Juan Ruiz de Alarcón: los empeños de una verdad

 

Resumen[1]

¿Es don García, protagonista de La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón, un simple mentiroso compulsivo que termina enredado en su mendacidad? En este escrito, se exponen razones para descartar esa posibilidad y propugnar, más bien, por la reivindicación de una interpretación más sugerente de la verdad; sobre todo, más acorde con el enrevesado espíritu barroco y sus implicaciones en la socialidad, la moralidad y la discursividad erótica en la España de los siglos XVI y XVII. En concreto, las líneas subsiguientes muestran cómo don García “miente de verdad” y cómo eso remite a un perspectivismo sin el que la economía libidinal de la época habría sido insoportable para las almas más sensibles.

Palabras clave: verdad, espíritu barroco, perspectivismo, “mentir de verdad”

 

Abstract

Is Don García, main character in La verdad sospechosa –the well-known comedy of Juan Ruiz de Alarcón– a compulsive liar who ends up entangled in his mendacity? In this writing, reasons are given to rule out that possibility and rather to propose a more suggestive interpretation of the truth, and, most of all, being more congruent with the complex baroque spirit and its implications for the sociality, morality and erotic discoursivity in Spain, back in the 16th and 17th centuries. Specifically, in the following lines it is shown how Don García “lies truthfully” and how this refers to a perspectivism without which the libidinal economy of those times would have been unbearable for the most sensitive souls.

Keywords: truth, baroque spirit, perspectivism, “to lie thruthfully”

 

Después de todo lo que se ha dicho durante siglos sobre Juan Ruiz de Alarcón y, en concreto, sobre La verdad sospechosa, es poco probable poder decir algo nuevo al respecto. Aun así, trataré de mostrar cómo dicha obra juega con las aporías que entornan a una idea perspectivista de la verdad.[2]

 

El imperio de la oscuridad y la ilusión

Justo en los mismos tiempos en que Descartes se aplica en fundar el ideal óntico-epistémico de las representaciones claras y distintas —notoria actualización modernista de la katálepsis estoica— Alarcón opta por explorar las posibilidades de un modo específico de relación humana con la verdad, encarnado en la figura de don García, el protagonista de La verdad sospechosa. Esa forma de conexión con lo verdadero es pasible de ser designada como ‘perspectivismo’, es decir: la doctrina que reconoce la proclividad humana a proponer razones con pretensión de verdad, no por su apego a referencias estrictamente objetivas, sino por el lugar desde el que se da cuenta de determinada realidad, en función de los intereses literalmente vitales del sujeto del caso.

 

Es difícil saber con certeza si Alarcón se inclina a conciencia por dicha opción. Como sea, cabe pensar que el dramaturgo problematiza a su modo —que no es el de Calderón de la Barca ni el de Gracián ni el de Cervantes, por ejemplos— el viejo asunto de la adaequatio intellectus ad rem (definición paradigmática de ‘verdad’) y apuesta fuerte por exponer una posibilidad rayana más en lo aporético que en lo apodíctico, en el encuadre de por sí oscuro y confuso de la poesía dramática, determinado a su vez por un contexto social y político igual de turbio y difuso, como si con ello estuviera anticipando la estética de Baumgarten.

 

No voy a ocupar más espacio de la cuenta en recordar lo archisabido. Alarcón es un hombre del Barroco y, como tal, encarna una configuración histórica —eso que José Antonio Maravall caracteriza como un “concepto de época”—que arraiga con gran vitalidad en la Europa y la España imperial del siglo XVII.[3] Se trata de un momento de complejidad y dinamismo político y cultural prácticamente inasibles. Junto a los estados de depresión económica, de desbarajuste y tensión político-social —como cuando la corona española expulsa 300.000 moriscos—, de renovadas empresas de expansión imperial, de blindaje ideológico de poderes fácticos absolutistas —la monarquía de los Austria, la del Vaticano, el Santo Oficio, la Compañía de Jesús…— a la vera de la Contrarreforma tridentina, los avances teóricos, científicos y artísticos germinados en la modernidad renacentista y clasicista se proyectan y afirman con progresos de mayor alcance, que cimientan el espíritu barroco como una consistente visión del mundo y de la vida.

