianismo, pero se lo atribuye, burlón, a que quizá Cristo murió demasiado joven y, tal vez, con algunos años más a cuestas, habría sido un mejor Mesías porque habría aprendido a reír.[10] Y quizás la cultura occidental efectivamente se ha caracterizado por adoptar dioses que no ríen.[11] Platón, en el tercer libro de su República, no sólo condena a quienes se divierten en exceso, sino que, con mucho mayor ahínco, rechaza a los dioses homéricos por su capacidad de estallar en risotadas.[12]

 

Sin embargo, sabemos que esta aparente condena a la risa no es tan lapidaria como podría parecer: desde la comedia ática hasta nuestros días, ha habido una larga tradición de tratados anatómicos, teológicos, filosóficos y científicos que se han ocupado del tema, además de manifestaciones, populares y cultas, tan diversas como el teatro, el fablieux, la sátira, la farsa, la pantomima, la parodia, la bufonería, el carnaval y la caricatura, que lejos de ser marginales, han sido constitutivos de las letras y la historia de occidente. Chaucer, Rabelais y Cervantes, por nombrar solo tres autores canónicos, cambiaron la historia de sus respectivas lenguas con textos hilarantes.

 

Y si bien la filosofía ha abordado el problema de la risa de lleno en pocas ocasiones, incontables filósofos la han traído a cuenta. Porque la risa parece implicar muchos de los problemas que han insistido en la tradición con más ahínco: retumbando desde las profundidades de los cuerpos, la risa es también del carácter ingrávido del lenguaje, el pensamiento y el sentido. Y como han remarcado muchos pensadores comenzando por Aristóteles, es algo que pertenece a la naturaleza más propia de lo humano. Vincula el placer con el dolor, las afecciones del alma con las del cuerpo, y el arte con la vida.

 

Así, Platón, esta vez en el Filebo, sostiene que se puede conocer algo sobre la naturaleza del placer y el dolor a partir da la tragedia y la comedia y su manifestación en la vida humana.[13] Y Kant vio en ella una benéfica “[…] oscilación de los órganos, que fomenta la instauración de su equilibrio y tiene una influencia beneficiosa sobre la salud”.[14]

 

Pero diversos autores insisten en cierta ambivalencia de parte de la tradición filosófica.[15] Y es innegable que la comedia fue relegada como una forma artística menor frente a su género hermano, la tragedia. Fue explícitamente condenada, o implícitamente denostada, por más de un docto.

 

Quizás algo de recelo tiene su raíz en la relación entre Sócrates, como persona histórica o como personaje en los diálogos de Platón, tuvo con Aristófanes. La intertextualidad entre el comediógrafo y los diálogos platónicos está fuertemente arraigada: en el Banquete y Las nubes, por lo menos, cada cual será cooptado por el otro para servir los propósitos de la filosofía y la comedia respectivamente. Y no se puede entender la muerte de Sócrates, con todo el peso que ésta tiene en los siglos subsecuentes, sin la injerencia de este digno rival: “En efecto, también en la comedia de Aristófanes veríais vosotros a cierto Sócrates que era llevado de un lado a otro afirmando que volaba y diciendo otras muchas necedades sobre las que yo no entiendo ni mucho ni poco”,[16] dice Sócrates frente al tribunal en la Apología.

 

Así, si siguiéramos a Baudelaire en su caracterización del antagonismo del sabio frente a la risa, habría que puntualizar, por lo menos, que ésta hace un “enemigo” en los términos que lo querría Nietzsche: “No tengáis enemigos dignos del menosprecio: debéis estar orgullosos de vuestros enemigos”.[17]

 

Bergson, frente a esto, es más cauto al plantear los términos de la relación. Nos dice que “[…] los más grandes pensadores desde Aristóteles han abordado este pequeño problema, que siempre da paso bajo tensión, se desliza, se escapa, se recupera, el desafío impertinente de la especulación filosófica”.[18] Su fórmula destaca el carácter móvil de los términos, y le da al tema de estudio un dinamismo y un carácter propio: la risa no es una cosa, sino un desafío. Un “impertinent défi jeté à la spéculation philosophique”. Y tal vez es más atinado este planteamiento del problema que hablar de un antagonismo innato, una diferencia irreconciliable de dominios, o una subordinación del objeto frente a un discurso determinado.

 

La cosa no se trata de que la filosofía se ocupe de asuntos serios y no pueda perder su tiempo con nimiedades. Muchas filosofías han hecho de la liviandad misma un proyecto, y mucha comedia encuentra su génesis en lo más sombrío, o se regodea a costa de la pesantez. Se puede tomar algo en serio sin por ello volverlo solemne. Y, como decíamos ya, no es que la naturaleza misma de la risa sea de suyo inasible para la razón: si acaso, la risa parece tener una relación de profunda intimidad con el pensamiento. Bergson mismo nos dice que “[…] la comicidad exige, para surtir todo su efecto, algo así como una anestesia momentánea del corazón, pues se dirige a la inteligencia pura”.[19]

 

La comedia frente a los sabios

 

Si bien la risa ha sido un problema marginal (aunque insistente) en la historia de la filosofía, la literatura cómica sí que ha hecho de la filosofía uno de sus temas predilectos. Probablemente la instancia más notable de este fenómeno en nuestra lengua es el prólogo al Quijote de 1605, en el que Cervantes narra su encuentro con un amigo a quien le confiesa sus inseguridades con respecto al escaso rigor intelectual de su obra: “Ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos en el principio como hacen todos, por las letras del abecé, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte”.[20] La frustración del narrador es tal, que considera incluso condenar al Quijote a la ignominia: “[…] que se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan”.[21]

 

Frente a estos lamentos, el amigo regaña al narrador por preocuparse por semejantes nimiedades, y le sugiere plagiar un índice de autores cultos, introducir uno que otro latinajo para decorar el libro, inventarse unas cuantas referencias a personajes mitológicos, y dar el asunto por terminado. En última instancia, la cosa no importa tanto puesto que el propósito de la obra es que, leyéndola, “[…] el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie ni el prudente deje de alabarla”. [22]

