La vida lograda de Jean-Luc Nancy

REMBRANDT: EL SACRIFICIO DE ABRAHAM

 

Parte de mí queda en alguna parte.

Jean-Luc Nancy, Le départ

 

Resumen

Tomando como hilo conductor la vocación intelectual de Jean-Luc Nancy como “vigía de nuestro tiempo”, se hace una breve revista de algunos de sus aportes más significativos o interpeladores a este respecto.

Palabras clave: deconstrucción, cristianismo, Occidente, sacrificio, historia, sentido.

 

Abstract

Taking as a common thread the intellectual vocation of Jean-Luc Nancy as “look-out of our time”, a brief review is made of some of his most significant or challenging contributions in this regard.

Keywords: deconstruction, Christianity, the West, sacrifice, history, meaning.

 

Cuando Solón visitó el palacio de Creso, el riquísimo rey de Lidia, y éste le preguntó, no sin antes hacer que le mostraran sus inmensos tesoros, si a lo largo de sus numerosos viajes había logrado conocer por fin al más dichoso de los hombres, el sabio ateniense lo sorprendió contándole historias de comunes y corrientes ciudadanos griegos cuya dicha había consistido en llegar a ser —al término, eso sí, de unas tan virtuosas como afortunadas vidas— nada menos que la honra de todos los suyos. [1]

 

 

Irritado ante ese elogio, que lo esquivaba una y otra vez, y encima para ser otorgado a unos simples particulares, el opulento rey le preguntó por fin a su ilustre huésped, muy directamente, si a él mismo no lo consideraba un hombre dichoso. Y a esto respondió Solón que en rigor no se podía calificar como feliz una vida que aún no había llegado a su término pues la vida humana es de suyo, incluso la de los reyes, o la de los ricos —y esto vale desde luego para los hipermodernos Cresos de la Silicon Valley—, profundamente incierta.[2]

 

De Jean-Luc Nancy podemos decir, entonces, ahora que ha rebasado ese límite último hacia el que tiende toda vida sublunar —y ello a despecho de aquello que él mismo decía, de que en nuestro tiempo no se sabe ya, o en el de los “países desarrollados”, lo que es una vida lograda—, que él sí que ha sido, a su manera, y a pesar de todos los pesares, un hombre realmente feliz.

 

La muerte lo sorprendió en uno de sus más intensos, y fecundos —amén de muy ampliamente compartidos, o acompañados— momentos de actividad filosófica. Ya desde antes de la pandemia (del coronavirus Sars-Cov-2), y a casi veinte años de su jubilación como profesor de la Universidad de Estrasburgo, su trabajo filosófico era seguido, y era además expresamente solicitado desde diversas partes del mundo: Alemania, Italia, Inglaterra, Argelia, Japón… Y desde diversas partes de España e Iberoamérica también, y desde México especialmente, y desde Chile y Argentina.

Su vocación de centinela intelectual, esa misma que, en su juventud, le había empujado a abandonar sus proyectados estudios de teología ––porque quería ponerse, como Ortega, “a la altura de los tiempos”— por los de filosofía, y de filosofía real y profundamente “contemporánea”, esa tarea abrazada por él con tan singular ahínco resultaba, en unos tiempos tan confusos como los que ahora mismo atravesamos, de un interés harto evidente.

 

Muy singularmente sensible a dimensiones de la vida humana tan cercanas, o tan íntimas como el propio cuerpo y su esencial exposición a los de los demás (comenzando, en su caso, por el corazón intruso que le prolongaba la vida), Jean-Luc Nancy gustaba asimismo de escrutar el horizonte, siempre atento a lo que en él se anunciaba, y esto lo hacía además bastante bien armado de lo que del pasado, cercano o lejano, resulta imprescindible interrogar para tratar de descifrar tanto lo que ahora mismo nos ocurre como lo que acaso vendrá.

 

De su aggiornamento personal cabe observar, por cierto, que en buena medida se va dando en paralelo, o en reacción incluso al de la Iglesia toda, o casi toda, pues arraiga, nos sugiere un estudio publicado hace poco más de diez años por Michel Fourcade, en la impaciencia que, para un significativo grupo de filósofos y teólogos franceses, representó un Concilio Vaticano II que, si se daba al fin a la tarea de hacerse cargo de ese mundo moderno que hasta entonces Roma había estado más bien condenando, no sacaba, al nivel de la filosofía y la teología, todas las consecuencias que para ellos se imponían.[3]

 

No era una obstinada vuelta al tomismo lo que la Iglesia necesitaba, ni tampoco el compromiso de un “humanismo cristiano”, o de un más o menos módico “personalismo”, sino una nueva y radical puesta en cuestión de los fundamentos mismos de la filosofía, la teología y la civilización cristianas. Así lo pensaba al menos, en 1967, el joven filósofo —¿todavía católico?— Jean-Luc Nancy:

 

El Dios que nosotros esperamos —quizás— en secreto —escribe— es en primer lugar aquel por el cual haríamos un feliz auto de fe de conceptos. Necesitamos, para perseverar, una Santa —verdaderamente santa— Inquisición. Pero tendremos que saber pensar por encima del “obscurantismo” y del “progreso”, y por encima de la concepción de un discurso cristiano que se oponga a los otros o que se alíe con ellos.[4]

 

Hay, en el tremendo siglo XX europeo (que sucede al también muy agitado o turbulento, y positivista, y cientificista, y evolucionista siglo XIX), una nueva y agravada crisis filosófica que no puede ciertamente ser resuelta por ese ya muy ampliamente desbordado aristotelismo en el que la jerarquía católica se empeña entonces todavía en refugiarse en vez de salir, decididamente misionera, a enfrentar a campo abierto a la harto trágicamente triunfante —y radicalmente distinta de la griega, y de la musulmana— civilización moderna.

 

Ockham, Lutero, Kant, Nietzsche, Heidegger, Brunner… Más de medio milenio de aguda y de severa crítica contra Aristóteles no ha pasado en vano. Ni Suárez, ni Descartes, ni Pascal… ni todos los esfuerzos que en la estela de esos grandes pensadores se han hecho por dotar al mundo cristiano y moderno de una filosofía más radical, y más profunda aún, y más acorde con lo que el propio cristianismo ha suscitado o generado, tanto por su acción positiva (o deconstructora, diría Nancy) como por las tan tremendas reacciones a las que ha dado lugar.