 

‘Barroco’ es el nombre de un modo de ser en el mundo, cuyas características son también harto conocidas. Si hago aquí un repaso sumario de la mayoría de ellas es con la intención de contextualizar el ensayo de interpretación que propongo en estas líneas. La gente del Barroco se regodea en el rebuscamiento de las formas, en la ambivalencia ontológica —tendencia a la indistinción entre lo onírico, mágico, fantasmagórico y aporético, por un lado, y la realidad apolínea de la vigilia y los hechos duros, por el otro—, en el retorcimiento del discurso, en la ornamentación excedida, en el recargamiento de componentes disímbolos, en la vivencia de la fugacidad del mundo, en los extremos del culteranismo exagerado y el seco conceptismo sapiencial, en el verticalismo del poder absoluto político y religioso —aunque llegue a impugnarlo y a mofarse de él con acrimonia—, en el culto a la variedad, en la máscara y el disfraz existenciales, en la suspicacia ante los poderes de la razón, en los vaivenes abruptos del devenir, en la fastuosidad postiza, en la grandilocuencia, en la desproporción hybrica y asimétrica… En suma, el espíritu barroco se sostiene en la premisa extramoral de la condición artificiosa, ilusoria y teatral del microcosmos político, religioso y cultural en el que la Historia le permite desplegarse.

 

En tiempos del barroco, se redimensionó la antiquísima asimilación de la realidad cotidiana con los elementos de la representación dramática. El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca, vendría a ser acaso el más resonante epítome de esa figuración de cariz, en principio, moralizante, pero de notorias implicaciones óntico-epistémicas. De ahí que autores como Frédéric Serralta hayan puesto de relieve, de manera documentada, la interproyección recíproca de mundo-de-la-vida y mundo-del-teatro, en la cosmovisión barroca. A juicio del referido investigador de la dramaturgia de los siglos de oro españoles, “[…] el mundo considerado como un gran teatro fue […] una noción omnipresente para autores moralistas y teológicos de la época”.[4]

 

En el alma barroca, ese ideologema convive con la extendida y firme creencia en la condición ilusoria del mundo. La idea de la “sociedad como espectáculo”, tan en boga en nuestro tiempo, es de muy antigua data. Remite, cuando menos, a diálogos platónicos como Menón, República, Fedón, Parménides, Cratilo… y se consolida en Occidente con el neoplatonismo y sus derivaciones en la teología cristiana. Ciertos componentes del aristotelismo y sus estribaciones judaicas, musulmanas y tomistas, así como la propuesta heurística de Francias Bacon, le hacen un contrapeso, que en el siglo XVII se reforzará con la instauración del modelo moderno de ciencia y el impulso del racionalismo cartesiano, extraño subsidiario de la epistemología estoica más bien que de la epoché pirrónica.

 

Aunque se cimiente en una intención admonitoria y moralizante, la reducción de lo real a la fantasmagoría de las apariencias sin sustancia, en obras como La vida es sueño, de Calderón, y El discreto, de Gracián, parecería anticipar la disyunción kantiana entre fenómeno y noúmeno, tras haber asimilado la alegoría platónica de la caverna de un modo que, finalmente, congenia con el cogito cartesiano.

 

Dado que la res extensa se articula como representación a instancias del dinamismo espontáneo de la subjetividad (res cogitans), no debe extrañar que esta llegue incluso a producir monstruos, no digamos fantasías de toda índole con pretensiones de racionalidad. En eso radica la afinidad potencial entre la fantasmática cueva platónica y la idea barroca de un mundo de la política y de la vida, que juega a ser real mostrándose siempre como apariencia, imagen vacía.

