Los imperativos de la desobra. Comunidad y singularidad en Jean-Luc Nancy

JEAN-LUC NANCY, FOTO POR ALAIN CARON (2019)

Resumen

Una de las líneas más valiosas del pensamiento filosófico de Jean-Luc Nancy es, sin duda, aquella que problematiza la idea de “comunidad”. En su trenzado intervienen temas heterogéneos y de complejo engranaje, y la difusión de sus ideas ha dado lugar a uno de los expedientes filosóficos más vasto de las últimas décadas en la filosofía occidental. La intención del artículo es ofrecer interpretaciones que puedan ser útiles, no tanto para el lector especializado sino para quien ingresa al pensamiento nancyano y para quien se acerca al debate contemporáneo implicado en el tema. En especial, en el presente texto interesa exhibir la lógica de dos temas cuyo tratamiento no puede escapar a un despliegue general del plexo entero: la “desobra” y la “singularidad”.

Palabras clave: Jean-Luc Nancy, fenomenología, comunidad, singularidad, inoperancia, ontología

Abstract

Undoubtedly, one of the most valuable lines of Jean-Luc Nancy’s philosophical thought is that which problematizes the idea of “community”. Heterogeneous and complex issues intervene in his braiding, and the dissemination of his ideas has given rise to one of the most extensive philosophical files of recent decades in Western philosophy. The intention of the article is to offer interpretations that may be useful, not so much for the specialized reader but for those who enter Nancyian thought and for those who approach the contemporary debate involved in the field. Specially, our interest here is to present the logic of two topics whose treatment cannot escape a general unfolding of the whole plexus: “inoperosity” and “singularity”.

Keywords: Jean-Luc Nancy, phenomenology, community, singularity, inoperosity, ontology

 

Con Jean-Luc Nancy, concordamos en que uno de los problemas centrales de la Modernidad lo constituyó la naturaleza de la subjetividad, en torno a la cual se organizó paulatinamente una metafísica de la identidad. El subjectum fue el tema dominante y circuló como entidad aislable, autónoma y absoluta. La idea de comunidad, por su parte, si más bien estuvo ausente en los grandes sistemas metafísicos, no pudo evitar ser el correlato de la representación finiquitada de la subjetividad. Algo extraordinario sucede con Rousseau, en su pensamiento se asomó un planteamiento crítico. El pensador ilustrado supuso que la condición originaria de vida común entre los seres humanos había sido olvidada, y que para consolidar el proyecto de una República fraterna había que ser conscientes de que tenemos que lidiar con la condición fracturada de la comunidad.[i]

 

La representación de una comunidad perdida, o “rota”, generó el interés suficiente entre los románticos, y aún en Hegel fue un tema relevante. El desafío para el pensamiento era la reconstrucción de una comunidad con vínculos armoniosos e irrompibles. Es decir, se daba por sentado que la comunidad era el resultado de modelos, proyectos e intervenciones utópicas, y no una distribución heterogénea y contingente de sus integrantes. Ese fue el suelo que sostuvo el sentido común de los filósofos al pensar la idea de comunidad en lo sucesivo.

 

Pero ¿es posible pensar la comunidad sin modelos y sin proselitismo identitario? ¿Cómo estar a la altura de una exigencia teórica que nos implica rehacer la clásica noción de ser sujeto (individual, autónomo y aislable)? Y en todo esto ¿cómo pensar la convivencia sin absorción de la singularidad en un mar de inmanencia comunal indistinta? En otras palabras ¿cómo respetar el fuero singular de los seres en sus contextos de vida comunitaria? Sin caer en figuras como la de “subjetividad trascendental”, “intersubjetividad”, “vínculo”, “mezcla” y otras tantas que supondrían que el sí del sujeto es algo previo a su aparición en comunidad, algo predefinido.

 

Uno de los problemas más exasperantes a que conduce una ontología de los seres terminados conviviendo en una comunidad orgánica es que, al ser ya algo previo a su puesta en juego, se les ha preservado su identidad espectral, identidad que, al chocar una contra otra, igualmente agotadas en sus significaciones, se da paso a principios de distinción y exclusión. ¿Cuánto debe la noción de injusticia a tal disposición? ¿Cuánto deben los totalitarismos, en su conformación y circulación, a tales concepciones?

 

Guerra y nihilismo

 

En los años ochenta del siglo pasado, en plena guerra fría, circulaban ya datos fehacientes de las crisis civiles en los países socialistas. No se pierda de vista que, justo por la desavenencia entre modelos y realidades, a finales de tal década comenzaría un proceso de transformación socialista que terminaría por aniquilar justamente los modelos caducos. Se dieron entonces “formas inéditas del ser-en-común”,[ii] entre ellas, el reconocimiento de las condiciones pluri-étnicas de las sociedades otrora “comunistas”, el surgimiento de las sociedades de información tecnificadas, más las formas técnico-económicas que han relevado a las tradiciones comunitaristas (lo que terminaría llevando, por ejemplo, a la constitución de grandes bloques comerciales mundiales y a la constitución de un nuevo mapa geopolítico).

 

Dado el marco de urgencia filosófica para replantear la idea de comunidad, Jean-Luc Nancy publica en la revista Aléa (primavera de 1983), dirigida por su amigo Jean-Cristophe Bailly, el artículo “La Communauté désœuvrée”.[iii] La recepción no pudo ser mejor que la reacción producida en Maurice Blanchot, quien a finales de ese año publica su libro La communauté inavouable en un gesto de impugnación solidaria. Ante lo que parecía una trágica “conflagración de la comunidad” a nivel global,[iv] un núcleo duro de pensadores críticos se hicieron eco de la convocatoria nancyana: Blanchot, Agamben, Rancière, Laclau, Mouffe, Ferrari, Esposito; y en un contraflujo coordinado: Derrida y Badiou.[v]

 

Tal retahíla de pensadores es consecuente con la evolución misma de la problemática práctica sobre la comunidad. En los años noventa, en plena crisis política de los antiguos territorios satelitales del poder soviético, emergen cruelísimas luchas étnicas y religiosas, todas atravesadas por rigurosos principios de identidad. La guerra, el vocablo indisociable de la historia del siglo XX, se reedita en nuevos contextos globales (Malvinas, Irak). Y a inicios del siglo XXI, los integrismos repujan dimensiones inéditas. A cada escena corresponden nuevos giros de tuerca en el pensamiento nancyano en torno a la comunidad: La Communauté désœuvrée (1986); La Comparution (politique à venir), con J.-C. Bailly (1991); en el mismo año : Le Mythe nazi, en colaboración con Philippe Lacoue-Labarthe; Être singulier pluriel (1996); La Communauté affrontée (2001); Maurice Blanchot, passion politique (2011); La Communauté désavouée (2014); así como las diversas reediciones y traducciones que dan pie a prólogos donde Jean-Luc vuelve a situar las piezas del rompecabezas de la comunidad para intentar hallar nuevas respuestas, mejores formulaciones o tiempo para aclarar malos entendidos.