 

Es con el trasfondo de esta especie de falla metafísica, de crisis eclesial del Ser —observaba en 2008 Michel Fourcade—, que tendremos que resituar ahora a la galaxia “deconstructiva”. Jean-François Lyotard (1924-1998), Gérad Granel (1930-2000), Michel Deguy (1930), Jean-Luc Nancy (1940 [2021]) …: exceptuando por supuesto a Derrida (1930-2004), la mayor parte de los jóvenes filósofos que van a ilustrarse en ello confiesan efectivamente en esa época —subraya— un fuerte anclaje católico.[5]

 

Gérad Granel —que es, como Derrida, diez años mayor que Nancy— fue “[…] uno de los raros filósofos contemporáneos, si no es que el único —escribe el propio Nancy—, en haber afirmado durante algún tiempo su pertenencia a la confesión y a la Iglesia católicas practicando al mismo tiempo una filosofía claramente vinculada a Heidegger por un lado, y por el otro a Marx”.[6]

 

No estaría de más el detenerse aquí en el viejo Jean Guitton (que es por su parte veintinueve años mayor que Granel, y, con Maritain, uno de esos “pretendidos pensadores” puestos en su deconstructora mira), así sea para asomarnos de pasada a la tesis principal de su libro Le Christ écartelé, de 1963, en el que reconoce el rol a veces trágicamente positivo que tienen, para la iglesia, esos hijos suyos que muchas veces la abandonan precisamente por querer ir más rápido, y más lejos que ella.[7]

 

Gérard Granel dará, al final, a su tarea deconstructora, el significado más combativo y radical: se trata, por lo mal que está, o que le parece que está (con la corrupción de no pocos de sus jerarcas, con sus rezagados o superficiales pensadores tradicionalistas, y hasta con su respetado y estorboso Papa), de “un desmantelamiento de todo el cristianismo existente y en todos los dominios: desmantelamiento moral, político, teórico”.[8]

 

Nancy, de quien Granel fue, entre otras cosas, el director de su tesis de doctorado de Estado, en 1987 (en cuya defensa Derrida y Lyotard fungieron, por cierto, como sinodales), Jean-Luc Nancy dará por su parte a su labor un significado harto más sutil, y más sereno. “Reformador, iconoclasta, antirromano en Granel, el discurso deconstructor asumirá en Nancy —observa Michel Fourcade— más bien las vías de la teología negativa”.[9]

 

Habría que hacer toda una “deconstrucción” (más o menos en el mismo sentido que Nancy le da a este término), y hasta una arqueología o al menos una hermenéutica —o una dilucidación— tanto de su propio o personal cristianismo como del de buena parte de la inteligencia occidental, en general, y no sólo en su generación o en la precedente.

 

Fourcade trae a cuento también, por ejemplo, el caso de figuras tan importantes para la vida intelectual francesa como Edmond Ortigues (1917-2005), Henri Duméry (1920-2012), Pierre Hadot (1922-2010) y Jean Bottéro (1914-2007), quienes habían dejado el sacerdocio durante el pontificado de Pío XII especialmente en reacción a la encíclica Humani generis (Sobre las falsas opiniones contra los fundamentos de la doctrina católica) en la que se reprende, en agosto de 1950, a los que se inclinan “más de lo debido” hacia las novedades en filosofía y en teología.[10]

 

Esa especia de sangría, o esa continua “fuga de clercs” de la que ahí tenemos dos momentos harto significativos, convendría estudiarla a fondo no sólo en Francia sino en todos los países católicos (e incluso en los no mayoritariamente católicos), en los que la Iglesia le ha prestado al mundo, por así decirlo, y a las ideologías anticristianas inclusive, buena parte de sus más destacados intelectuales. Nuestras propias universidades siguen siendo, a su nivel, en las Facultades de Filosofía, de Humanidades en general, y hasta de ciencias sociales, una muy buena muestra de ello. “Emperador —dicen que dijo Guillermo de Ockham, huyendo de Aviñón—, defiéndeme con la espada y yo te defenderé con la pluma”.[11]

 

Romper con el viejo “poder espiritual”, empero, ¿es lo mismo que romper, profunda y radicalmente, con el cristianismo? Algunos colegas del Instituto Católico de París me hablaban, con respecto a Nancy —o no sé si yo a ellos, pues el término ya lo usaba yo (y entonces ellos lo aceptaron sin la menor reserva)—, de su evidente criptocristianismo. Y él mismo se hace, a su manera, la pregunta decisiva, tanto en ese viejo artículo de la revista Esprit al que acabamos de asomarnos (“Catéchisme de perséverance”), en el que ya se preguntaba si era posible “vivir en paz con nuestro pasado cristiano”[12] (y en el que harto paradójica o deconstructoramente advertía que la novísima “filosofía atea” no podía ignorar “la posibilidad de una relación del hombre con Dios”),[13] como en la conferencia que, precisamente sobre “La deconstrucción del cristianismo”, pronunció, ya en 1995, en la Universidad de Montpellier: “¿En qué y hasta qué punto seguimos apegados —o nos atenemos [tennos-nous]— al cristianismo? ¿Exactamente cómo estamos, en toda nuestra tradición, determinados —o tenidos [tenus]— por él?”[14]

 

De esta coincidencia temática entre el inicio y el final de su carrera universitaria da una tan temprana como significativa cuenta Didier Cahen en el artículo “Jean-Luc Nancy” de la enciclopedia Universalis: “La agregación en el bolsillo (1964), [Nancy] renuncia a sus [proyectados] estudios de teología y parece pasar, de una vez por todas, la página del cristianismo. El descubrimiento del estructuralismo, la lectura, y después el encuentro con Derrida, Althusser, Deleuze, lo confortan en su opción por la modernidad”.[15]

 

Para volverse un pleno representante de la filosofía europea contemporánea Jean-Luc Nancy tuvo que romper (¿o tan sólo creyó que tenía que romper, o creyó que rompía?) con el catolicismo de su juventud, haciendo suyas las premisas de una historia de “la Filosofía” y de la Modernidad que, como he señalado ya en diversos lugares, tiene ella misma su canon y sus escrituras (cuasi sagradas ellas y por eso mismo dignas de hermenéutica y/o de deconstrucción). Y ciertamente no se puede decir que esas premisas, esa Historia y esas Escrituras no las haya deconstruido pues, en el seno mismo del inmanentismo, o de la mundialización o mundanización de lo divino operada por la filosofía “moderna” y heredada por la “contemporánea”,[16] Jean-Luc Nancy introdujo todo un pensamiento —y toda una sensibilidad, o un tacto, incluso— de la no inmanencia.

Como representante, entonces, no del por lo pronto harto sistemáticamente marginado (y también, hay que reconocerlo, en no pocos aspectos muy ampliamente confinado o rezagado) pensamiento cristiano católico, apostólico y romano, sino del “contemporáneo” o, como decía Unamuno, del de la “corriente central del pensamiento europeo” —o de esa “tradición continental” de la que su obra es ahora mismo la más fina y avanzada punta—, Jean-Luc Nancy pensó y analizó, en sus trabajos ya de madurez (y, digamos, de vida académica e intelectual “normal”), sobre todo lo que se refiere justamente a eso que, tanto en la historia europea como en la suya propia y en la de su generación vino a ocupar, o a pretender ocupar el lugar del cristianismo.

 

Con Philippe Lacoue-Labarthe escribió, en 1980 (y publicó en 1991), un texto que es pequeño en dimensiones, pero enorme en su poder de clarificación, no sólo en lo que se refiere a la filosofía y la historia europeas, sino también —como creo haber mostrado en 2002 en mi “Epílogo del traductor”— para todas esas “filosofías del arrabal” que exigen todas las historias vueltas de repente “periféricas”. “Al principio, y para decirlo de manera abrupta —leemos en El mito nazi—, hay esto: desde la caída de la cristiandad, un espectro ha obsesionado a Europa, el espectro de la imitación. Lo que significa en primer lugar: imitación de los Antiguos”.[17]

 

Abandonado el universalismo cristiano, en efecto, el nuevo orden europeo emanado de la Paz de Westfalia, el del cuius regio eius religio, o de las Soberanías esas que equivalen, como ya había visto Hobbes, a algo así como a unos dioses mortales, el nuevo régimen teológico-político planteaba, sobre todo ahí donde no había un antiguo reino que parasitar, el problema de la “religión nacional”, y de los mecanismos de unificación o productores de identidad.