 

Por supuesto que las operaciones que el prólogo efectúa con respecto al resto del libro son muchas y muy sutiles. Pero lo que nos interesa resaltar aquí es esta estocada mediante la cual Cervantes escapa de los reproches de los doctos al afianzar el carácter fundamentalmente ligero de su texto. Una ligereza, valdría decir, un tanto tramposa, porque en palabras de Érica Janín, “[…] el autor sitúa a su libro como enfermo, como carente, para señalar las patologías del canon”.[23] Se trata de una autoderrota estratégica: al afirmar que el texto no debe ser tomado en serio, el prólogo embiste contra la futilidad de la seriedad y se escuda frente a todo contraataque, fincándose firme en su propio terreno. Con esto, el autor puede citar cómodamente a Aristóteles sin que se le pueda imputar algún error interpretativo o alguna imprecisión etimológica.

 

Pero decíamos ya que Cervantes cita a Aristóteles sin hacerlo explícito en el primer párrafo: “[…]no he podido yo contravenir el orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra a su semejante”,[24] dice en clara alusión al estagirita. Tanto en términos de lo que el texto dice como en términos de lo que efectivamente hace —a saber, introducir la cita— este hijo monstruoso anuncia su filiación. El libro no puede sino entenderse en función del canon que le antecede, aún cuando su identidad misma se juegue en definir el discurso “serio” como alteridad. No se puede reír de los empeños de la razón sin traerlos a cuenta; no se puede hacer comedia, parece decirnos Cervantes, sin comenzar por determinarse en función de la filosofía, aunque sea para burlarse de ella.

 

Pero el texto cómico, como engendro del canon, se auto-caracteriza no por su similitud, sino por su diferencia: este es un texto que quiere hacer reír al melancólico y nada más, y Aristóteles, al fin y al cabo, nunca se ocupó de la literatura de caballería. Lo que Cervantes inaugura —nada menos que el acaecer de la novela moderna— necesita diferenciarse de un cierto sistema de valores, de autoridad, de veridicción y de producción de conocimiento para poder abrir paso a su apuesta radicalmente nueva: un texto implacablemente cómico que se burla, precisamente, del estrepitoso error de interpretar la realidad en función de los libros.

 

La novela se ríe de la doctrina antes que de ningún otro ámbito y esto no es fortuito. La cosa estriba en afirmar que la vara de medida de la valía del conocimiento imperante no vale ya para este texto. Así, lo que parece en un primer momento un autorreproche, y en un segundo momento una invectiva ágil contra la filosofía es, en última instancia, la transvaloración cómica que será necesaria para afianzar valores nuevos: la originalidad, la transformación, la instauración de otras relaciones entre el mundo y el pensamiento.

 

No es gratuito que Foucault vea en el Quijote nada menos que la dramatización del quiebre entre epistemes que tuvo lugar a principios del siglo XVII.[25] Es necesario burlarse de lo conocido y anquilosado, ver la realidad con lentes cómicos, sacudir el conocimiento para revitalizarlo, porque revitalizar los modos de entender el mundo es revitalizar el mundo mismo. Estas metamorfosis, como dice Auerbach, “[…] convierten la realidad en un teatro inacabable, sin que por eso deje de ser realidad… Y la realidad se somete de buen grado a este juego que la viste en cada momento con distinto ropaje; jamás se resiste a la broma, echando a perder la alegría de su juego con la severa y grávida seriedad de sus miserias, sus cuidados y sus pasiones”.[26]

 

Sócrates y la muchacha tracia

Un camino posible para pensar la risa como desafío es aquel que pone en juego la relación entre la filosofía y aquello que Blumenberg llama “la realidad mundanovital”,[27] entre el pensamiento teórico y la dimensión práctica y concreta de la vida cotidiana. La risa de la muchacha tracia es un texto que delinea la protohistoria de la teoría, es decir, qué alteridades surgen cuando el pensamiento teórico, en un ejercicio de reminiscencia, cuenta la historia de su propio origen y, con ello, se delimita a sí misma y a su afuera. En este contexto, el filósofo alemán hablará de la anécdota —narrada en diferentes versiones en las fábulas de Esopo, el Teeteto de Platón y Las vidas de los filósofos ilustres de Diógenes Laercio— en la que Tales de Mileto, enfrascado en sus observaciones astronómicas y con los ojos puestos en la bóveda celeste, cae en un pozo. Según Esopo, tras vociferar un rato, el astrónomo —de cuyo nombre la fábula no da cuenta— consigue ayuda de alguien que por allí pasaba y, además de una mano, recibe un aleccionamiento sobre la distracción.

 

Cuando Platón narra la historia, en cambio, la caída en el pozo es atestiguada por una muchacha de origen tracio, que ríe de la desgracia del pensador:

 

Es lo mismo que se cuenta de Tales, Teodoro. Éste, cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo, al mirar hacia arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que tenía delante de sus pies. La misma burla podría hacerse de todos los que dedican su vida a la filosofía. En realidad, a una persona así le pasan desapercibidos sus próximos y vecinos, y no solamente desconoce qué es lo que hacen, sino el hecho mismo de que sean hombres o cualquier otra criatura.[28]

 

Blumenberg hace notar que en el diálogo se juega una elocuente ironía dramática: la historia, puesta en boca del Sócrates platónico, tiene una relevancia central para Sócrates en tanto personaje histórico, pues la incomprensión de la gente —perfectamente representada en la risa de la cándida muchacha— le hubo de costar nada menos que la vida. Sostenida sobre esta línea de continuidad, la anécdota deviene mito fundacional de la historia de la teoría.