 

Al inicio, el acento estaba en reemprender lo que el comunismo había ocultado: “[…] la instancia de lo común […], su enigma o su dificultad, su carácter no dado, no disponible y en ese sentido lo menos ‘común’ del mundo”.[vi] El tema no tardó en derivar en un asunto formidable, en una indagación minuciosa en los abismos de la ontología.

 

Pero la aventura ontológica nancyana no parte del ser sino de su vaciamiento, comienza con la partida de Ulises y con la instalación del disenso y la competencia en la propia casa. Nancy abandona la idea “sustancial” de comunidad, aquella que requiere un fundamento, homogeneidad, identidad y acabamiento. En su lugar ensaya, vez tras vez, figuras “desobradas”: Abgrund, singularidad, clinamen, inacabamiento, etc. La clave para entender o, mejor dicho, para dejar de entender “lo común” vendrá no de aquello que nos recuerde al deus communis sino al deus absconditus. Sustituye la ontología del Ser por el de su vaciamiento. Con ello caen las perspectivas trascendentalistas (cristianas, humanistas o modernas).[vii] Lo que queda es el gran desafío de pensar lo existente en su pura presencia, en su facticidad, en su finitud. En otras palabras, se trata de pensar la singularidad en su repartición azarosa bajo “una especie de nihilismo incandescente” que lleve al sujeto a su punto de fusión.[viii]

 

La ontología de lo común y de la partición no sería sino la ontología del ser radicalmente sustraída de cualquier ontología de la sustancia, del orden y del origen. La muerte de Dios no estará cumplida, ni superada, mientras no trabajemos en esto. El comunismo no fue, en primer lugar, sino la existencia que nos impusimos a nosotros mismos de pensar después de Dios. Pero el comunismo se confundió con las interpretaciones teológicas (onto-teológicas) de la muerte de Dios en el Hombre, la Historia, la Ciencia.[ix]

 

Comunidad y lenguaje

 

En buena medida, la mala comprensión de la metáfora y la naturaleza del mito responde a una pobreza en la comprensión del lenguaje, a su reducción a caja de herramientas o a simple orden de representación sin fuerza heurística ontológica. “Absoluto”, “Dios”, “sujeto” o “comunidad” son ejemplos de cómo el lenguaje trata de imponerse, y hasta donde sabemos casi siempre lo logra, sobre las significaciones de los hablantes. El mecanismo fabuloso del lenguaje consiste en una suerte de retruécanos narrativos y ontológicos entre los que es imposible distinguir “lo propio” de “lo común”. Para decirlo mediante una de las figuras de “la tristeza del pensamiento” de Georges Steiner: “Pensar es algo supremamente nuestro; se halla oculto en la más íntima privacidad de nuestro ser. Es también el más común, manido y repetitivo de los actos. La contradicción no puede resolverse”.[x]

 

Así, el lenguaje es la estructura que nos abre como exterioridad, conciencia y ex-sistencia. Estructura, al fin (por no decir “sintagma”), que dispone a los sujetos en maneras determinadas, y en la cual los conceptos, como unidades semánticas, son aquellos a partir de los cuales la cotidianidad, la vida diaria, se despliega de manera direccionada. Si bien los andamiajes del lenguaje responden a estrategias técnicas, su condición de artificio se torna invisible y se nos ofrece como una segunda naturaleza.

 

Si bien entre las actividades del lenguaje se dan aquellas que pueden generar una distancia crítica del pensamiento respecto a sus referentes, la dominante es más bien que el lenguaje, tomado como sistema, gobierna al pensamiento y le impone un orden que sólo pertenece a aquel. La experiencia soberana y singular del pensamiento está en el filo de un dilema. Por un lado, el lenguaje es sinónimo de lo común, lo único común, el orden en el que los seres encuentran una sintaxis que les dona sentido. Por otro, es un territorio de potencias inexploradas, como lo figuraba Schelling cuando presentaba a la naturaleza, al cuerpo y a las pasiones como zonas de un lenguaje encriptado. Jean-Luc Nancy está en este mismo juego, es ahí donde está el problema de la comunidad, en la relación del lenguaje y el cuerpo, de los conceptos y las pasiones, del silencio y el inmenso ruido que la palabra “comunidad” genera en nuestras cabezas. Pero, por una sola vez, seamos conscientes de que es posible interrumpir el mito. Entre los textos batailleanos analizados por Nancy se halla el siguiente:

 

[las palabras] Aunque estén ligadas a la elusión de las evasivas, en la medida en que extienden a su vez el ámbito de los conocimientos, se reducen ellas mismas al estado de evasivas. Tal es en nosotros el trabajo del discurso. Y esa dificultad se expresa así: la palabra silencio sigue siendo un ruido, en uno mismo hablar es imaginar que se conoce, y para no conocer más habría que ya no hablar más […] las palabras, que sólo sirven para huir, cuando dejé de huir me devuelven a la huida[xi]

 

El trabajo del discurso es, así presentado, un trabajo de huida permanente, jamás completada, nunca satisfecha, pero imperativa dado que debemos recuperar lo viviente secuestrado en las formas ensimismadas del lenguaje. Se trata del trabajo de la desobra como lo llamará Jean-Luc Nancy, trabajo siempre inacabado y finito. Si el lenguaje es el territorio de la hipostasis es también el territorio donde se liberan los mitos de su carácter universal para traerlos a tierra y restituirles algo de lo confiscado por un principio de identidad impuesto a los cuerpos.

 

El fantasma de la caída y la condición mitante

 

La cuestión, como vemos, circula entre espectros y mitos (teológicos y filosóficos). Nancy no incursiona en los patrones orientales, pero tanto en ellos como en los occidentales, la idea de comunidad está arropada con diversas capas míticas. Nancy nos recuerda qué tanto nos gusta creer en aquella comunidad de origen como vínculo “con los dioses, el cosmos, los animales, los muertos, con los desconocidos”,[xii] innominable y perdida para siempre. Ya sea el paraíso perdido, el cuerpo místico de Cristo, la idea de un sensato contrato social o la figura “científica” de un comunismo que restituirá la fraternidad humana, no importa cuál sea el relato legendario, cuál la epopeya fundacional, la idea de comunidad se escurre a través de imágenes que la emplazan, la distancian, la postergan. De esta forma, la comunidad se nos impone como lo que no está, lo que no ha tenido nunca lugar.[xiii]

 

Tal comunidad es un mito y un fantasma, una ciega desviación de todo aquello que nos sucede. En realidad, nada se ha perdido, “somos nosotros los que estamos perdidos”,[xiv] los que naufragamos en sinfines de narraciones cuyo poder consiste en aislarse de nuestro agenciamiento. Hemos sostenido dicha inasibilidad, hemos puesto diques contra su contacto, la comunidad es pura pérdida de comunidad, pérdida de voluntad narrativa para fugarnos de la nostalgia impuesta.

 

El mito de la comunidad es una manera de ligar el mundo y de ligarse a él, “una religio cuya preferencia es un gran hablar”,[xv] es decir, un acontecimiento del lenguaje, pero no por ello menos “tautegórico”. El mito se dice a sí y se sirve de nuestra oralidad y nuestra escritura, él mismo es su propio origen y su enunciación, se significa a sí mismo. El mito “dice también, pues, lo que es decir”.[xvi] De esta naturaleza del mito, que es también nuestra naturaleza, debemos obtener algunas lecciones. El mito es obra produciéndose a sí misma, ficción que funda. El mito nunca se ofrece como invención, si lo fuese dejaría de ser mito. En su seno se forma su propio anunciante y el mundo. El mito satura el sentido del mundo, lo clausura en tanto es un acabamiento. Urge así una interrupción del mito, del sentido unívoco que se adhiere a la noción de comunidad.