 

Y así fue como, en Alemania, en donde el “problema alemán” era acuciante (el de la modernización a toda prisa, y el de la construcción urgente de un todo poderoso Estado), a la par que la ––ultrawestfaliana— filosofía del Sujeto surgió, con especial fuerza, todo un renacimiento de lo mítico cuyo producto más acabado fue el nazismo, precisamente en su calidad de mito realizado o realizable, y de brutal remedo, entonces, de religión arcaica y sacrificial.

 

No fue el nazismo lo que ocupó, desde luego, en Jean-Luc Nancy, el lugar del cristianismo, pero sí es algo que le ha dado mucho que pensar, y respecto de lo que tanto él como Philippe Lacoue-Labarthe sostienen que es un error considerar que, en lo que se refiere a la historia europea, sea una simple desviación, o un descalabro que ha quedado pura y llanamente en el pasado. Al contrario, es una posibilidad muy efectiva de su ruptura con el cristianismo que ya se dio, y que no es imposible que se vuelva a dar, aunque por supuesto en otra forma que en la que harto vana o candorosamente se espera.

 

Sobre su anclaje en la historia europea moderna, y sobre su inscripción expresa en el proceso general de destrucción, y de reemplazo de la Cristiandad, en el “Prefacio a la edición española” de El mito nazi leemos lo siguiente:

 

En sus notas de Pasajes, Benjamin recopiaba esta frase de Jung (de un libro aparecido en 1932): “El gesto simbólico de la entronización de la diosa Razón en Nuestra Señora de París parece haber tenido, para el mundo occidental, una significación análoga a la del abatimiento del roble de Wotan por parte de los misioneros cristianos, pues ni entonces ni ahora hubo un rayo vengador que viniese a fulminar a los blasfemos”. Benjamin comenta: “¡La hora de la ‘venganza’, para esos dos gestos históricos fundadores, parece sonar al mismo tiempo! El nacional-socialismo se encarga del primero y Jung del segundo”.[18]

 

Todo depende, digamos, de en qué forma queramos que se manifieste ese “rayo vengador”, o de qué tan fina sea nuestra vista y de qué tan despejada esté a la hora de escrutar el horizonte. Tras su tan reverenciada Revolución Francesa, cuyo universalismo ilustrado o racional pretendió superar al universalismo sobrenatural del cristianismo, Ortega constataba, en efecto, en la estela de Schelling, cómo lo que en realidad estaba de vuelta, en Europa, eran las guerras de los dioses y los hombres.[19]

En aquella primera gran crisis del liberalismo, y de la cultura moderna e ilustrada en general, que precedió a las primeras dos guerras mundiales, los particularismos resurgían —o se inventaban— furiosos, y el universalismo aquel, humano demasiado humano —subrayaría, con Nietzsche, Jean-Luc Nancy—, no funcionaba.

 

Flanqueado, encima, por ideologías rivales que en muy buena medida habían surgido de su propio seno, el liberalismo, que supuestamente había dejado atrás, con su renuncia a la verdad, las guerras de religión,[20] se apresta a casi un siglo (si no es que más) de guerras ideológicas o cuasi-religiosas que, en sus momentos más terribles, han sido guerras totales, de suyo incomparablemente más mortíferas que todas las guerras anteriores.

 

No es sólo el nazismo el que parece reclamar la explicación sobrenatural que, con respecto a tan desmesurada violencia como la que se desató en toda esa época, se atrevió a proponer (en 1950, en su libro El fin de los tiempos modernos ) el gran teólogo católico alemán de origen italiano Romano Guardini (y a la que René Girard le prestaría después el respaldo de su también harto reveladora mirada antropológica, y sobre la que Alain Besançon insistirá harto más recientemente): la guerra fue terrible en todos los bandos y los vencedores de Hitler no fueron, desde luego, unas blancas palomitas.[21]

 

Respecto del comunismo, que el propio Alain Besançon recuerda como hermano gemelo del nazismo[22] (y que lo es sobre todo en su pareja voluntad de destruir toda estructura antropológica tradicional, y especialmente en lo que se refiere al “hombre nuevo” o al “individuo”, que ha de quedar solo, y a expensas del poder o del Estado), un hito muy importante en el pensamiento de Jean-Luc Nancy es el que representa, en 1986, La communauté desoeuvré, que es una de sus obras principales y que fue casi simultáneamente traducida en Chile y en España, aunque con distinto título.

Juan Manuel Garrido proponía, al principio (en homenaje, también, a Gabriela Mistral), La comunidad desolada. Al final optó, como los traductores italianos, y a sugerencia del propio Nancy, por La comunidad inoperante. Cuando Nancy recibió, poco después, un ejemplar de La comunidad desobrada, quiso verme para comentármelo, y me preguntó incluso si en España y en Iberoamérica no hablábamos la misma lengua, y al confirmarle yo que sí, con muy ligeras variaciones, se declaró sorprendido de que se hubiera hecho —y sin avisarle, por cierto— esa doble traducción.[23]

Pues bien, si entre tantas cosas que cabría decir sobre esa obra tan sugerente, a la vez que tan difícil y compleja, cabe que en esta ocasión privilegiemos alguna, esa es precisamente la del rechazo, por parte de Nancy —que ya venía deconstruyendo, desde trabajos como Ego sum, el sujeto moderno—, del átomo ese, tan caro al comunismo como al liberalismo, y al nazismo, del “individuo” solo, indistinto e intercambiable o, para decirlo en plata, sacrificable.

 

“El testimonio más importante y más duro del mundo moderno”, escribe Jean-Luc Nancy en 1986, a la entrada de La communauté desoeuvrée, “es el testimonio de la disolución, de la dislocación o de la conflagración de la comunidad”.[24] ¿Es realmente necesario —se pregunta— que digamos aquí algo sobre el individuo? Algunos ven en su invención y en su cultura, si no es que en su culto, el privilegio irrebasable en virtud del cual Europa le habría mostrado ya al mundo la única vía de emancipación de las tiranías y la norma con la que habría que medir todas las empresas colectivas o comunitarias. Pero el individuo no es sino el residuo de la dura prueba de la disolución de la comunidad.[25]

 

El individuo es el átomo indiferenciado con el que, en teoría, se ha de componer todo Sujeto o Leviatán —toda Clase, incluso. Pero lo que a Nancy en ese caso le preocupa es algo más vital y más profundo (algo, diría Unamuno, más que “histórico”, intrahistórico, y sobre todo realmente encarnado): la comunidad. Y para eso no bastan las del todo abstractas e impersonales piezas esas, supuestamente puras, duras e intercambiables.

 

El individualismo —escribe Nancy— es un atomismo inconsecuente, que olvida que el fin del átomo es conformar un mundo. Es por eso —advierte— que la cuestión de la comunidad es la gran ausente de la metafísica del sujeto, es decir —individuo o Estado total— de la metafísica del para-sí absoluto: lo que quiere decir también la metafísica del absoluto en general, del ser como ab-soluto, perfectamente despegado, distinto y cerrado, sin relación.[26]

 

En la tradición de Kierkegaard, Heidegger y Bataille (y acaso también en la de Unamuno, y en el fondo en la del propio cristianismo), Jean-Luc Nancy rompe esa trampa “filosófica” (o más bien onto-antropológica, digamos) justamente cuando se hace cargo, más cerca de Esquilo que de Empédocles o de Platón, de la muerte no como mera disolución de lo complejo en sus eternos e inalterables componentes simples, sino como muerte.