 

En esa atmósfera, donde lo que acontece como algo sólido es, en el fondo, inconsistente, donde la socialidad se basa en tres grandes modos de la apariencia: la adulación, la hipocresía y una muy cauta observancia de las formas de relación interhumana; en ese mundo reducido a representación extramoral, poética[5] y, a fin de cuentas, falaz es donde Alarcón pone a existir a don García, acaso el espécimen mejor avenido con el mundo-teatro del siglo XVII y mejor dotado para encarnar su mendaz verdad.

 

Porque parece verdad, la mentira como que no se sabe

 

Esa relación mediada con lo real comporta un modo específico de vinculación con la verdad.

No voy a repetir aquí la cauda de razones, bien conocidas, por las que surge un potente éthos Barroco –para usar el término propuesto por Bolívar Echeverría– en los siglos de oro españoles. Convengamos en que existen sobrados indicios para concluir que la vida en la España de los Austria era bastante difícil, para el común de los mortales y aun para algunos de quienes se asumían como superiores a estos. Recordemos, también, las vicisitudes personales de un criollo novohispano como Alarcón, en los medios intelectuales y políticos de la metrópoli imperial, agravadas por sus singularidades anatómicas. Y observemos que una realidad cruel determina con intensidad la relación del sujeto con el orden del sentido, con la voluntad de verdad.

 

De por sí la existencia misma de quienquiera es una abigarrada conjunción de apetencias, satisfacciones, frustraciones, renovados arrebatos del deseo, tedio, dolor y múltiples avatares del sufrimiento, escasos momentos de alegría y vencimiento final por la muerte, pero esas heteróclitas dimensiones de la vida adquieren un relieve más vivaz en las modulaciones sociales y políticas del espíritu barroco. En último análisis, esa es la verdad del mundo y no resulta difícil de imaginar cuán grande ha de ser la fortaleza anímica que exige al sujeto barroco, a la hora de encararla y soportarla.

 

En principio, según el joven Nietzsche, todos vivimos como quien monta el lomo de un tigre.[6] Puede advertirse que el artista barroco termina asumiendo tan comprometedora situación, echando mano de las mediaciones del arte en sus extremos más ingeniosos, sagaces y laboriosamente complejos.

 

Los oficiantes del espíritu barroco, tanto en el plano estético como en el existencial, tienen un problema con la realidad, una tensión con el elemento apolíneo de lo real objetivo, con el principio de razón. Como ya se ha visto, esto abre las puertas a los diversos avatares de la ilusión y a los procederes formalistas, con su autenticidad postiza. Para decirlo con expresión de Fernando Rodríguez de la Flor, el barroco hispánico, es el hábitat del “[…] hombre configurado en un mundo vuelto enteramente simbólico, metafórico, translaticio…”[7]

 

Pero lo que se advierte en el fondo de esa deriva del alma barroca es una expansión de la facultad de juzgar o, lo que es lo mismo: una voraz y licenciosa voluntad de interpretación. La vieja intuición estoica de que los hechos por sí solos carecen de significación y que alcanzan alguna, en la medida en que son interpretados –es decir, procuran entrar en el orden del sentido– parece adquirir entre los artistas barrocos los modos de una dinámica y fecunda astucia exegética. La actitud barroca eleva, así, a cotas imprevistas la normal tendencia humana a la interpretación de todo acontecer, no precisamente en procura de una adecuación cataléptica con lo real, sino en términos de una recomposición ad hoc, perspectivista, de las coordenadas de lo real, más o menos legitimada por los desmesurados y muchas veces retorcidos poderes de la imaginación. En fin: el genio barroco parecería procurar un contrapeso a la interdicción católica de leer con autonomía las sagradas escrituras –al contrario de la hybris que, en ese terreno, desata el protestantismo– por medio de una reinterpretación elusiva, oportunista, rebuscada, de la tradición discursiva “legible” según la catolicidad hegemónica (en especial, los clásicos antiguos), así como a través de un desciframiento evasivo y retorcido de las presencias que dan sustancia y colorido al mundo.