 

“Desde ahora sabemos no sólo que toda reconstitución del surgimiento inicial del poder mítico es un mito, sino también que la mitología es nuestra invención, y que el mito como tal es una forma inencontrable”.[xvii] La comunidad, como mito, puede hallar narraciones divergentes, desterritorializadas, “des-comunales”. La interrupción del mito es la interrupción de la “comunidad”, es aquello “que nos revela la naturaleza disjunta u oculta de la comunidad”.[xviii]

 

La figura de una “comunidad inconfesable” se impone en este momento: “[…] la comunidad inconfesable, la retirada de la comunión o del éxtasis comunitario son revelados por la interrupción del mito. Y la interrupción no es un mito: Es imposible impugnar la ausencia de mito, escribía Bataille”.[xix] Pero lo inconfesable abre toda habla, necesariamente.[xx] Lo inconfesable, tal como lo desliza Blanchot en su diálogo con Nancy, restituye una potencia de no que habita al filo de las cosas y de los sujetos, interrumpe su sintaxis y los ofrece fuera del mundo, esto es, fuera del sentido. Sólo mediante esta operación la humanidad accede a sí misma como humanidad “mitante” para resignificar lo que en ella habita como común (y “nada es más común a los miembros de una comunidad, en principio, que un mito, o que un conjunto de mitos”).[xxi]

 

La interrupción del mito es la verdad del ser-en-común, que no del “ser común”. Es decir, mientras el mito mueve las capas semánticas del mundo y los entes en torno a una figura finiquitada de lo común, la interrupción del mito reabre los modos de cada ser ante su otro. Jean-Luc Nancy, después de leer el artículo de Blanchot titulado “Les intellectuels en question”, publicado en Le Débat en 1984, en el que se explicaba el odio de Hitler a los judíos libres de mitos, quiso afirmar que “el hombre liberado de los mitos pertenece desde ahora a una comunidad que nos concierne dejar que venga, y que se escriba”.[xxii]

 

No obstante, la forma de atacar el “mito nazi” no es develando su estructura mítica sino re-mitificando en contra, interfiriendo los mitemas. Quien se diga fuera del alcance del mito cae indefectiblemente en su esfera de dominio (no hay mayor mito que la muerte del mito). De ahí que lo consecuente es saberse “mitante” y agenciar los sentidos posibles del mundo. No se puede salir del mito, pero se puede rasgarlo en sus límites. Cosa que no supieron llevar a cabo y los comunistas cuando hacían uso de la noción de un comunismo ligado al juego y a la soberanía, pero sin saber dónde comenzaba ni dónde terminaba el poder de la metáfora (entiéndase la metáfora de la “comunidad” en el comunismo).[xxiii] ¿O acaso no comporta una figura mítica la idea de comunidad terminal que los manuales de “comunismo científico” ofrecían como la necesaria conclusión de la historia (lineal)?

 

Ser común o ser en común

 

Pero el problema no es privativo del comunismo, de hecho, como podrá entenderse bien, no hay comunidad sin mitologías de “lo común” (aun cuando se trate del común desacuerdo). Se debe desconfiar de toda asunción de comunidad, sea cual ésta sea. Jean-Luc Nancy parece llegar a un extremo cuando afirma que incluso la misma noción de “comunidad desobrada” debiera ser tratada con menos certezas.[xxiv] Si tal es la advertencia, ¿cuáles no deberían ser nuestras cautelas al hablar de partidos, iglesias, empresas, asambleas, consejos, pueblos, Estados y un largo etcétera?

 

Alguien podría pensar que la naturaleza y los mecanismos cambian al tratarse de comunidades no unidas por intereses sino por afectos, como la “familia” o la “fratría”. Se podría suponer que la proximidad (sanguínea, fenotípica, lingüística, etc.) impide que una idea abstracta de comunidad se establezca y robe así el valor de los sujetos. Un breve repaso de los trabajos sociológicos en torno a las nociones de Gesellschaft y de Gemeinschaft podría bastar para entender que, por un lado, cualquier asociación de intereses particulares que coinciden requiere un sistema complejo de regulaciones jurídicas que se superponen a los singulares, en sí mismos disociados; y por otra, que los sistemas comunitarios que no requieren la fuerza de ley suelen ser más radicales en la constitución de sus principios de identidad y, por tanto, de exclusión. En éstos, cualquier diferencia respecto a lo común podría significar la excomunión, el exilio o la muerte.[xxv]

 

Pero ¿la noción de comunidad no debería acoger toda la variedad de aquello que ocurre, y transcurre, entre sus integrantes? ¿Qué tipo de cohesión es aquella en donde lo que se fusiona es un principio de identidad que los singulares deben portar? “Lo que está en juego es siempre la imposible puesta en común de lo común”.[xxvi] Todo modelo de comunidad circunscribe lo común, lo agencia, lo direcciona y con ello gobierna lo viviente. Pero Nancy replica: “lo común no está dado, no es nada, no una cosa”,[xxvii] “lo común, el tener-en-común o el ser-en-común excluye de sí mismo la unidad interior, la subsistencia y la presencia así y por sí […] Ser con, estar juntos e incluso estar unidos, justamente es no ser uno”.[xxviii]

 

En cierta forma, lo que se tiene en común es lo que no se puede tener realmente en común, es decir, es aquello en lo que participamos con otro desde una experiencia necesariamente parcial. Esto nos tiene que llevar a un dislocamiento. “Todo comenzó en plural”.[xxix] Así podríamos reformular que lo que se comparte no es lo común sino el ser en común, puesto que sólo podemos ser comúnmente. Esto es lo que entraña la noción de “comunismo”, no como sistema político sino como sendero ontológico.

 

Este es el meollo de varios malentendidos. Se ha pretendido descalificar el pensamiento nancyano ya sea porque lo consideran una apología radical del comunismo o porque suponen que es una extensión de posturas fascistas.[xxx] Es claro que no han entendido nada. Nancy no presenta, ni defiende, un proyecto (asertivo) de comunidad. No pretende operarla, como si se tratara de una máquina, de una obra. Sólo señala cómo la comunidad, cualquiera que ésta sea, opone resistencias, exhibe mecanismos heterogéneos, es el lugar de disensos y de las singularidades. Ciertamente, no piensa la noción de comunidad como organismo o como articulación organizada. “Tampoco es que pretenda, a la inversa, forjar yo solo el nuevo discurso de la comunidad. Porque no se trata ni de discurso ni de aislamiento. Sino que trato de indicar, en el límite, una experiencia -tal vez no una experiencia que hacemos, sino una experiencia que nos hace ser”.[xxxi]

 

Nancy se esfuerza por dejar claro que pensar la comunidad, así dispuesta, es pensar lo inaudito, es atender su insistente exigencia de no ser reducida a modelo de lo común.