 

Para Blumenberg, el advenimiento del pensamiento teórico no sólo trae consigo la posibilidad de configurar el mundo de modos radicalmente nuevos, sino que tiene su génesis al escindir al pensador, absorto en un objeto del que nadie más se percata, y los otros, que ven el mundo en la inmediatez de lo que se les presenta; una brecha que hubo de acrecentarse no sólo en términos de distancia sino también de naturaleza en los dos siglos que pasaron entre ambos filósofos. Dos siglos en los que “había quedado más claro qué es lo propiamente irrisorio de la teoría”:[29]  no sólo se tratará ya de mirar al cielo y olvidar aquello que se tiene bajo los pies, porque la filosofía ya no “ve” en una u otra dirección, sino que su oficio es ahora inteligir, conceptualizar y, con ello, desconfiar de la realidad misma precisamente en aquello que tiene de aparente. De ese modo, si bien la risa parece ser el presagio ominoso de la tragedia que habría que acaecerle a Sócrates, o la otra cara de esta moneda, “[…] la posición ridícula es algo así como un inevitable efecto secundario del éxito teórico”.[30]

 

Blumenberg argumenta que esta risa en modo alguno es algo fundante o fundamental, sino más bien un síntoma del proceso mediante el cual la filosofía se autodetermina. Pero tal vez se podría preguntar si en esa risa no se juega más que un efecto secundario. Más adelante en el Teeteto, Sócrates continúa:

 

Así pues, cuando una persona así en sus relaciones particulares o públicas con los demás se ve obligado a hablar, en el tribunal o cualquier otra parte, de las cosas que tiene a sus pies o delante de los ojos, da que reír no sólo a las tracias sino al resto del pueblo. Caerá en pozos y en toda clase de dificultades debido a su inexperiencia y su terrible torpeza da una imagen de necedad… por tanto, se queda perplejo y hace el ridículo. Y ante los elogios y la vanagloria de los demás, no se ríe con disimulo, sino tan real y manifiestamente que parece estar loco.[31]

 

Sutil, casi sin señalarlo, en cada movimiento del párrafo se mantiene el leit motif de la burla —el filósofo “da que reír”, da una imagen de necedad y de torpeza, es “ridículo”— pero de súbito, al último, la risa está ahora puesta en boca del filósofo, quien ríe “tan real y manifiestamente que parece estar loco”. En esa risa se juega también la incomprensión del vulgo, claro está, porque el filósofo sólo ríe allí donde los otros no entienden el chiste. Pero, crucialmente, su risa comprehende las otras e invierte la dirección de las burlas.

 

Y este mismo viraje está efectuado en y por el diálogo mismo. Es una subversión frente a la risa que ridiculiza a Tales, la risa del público de la comedia ática que veía a Sócrates personificado, absorto en las nubes, o bien las risas de los habitantes de la caverna cuando vuelve el filósofo a sus rangos;[32] pues todas estas instancias de escarnio son incorporadas por Platón y usadas en favor de argumentos que las engullen y las trascienden. Después de todo, en retrospectiva, es mucho más ridículo haberse reído de Tales de Mileto que tropezarse. ¿No está Platón riendo al último? ¿Y será desmedido suponer que invertir los términos del ridículo es un motor poderoso para cualquier empeño?

 

Porque esta brecha que queda abierta entre las prácticas de vida, el entorno de lo social y la arena política, por un lado, y las especulaciones metafísicas y las fundamentaciones teóricas, por el otro, parece reposar en la risa como una posibilidad siempre latente, amenazante en sí misma o en la medida en la puede ser indicio de un peligro aún mayor.  La labor filosófica necesitará, a partir de entonces, una valentía, un modo nuevo de construir su discurso que, involucrándose con la política, con las instituciones y con la verdad, afianza un método y una arena propia, aunque al hacerlo le pise los talones a más de uno.

 

La pantomima filosófica

No sería justo afirmar que el desafío de lo risible no puede ser incorporado por la filosofía misma. Uno de los momentos en su historia que parece necesitar de lo humorístico para cobrar su forma y sus matices es, quizá, el cinismo.

 

Y cómo no habría de serlo, con anécdotas tan coloridas como las de Diógenes de Sínope, el más ilustre de los “filósofos perros”: recordemos aquella ocasión en la que, para burlarse de su estatuto canino, algunos invitados a un banquete comenzaron a aventarle huesos; Diógenes, plácido, tomó los huesos y comenzó a orinar en las patas de las mesas donde estaban sentados los comensales.[33] O bien, esta imagen pura de la desproporción y la hipérbole: aquella ocasión en la que Diógenes se encuentra un día ataviado con todas sus pertenencias, que son un manto, un bastón y un pequeño cuenco, y se acerca a un pozo a beber agua. En el pozo hay un niño que recoge agua con las manos para beberla. Frente a esto, Diógenes se observa a sí mismo bebiendo de su vasija, concluye que ha vivido en la opulencia, y se deshace para siempre del ostentoso utensilio.

 

Es también una de las operaciones cómicas por antonomasia —operante en cualquier doble sentido o albur— insistir en la literalidad y la materialidad de las palabras, o al menos en su interpretación más burda: “[…] yo veo una mesa y un tazón, pero de ningún modo la meseidad y la tazonez”,[34] decía Diógenes. Y contraviniendo a Platón en su definición del hombre como un “bípedo implume” Diógenes contra-argumenta lanzando un pollo desplumado.[35]

 

¿Es justo hablar de una operación de lo risible en la filosofía cínica? Diversas lecturas parecen vincular a los cínicos con la risa y el humor,[36] a pesar de no hacer necesariamente explícita la naturaleza de dicho vínculo: quienes se vieron implicados en las fechorías cínicas difícilmente las encontraron simpáticas, y las fuentes más bien hacen hincapié en la noción de escándalo o de irreverencia. Pero aunque no suscitaban risas ni pretendían hacerlo, cínicos como Diógenes y Antístenes se burlan de las vidas superfluas de los demás como estrategia pedagógica, y al hacerlo, se colocan en situaciones que, crucialmente, arriesgan el ridículo. Estas prácticas cínicas reposan en gran medida en cuestionar quién, exactamente, es el objeto del chiste.