 

Millones de muertes, es verdad —escribe Nancy—, son justificadas por la revuelta de los que mueren: son justificadas en tanto que réplica a lo intolerable, en tanto que insurrección contra la opresión social, política, técnica, militar, religiosa. Pero esas muertes no son relevadas: ninguna dialéctica y ninguna salvación reconducen esos muertos a otra inmanencia que no sea la de… la muerte (la cesación, la descomposición, que no forman otra cosa que parodias o reversos de la inmanencia). Y el caso es que la edad moderna no ha pensado la justificación de la muerte sino en las especies de la salvación o del relevo dialéctico de la historia. La edad moderna se empecinó en clausurar el tiempo de los hombres y de sus comunidades en una comunión inmortal en la que la muerte, para terminar, pierde el sentido insensato que ella debería tener —y que ella tiene, obstinadamente.[27]

 

Es pues nuestra fragilidad, y en último término nuestra mortalidad la que en cambio nos revela como seres insubstituibles, singulares más que individuales, y cada uno de nosotros, cada vez y en cada exposición o en cada comparecencia, único, e irrepetible. “La muerte —leemos en Noli me tangere— abre la relación: es decir, el reparto de las partidas. Cada uno llega y parte incesantemente”.[28]  “Nadie sabe lo que tiene —reza nuestra propia sabiduría popular— hasta que lo ve perdido”. Y así las cosas, cuando crees que lo tienes, cuando lo das por adquirido (incluso a Dios, o al Dios encarnado o a su Espíritu, atrapados en un concepto), en realidad no lo tienes. No lo acoges justamente en su “mortalidad”, o en su condición, digamos, de don gratuito, o de milagro.

 

Así es precisamente como Nancy interpreta el “no me toques”, o el “no me retengas” evangélico (o así es, al menos, como yo creo que conviene interpretar la interpretación de Nancy): “No tienes nada, no puedes tener ni retener nada, y ahí tienes aquello que necesitas saber y amar. He ahí lo que se puede saber sobre el amor. Ama aquello que te huye, ama al que se va. Ama el hecho de que se vaya”.[29]

 

La comunidad no se da en los registros del gobierno y la gestión o la administración, sino en el del don recíproco y gratuito. Es “inoperante” o “desobrada” justamente en la medida, explica Nancy, en la que no es del dominio de la obra o de la producción.

 

No la producimos —escribe en La communauté desoeuvrée—, tenemos experiencia de ella (o su experiencia nos hace) como experiencia de la finitud. La comunidad como obra, o la comunidad por las obras supondría que el ser en común, como tal, sea objetivable y producible (en lugares, personas, edificios, discursos, instituciones, símbolos: en pocas palabras, en sujetos).[30]

 

Y hasta los comunistas saben, o deberían saber, el día de hoy —los que guardan la experiencia de esa pesadilla histórica, al menos—, que no es así. Y es esa una lección que, por desgracia, tampoco parece haber calado cual debiera en el campo de las “democracias liberales”, y de la “gestión” de esos meros “recursos humanos” que, tan radicalmente objetivados como los “recursos naturales”, son precisamente objeto de una tan voraz, y tan ciega como destructora explotación.

 

En 1990, en la segunda edición de la Communauté desoeuvrée, el último capítulo, titulado “La historia finita”, recoge la versión francesa de una conferencia pronunciada en la Universidad de California en Irvine, publicada en inglés en 1988. La historia, insiste ahí Jean-Luc Nancy, no es el desarrollo de un Sujeto, o de una Substancia que estaría avanzando hacia su cumplimiento, en tal o cual forma “inmanente” o emanando de ella misma —y paradisíaca, desde luego—, “sino un ser-en-común que tan sólo ocurre, o que es la ocurrencia misma, un evento más que un ser”.[31]

Esa especie de dios mundializado o inmanente, decíamos, es forzosamente deconstruido por Nancy, quien llega a la filosofía moderna y contemporánea especialmente rico de su proveniencia cristiana. Tampoco estaría de más el que nos asomásemos aquí, por cierto, a propósito tanto de la historia como de la comunidad, a lo que ya en 1851 observaba Juan Donoso Cortés en su célebre Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo:

 

La sociedad —escribía el pensador político español— puede ser considerada desde dos puntos de vista diferentes: el católico y el panteísta. Considerada desde el punto de vista católico, no es otra cosa sino la reunión de una multitud de hombres que viven todos bajo la obediencia y al amparo de unas mismas leyes y de unas mismas instituciones; considerada desde el punto de vista panteísta, es un organismo que existe con una existencia individual, concreta y necesaria.[32]

 

Y asimismo habría que recordar, al menos, a ese “hombre de carne y hueso” con el que Unamuno deconstruye, a su manera, en Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (en 1912), la hegeliana o inmanente o autosuficiente “Historia de la Filosofía”.

 

Pensada pues, la historia, no como el despliegue de un Sujeto, una Clase o un Absoluto en proceso de devenir tal Absoluto (ese “círculo cuadrado” que le objeté una vez, en su seminario sobre Schelling, a Philippe Lacoue-Labarthe), sino como historia de las personas concretas y sus relaciones, y desprovista entonces de su Comunismo o su Liberalismo, o su Raza superior —o de su Sentido, escrito todo con mayúsculas de ídolo—, la historia humana se le presenta, de pronto, al centinela y al deconstructor Jean-Luc Nancy, como suspendida.

 

Nuestro tiempo es el tiempo, o un tiempo (esa sola diferencia de artículo implica —señala— una total diferencia en el pensamiento de la historia…) del suspenso de la historia —en un sentido al mismo tiempo rítmico y angustiante: la historia está suspendida, sin movimiento, y nosotros esperamos, en la incertidumbre y la ansiedad, lo que ocurrirá si retoma su marcha hacia delante (si existe todavía algo así como un “hacia delante”) o si no se mueve ya del todo.[33]

 

Pocos meses después, caídos ya el muro de Berlín y el imperio soviético, mientras otros diagnosticaban la “postmodernidad”, la “modernidad inacabada” o el “fin de la historia”, Nancy calaba, en su libro titulado Un pensamiento finito, nada menos que en el final de “la filosofía” y del Sentido mismo, y en la necesidad de superarlos en el “pensamiento”, y en un pensamiento que estuviese, además, consciente al fin él mismo de su singularidad y de su contingencia, “a la altura de ese fin”. “El sentido es desde ahora —escribe entonces— la menos compartida de todas las cosas del mundo. Pero a partir de ahora compartimos, sin reserva ni escapatoria posibles, la cuestión del sentido. La cuestión, o acaso al mismo tiempo más y menos que una cuestión: una preocupación, una tarea, una oportunidad”.[34]

 

La idea, cuasi religiosa, de un Sentido último de la Historia, de un paraíso comunista —o consumista, lo mismo da—, es rechazada ahí a la luz de la deconstrucción, no sólo ya del viejo dios (aristotélico y hegeliano) de la onto-teología, sino también de la última, y de la penúltima de sus versiones “políticas” o “seculares”. Las dos, precisamente, que hasta entonces habían estado enredadas en una prolongada, y cuasicósmica Guerra fría.