 

Imperativos de la desobra

 

¿Es posible pensar la comunidad sin sustancia, sin propiedad de lo común, sin juegos de subjetivación, sin principio de identidad? En cierto sentido, esto es imposible. Éste es el desafío nancyano, pensar lo inédito de la comunidad, aún impensado. Lo curioso de todo esto es que se trata de lo más simple, lo que consta en la vida cotidiana, el ser ahí con otro (aquello que Heidegger presentó como un existenciario que aún espera justicia en su interpretación: Mitsein).

 

Ser-con, en su posibilidad abierta, desobra los límites que la comunidad impone. “Se trata del mismo desobramiento: la obra en la comunidad y la obra de la comunidad […] no tienen su verdad en el acabamiento de su operación”[xxxii] pues en realidad no puede haber acabamiento en el tránsito de “lo que nos sucede”. La comunidad no es un cúmulo de entidades homogéneas y acabadas, ni siquiera es un conjunto de “cosas”. Se trata de la “presentación”, la “comparecencia” de los seres, de su “espaciamiento” y su “partición”. “La comunidad nos es dada -o somos dados y abandonados conforme a la comunidad: es un don que hay que renovar, que hay que comunicar, no es una obra que hay que hacer. Sin embargo, sí es una tarea, lo que es muy diferente -una tarea infinita en el corazón de la finitud”.[xxxiii]

 

La comunidad no es la obra de un proyecto, no es un resultado planeado, es el simple estado de ser. Es ridícula la idea de “hacer comunidad” toda vez que la comunidad siempre ya está dada como un don. La “tarea infinita” (tâche infinie)[xxxiv] no es llevar a cabo la construcción de lo común, sino su tachado permanente, la desobra del límite, la impugnación del estado de proyecto del ser común. En cierta forma, el tachado refiere a una comunidad sin el molde de comunidad, una apuesta por una comunidad que viene y que “no cesa de venir ahí por lo que resiste ahí sin fin a la colectividad misma tanto como al individuo”.[xxxv] Tachado, igualmente, de la comprensión, y pre-comprensión, de toda figura de comunidad, puesto que su inteligibilidad la haría confesable, situando así su ser en un referente intelectivo del que sería difícil abstraerse para pensar lo común.

 

El cum del ser-con es algo siempre por completar.[xxxvi] No puede indicar un estado mítico de “comunión” sino de llana “comunicación”. El tachado es la estrategia de la desobra del mito de la comunidad absoluta, de la comunidad inmanente, es la interrupción de la fusión de lo que debe permanecer como diferendo singular. Sólo así, en este tachado, “en esta suspensión, tiene lugar el comunismo sin comunión de los seres singulares”.[xxxvii]

 

La comunidad nancyana es aquella que se retira de su estado de composición como “obra”, como “operación”, para acercarse a lo que Blanchot denominó désœuvrement y que, en cierta forma, era una apuesta de traducción de la noción batailleana de lo sagrado. La comunidad desobrada sucede “más acá o más allá de la obra, eso que se retira de la obra, eso que ya no tiene nada que ver ni con la producción, ni con la consumación, sino que tropieza con la interrupción, la fragmentación”.[xxxviii] Pero cabe aclarar que no se trata de “venerar o de temer un poder sagrado en ella — sino que se trata de inacabar su partición”.[xxxix] En la recapitulación que lleva a cabo Nancy en La comunidad afrontada confiesa que “la desobra procedía de Blanchot […] en la mayor cercanía de Bataille, de la comunidad o comunicación llamada amistad y conversación infinita entre uno y otro”.[xl]

 

En L’expérience intérieur, Bataille presenta lo que él llama los “principios de un método y de una comunidad”. Contrariamente a lo que podría sugerir tal fraseo, su idea de comunidad y de comunicación es una exposición cruda de “juegos del aislamiento y de […] pérdida”[xli] que llevan al sujeto a su caída, a la ruina de su nombre propio. Sólo así, mediante la caída de la identidad, el sujeto deviene un “lugar de comunicación”.[xlii] Nancy, quien en 1983 había dedicado un curso al pensamiento político de Bataille, estaba muy bien enterado de este expediente. Lo que buscaba Nancy en Bataille era un “recurso inédito que escapara del fascismo y del comunismo tanto como del individualismo demócrata o republicano”,[xliii] pero confiesa: “yo buscaba una política y encontré una renuncia a la búsqueda de una comunidad política”.[xliv]

 

La experiencia batailleana fue lo suficientemente contusiva como para dejar claro que la fuerza para enfrentar los modelos vigentes de comunidad (totalitarios, por un lado, e individualistas, por otro) no radicaba en la construcción de un modelo más, sino en dejar sin empleo a todos en su conjunto.

 

Las pasiones inconfesables

 

Lo inconfesable designa un secreto vergonzoso. Es vergonzoso porque introduce, bajo dos figuras posibles —la de la soberanía y la de la intimidad—, una pasión que sólo puede ser expuesta como lo inconfesable en general: su confesión sería insostenible, pero al mismo tiempo destruiría la fuerza de esta pasión.[xlv]

 

Nancy admite que fue tarde que comprendió la insistencia de Blanchot en que no debía insistir en las figuras de negatividad y desobra, sino en las del silencio compartido, de lo inconfesable. La comunidad humana, la que está ahí, inalcanzable para los modelos, es la que reacciona a las pasiones, a los encadenamientos amorosos y los desgarros mortuorios; “[…] lo inconfesable está siempre implicado en el nacimiento y la muerte, el amor y la guerra”.[xlvi]

 

Por extraño que parezca, lo inconfesable inaugura toda habla, justo como acontecimiento íntimo y soberano, tal como acaece en una comunidad de amantes. Ahí los singulares se exponen, comparten el desobramiento, y la comunidad instaurada “[…] les presenta sus singularidades, sus nacimientos y sus muertes”.[xlvii] La historia medieval de Tristán e Isolda se ofrece como figura para el diálogo entre Nancy y Blanchot para explorar las posibilidades narrativas de las nociones de “comunidad inconfesable” y “comunidad desobrada”. Blanchot consagra la historia de los amantes como un tipo de escritura del desastre, caída de lo común y de lo propio. Lo que enseña la faena amorosa es que la pasión “puede realizarse únicamente en el modo de pérdida”,[xlviii] en donde los amantes se convierten en extraños uno para el otro, y cada uno para sí mismo. “Ni separados ni divididos: inaccesibles y, en lo inaccesible, sometidos a una relación infinita”.[xlix] Esta es la figura par excellence del tipo inconfesable de comunidad, y a la que suma Blanchot la figura de la revuelta francesa de 1968, en la que se podía congeniar con el primero que se atravesara, “como con un ser ya amado”.[l]

 

En sumo contraste, Nancy empata la historia medieval de los amantes suicidas con lo que él presenta como “inmanencia nazi”. Afirma que no se sabe qué modelo presta su brillo al otro (como en el caso de la posible extensión cristiana de comunidad a la teoría hegeliana, y moderna, de Estado, en el que “cada uno tiene su verdad en lo otro que es el propio Estado, y cuya realidad no se presenta nunca sino en tanto que sus miembros dan su vida en una guerra que el monarca, presencia-a-sí efectiva del Estado-Sujeto, decidió solo y libremente”.[li] Nancy concibe análogamente la inmanencia de los Estados totalitarios con aquella de la comunidad de los amantes suicidas, que se inmolan uno al otro. La singularidad, según Nancy, se inmola para perpetuar los intereses que el Estado mismo se ha propuesto (como en las situaciones de guerra).