 

Josu Landa sostendrá que las escuelas helenísticas pueden ser entendidas como una radicalización de la filosofía socrática, entendido esto como un “llevar al extremo” sus presupuestos fundamentales pero también, en un sentido etimológico, extraer su raíz más primordial.[37] Y al centro del pensamiento que inauguró Sócrates estuvo la noción de una vida filosófica, donde no hay una desconexión entre la teoría y la práctica, porque la noción de psyche funge por primera vez como un enclave que permite articular una ontología con el quehacer ético y político. La filosofía socrático-platónica inaugura una forma de conocimiento que permite tender una línea de continuidad entre la metafísica de la que extrae su certeza, y la virtud, que toma su pauta de dicho conocimiento verdadero.[38] Así, la filosofía es algo que atañe de modo íntimo a la vida y a sus prácticas.

 

Foucault, en las clases que impartió sobre el tema en 1984, también da cuenta de cómo las escuelas helenistas, y los cínicos en particular, siguieron a Sócrates en el entretejimiento de una pregunta ontológica y una pregunta ética: la búsqueda, ontológicamente fundada, de aquello que es la vida verdadera, y la práctica ética que piensa la vida en función de un estilo en un proceso constante de formalización. Por eso, en su radicalización del socratismo, el cinismo “[…] hace de la forma de la existencia un medio de hacer visible, en los gestos, en los cuerpos, en la manera de conducirse y de vivir, la verdad misma”.[39] Y esta verdad encarnada, de naturaleza irrenunciablemente corpórea, que exacerba hasta el absurdo una supuesta identidad entre la verdad y la materia, es también un tropo cómico por antonomasia.

 

Habiendo caracterizado el cinismo como “la producción de verdad en la forma misma de la vida”,[40] Foucault procede a indagar cuál, exactamente, es esa verdad que será encarnada, y posteriormente, cuáles son las consecuencias de dicha encarnación. Identificará, en la aletheia, y lo alethés, cuatro características: en primer lugar, la verdad es lo manifiesto, no está disimulada. Es, además, lo simple, porque no se mezcla con otra cosa. Lo verdadero es también recto, pues no se repliega ni se desvía. Y finalmente, es lo que persiste frente al cambio y la corrupción.

 

Pues bien, llevada a su exacerbación límite, nos dice Foucault, la vida cínica hace suya esta verdad y, al hacerlo, es capaz de mostrar contradicciones intrínsecas a esos postulados tan caros a la filosofía. Allí donde la verdad no es disimulada, los cínicos la exacerbarían hasta la desfachatez y el impudor. Si la verdad es también simple y no necesita mezclas, la vida verdadera se encarnará mediante el rechazo a absolutamente todo lo superfluo, y será una vida de mendicidad, deshonra y pobreza. Si la vida verdadera habrá de ser también recta, natural, conforme a la razón, la vida cínica será al mismo tiempo y paradójicamente una vida animal. Y como la vida verdadera, como la verdad misma, habrá de ser soberana, entonces el cínico será rey de sí mismo en su absoluta autarquía –pero al serlo, pondrá de manifiesto la artificialidad de las formas políticas de soberanía, que necesitan ejércitos, vestimentas, séquitos y justificaciones filosóficas para sostenerse en su identidad. La vida cínica, en tanto soberana, se encarna al mismo tiempo en la figura del rey y la del bufón.[41]

 

Según el argumento foucaultiano, al hiperbolizar, radicalizar, estos vínculos que con tanto esmero había tejido la filosofía para fincar un ethos en un saber, los cínicos desafían a la filosofía no porque sean ajenos a sus tareas, sino porque al seguir sus pautas con minucioso rigor, instauran una alteridad constitutiva al interior del pensamiento filosófico. La vida verdadera, resulta, es también una vida otra. “El cuerpo mismo de la verdad se vuelve visible, y risible, en cierto estilo de vida. La vida como potencia inmediata, clamorosa y salvaje de la verdad: eso es lo que se manifiesta en el cinismo”.[42]

 

El gesto cínico implica hacer, desde la filosofía encarnada, su propia parodia. El cínico habita una verdad cuya unicidad consiste en afirmar una escisión intestina. “Uno es lo que es, o al menos en parte”, [43] dice Samuel Beckett. Podemos entonces retomar a Blumenberg y argumentar que lo irrisorio no es un efecto secundario de las escisiones que la filosofía produce, sino quizá la reverberación misma de esa brecha que, en el caso del cinismo, fue abierta por y en la filosofía.

 

Los principios

 

En la Poética, Aristóteles especula que la comedia tiene su origen en la yámbica típica de las procesiones fálicas que rendían culto a Dioniso.[44] Las investigaciones contemporáneas parecen sostener también este vínculo entre la comedia y el dios, dada la insistencia cómica en celebrar el cambio, la regeneración y la fertilidad, las energías procreativas, y los despliegues de indecencia e impudicia.[45] Y aunque para los tiempos en los que Aristófanes escribe las comedias éstas toman lugar en Atenas y utilizan el dialecto local, las tramas rinden pleitesía a los entornos bucólicos originarios, fuera de los confines de la ciudad, que los personajes visitan en busca de un rejuvenecimiento.

 

En términos escénicos, la Antigua Comedia se caracteriza, antes que nada, por la riqueza y abundancia de sus puestas en escena. Los coros cómicos tenían hasta veinticuatro integrantes, y las representaciones se valían incluso de cuerpos que no formaban parte de la acción. La trama no atendía a las entradas y salidas de los personajes,[46] por lo que había una notable contingencia entre los ires y venires de los cuerpos, y el resultado era muy distante de las articulaciones unitarias y las concatenaciones necesarias que caracterizarían la trama trágica. Además, mientras que la tragedia se definía por la alternancia entre las secciones corales y los diálogos, la comedia se deleitaba con una variedad formal y estructural muy significativa.