 

Tal vez la expresión más pura de esa astucia exgética –en el fondo, vitalista– es la célebre anécdota en torno a la interpretación quijotesca de la “bacía” del barbero como el yelmo de Mambrino. En la “lógica” del ingenioso hidalgo, la verdad barberil –que es la que consuena con el orden del sentido– se presenta como una falsedad mortal, como una representación con la que no es posible vivir al modo de los caballeros.

 

En lo dicho se advierten las tribulaciones del espíritu barroco, cuando no tiene más remedio que vérselas de manera recelosa y con aquiescencia simulada con el orden de la representación regido por el principio de razón. Estamos frente a algo como un tenso e intenso juego con el sentido, donde se repotencia la función que, a su turno y a su modo, ejercen la verdad y la mentira en la difícil tarea de vivir. En ese encuadre, adquieren una significación literalmente vital las avenencias de lo verdadero y lo falso con la voluntad de ser y perseverar en ello, con independencia del elemento adecuativo más o menos firme –de cara a lo real– de determinada proposición con pretensiones de verdad. No ha de extrañar, pues, que don García espete mentiras a discreción, sin menoscabo de algunas “verdades para” (alguien conveniente) y verdades de eficacia pragmática. Tampoco que lo haga con singular espontaneidad y sin asomo de controles morales –como la vergüenza o los escrúpulos–. De ese modo, tal vez don García personifique la manera más efectiva de (sobre)vivir en el mundo barroquizado de su tiempo.

 

El hábitat barroco facilita las cosas al embustero don García y si no les confiere un título de verdadera normalidad, al menos puede ofrecerle elementos de presunta justificación. El mundo de la vida del personaje, determinado por la sociedad cortesana, da muestras de tolerar la mentira hasta donde lo permitan los intereses pragmáticos. Nos lo advierte con gracia la bella Jacinta: “Pasar por donaire puede, / cuando no daña, el mentir; / mas no se puede sufrir / cuando ese límite excede”. (2546-2549) El propio don Beltrán, padre del protagonista, se duele de la mendacidad de su hijo, al mismo tiempo que parece culpar de ello al orden de relaciones sociales en que transcurren sus vidas: “… ¿Luego, acá / no hay quien le enseñe a mentir? / En la corte, aunque ha sido / un extremo don García, / hay quien le dé cada día / mil mentiras de partido.” (183-188) Lo que parece evidenciar don García es que él y quienes lo circundan pertenecen a un orden de la mentira, en el que sus ficciones discuerdan de las que gozan de aceptación general y se practican con regularidad. Como observa Gladys Robalino, en la corte de Madrid se miente conforme con un “formato” de falsedad y apariencias estatuido por prácticas habituales y de alcance general. Don García, por su parte, ha logrado configurar un patrón ficcional propio, en potencial disonancia con el dominante.[8]

 

Mentir de verdad

 

Tratemos de aproximarnos a la mendacidad específica de don García.

Empecemos por identificar el estatuto de la llamada “verdad sospechosa”. ¿Donde radica lo sospechoso de la clase de verdad a la que Alarcón consagra su obra?

La existencia objetiva de un orden del sentido es una condición de necesidad para poder caracterizar determinada proposición como falsa o verdadera. Solo desde la referencia del sentido podemos hablar de verdad y de mentira. En general, se puede entender por “sentido” un sistema de correspondencias de lo que acontece en lo real exterior con prácticas y procesos sujetos al principio de razón. En virtud de tal estructura de adecuaciones adquieren coherencia y pertinencia las representaciones, las decisiones y los actos de todo agente productor de verdad. Alarcón pone en solfa ese encuadre de congruencia con la introducción de una aporía: es más mentira la mentira que más se parece a la verdad. Lucrecia aporta una buena pista a este respecto: “[…] escucha y mira / si es mentira la mentira / que más parece verdad.” (2421-2423) La verdad sospechosa viene a ser, entonces, el enunciado o el relato verosímil: literalmente, parecido a lo verdadero.