 

Podría objetarse, con todo, si realmente el suicidio de los amantes denota “inmolación”, cuestión dubitable puesto que habría que probar que en ellos existe algo así como la “voluntad” (de inmolarse, por ejemplo) cuando lo que se puede observar en el modelo pasional es la ineficacia de la voluntad. Además, en el suicidio de los amantes no hay verdad que perseguir (como sí la hay en la guerra). El criterio de identidad nazi sí está definido (aunque en el fondo no haya sido más que una ficción). Este principio de identidad forma una comunidad volcada hacia afuera, hacia aspectos que deben ser observados y vigilados. En cambio, la noción de suicidio a la que tendería la semántica de la inmanencia, bajo su aspecto de “figura mítico-literaria”, corre fuera de los diques de la identificación con el mundo. Es decir, el “espíritu” de la Alemania nazi no pudo haber deseado su propia disolución sino su perpetuación indefinida. Por otro lado, en la comunidad de los amantes no hay voluntad de perpetuación de la identidad porque, de hecho, la identidad está puesta en caída. Tristán ha dejado de ser él, es decir, ya no es más el fiel escudero, el hombre confiable, etc. E Isolda tampoco ocupa el lugar que debería en la sociedad feudal, su “posición” está caída. Lo que une a los amantes no es su principio de identidad sino su desobra. De ahí que el suicidio sea la forma extrema de la pérdida de sí y de la “inmanencia” que los convoca. En suma, se sugiere distinguir al menos dos tipos de inmanencia, aquella que parte del principio de identidad y que es sostenida por la voluntad de su perpetuación (inmanencia identitaria), y aquella que supone la caída de tal identidad (inmanencia inoperante). De hecho, el régimen nazi como ejemplo nancyano contundente del reino de la inmanencia es bastante operativo. Ahí encuentra la muerte un significado, una utilidad.

 

Si la figura blanchotiana-batailleana de la “comunidad de los amantes” es un expediente de ardua exploración argumental es porque los amantes nunca se igualan a sí mismos, ni lo desean. En ellos hay singularidad que inactiva los principios de identidad.

 

En el intenso diálogo con Blanchot, emerge la novela La maladie de la mort de Marguerite Duras, en la que se tipifica la vida vulgar de una pareja que vive unida bajo contrato (en función de la protección de sus respectivos intereses. Entre ellos “el absoluto de las relaciones ha sido pervertido”,[lii] y en dicha perversión se trastoca la “sociedad mercantil”, la comunidad se torna comercio, y así constatan que no sólo el asalariado circula bajo la forma de sumiso, también “quien paga o mantiene está dominado”.[liii] La perversión del juego es que ambos se requieren para ser lo que son en ese espacio definido por las paredes de la habitación pactada. Ambos son/están “sujetos” a sus respectivos roles, las demás posibilidades igualmente están “sujetas”. En contraste, la comunidad de los amantes es gratuita y no prevé sintaxis en las acciones de la pareja. La carencia de gratuidad en dicho vínculo significa, por supuesto, la muerte: “Descubre que es ahí, en ella, donde se cultiva el mal de la muerte”[liv] y, con todo, él “de pronto sitúa la diferencia entre esa gracia del cuerpo de los muertos y ésa ahí presente hecha de debilidad última que podría aplastarse con un gesto”. Esos cuerpos comparecen y se reparten, espacian y distribuyen la existencia, generan, a pesar de todo, a pesar de sus voluntades, de sus contratos, una comunidad de una naturaleza tan “aparte” que parece no convenirle ningún nombre, es justo “inconfesable”.

 

El acceso ontológico del ser singular plural

 

Las figuras literarias son, aquí, interrupciones del mito de la comunidad. Ayudan a exhibir la irredimible contingencia en la distribución y comparecencia de los seres. La fabulación literaria es introducida para entender la red de intercambios, reconocimientos y remisiones que se dan entre seres que se ejecutan como tales sólo en el momento de su ser-con.

 

Y así como se puede hablar de la fabulación literaria, se puede hablar de la ficción ontológica como trabajo del pensamiento crítico. Ya hemos mencionado que Jean-Luc Nancy viró de la filosofía política convencional hacia los territorios de la ontología en su afán por develar el misterio de la comunidad, del ser en común, del ser-con. Ciertamente, todos ubican el trabajo de Heidegger al respecto, pero los datos biográficos duros indican que el filósofo alemán quiso dar al Mitsein un sentido nacionalista. Nancy pretende enderezar tal extravío y reivindicar la pertinencia del existenciario heideggeriano lejos de su encastre en la lógica de un partido, de una identidad, de un destino.

 

El Mitsein es lo que queda por pensar, y para hacerlo es necesario replantearse de nuevo la “filosofía primera fundándola en lo singular plural del ser”,[lv] en lo “singular plural de los orígenes, es decir, a partir del ser-con”.[lvi] Nancy aclara que la tarea, en realidad, no puede ser completada por el afán y el esfuerzo personal, tal “filosofía primera” debe ser hecha por todos o no podrá ser significativa. En cierta forma, podemos estar seguros de que el deseo nancyano ha sido satisfecho pues no ha quedado aislado su pensamiento. Con todo, la tarea se antoja aún inmensa. Cabe preguntarse con Nancy: “¿Qué sucedería con la filosofía si se excluyera hablar del ser de otro modo que no fuera diciendo nosotros, yo, ? ¿Dónde habla el ser, y quién habla el ser?”[lvii] Esbozado así el desafío, reescribir el Sein und Zeit parece algo menos que imposible.

 

Su reescritura requiere una conciencia genuinamente “política”, esto es, situada en el seno de la polis mirando hacia la polis (como lo ha sido toda auténtica filosofía). Es decir, la desobra de los mitos, su tachado, no puede hacerse a título personal ¿Qué clase de interrupción sería aquella que sólo acaece en los infiernos de un pensamiento individual? Nancy recuerda la vieja sentencia griega: “pollakôs legomenon”, el ser se dice de muchas maneras, lo cual supone la diversificación de las voces, su partición, su pluralidad de orígenes. La ontología prevista como trabajo hacia adelante debe ser una “co-ontología”.[lviii]

 

El ser, que es más bien un “entre”, comparte las singularidades en sus diversos surgimientos, y “la realidad lo es de cada instante, de sitio a sitio, a su turno cada vez”.[lix] Es decir, el sendero ontológico que el ser singular plural debe seguir no es el de la identidad, la unidad y la inmanencia, sino el de “la disparidad, la discontinuidad y la simultaneidad”.[lx]

 

Esto implica que buena parte del desafío ontológico es saber acceder a la finitud, pues “sólo ella es comunitaria”,[lxi] una finitud que, por supuesto, no permite la sustitución indistinta ni la coordinación tersa entre partes. La finitud es la “infinita singularidad del sentido, del acceso a la verdad” puesto que ella “es el origen […] infinidad de orígenes”.[lxii] Y cada origen da pie a un mundo distinto, cada origen es un mundo, y cada singular una potencia de origen, por eso “no terminamos de nacer a la comunidad”.[lxiii]

Ahora bien, aparte de la partición que ofrece el nacimiento, la otra cara de la finitud es la muerte de los singulares que, igualmente, modifica la imagen del mundo, rehace su composición y redistribuye lo real.