 

Los vestuarios eran botargas abultadas y grotescas, con enormes falos de cuero y máscaras hiperbólicas. Un tropo común era apilar disfraces sobre disfraces, para dar a entender que un determinado personaje ocultaba su identidad verdadera. El humor, por supuesto, era polifacético e indiscriminado: desde sutiles deslices lingüísticos y referencias cultas tergiversadas, hasta mofas inmisericordes a héroes, dioses y atenienses contemporáneos por igual; sin obviar, claro está, el humor más escatológico y corporal. La Antigua Comedia –que habría de distinguirse de la Nueva Comedia del siglo V, cuyas técnicas dramáticas se sostenían mucho menos en esta sobreabundancia de lo corpóreo— hacía uso irreverente de la materialidad del lenguaje con equívocos y malos entendidos, y no rehuía de explotar, hasta sus últimas consecuencias, el doble sentido que se jugaba entre el griego “pluma” y “falo” en Las aves, por ejemplo, o resaltar las connotaciones más crudas de los aguijones que formaban parte del vestuario del coro de sus Avispas.

 

Irreverentes y desfachatadas, las comedias aristofánicas satirizan incluso al género mismo. Ni sus orígenes, ni sus formas, ni sus dioses estarían a salvo del apetito voraz del acontecer cómico. Los arcanienses, por ejemplo, se mofan de las viejas procesiones de donde la comedia se desprendió. Y ni siquiera el dios en cuyo honor se celebraba el rito era inmune a ser engullido por la trama: notablemente, en Las ranas, Dioniso es ridiculizado sin recato. Además, en la mayoría de las obras de Aristófanes se pone en escena un agôn, o concurso, que satiriza las competencias dramáticas de las Dionisias: es decir, el contexto preciso en el que se enmarcaba la puesta en escena, que estaba siendo valorada por un jurado. En el corazón del texto cómico, entonces, se inscribía la llamada parabasis: el momento en el que los actores abandonan el escenario y el dramaturgo, por vía del coro, habla de modo directo al público y los jueces. Mediante este desbordamiento en el que la ficción transgrede sus propios confines, Aristófanes podía criticar a otros comediantes, celebrar sus talentos como dramaturgo, y afirmar que no iba a recurrir a chistes “fáciles” como seguramente harían sus burdos contrincantes.

 

De este modo el texto se reconoce a sí mismo como un acontecimiento extrínseco a su propio universo narrativo, y reconoce su afuera como material para ser incorporado al entramado ficticio. Así, siguiendo a Bajtín, podríamos sugerir que la comedia ática no solamente hace uso de cuerpos grotescos, sino que se comporta, ella misma, como un cuerpo grotesco también:

 

El cuerpo grotesco no está separado del resto del mundo, no está aislado o acabado ni es perfecto, sino que sale fuera de sí, franquea sus propios límites. El énfasis está puesto en las partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los senos, los falos, las barrigas y la nariz.[47]

 

Boca abierta y sedienta, el universo cómico incorpora todo lo que le rodea, hasta las condiciones mismas de su acontecer. Y en su impúdico protuberar, penetra el mundo que le es extrínseco.

 

Y valdría resaltar aquí un segundo movimiento: porque además de su pantagruelismo —etimológicamente, su “sed insaciable” —del que no se salvan ni las formas dramáticas, ni los estilos, ni los héroes, ni los dioses ni los dramaturgos, el resultado de este festín es la producción de dobles deformes y ridículos: un desdoblamiento del concurso dramático, una simulación de los dioses, una réplica de la historicidad de la comedia misma, y una imitación de los elementos propios de la composición dramática. Las ranas es un ejemplo de esta preocupación, propia de lo cómico, por incorporar sin límites y, al hacerlo, excretar dobles distorsionados. La obra narra la historia de Dioniso que, desesperado por la terrible calidad de los autores trágicos de la época, decide emprender una búsqueda en el Hades para encontrar a Eurípides y hacerlo volver al mundo de los vivos. Para lograrlo, va disfrazado de su encomiable hermanastro, Heracles, quien en la mitología ya habría emprendido un viaje semejante. La trama consiste en una serie de desatinos en los que Dioniso recibe consecuencias positivas o negativas por ser confundido con el héroe, lo que lo lleva a esconder o revelar su verdadera identidad. Al final de la comedia, habiendo encontrado a Eurípides y, de paso, a Esquilo, Dioniso los pone a competir entre sí para determinar quién es el mejor poeta.

 

En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche vio aquí un signo de la irrefutable decadencia del espíritu griego en contraste con lo que otrora fue su vitalidad trágica:

 

Con la muerte del drama musical griego surgió, en cambio, un vacío enorme, que por todas partes fue sentido profundamente; las gentes se decían que la poesía misma se había perdido, y por burla enviaban al Hades a los atrofiados, enflaquecidos epígonos, para que allí se alimentasen de las migajas de los maestros. Como dice Aristófanes, la gente sentía una nostalgia tan íntima, tan ardiente, del último de los grandes muertos, como cuando a alguien le entra un súbito y poderoso apetito de comer coles.[48]

 

Para Nietzsche, el Dioniso de Las ranas es un Dioniso raquítico, “atrofiado”, empequeñecido, sediento del entusiasmo de las musas que habían dejado de cantar en el contexto empobrecido de la Atenas de Eurípides y de Sócrates. Pero valdría preguntar, sin embargo, si el apetito de Dioniso no es tanto más potente allí donde es capaz de desear hasta las migajas y las coles. Frente al “vacío enorme” de la poesía perdida, es un triunfo ser capaz de consumir lo más magro con “poderoso apetito”. El Dioniso aristofánico es un Dioniso triunfante aún cuando está vencido, deseante aún cuando no tiene gran cosa que desear. Es también un Dioniso disfrazado, múltiple, desdoblado. ¿No es esto apropiado del dios que nace dos veces, el dios de las máscaras, el dios descuartizado por los Titanes, el dios que renace después de su muerte?