 

Por momentos, da la impresión de que los propios personajes del drama alarconiano se confunden a este respecto. Jacinta moraliza, asegurando que “…la boca mentirosa / incurre en tan torpe mengua, / que solamente en su lengua / es la verdad sospechosa.” (2625-2628) Por su parte, Tristán encauza esa idea hacia el plano de la moraleja, cuando cierra la pieza alarconiana con estas palabras: “Y aquí verás cuán dañosa / es la mentira; y verá / el Senado que en la boca / del que mentir acostumbra, / es la verdad sospechosa.” (3108-3012) La reiteración en el acto de mentir puede tornar sospechoso al que lo perpetra, no a ninguna verdad determinada. Don Beltrán reacciona de la manera esperable en alguien que ha sido embaucado muchas veces: “…si dices que esta es luz / he de pensar que me engañas,” le advierte a su hijo mendaz (2948-2949). Pero Alarcón se atreve a hablar de la verdad sospechosa y lo que merece tal caracterización es un enunciado o un relato cuya eficacia en el engaño viene dada por su analogía verosímil con lo que, en el respectivo orden de sentido, se considera real. Podría pensarse que la suspicacia de un discurso dado se origina y/o se exacerba por la comprobada mendacidad de quien lo emite, pero Alarcón introduce una posibilidad distinta: un discurso con pretensión de verdad suscita más desconfianza, mientras más se asemeja a lo verdadero.

 

La distinción alarconiana entre verdad sospechosa y verdad a secas se asemeja mucho a la que ya había propuesto Platón, en su República, sobre la “noble mentira” y “mentira verdadera”. Recordemos que, según el filósofo, hay un tipo de mentira aceptable, en la medida en que contribuye a la cohesión social de la polis. En cambio, hay una clase de mentira deleznable, debido a que corrompe y daña las almas. De las mentiras de este género, las peores son las que se presentan con las cualidades artísticas más estimables. De acuerdo con Platón, sería conveniente eliminar los versos de Homero “y los demás poetas” que mienten sobre los dioses, no porque presenten deficiencias estéticas, sino al contrario, porque su elevada calidad poética incrementa su eficacia corruptora.[9] El buen poema mendaz condenado por el ateniense tiene un punto en común con la alarconiana “mentira que más parece verdad”: ambos son obra de un artificio estéticamente eficaz. Hay arte del bueno invertido en esos dos modos afines de la mentira.

 

Lo que a ojos de sus prójimos luce como temible mentira verosímil a don García se le antoja verdad perspectivista, es decir, vital, y ostende la cualidad de ser enunciación forjada con arte. El perspectivismo entraña un ímpetu de producción de verdad, con las consiguientes capacidades a tal fin. El protagonista del drama alarconiano se muestra como un sujeto bien constituido, dotado de una fuerte conciencia de sí, que se infiere de opiniones como estas de su propio magín: “Quien vive sin ser sentido, / quien solo el número aumenta / y hace lo que todos hacen, / ¿en qué difiere de bestia?” (857-860) Además, don García se mueve conforme con un proyecto existencial propio, que al menos en primera instancia, se bifurca en un afán erostratista de inmortalidad y en el disfrute de los dones, a la postre imposibles, de su pretendida Jacinta. Según sus palabras, “ser famoso es gran cosa, / el medio cual fuere sea. / Nómbrenme a mí en todas partes / y murmúrenme siquiera; / pues uno por ganar nombre / abrasó el templo de Efesia; / y al fin es este mi gusto, / que es la razón de más fuerza.” (861-868) Asimismo, don García posee las virtudes intelectuales que le permiten ejercer como buen inventor perspectivista. En concreto, cumple con las capacidades que al respecto enuncia Tristán: “El que miente ha menester / gran ingenio y gran memoria.” (2277-2279)

 