 

Pero llegados a este punto, debemos evitar la figura de la muerte como aquello que indistingue a los seres, como si éstos fueran un cúmulo inmanente de “identidad de átomos”. Este fue el error de Heidegger, según Nancy, quien priorizó el existenciario “ser para la muerte” por encima del “ser con”.

No podemos evitar pensar en el nazismo y en todas las empresas políticas que tenían por verdad la inmanencia de un principio que igualaba toda naturaleza humana (como sucedió igualmente con el comunismo y los humanismos). Por otro lado, no es azaroso que el descubrimiento de la asociación entre comunidad y muerte se haya dado en una franja de tiempo definida, aquella que va de la Primera a la Segunda Guerra mundial: Freud, Heidegger y Bataille. Según Nancy, la Modernidad ha pretendido quitar a la muerte su “sentido insensato”, ha “anillado” su temporalidad, le ha privado de su radical cesura y la ha atado a una noción de “comunidad inmortal” que hace que busquemos el sentido de la muerte fuera de la comunidad, lo cual es un absurdo puesto que la comunidad es la “presentación a sus miembros de su verdad mortal”.[lxiv]

 

Defender una idea de muerte como indistinción inmanente impide visualizar la singularidad como constituyente de la comunidad. La comunidad sí obra de frente a la muerte, y se revela a través de ésta, pero toma distancia de su representación como inmanencia puesto que no puede hacer relevos de la finitud que ella expone, no se puede morir en lugar de otro. Es decir, la comunidad es, a fin de cuentas, la comunidad de seres singulares finitos, y la finitud es comunitaria y sólo ella es comunitaria.

En suma, se nace y se muere siempre en comunidad, que es otra forma de decir que todo en el ser es exposición y tránsito, lo cual sucede todo el tiempo. La comunidad es el espaciamiento generado por la partición de la finitud transitoria, “espaciamiento puntual y discreto entre nosotros”.[lxv]

 

Éxtasis, desgarro y singularidad

 

Una forma diferente de decir “nosotros” es singuli, uno por uno (en latín no se puede emplear tal vocablo más que en plural). “Lo singular es de golpe cada uno, y por tanto también cada con y entre todos los otros. Lo singular es plural”[lxvi] y “el conjunto de los singulares es la singularidad misma”.[lxvii] Es decir, “la singularidad no tiene nunca ni la naturaleza ni la estructura de la individualidad”,[lxviii] la cual puede circular en narrativas monadológicas de aquello desprovisto de “puertas” y “ventanas”. El singular, por el contrario, se define por su ser-con, por su finitud compartida y expuesta: “Un ser singular aparece en tanto que la finitud misma: en el fin (o en el comienzo), en el contacto de la piel (o del corazón) de otro ser singular”.[lxix] O, como dice Garrido Wainer, “Ser es cada vez el parto de su singularidad”.[lxx]

 

Si se obvia la singularidad, desparece la comunidad puesto que el ser mismo es la partición de las singularidades, su nacer con, entre, al lado de. Sin la figura del otro nadie sería capaz de reconocerse a sí mismo, de ahí que ese límite sea quien pone la singularidad fuera del sujeto; en palabras de Nancy: “No me encuentro, ni me reconozco en el otro: en él y de él experimento la alteridad y la alteración que «en mí mismo» pone mi singularidad fuera de mí, y le da fin infinitamente”.[lxxi]

 

Ser singular es estar expuesto al clinamen, esto es, al desvío que produce el contacto con el otro. Para resignificar esta idea, Nancy recupera la dramática noción batailleana de “éxtasis”, noción que nace a la luz de un problema hegeliano. Si el individuo absoluto imita a Dios (cf. Fenomenología del Espíritu) deberá completar el circuito ontológico, negarse como parte y afirmarse, en ésta y más allá de ésta, como el saber absoluto, mismo que deviene contra sí mismo en forma de límite, de algo incognoscible (la singularidad en cuanto tal), cuya única solución es el éxtasis, el cual supone un desgarro. Nancy piensa que tal desgarradura es aquella que sucede al individuo cuando es tornado hacia la comunidad que le implica el abandono de su hipóstasis absoluta. Así, la desgarradura, igualmente, “impone al absoluto una relación con su propio ser”, con su singularidad irrepetible, singularidad que no es mera ipseidad y, por supuesto, ninguna individualidad o “subjetividad”. Mientras que la inmanencia atrapaba al ser en un “énstasis”, el desagarro ante la comunidad le produce una volcadura, un “éxtasis”.

 

Bataille ha conocido mejor que nadie —fue el único en despejar el camino de tal saber— lo que forma algo más que una conexión entre el éxtasis y la comunidad, lo que hace de cada uno el lugar del otro, o, mejor aún, aquello por lo cual, según una topología atópica, la circunscripción de una comunidad, o mejor su arealidad […] no es un territorio, sino que forma la arealidad de un éxtasis.[lxxii]

 

La ontología nancyana, tan materialista como atópica, pone así en crisis, mediante la figura del éxtasis, la pretendida inmanencia absoluta de la “humanidad transparente” que se indistingue “del hombre al hombre”.[lxxiii] Igualmente, el éxtasis impugna la noción de individualidad autócrata que, risiblemente, se repite hasta el cansancio en todos los vivientes. Finalmente, el desagarro ontológico interrumpe el mito de la comunidad como mera suma (“masa”), noción en la que el individualismo y el comunismo son igualmente solidarios.

 

El éxtasis, así exhibido, muestra la imposibilidad de una ontología de la ipseidad absoluta, y ahí donde circulaba la idea de la inmanencia indistinta emerge ahora un singular expuesto.[lxxiv] Y como no puede hablarse de comunión de singularidades, lo que Nancy alcanza a ofrecer es un régimen de comunicación entre las mismas, comunidad sin “background field”:

 

There is no “background field” where all things are and “with” points to the interaction between them. The existing thing does not exist purely, in a neutral and unaffected “place”; rather, beings exist as the world (the finite configuration of every-single-thing together and not the place where things happen).[lxxv]

 

Y para dejar claro que dichas singularidades no son pensadas como modelos, se tiene que aclarar que no puede hablarse de procesos de singularización (como se habla de los procesos de subjetivación); de los singulares no se puede extraer algo común, ni producirlo o derivarlo, no existe algo así como un “fondo común” de tales seres, pues en realidad “no hay nada detrás de la singularidad”.[lxxvi]

 