 

La comedia explota la esencia multiforme de Dioniso, la teatralidad que le es intrínseca: su capacidad de ser y representar siempre otra cosa. Sea imitando a Heracles, cambiando papeles con su esclavo, fungiendo de juez, imitando el canto de las ranas o, en última instancia, afirmándose en tanto Dioniso, su manifestación no es sino una reiteración de su multiplicidad constitutiva. En su introducción a la obra, Diana Frenkl señala: “[…] no vemos, empero, que Dioniso ‘progrese’ hasta reconocerse dios, haga una iniciación que le permita ‘unificar’ su personalidad. La personalidad de Dioniso es esa, ser multiforme, variable, travestirse, asumir papeles diversos, no ser monolítico”.[49] En el caso de Dioniso, “el hábito sí hace al monje”.[50]

 

La antropóloga Mary Douglas habló de cómo la comedia es, al mismo tiempo, un ritual que profana los rituales, y un acontecimiento sacro que consiste precisamente en el acto de desacralizar.[51] Y en última instancia, la comedia no hace sino rendir culto al dios del teatro porque éste no puede sino ser enaltecido cuando el blanco de la burla es atinado: incluso allí donde el blanco es el dios, o el teatro mismo. La derrota más estrepitosa es también, y en medida proporcional, la victoria más rotunda.

 

No sorprende entonces que el Nietzsche de La gaya ciencia habría cambiado de parecer con respecto al valor que le atribuye a la comedia ática:

 

No cabe negar que, a la larga, la risa y la razón y la naturaleza han llega­do a dominar hasta ahora sobre cada uno de estos grandes maestros de la finalidad: siempre desembocó finalmente la breve tragedia en la eterna comedia de la existencia, y las «olas de incontables carcajadas» —para hablar con Esquilo— tienen que estrellarse, por último, también contra el más grande de estos trágicos.[52]

 

En esta segunda aproximación, las carcajadas son el vehículo de un proceso incesante de disolución: son un fin capaz de disolver la noción misma de finalidad.

 

Y efectivamente el carácter destructivo de lo irrisorio es patente: una se “desternilla”, se “dobla de risa”, se “desvencija”, se troncha, se muere de risa. Y lo que deviene risible es distorsionado, deformado y travestido. Pero en este movimiento se afianza el fin de los finales, “la eterna comedia de la existencia”, porque esta transmutación de los contornos rígidos de las cosas –de lo risible y del riente y de la risa distendida– no tiene un fin fuera de la auto-perpetuación del gesto: la esencia de Esquilo, su pureza, no puede ser replicada sin trastocarse, pero sus parodias pueden proliferar, siempre cambiantes, sin límite definido, suscitando risas.

 

Las olas de carcajadas de la imagen nietzscheana —lejos ya del fondo dionisíaco, primigenio e ilimitado, que estaba postulado en el Nacimiento de la tragedia—rechazan la noción misma de unidad. La risa somete todo a mutaciones, deformaciones, duplicaciones y distorsiones que no tienen fin concreto más que la incesante metamorfosis que alimenta a la risa. Porque las cosas dejan de ser graciosas cuando son obvias. La comedia se compromete con la renovación incesante.[53]

 

Y quizá esta cualidad creadora, móvil, destructiva pero también regeneradora, ha operado en la filosofía incrementando su potencia, o ha sido incorporada por el pensamiento como un movimiento necesario en el proceso de configurar el mundo de modos nuevos: encuentros alegres en términos spinozistas. Pensemos en las primeras páginas de Las palabras y las cosas, donde Foucault cita la famosa lista en la que Borges pormenoriza a los animales del emperador en su cuento “El lenguaje analítico de John Wilkins”.[54] Como explica Foucault con maestría, la clasificación de animales que Borges elabora no es excéntrica porque congrega a animales reales con animales imaginarios, o porque use criterios clasificatorios incongruentes. Más bien, lo que hace de la clasificación algo profundamente extraño, es que por más que se la analice, no puede concebirse un orden posible, ni un espacio de la representación, ni un criterio de discernimiento que sirva como suelo a este catálogo impensable. Con respecto a la lectura del texto de Borges y su relevancia en el proyecto general de Las palabras y las cosas, nos dice Foucault que ésta fue nada menos que seminal. Pero no sólo lo fue la lectura, sino una extraña risa concomitante: “Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al lector, todo lo familiar al pensamiento”.[55]

 

¿De qué risa se trata? Porque en una breve línea Foucault le atribuye una potencia sorprendente: es una risa capaz de sacudir el pensamiento “trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga lista de vacilaciones e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y de lo Otro”. [56] Es una risa que no pertenece del todo al lector que ríe, ni al texto que la suscita que, dicho sea de paso, no es particularmente gracioso. Es una risa que parece amenazar, como murmullo, o como carcajada, nada menos que “todas las superficies ordenadas”. Es esa risa lo que pone en cuestión “el espacio homogéneo y neutro en el cual las cosas manifestarían a la vez el orden continuo de sus identidades o sus diferencias y el campo semántico de su denominación”.[57]

 

Son, quizás, risas de esta índole a las que Nietzsche refiere cuando escribe que “como mil carcajadas infantiles, llega Zaratustra a todas las cámaras mortuorias, riéndose de todos los vigilantes nocturnos y de todos los guardianes de las tumbas”.[58] Esta risa parece, pues, operar casi como un preámbulo posibilitante de cierta filosofía y sin duda no como su objeto. Es una risa estruendosa y convulsa. Una risa sísmica. Una risa que permite pensar.

 

Auerbach, discutiendo a Rabelais, habla de cómo “la carcajada formidable que provocan [ciertos] pasajes sacude todos los conceptos de orden de aquellos tiempos”.[59] Y podríamos agregar que más de un concepto de orden ha sido sacudido a carcajadas.