 

La lucha había sido guiada hasta aquí —escribe— por la idea reguladora de la autoproducción (original y final) del hombre. Y al mismo tiempo, por un concepto general y genérico de este “hombre”. Sin duda cambian las condiciones de la lucha —observa Nancy—, si ésta debe ser pensada según la finitud, y según sus singularidades. El acceso al sentido finito no supone, “des-supone” al contrario la autoproducción, y su reproducción. “Des-supone” el reino del proceso, y el encadenamiento del tiempo a la lógica del proceso: es decir un tiempo lineal, continuo, sin espacio (de tiempo) y siempre presionado contra su propio “después”.[35]

 

No se trata, entonces, de encontrarle a todo un Sentido Último —y de sobra conocido y dominado, encima, por sus adoradores—, sino de encarnar, aquí y ahora, cada uno y cada vez, un infinito intercambio de sentidos finitos, singulares, frágiles… Y hasta se podría decir que inmanentes, pero no inmanentes a ellos mismos, sino abiertos siempre a los otros, y hasta al Otro con mayúsculas, y a su “intrusión” (o a su guiño, como diría Derrida).[36] ¡Pero desde luego no a Otro cualquiera!

En ese mismo libro, en el harto pertinente y sugerente capítulo titulado “Lo insacrificable” Nancy analiza una de las dimensiones fundamentales, o fundacionales de lo que él llama ahí Occidente, precisamente en su de pronto obscurecida —¿o nuevamente evidenciada o revelada?— relación con los rituales sangrientos que éste había dejado atrás, o afuera, “o en algunos de sus repliegues secretos”,[37] y por los que empero resurge, y persiste aun aquí y allá, una harto moderna, o postcristiana fascinación.

 

Habría que convocar aquí —escribe— otra representación: la imagen de la escasa decena de siglos durante la cual, en el borde y luego en el centro de la fundación occidental, el sacrificio se libera de sí mismo, se aligera, se transfigura o se retira. Eso ocurre —observa Nancy— en los profetas de Israel, en Zoroastro, Confucio, Buda, y ocurre en fin en la filosofía y el cristianismo. A menos que no convenga decir que eso se cumple como filosofía y como cristianismo, o, si se prefiere, como la onto-teología. Nada, quizás, designa más netamente (aunque obscuramente) el Occidente —concluye—, como esta asumpción, o subsumción, dialéctica del sacrificio. […] Todo ocurre como si el Occidente comenzara ahí donde termina el sacrificio.[38]

 

Un Occidente que (¿a primera vista?) resulta ser mucho más amplio, entonces, que el que se refleja en la opinión pública, y en la doxa o la vulgata intelectual hoy dominante tanto en los Estados Unidos de América como en la Europa occidental, respecto del que el politólogo Samuel Huntington decía con toda claridad que su diferencia específica radicaba en el éxito que había tenido allí la Reforma protestante (y que, como señalo en “Occidente y nosotros”, mi prólogo a Occidentes del Sentido / Sentidos de Occidente, corresponde justamente a ese mundo ideológicamente postcristiano que surgió en 1648, en vida de Descartes aún, en la entre ellos muy famosa Paz de Westfalia).

 

Abusivamente estrecho en su autocomprensión —o apropiación o incautación— actualmente más en boga, cabe que nos preguntemos a su vez si el Occidente de este y de otros textos de Nancy (o el proyectado trasfondo histórico de ese “Occidente”) no será a su vez demasiado amplio, o abierto. Y por lo pronto hay que ir tomando nota de esta, a decir verdad harto fundamental ambigüedad o indecisión.

 

De cualquier forma, y sea cual sea la relación que todo esto tenga con el confucianismo, el budismo o el zoroastrismo, lo cierto es que, en lo que a nosotros se refiere, los harto más que dudosos procesos judiciales celebrados contra Sócrates y contra Jesús marcan, río arriba ––esa decisiva “trampa de la cruz” que diría René Girard, con quien Nancy discute en este interesante estudio—, la procedencia, y la frontera interna de —esa sí— nuestra entera civilización.[39]

 

El autosacrificio cristiano —la cruz de cristo, y la respectiva cruz de cada uno de sus seguidores— interrumpe pues el tiempo del harto cruento sacrificio antiguo, respecto del que en la filosofía había, en efecto —en Heráclito por ejemplo, y en Platón—, una muy clara inquietud o desafección. “Es notable que el Fedón esté enmarcado —observa Nancy— por dos referencias al sacrificio que llamo ‘antiguo’”: la de la victoria de Teseo ante el Minotauro, y la del gallo que dice Sócrates, ya bajo los efectos de la cicuta, que hay que ofrecerle a Esculapio.[40]

 

Y el sacrificio antiguo o precristiano resurge, apenas camuflado, y vuelve a ser del interés de los “filósofos” con el advenimiento —saludado, veremos en Unamuno, el energúmeno español, por el ferviente europeísta don José Ortega y Gasset— del Estado moderno y de esa sacrosanta Revolución cuyo fin o cuya meta, cuya “justicia” justificaría incluso el Terror —Y más tarde las hambrunas y deportaciones, y el “holocausto” o la exterminación, en suma, de todos los “reaccionarios”.

 

La “espiritualización” que la Reforma luterana opera con respecto a la eucaristía (o el sacrificio incruento del “cordero de Dios” en la misa católica), y que Hegel no deja desde luego de exaltar como un momento superior o más evolucionado de la Historia, no le impide a éste caer en la fascinación —et pour cause! diría René Girard— por el momento cruel del sacrificio.

 

Como hemos visto —escribe Nancy—, el mismo Hegel que abandona el sacrificio religioso reencuentra para el Estado el valor pleno del sacrificio guerrero. (¿Y qué decir —agrega— del proletariado de Marx, que “posee un carácter de universalidad por la universalidad de sus sufrimientos?) Relevando el sacrificio —concluye—, el Occidente constituye una fascinación por y para el momento cruel de su economía.[41]

 

Y aquí Occidente es ya muy claramente el de la Reforma, adviértase, el de Hegel, el de Hobbes, el de Lutero. Y también el de Heine y el de Nietzsche, o el de Robespierre y compañía, y hasta el de Hitler o el de Himmler.

 

Todo esto conducirá efectivamente, veíamos, en una de sus efectivas realizaciones históricas, nada menos que al nazismo y a su “solución final”, concebida por sus ideólogos más como un autosacrifico del verdugo a la dura prueba del deber de asesinar que como un “holocausto”, o una inmolación sacrificial de las víctimas.

 

Y eso, observa Nancy: “Ya no es el sacrificio occidental, es el occidente del sacrificio. Una segunda ruptura tiene lugar, y, esta vez, es la ruptura —dice— del sacrificio mismo”.[42]

La caída, en los años noventa del pasado siglo, o la debacle de la utopía comunista, marcaría asimismo el final del “sacrificio moderno” o “revolucionario”, o del que se hacía o se justificaba —en cantidades asimismo harto más que industriales— en nombre de ese final feliz de la Historia que, superado el escatológico cristianismo, era cuestión de conquistar.