La noción de comunidad, así inoperada, es el mero retorno a la singularidad en la que nada es equivalente[lxxvii]  y en la que ningún ser comporta modelo ni semejanza porque, en última instancia, todos “nos asemejamos juntos”.[lxxviii] La singularidad es la comunidad misma, su ser y su origen, por ello Nancy insiste repetidamente que no se trata de buscar lo común sino de reconocer la vida en común. En todo caso, dado que “no hay lugar común”,[lxxix] lo único que se comparte es el límite, la partición y el espaciamiento. “El ser es la singularidad que el estar pluraliza (y/o viceversa: la pluralidad que el estar singulariza). El ser mismo es estar singular plural (comunidad)”.[lxxx]

 

Por último, una cautela más. Lejos de pensar la singularidad como hipérbole ontológica, se la debe agenciar como el simple ser en “común (banal, trivial): comparecemos ante nuestra banalidad, ante la ausencia de excepción”.[lxxxi] Es decir, la condición que impone la vida en común, expuesta al límite del otro singular, es la imposibilidad de compartir algo que no sea la pura carencia de esencia, razón por la cual sería absurdo presentar un régimen de ejemplaridad o excepcionalidad, se debe abrazar al singular en su ser común tal cual es. Incluso, en La communauté désavouée, Nancy deja claro que pensar la singularidad en su banalidad debería ser suficiente para inhibir un régimen semántico de excepcionalidad respecto a la idea de “singularidad”:

 

Por lo común hay que entender a la vez lo banal, es decir el elemento de una igualdad primordial e irreductible a todo efecto de distinción, e -indiscerniblemente- lo compartido, es decir lo que no tiene lugar más que en la relación, por ella y como ella: en consecuencia, lo que no se resuelve ni en ser ni en unidad. Eso, entonces, que no puede siquiera plantearse corno un singular –la relación– sin levantar el enjambre zumbante de sus plurales.[lxxxii]

 

Esta idea, relativa a la noción de singularidad, es claramente una resonancia, un empalme y un acorde armónico con otros tantos desarrollos teóricos que el propio Jean-Luc Nancy reconoce (Deleuze, Derrida, Agamben, Badiou).[lxxxiii] El singular como ser cualsea[lxxxiv]  planta cara al relevo en la comunidad, hace explícita y con peculiar incomodidad, para el lenguaje, para el pensamiento y para la proyección de estructuras de gobierno, el devenir contingente de las posibilidades. De esta singularidad no se solicita un núcleo extraordinario de cualidades para ser atendida. El gesto de afecto a su estar ahí, en mutua comparecencia, comporta una resistencia, ontológica y política, a su absorción en la mítica inmanencia del régimen de identidades.

 

Sobre el sentido y la soberanía

 

La fidelidad a la singularidad es la resistencia ontológica que se despliega como estrategia política (contra-política, im-política) ante los poderes de sentidos unívocos. Y es que, si hemos comprendido la lección nancyana, situar la esperanza en el orden fáctico de los gobiernos, sean estos fascistas, comunistas o liberales, sólo puede conducir a la traición de las singularidades constituyentes de sentido. “El ser no tiene sentido, pero el ser mismo, el fenómeno del ser, es el sentido, que es a su vez su propia circulación -y nosotros somos esa circulación”.[lxxxv]

 

Los mitos de la comunidad que han fabulado la bondad de sus gobiernos deben ser interrumpidos. Contra los grandes sentidos (los de la raza, la sangre, la lengua, la fe, el fenotipo, el color, el origen, la raíz, etcétera) se deben articular las reparticiones, las inoperancias, los disensos narrativos, puesto que la singularidad no está para licuarse en inmanencias e hipóstasis, o para orbitar los ejes de soberanías ajenas. No se trata más de hallar el sentido, o los sentidos, sino de ser(los). ¿Cuánto esfuerzo se necesitará aún para entender que es un absurdo pretender apropiarse y acceder a lo que es más propio?

 

Ahora bien, el sentido que somos se da en el, entre de la repartición, no puede ser patrimonio individual ni exclusivo. “Nunca hay sentido para uno, sino siempre del uno en el otro, siempre entre uno y otro”.[lxxxvi] El con es la fragua de todo sentido. Resistir es permanecer de frente a esa apertura, a ese desagarro, que implica la co-existencia. Así lo ejemplifica Nancy con el dramático testimonio de Robert Antelme en un campo nazi de concentración: “Cuanto más piensa la SS que estamos condenados a una indistinción y a una irresponsabilidad de las cuales presentamos una imagen incontestable, tantas más distinciones contiene de hecho nuestra comunidad”.[lxxxvii] Ni indistinción inmanente ni fatiga solipsista, la resistencia que funda la comunidad desobrada es la conciencia de la partición del ser-con.

Eso mismo es la soberanía, es la exposición a un exceso, a un derrame. Escribe Nancy:

 

Se trataba de sustituir la dominación en general por una soberanía compartida, que fuese la de todos siendo la de cada cual -pero una soberanía entendida no precisamente como el ejercicio de un poder y de una dominación, sino como una praxis del sentido. En cuanto las soberanías tradicionales (el orden teológico-político) perdían no el poder (que no hacía sino desplazarse), sino la posibilidad de dar sentido, el sentido mismo, es decir, «nosotros», exigía lo que le era debido -si se puede decir así.[lxxxviii]

 

La soberanía es compartida o no lo es, igual que el sentido. Pero bajo el sentido y la soberanía no yace nada, es decir, no suponen una sustancia, un principio, un proyecto, a no ser el de la desobra de los mismos. “El extremo soberano significa que no hay que llegar, que no hay que cumplir o que terminar, que no hay acabado -o bien que, para un acabado, la ejecución nunca acaba”.[lxxxix] La resistencia es el tachado, la tarea, consistente en circular sin modelo y sin fin, sin Sujeto, sin Revolución, sin Guerra (y sin Paz). La soberanía es la anihiliación de las hipóstasis. A fin de cuentas, la soberanía es nada.

 

Así cerramos este periplo, en comprensión cabal del porqué Jean-Luc Nancy se sabía rebasado siempre por lo que consideró el tema filosófico más exorbitante de Occidente: la cuestión de la comunidad. Pero podemos confiar en que esa exuberancia es justo lo que invita a una reflexión compartida, en común (no común). Los imperativos de la desobra no nos hacen perder la comunidad sino alcanzarla, justo ahí donde se exponen los límites, nuestros límites, este límite.

 

Bibliografía

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  18. Peretti, C. de, & Rodríguez, C., “Nota de traducción acerca de la comunidad desobrada”, en La comunidad descalificada. Avarigani Editores, Madrid, 2015.
  19. Steiner, George, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, Fondo de Cultura Económica, México, 2007.