 

Bergson tampoco se limita a trabajar sobre la risa, sino que se dispone a colaborar con ella. En su texto La risa, ensayo sobre la significación de lo cómico, le atribuye la capacidad de castigar aquello que en el mundo hay de mecánico, de anquilosado, de negador de la plasticidad constitutiva de lo vivo. Por ende, el filósofo no podrá sino entretejer el proyecto de lo irrisorio con el programa amplio de su propio pensamiento, pues Bergson critica al intelecto que espacializa y especializa la realidad, y que se muestra rígido frente a la materia maleable y blanda de la vida. Esta razón que denuncia el filósofo supone un tiempo homogéneo que se contrapone a la vida misma, la cual responde al tiempo heterogéneo de la duración. Para Bergson, risa y filosofía tienen ambas un compromiso con lo flexible: son una provocación a facilitar lo móvil, cambiante y vivo. La risa se vuelve cómplice y aliada del programa filosófico bergsoniano en la medida en la que ambas le rinden pleitesía a la vida misma.

 

Así, Bergson advierte que tratará la risa como algo vivo, y su análisis implicará casi una historia natural, un “limitarse a ver cómo [la risa] crece y se desarrolla”.[60] Y al hacerlo procura afianzar una alianza: “De hecho, tal vez ganemos con este contacto permanente algo más flexible que una definición teórica; un conocimiento práctico e intimo, como el que nace de una larga camaradería”.[61]

 

Axel Cherniavsky identifica dos modalidades de risa operantes en el pensamiento Nietzscheano: “La risa como elemento del método … La risa como burla, la risa del martillo. Pero el método tiene una segunda fase, fase positiva que resignifica y justifica a la primera: la fase creativa. Destruir los viejos valores pero para crear nuevos”.[62] Las risas que pueblan Zaratustra, son con frecuencia risas de desprecio y sorna– sean las gentes de la plaza, o el mismo Zaratustra riéndose de falsos discípulos– aún cuando desde ellas se abren brechas que dan pie a lo nuevo, en especial cuando están volcadas, con toda su potencia creativa sobre uno mismo. Esta es la risa, podemos especular, que nos saluda al umbral de la Gaya ciencia: “Habito mi propia casa, nunca imité a nadie en nada y río de todo maestro que no ha sabido reírse de sí mismo. Inscripción sobre mi puerta”.[63]

 

Pero recordemos también la risa del pastor al que se le ha introducido una serpiente en la garganta. Zaratustra tira con todas sus fuerzas de la serpiente, pero la única solución que encuentra es instar al pastor a que tome acción él mismo: “¡muerde!, ¡arráncale la cabeza!, ¡muerde siempre!”.[64] El pastor obedece y acto seguido se transforma. Deja salir una risa estrepitosa, una risa que ya no es propiamente humana. Dice Zaratustra: “¡Jamás he visto a alguien que riera como él! Yo he oído una risa, hermanos míos, que no era la risa de un hombre; y ahora, me acosa una sed, un deseo que nunca se saciará. Me acosa el deseo de esa risa”.[65] Ya no hablamos solamente de una risa que castiga lo anquilosado y revitaliza lo muerto, sino una risa triunfante, autoafirmativa, una risa como telos del pensamiento.

 

Tanto Nietzsche como Bergson no harán de la risa un material inerte, ni un adorno retórico, sino nada menos que, en el caso de Bergson, el aliado más íntimo de la filosofía y, en el de Nietzsche, un proyecto filosófico en sí mismo: una filosofía que postula dioses que ríen. Una filosofía pantagruélica, voraz, capaz de vérselas con todo precisamente porque puede afirmar, como el cínico Antístenes, que “también el sol entra en los retretes pero no se mancha”.[66]

 

Pero esta relación no es privativa de los vitalismos, ni de las filosofías que recibieron de allí un influjo. Desde que la filosofía es, ha tenido que vérselas de cerca con la risa, sea como rival, como espuela, como aliada, como estrategia o como afirmación de una victoria que, como el Dioniso cómico, sale bien airada incluso frente al ridículo.

 

Frente a la máxima socrática “conócete a ti mismo”, la comedia parece responder, en voz de Gómez de la Serna, que “si te conoces demasiado a ti mismo dejarás de saludarte”.[67]

 

La risa, podemos aventurar, es capaz de hacer a la filosofía ajena a sí misma, renovar su tarea, diluir los finales cuando estos se perfilan. Frente a todo cierre, la risa es una posdata irreverente, el más necio de los desafíos.

 

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  39. Sloterdijk, Peter, Crítica de la razón Cínica, trad. Miguel Ángel Vera, Ediciones Siruela, Madrid, 2003.

 