 

El Sentido que llegaba a su fin lo hacía, entonces, a la manera de un dios; de un crudelísimo dios Huitzilopochtli como ese que en el propio México pareciera ahora que quisieran reinstaurar, precisamente a fuer de numerosos sacrificios; o de la redivinizada Historia, en una más de sus Transformaciones; o de la también harto sedienta diosa Gaia, o Tlali, o Pachamama; o de ese “Dios obscuro” que decía Lacan,[43] y que fascinaba todavía a Bataille, y a Heidegger…[44]

Y en su debacle se volvía evidente que no: que sus vanas promesas nunca habían valido, y no podían valer nunca el precio de esos sacrificios que tan arteramente había reclamado y, por desgracia, conseguido.

 

La existencia —concluye Nancy en ese interesantísimo texto de 1990— no es sacrificable, y no se la puede sacrificar. No podemos sino destruirla, o compartirla. Es la existencia insacrificable y finita la que se nos ofrece para compartir: la methexis se propone a partir de ahora así, como el reparto de eso mismo que reparte: a la vez el límite de la finitud, y el respeto de lo insacrificable. Desaparición del sacrificio, desaparición de la comunión, desaparición del Occidente: eso no quiere decir —previene— que el Occidente retornase a lo que lo ha precedido, ni que el sacrificio occidental retornase a los ritos que él estaba supuestamente encargado de espiritualizar. Eso querría decir que estamos al borde de otra comunidad, de otra methexis, en la que la mimesis del reparto borraría la mímica sacrificial de una apropiación del Otro.[45]

 

Y sin embargo… atento a las debacles del pasado siglo, y de las ideologías o las religiones seculares vencidas, Jean-Luc Nancy no descuidaba, en fin —o no perdonaba, como diríamos en México—, no le ahorraba su mirada sutil, sensible y reflexiva a su propio mundo. A esa Europa liberal y westfaliana tan venida a menos, y como reducida a un protectorado estadounidense pero rica aún, y orgullosa y dadora de lecciones, sobre todo, y “modelo a seguir”.

 

Nos ha dado muy fehacientes muestras de ello estos últimos meses, especialmente desde que se propagó ese virus “demasiado humano” que ha venido a revelar tantas de esas miserias que ocultaba el fabuloso “Primer Mundo”, y a poner muy de relieve precisamente su flagrante falta de ejemplaridad.

 

De su “deconstrucción de la crisis sanitaria” me he ocupado ya en otra parte, y prefiero recordar aquí algo de lo que escribió a propósito del azote, o del jinete —o del evento— previo: el del terrorismo o la gran “crisis de seguridad”.

 

Desde el 11 de septiembre de 2001 el Occidente, huérfano durante más de una década de su viejo rival comunista, ha entrado en una nueva guerra cósmica contra un novísimo avatar del Mal: el terrorismo en cuanto tal. Si entonces se trató de unos aviones secuestrados, y transformados, por un comando en principio altamente organizado y preparado, en armas asesinas, en julio de 2016, en Niza, lo que se transformó en arma fue un simple camión, lanzado a toda velocidad contra los transeúntes. “Un camión lanzado para aplastar a unos niños —entre otros [escribe entonces Jean-Luc Nancy]— da una imagen insostenible del nihilismo. El propio nihilismo le da nombre a un desenlace: el de nuestra historia y nuestra civilización”.[46]

 

No es el Otro (el terrorista musulmán, o el yihadista) el que plantea aquí el problema fundamental, es el Mismo. Es esa civilización occidental que, vuelta ahora planetaria y, como señalaba ya el propio Toynbee, vaciada de ella misma, no es capaz de acoger a todos y cada uno de los habitantes del planeta, y sobre todo no es capaz de hacerlo en su respectiva singularidad, y entonces es incapaz de dar, y de tener sentido.

 

Hoy se supone que todos estamos en guerra; en una guerra universal contra un virus del que cualquiera podría ser portador, y harto más que contra un mero virus, contra el espectro de un virus.[47] Ya entonces se estaba en guerra contra un mal completamente inasible: el terrorismo, que se asumía también que podía ser el acto de cualquiera. —De un particular que va y renta un camión, por ejemplo, y que en seguida lo utiliza como un arma, en una concurrida zona turística de Niza, o de Barcelona.

A propósito de ese Mal, y de la guerra que entonces le declaró, el tan bélico como justo y bueno Occidente, la reflexión de Nancy fue pronta y pertinente:

 

No basta con declararle la guerra —escribió—. Debemos enfrentarnos con nosotros mismos, con nuestra empresa universal de potencia nunca satisfecha. Tenemos que reconocer y desmontar los camiones locos de nuestros supuestos progresos, de nuestras ilusiones de dominio y de nuestra obesidad mercante.[48]

 

También es este un tema del que Nancy se ocupó —como de su condición de relevo, o de “deconstrucción” del cristianismo—, a lo largo de toda su carrera. En el artículo “Un certain silence”, publicado en abril de 1963 en la revista Esprit, observaba ya la situación ambigua de eso que, de manera insisto indecisa, e imprecisa, cabe llamar Occidente.

 

Una civilización mundial se despliega, con sus gracias y sus desgracias —escribía—, y todas las energías, todas las generosidades trabajan para darle el rostro más positivo que sea posible, trabajan para su futuro, para hacer de ella el advenimiento del hombre en plenitud. Al mismo tiempo —subrayaba—, sufrimos una contestación violenta de nuestra capacidad y de nuestro derecho a definir al hombre, a hablar del hombre.[49]

 

Permítanme que traiga a cuento aquí, ya para ir cerrando, el primer texto que me envió, en 2018, para el inicio de nuestra conversación titulada “Cómo pensar otro mundo”, que como saben constituye el último capítulo de Occidentes del Sentido / Sentidos de Occidente.

 

Le había preguntado yo, tras hacer un muy breve repaso de los acontecimientos recientes en Europa y en América (las elecciones de Trump y de Macron, la campaña, en México, de López Obrador…), por la hora que era, entonces, en el mundo.

 

Pienso una sola cosa —me escribió—: todos esos eventos políticos no son sino efectos de superficie de movimientos mucho más profundos, técnicos, económicos, ecológicos y culturales cuya acumulación y entrecruzamiento revelan que hemos entrado en una inmensa mutación de la humanidad, de la tierra misma, de la vida… Una mutación de la misma amplitud que tuvieron las del cristianismo, el capitalismo y las transformaciones técnicas del siglo XIX. En esas mutaciones, siempre hay asombro, desorientación, angustia y pánico —pero las cosas se dan y una “astucia de la razón” que es quizás sinrazón, locura, actúa a nuestras espaldas como siempre lo ha hecho. Nadie impuso el logos griego, nadie impuso el judeo-cristianismo, nadie impuso el capital ni la electricidad. Pero todo eso se dio. Algo está ocurriendo entonces, que nosotros ignoramos.

No mencionaste ni la China, ni el Asia en general; ni a Rusia tampoco, y sin embargo ahí hay signos fuertes de mutación general.[50]

 

Su vocación de vigía, ya se ve, seguía en pleno vigor. De vigía, y de intérprte también, a su manera, de los signos de los tiempos.