 

Notas

[i] Cfr. Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, Arena Libros, Madrid, 2001, p. 26.
[ii] Ibid. p. 47.
[iii] Esta nomenclatura ha sido traducida al castellano como comunidad “desobrada”, “desolada” e “inoperante”.
[iv] Nancy, Jean-Luc, Op. cit., p. 13.
[v] Nancy, Jean-Luc, “La comunidad afrontada”, en M. Blanchot, La comunidad inconfesable, Arena Libros, Madrid, 2016, p. 105 y p. 109. Incluso se podría sumar a la lista a Christian Laval y Pierre Dardot.
[vi] Nancy, Jean-Luc, “La comunidad afrontada”, ed. cit., p. 106
[vii] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit., p. 23.
[viii] Ibid. p. 62. Sobre la importancia del encuadre nihilista, cf. El artículo de F. Ferrari, “Comunidad y nihilismo: en torno al pensamiento de Jean-Luc Nancy”, Revista Pléyade, IV(1), 33–39.
[ix] Nancy, Jean-Luc y Bailly, J.-C. La comparecencia, Avarigani Editores, Madrid, 2007, p. 70.
[x] Steiner, George, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, Fondo de Cultura Económica, México, 2007.
[xi] Bataille, Georges, La experiencia interior: Suma ateológica I, El cuenco de plata, Argentina, 2016, p. 35.
[xii] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit., p. 29.
[xiii] Ibid.
[xiv] Ibid., p. 30.
[xv] Ibid., p. 94.
[xvi] Ibid., p. 97.
[xvii] Ibid., p. 86.
[xviii] Ibid., p. 110.
[xix] Ibid,. p. 111.
[xx] Nancy, Jean-Luc, “La comunidad afrontada”, ed. cit. p. 112.
[xxi] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 79.
[xxii] Ibid., p. 81.
[xxiii] Ibid., p. 23.
[xxiv] Nancy, Jean-Luc, “La comunidad afrontada”, ed. cit. p. 110.
[xxv] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 29.
[xxvi] Nancy, J.-L., & Bailly, J.-C., La comparecencia, ed. cit. p. 38.
[xxvii] Nancy, Jean-Luc, “La comunidad afrontada”, ed. cit. p. 120.
[xxviii] Nancy, Jen-Luc, Elogio de la contienda. En Ser singular plural. Arena Libros, España, 2006, p. 167.
[xxix] Nancy, J.-L., & Bailly, J.-C., La comparecencia, ed. cit. p. 20.
[xxx] Nancy, Jean-Luc, “La comunidad afrontada”, ed. cit. p. 99.
[xxxi] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 53.
[xxxii] Ibid., p. 135.
[xxxiii] Ibid., pp. 68-69.
[xxxiv] Nancy, Jean-Luc, La communauté désœuvrée. Christian Bourgois, Francia, 1999, p. 89.
[xxxv] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 133. Es interesante observar la empatía teórica con lo expuesto por Giorgio Agamben en La comunità che viene (Italia, 1990).
[xxxvi] Se debe tener en cuenta que Nancy fue sustituyendo, paulatinamente, el vocablo “comunidad” por los de “cum”, “común”, “ser con”. Cf. La nota inicial del trabajo de traducción de Cristina de Peretti y Cristina Rodríguez de La comunidad descalificada, Avarigani Editores, España, 2015, pp. 29-32.
[xxxvii] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 135.
[xxxviii] Ibid., pp. 161-162.
[xxxix] Ibid., p. 67.
[xl] Nancy, Jean-Luc, “La comunidad afrontada”, ed. cit. p. 105.
[xli] Bataille, Georges, op. cit., p. 21.
[xlii] Ibid., p. 31.
[xliii] Nancy, Jean-Luc, “La comunidad afrontada”, ed. cit. p. 101.
[xliv] Nancy, Jean-Luc, La comunidad descalificada, Avarigani Editores, España, 2015, p. 50.
[xlv] Nancy, Jean-Luc, “La comunidad afrontada”, ed. cit. p. 112.
[xlvi] Ibid., p. 111.
[xlvii] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 75.
[xlviii] Blanchot, M., & Nancy, J.-L. La comunidad inconfesable / La comunidad afrontada, Arena Libros, España, 2016, p. 73.
[xlix] Ibid., p. 74.
[l] Ibid., p. 54. La secuencia de la flor de papel, un corto de Pier Polo Pasolini, rodado en 1968, expresa muy bien esa atmósfera. Ninetto Davoli, el actor, recorre las calles de su ciudad con pasos caprichosos e interacciones descuidadas y amorosas, mientras se superponen imágenes de políticos y escenas bélicas. Se trata de la vindicación de la inocencia (en medio de las atrocidades), del cuerpo y de su exposición como lugares inéditos de una formidable resistencia a la violencia.
[li] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 31.
[lii] Blanchot, M. op. cit., p. 64.
[liii] Ibid.
[liv] Duras, Marguerite, 2010). El Hombre sentado en el pasillo. El mal de la muerte, Tusquets Editores, México, 2010, p. 54.
[lv] Nancy, Jean-Luc, Ser singular plural, Arena Libros, España, 2006, p. 13.
[lvi] Ibid., p. 42.
[lvii] Ibid.,
[lviii] Lavat, Ch. y Dardot, P., Común: ensayo sobre la revolución en el siglo XXI, Gedisa, México, 2015, p. 313.
[lix] Nancy, Jean-Luc, Ser singular plural, ed. cit. p. 35.
[lx] Ibid., p. 61.
[lxi] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 54.
[lxii] Nancy, Jean-Luc, Ser singular plural, ed. cit. p. 31.
[lxiii] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 124.
[lxiv] Ibid., p. 35.
[lxv] Nancy, Jean-Luc, Ser singular plural, ed. cit. p. 35.
[lxvi] Ibid., p. 48.
[lxvii] Ibid., p. 49.
[lxviii] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 22.
[lxix] Ibid., p. 56.
[lxx] Garrido Wainer, J. M., “Prefacio”, en La comunidad inoperante, Lom Ediciones, Chile, 2000, p. 5.
[lxxi] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 65.
[lxxii] Ibid., p. 43.
[lxxiii] Blanchot, M. op. cit., p. 13.
[lxxiv] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 22.
[lxxv] Listik, Y., “Jean-Luc Nancy’s notion of singularity”. Griot: Revista de Filosofia, 19(1), 2019, p. 78.
[lxxvi] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 55.
[lxxvii] Nancy, J.-L., y Bailly, J.-C., La comparecencia, ed. cit. p. 116.
[lxxviii] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p.
[lxxix] Ibid., p. 137.
[lxxx] Garrido, J. M., “Prefacio”, en La comunidad inoperante, ed. cit. p. 5.
[lxxxi] Nancy, J.-L., y Bailly, J.-C., La comparecencia, ed. cit. p. 68.
[lxxxii] Nancy, Jean-Luc, La comunidad revocada, Mardulce, Argentina, 2016, p. 14.
[lxxxiii] Nancy, Jean-Luc, Ser singular plural, ed. cit. p. 45.
[lxxxiv] Cf. Agamben, Giorgio, La comunidad que viene, Pre-Textos, Madrid, 1996.
[lxxxv] Nancy, Jean-Luc, Ser singular plural, ed. cit. p. 18.
[lxxxvi] Ibid., p. 43.
[lxxxvii] Nancy, Jean-Luc, La comunidad desobrada, ed. cit. p. 68.
[lxxxviii] Nancy, Jean-Luc, Ser singular plural, ed. cit. pp. 57-58.
[lxxxix] Nancy, Jean-Luc, “Guerra, derecho, soberanía – Tejne”. En Ser singular plural. Arena Libros, España, 2006, p. 152.

 

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