Notas
[1] Cfr. Daniel C. Dennet et. al., sostienen que el humor es un ejercicio que permite al cerebro mantenerse alerta para garantizar lo que los autores llaman “la integridad de los datos” y así mantener una agilidad cognitiva. Inside Jokes: Using Humour to Reverse Engineer the mind., ed. cit.
[2] En el ya clásico artículo de George Bastide, “Le rire et sa signification éthique”, ed. cit, la risa se explica a partir de tres momentos: amenaza, suspenso y reconciliación, y define la risa como “una hostilidad que se resuelve en amistad”, o una “desmovilización desorganizada de las pulsiones agresivas”.
[3] Cfr. Eugene Dupréel, “Le Problème sociologique du rire”, ed. cit.
[4] A History of English Laughter: Laughter from Beowulf to Beckett and Beyond, ed. cit.
[5] Tres ejemplos: Noël Carrol, Humour, A very short introduction. ed. cit; John Lippit, “Humour and incongruity”, ed. cit; o Sixto Castro, ed. cit, aunque Castro postula un cuatro rubro donde coloca a Bergson: la mecanicidad: p. 92
[6] En específico, Sixto Casto, ed. cit., utiliza la clasificación pero la problematiza.
[7] Henri Bergson, La risa: ensayo sobre la significación de lo cómico, ed. cit., p. 36.
[8] Valga aquí apuntalar una importante omisión en este estudio: no se plantea una distinción las modalidades de la risa. Si bien las posibilidades semánticas y pragmáticas de la risa son muy diversas, digamos de antemano que estamos hablando aquí de la risa que se produce a causa de lo cómico, de lo ridículo o lo risible, y no de las risas que tienen una función cotidiana en la comunicación para indicar aprobación o nerviosismo, por ejemplo.
[9] Charles Baudelaire, Lo cómico y la caricatura, ed. cit.
[10] Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, ed. cit., p. 120.
[11] En el Antiguo Testamento Dios se burla de los que le ofenden pero no ríe. Tampoco ríe Cristo. Sin embargo, Ana ríe cuando queda embarazada y nombra a su hijo Isaac: “Yishaq’el”, “aquel con el que Dios reirá” o “el que hace reír”. Cfr. Matthew Bevis, ed. cit., pp. 53-55.
[12] Platón, República III, ed. cit., 389a.
[13] Platón, Filebo, ed. cit., 48 a – b.
[14] Kant, Crítica del discernimiento, ed. cit., §54 B225.
[15] “Entre esos temas casi olvidados por esa mala madre que ha sido la filosofía occidental, la risa tiene el primerísimo lugar. Los pocos filósofos que hablaron de ella durante los primeros dos milenios de la filosofía, lo hicieron casi siempre para infravalorarla, aunque la gran mayoría simplemente la ignoraron”, dice Paulina Rivero, “Homo ridens: una apología de la risa”, ed. cit., p. 5.
[16] Platón, Apología, ed. cit., 19c.
[17] Friederich Nietzsche, “De las viejas y las nuevas tablas”, ed. cit., XXI, p. 294.
[18] Henri Bergson, ed. cit., p. 35.
[19] Henri Bergson, ed. cit., p. 38.
[20] Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ed. cit., Prol. 9.
[21] Idem., Prol. 10.
[22] Ibidem.
[23] Erica Janín, “El don de la locura: paternidad, identidad y nombre en el Quijote”, en El Quijote en Buenos Aires: lecturas cervantinas en el cuarto centenario, ed. cit., pp. 433-440.
[24] Miguel de Cervantes Saavedra, ed. cit., p. 9.
[25] Cfr. Michel Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, ed. cit., pp. 63-68.
[26] Erich Auerbach, “La Dulcinea encantada”, ed. cit., p. 331.
[27] Hans Blumenberg, La risa de la muchacha tracia: una protohistoria de la teoría, ed. cit., p. 54.
[28] Platón, Teeteto, ed. cit., 174 a – b.
[29] Hans Blumenberg, ed. cit., p. 24.
[30] Ibid., p. 41.
[31] Platón, Teeteto, ed. cit., 174 b – c.
[32] Platón, República VII, ed. cit., 517 a.
[33] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres, ed. cit., VI, 46.
[34] Ibid., VI, 53.
[35] Ibid., VI, 38-39.
[36] Por ejemplo, Peter Sloterdijk, Crítica de la razón Cínica, ed. cit.) y Michel Onfray, Retrato de los filósofos llamados perros, ed. cit.
[37] Josu Landa, Éticas de crisis: cinismo, epicureismo, estoicismo. ed. cit., pp. 63-71.
[38] Ibid., p. 18.
[39] Michel Foucault, El coraje de la verdad: el gobierno de sí y de los otros II, ed. cit., p. 185.
[40] Michel Foucault, ed. cit., p. 232
[41] Aquí Foucault encuentra paradigmático, claro está, el famoso encuentro entre Diógenes y Alejandro.
[42] Ibid., p. 187.
[43] Samuel Beckett, Three Novels by Samuel Beckett: Molloy, Malone Dies, The Unnamable. ed. cit., p. 347.
[44] Aristóteles, Poética, ed. cit. 49 a 10-15.
[45] Martin Revermann, The Cambridge Companion to Greek Comedy. ed. cit.
[46] Cfr. C.W. Marcshall, “Dramatic technique and Athenian Comedy”, en ed. cit., pp. 131-135.
[47] Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, ed. cit., p. 123.
[48] Firedrich Nietzsche, “Sócrates y la tragedia”, El nacimiento de la tragedia, ed. cit., p. 225.
[49] Diana Frenkel, “Introducción”, Ranas, ed. cit., p. 20
[50] Ibidem.
[51] Mary Douglas, Implicit Meanings: Selected Essays in Anthropology, ed. cit., pp. 150-160.
[52] Friederich Niezsche, La gaya ciencia, ed. cit., p. 60.
[53] No todas las risas son iguales, y, sin lugar a dudas, hay risas que refuerzan códigos morales y legales vigentes y tienen un fuerte contenido ideológico. Umberto Ecco, “Los marcos de la libertad cómica”, Carnaval, ed. cit., 1998.
[54] J.L. Borges, citado por M. Foucault en Las palabras y las cosas. ed. cit., p. 9.
[55] Ibidem.
[56] Ibidem.
[57] Ibid., p. 12.
[58] Friederich Nietzsche, Así habló Zaratustra, ed. cit.., p. 205.
[59] Auerbach, “El mundo en la boca de Pantagruel”, ed. cit., p. 253.
[60] Henri Bergson, ed. cit., p. 35.
[61] Ibid., p. 36.
[62] Axel Cherniavsky, “La risa como práctica formativa vitalista. La función y el valor de la risa en Spinoza, Nietzsche, Bergson y Deleuze”, ed. cit., p. 6.
[63] Epígrafe a La gaya ciencia, ed. cit.
[64] Friederich Nietzsche, “De la visión y del enigma II”, Así habló Zaratustra, ed. cit., p. 138.
[65] Ibidem.
[66] Diógenes Laercio, ed. cit., VI, 38.
[67] Ramón Gómez de la Serna, Greguerías, ed. cit., 2006.