 

No nos gusta ignorar, naturalmente, y sin embargo —proseguía— hay que aprender a abrir los ojos en la obscuridad. Por supuesto podemos ver las devastaciones y denunciarlas. ¿Pero cómo pensar otro mundo? Por definición lo otro es desconocido, incognoscible. Podemos tratar de permanecer vigilantes, de asechar los signos… Pero por lo esencial nos encontramos ante un obscurecimiento que sólo podría o podrá aclarar una luz totalmente distinta, de la que no sabemos nada, y que se está formando, sin duda, a pesar nuestro.[51]

 

La pandemia ha sido todo un trauma, en muchos sentidos, para muchísima gente. Pero como el propio Nancy ha subrayado varias veces esa tempestad que de pronto se hace visible para todos no es a su vez sino un nuevo efecto de superficie de algo mucho más profundo e inquietante que ocupaba ya, intensamente, en los últimos años, su pensamiento.

 

Paul Valéry le señalaba a Occidente, hace noventa años, la mortalidad de las civilizaciones, y en especial su propia mortalidad. Nancy lo estaba viendo ya morir, y esa agonía de Occidente a veces se le presentaba como la muerte, o la mortalidad del mundo entero.

 

En otro significativo pasaje de Occidentes del Sentido / Sentidos de Occidente esto se refleja de un modo asaz elocuente:

 

Imagina —me escribió Nancy—: el mundo habría tenido lugar, lo mismo que una existencia singular, y eso sería todo. Eso habría tenido lugar: un levantamiento exuberante y una caída estrepitosa del sentido —en medio de nada (y entonces ni siquiera en medio). Y personne, nadie para contarlo ni para concebirlo. Nadie para pensar que el sentido del sentido es su propia fuga… ¡Personne, por supuesto! ¡Nadie![52]

 

Como los héroes homéricos, como los ejemplares ciudadanos griegos encomiados por Solón, como Eróstrato o como Unamuno, como Hernán Cortés y como Bernal Díaz del Castillo, como los personajes de aquel cuento de Borges que, en el instante previo al de su acción heroica —o su sacrificio—, procuran apartar a uno de ellos para que quede alguien que pueda contarlo, Jean-Luc Nancy también echaba de menos la presencia —y la permanencia, sobre todo— de un testigo de sus obras.

 

Octavio Paz, a quien Nancy estuvo leyendo, y citando incluso, estos últimos meses, expresa una experiencia muy cercana en un bello y conocido poema titulado “Hermandad”:

Soy hombre: duro poco

y es enorme la noche.

Pero miro hacia arriba:

las estrellas escriben.

Sin entender comprendo:

También soy escritura

Y en este mismo instante

Alguien me deletrea.[53]

 

En La Peau fragile du monde, que es uno de sus últimos libros, y que como dice en la advertencia inicial está animado por esa “misma preocupación ante lo que nos está ocurriendo, a nosotros, humanoides tardíos”, y que no se sabe si es “una etapa, una ruptura o simplemente un último aliento”, en la Overtura del libro, publicado en 2020, Jean-Luc Nancy escribe lo siguiente:

 

El aquí y ahora no existe sin lo lejano que él alberga en sí mismo y que a su vez lo alberga y lo expone.

Si el día de hoy estamos inquietos, extraviados y perturbados como estamos, es porque estábamos acostumbrados a que el aquí y el ahora se perpetuara evacuando toda lejanía. Nuestro futuro estaba ahí, ya hecho, todo él dominio y prosperidad. Y he aquí que todo se nos escapa, el clima, las especies, las finanzas, la energía, la confianza e incluso la posibilidad de calcular de la que estábamos tan seguros y que parece tener que excederse ella misma.

No podemos contar con nada —tal es la situación.[54]

 

Y en un texto todavía inédito, en fin, en la conferencia titulada a “À présent”, y anunciada en español como “¿Qué significa el presente?”, pronunciada el pasado 20 de mayo, desde su confinamiento estrasburgués, para la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza Argentina, en el marco del Congreso Internacional de Filosofía “Pensar el Presente”, y de la ceremonia en la que la universidad anfitriona le otorgó el doctorado honoris causa:

 

Si hay un progreso, el día de hoy, es sólo el que representa, para todos aquellos que no lo comparten, el modo de vida que se llama occidental: electrificado, petrolizado, higienizado, informatizado. Auto, Smartphone, y asilo de ancianos. Pero los que lo comparten, y que se molestan cuando su confort es afectado, saben más o menos confusamente (cada vez menos, a decir verdad) que ya no se progresa, o que nunca se ha progresado, si ese término implica un crecimiento hacia una realización, y hacia el cumplimiento de una plenitud.

 

En la muy interesante conversación que siguió a esa conferencia nos dijo que es ya casi un hecho que Europa, Estados Unidos y Occidente todo —el Occidente de Huntington y compañía— perderán el liderazgo mundial. La inmensa clase media de la que ahora mismo está compuesta, casi en su totalidad, la sociedad llamada “occidental”, y de la que escasamente se recortan los muy pobres y los muy muy ricos —clase media compuesta a su manera, ella también, por infinidad de satisfechos Cresos post, o hipermodernos—, la multitudinaria sociedad occidental beneficiaria del estado de bienestar tiene al parecer contados ya los días de su prosperidad.

 

Terminará con ella el presunto fin de la historia, del que Fukuyama se había hecho el profeta, y respecto del que el propio Nancy sugiere que el reírse tanto fue algo más o menos precipitado (no fue, dice, el fin de la historia, pero sí el fin del hecho de que ésta dispusiera de un fin),[55] y terminará también la hegemonía del propio mundo Occidental (y westfaliano, insisto), que durante casi medio milenio ha dominado progresivamente a Europa, a América, y al mundo entero.

Esa dominación, y ese supuesto Sentido último de la Historia, serán substituidos, tarde o temprano, por no sabemos qué, o quién. China le parece a Nancy un mal candidato en la medida en que su poder imita y prolonga a ese poder Occidental que es precisamente el que se viene abajo.

Acaso en África, nos sugirió; acaso en la América Hispánica, en donde todavía hay reservas de espíritu, o de fe verdadera…

 

Bibliografía

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  29. _____________________________________, El mito nazi, traducción y epílogo de Juan Carlos Moreno Romo, Anthropos, Barcelona, 2002.
  30. Ortega y Gasset, José, Obras completas I, Santillana de Ediciones (FOG/Taurus), Madrid, 2014.
  31. Paz, Octavio, Árbol adentro, Seix Barral, 1987.
  32. Valverde, Carlos, Génesis, estructura y crisis de la modernidad, BAC, Madrid, 1996.
  33. Vattimo, Gianni, Después de la cristiandad, Paidós, Barcelona, 2003.

 

Notas

[1] Telo, el ateniense, que había muerto luchando por su patria. Los argivos Cléobis y Bitón, cuya muerte fue un regalo de los dioses, a quienes ellos honraron, y a su madre, de una manera excepcional.
[2] El oráculo de Delfos se lo había insinuado ya, al inminentemente desdichado rey de Libia, aunque de una manera bastante menos clara, cuando a la pregunta de hasta cuándo duraría su dinastía se le anunció, tras acoger de cualquier modo sus cuantiosos regalos, que hasta que un mulo reinara entre los medos. No le dijeron que se referían a un bastardo, no de burro y de yegua, sino de medo y persa.
[3] Cfr. Michel Fourcade, “Il ne restera Pierre sur Pierre… Les origines antiromaines de la déconstruction”, en el número 362 de la revista Esprit, de febrero de 2010, pp. 94-109.
[4] Cfr. Jean-Luc Nancy, “Catéchisme de persévérance”, Esprit, octubre de 1967, pp. 368-381, cita en la p. 378.
[5] Cfr. Michel Fourcade, Op. cit., p. 102.
[6] Cfr. Jean-Luc Nancy, “Une foi de rien du tout”, en Jean-Luc Nancy y Élisabeth Rigal, Granel: l’éclat, le combat, l’ouvert, Bellin, París, 2001, pp. 345-361: cita en la p. 345 / Recogido también en La Déclosion (Déconstruction du christianisme, 1), Galilée, París, 2005, pp. 89-104; cita en la p. 89.
[7] Cfr. Jean Guitton, Le Christ écartélé, Perrin, París, 1963 / Cristo desgarrado, Cristiandad, Madrid, 1965.
[8] Cfr. Gérard Granel, “Rapport sur la situation de l’incroyance en France”, Esprit, enero de 1971 (citado por Fourcade en Op. cit., p. 106).
[9] Cfr. Michel Fourcade, Op. cit., p. 109.
[10] Cfr. Op. cit., p. 100.
[11] Cfr. Carlos Valverde, Génesis, estructura y crisis de la modernidad, BAC, Madrid, 1996, p. XIV.
[12] Cfr. Jean-Luc Nancy, Op. cit., p. 373.
[13] Cfr. Op. cit., p. 379.
[14] Cfr. Jean-Luc Nancy, La Déclosion (Déconstruction du christianisme, 1), ed. cit., p. 203. Como el juego de palabras pierde en español su fuerza significativa, me veo obligado a acompañarlo de una especie de glosa o traducción alternativa.
[15] Cfr. Didier Cahen, artículo “Jean-Luc Nancy”, Enciclopedia Universalis. El subrayado es mío.
[16] Sobre esto véase su también muy importante y sugerente libro La création du monde ou la mondialisation, Galilée, París, 2002.
[17] Cfr. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, Le mythe nazi, Éditions de l’Aube, 1996 (1ª en 1991), p. 37 / El mito nazi, traducción y epílogo de Juan Carlos Moreno Romo, Anthropos, Barcelona, 2002, p. 30.
[18] Cfr. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, El mito nazi, ed. cit., p. 7.
[19] Cfr. José Ortega y Gasset, “La guerra, los pueblos y los dioses” (1915), en Obras completas I, Santillana de Ediciones (FOG/Taurus), Madrid, 2014, pp. 914-918, y también mis dos ensayos Ortega y la filosofía del arrabal (en prensa, en Anthropos), y Unamuno, el energúmeno español (en preparación).
[20] Cfr. Pierre Manent, Histoire intellectuelle du libéralisme, Calmann-Lévy, París, 1987.
[21] Cfr. Romano Guardini, La fin des temps modernes, Seuil, París, 1953; y también René Girard, Je vois Satan tomber comme l’éclair, Grasset, París, 1999; y Alain Besançon, Le malheur du siècle. Communisme – Nazisme – Shoah, Perrin, Paris, 2005.
[22] Citando a su vez a Pierre Chaunu: cfr. Alain Besançon, Op. cit., p. 9.
[23] Cfr. Jean-Luc Nancy, La comunidad inoperante, traducción de Juan Manuel Garrido, Ediciones LOM / Universidad ARCIS, Santiago de Chile, 2000 / La comunidad desobrada, traducción de Pablo Pereda, Arena Libros, Madrid, 2001. Sobre las dificultades que implica traducir el francés filosófico contemporáneo véase Jean-Luc Nancy y Juan Carlos Moreno Romo, Occidentes del Sentido / Sentidos de Occidente, Anthropos, Barcelona, 2019, pp. 106 y ss.
[24] Cfr. Jean-Luc Nancy, La communauté desoeuvrée, Christian Bourgois, París, 2004, p. 11.
[25] Cfr.Op. cit., p. 16.
[26] Cfr. Op. cit., pp. 17-18.
[27] Cfr. Op. cit., p. 39.
[28] Cfr. Jean-Luc Nancy, Noli me tangere, Bayard, París, 2003, p. 74.
[29] Cfr. Op. cit., p. 61.
[30] Cfr. Jean-Luc Nancy, La communauté desoeuvrée, ed. cit., p. 78.
[31] Cfr. Op. cit., p. 238.
[32] Cfr. Juan Donoso Cortés, Obras completas II, edición de Carlos Valverde, BAC, Madrid, 1970, p. 613.
[33] Cfr. Jean-Luc Nancy, op. cit., p. 239.
[34] Cfr. Jean-Luc Nancy, Une pensée finie, Galilée, Paris, 1990, pp. 9-10 / Un pensamiento finito, Anthropos, Barcelona, 2002, p. 1
[35] Cfr. Op. cit., p. 38 / p. 24 en la version española.
[36] Cfr. Jean-Luc Nancy, La Déclosion (Déconstruction du christianisme, 1), Galilée, París, 2005, pp. 155 y ss.  / y véase también Gianni Vattimo, Después de la cristiandad, Paidós, Barcelona, 2003, pp. 51-52.
[37] Cfr. Jean-Luc Nancy, Un pensamiento finito, ed. cit., p. 47.
[38] Cfr. Op. cit., p. 48.
[39] Cfr. Juan Carlos Moreno Romo, Vindicación del cartesianismo radical, Anthropos, Barcelona, 2010, pp. 386 y ss.
[40] Cfr. Op. cit., p. 57.
[41] Cfr. Op. cit., pp. 59-60.
[42] Cfr. Op. cit., p. 74.
[43] Cfr. Op. cit., p. 77.
[44] Cfr. Op. cit., p. 79.
[45] Cfr. Op. cit., pp. 81-82.
[46] Cfr. Jean-Luc Nancy, “Un camión lanzado”, en Reflexiones Marginales No. 36, julio de 2016.
[47] Cfr. Juan Carlos Moreno Romo, “El espectro de un virus”, traducción de Maria Konta, Reflexiones Marginales No. 57, junio de 2020. El texto original francés, por cierto escrito en respuesta a una invitación hecha por el propio Nancy, lo leo en https://www.youtube.com/watch?v=roDy1YG2a7c
[48] Cfr. Jean-Luc Nancy, “Un camión lanzado”, ed. cit., ibídem.
[49] Cfr. Jean-Luc Nancy, “Un certain silence”, Esprit, abril de 1963, pp. 555-563; cita en la p. 556.
[50] Cfr. Jean-Luc Nancy & Juan Carlos Moreno Romo, Occidentes del Sentido / Sentidos de Occidente, Anthropos, Barcelona, 2019, pp. 116-117.
[51] Cfr. Op. cit., p. 117.
[52] Cfr. Op. cit., p. 156.
[53] Cfr. Octavio Paz, Árbol adentro, Seix Barral, 1987, p. 37.
[54] Cfr. Jean-Luc Nancy, La Peau fragile du monde, Galilée, Paris, 2020, pp. 13-14.
[55] Cfr. Jean-Luc Nancy, Mascarons de Macron, Galilée, París, 2021, p. 18.

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