Acaso por contar con esos atributos, don García sucumbe a la hybris y al goce en el ejercicio de su perspectivismo. El personaje ignora la autocontención y practica un automatismo de la mendacidad, que suscita la consabida suspicacia, igual de maquinal, en sus adláteres. Es notoria la discordancia en las representaciones de quienes, no obstante, comparten el mismo horizonte existenciario. Por eso, no será cosa de sinrazón que el propio protagonista se queje ante el esperable descreimiento con que Jacinta recibe sus discursos y requiebros: “¡Que haya dado en no creer / cuanto digo!” (2145-2146) Lo que, para el común, es vulgar mendacidad y aun mitomanía mórbida, para don García es un juego libre con el sentido y esa colisión de actitudes es la que da pie a reacciones frustráneas y resignadas, como la de don Beltrán, frente a la conducta de su hijo: “¿Que aun a mí en mis propias canas / me mintiese, al mismo tiempo / que riñéndoselo estaba? / ¿Y que le creyese yo / en cosa tan de importancia / tan presto, habiendo ya oído / de sus engaños la fama? / Mas ¿quién creyera que a mí / me mintiera, cuando estaba / reprendiéndole eso mismo?” (2835-2844)

 

Poco importan a nuestro pseudómano las consecuencias que generan en otros sus falsos discursos. Es cierto que, en algún momento raro y fugaz, don García muestra algo de contrición por su proceder (por ejemplo, cuando clama ante Tristán: “Mi padre me dé perdón / que forzado le engañé.” (1920-1921); pero, en general, se desenvuelve como arrolladora voluntad de poder que crea verdades perspectivistas, para sostenerse en la vida. Eso le granjea diversos beneficios. Ya se señaló el de ser ocasión para la inmortalidad, aunque sea en una modalidad tan mediocre como el erostratismo. Pero la compensación mayor de la mendacidad del protagonista es el placer. Al comienzo de la décima escena del segundo acto, don García celebra no sólo la eficacia de sus procederes non sanctos, sino el rédito emocional que le prodigan: “Dichosamente se ha hecho; / persuadido el viejo va: / ya del mentir no dirá / que es sin gusto y sin provecho / pues es tan notorio gusto / el ver que me haya creído, / y provecho haber huido / de casarme a mi disgusto, // ¡Bueno fue reñir conmigo / porque en cuanto digo miento / y dar crédito al momento a cuantas mentiras digo!” (1732-1743) Ya en la octava escena del primer acto, don García festeja ante Tristán el profundo gozo que le suscita el acto de aniquilar un relato verdadero con la audaz invención de uno falso, aunque siempre demasiado parecido a la verdad: “Tú no sabes a qué sabe, / cuando llega un portanuevas / muy orgulloso a contar / una hazaña o una fiesta, / taparle la boca yo / con otra tal, que se vuelva / con sus nuevas en el cuerpo / y que reviente con ellas.” (845-852)

 

A tan maliciosa satisfacción se agrega la que dispensa a don García la creatividad que invierte en sus anécdotas hechizas, es decir, en las más elaboradas de sus mentiras. Regodearse, como él hace, en una relación tan detallada y de tan grande eficacia narrativa y analogía con el imaginario barroco, como la que da cuenta del suntuoso banquete a orillas del Manzanares, en supuesto homenaje a Jacinta, pretendida al mismo tiempo que por él por el celoso don Juan, sólo puede indicar el gran placer que ello ocasiona a don García.

Pero no toda mentira requiere el mismo ingenio ni ofrece a don García iguales deleites. El personaje alarconiano no incurre en una sola clase de falsedades, sino en varias. En su momento, la propia Jacinta confirma esa diversidad: “…mal puede conmigo / tener crédito quien hoy / dijo que era perulero, / siendo en la corte nacido; / y siendo de ayer venido, / afirmó que ha un año entero / que está en la corte y, habiendo / esta tarde confesado / que en Salamanca es casado, / se está agora desdiciendo / y quien, pasando en su cama / toda la noche, contó / que en el río la pasó / haciendo fiesta a una dama.” (2010-2013) Pero tan cortejada beldad se queda corta en su recuento. En realidad, don García emite al menos dos tipos de embustes: los que refieren supuestos acontecimientos pragmáticos y puntuales (“mentiras de hecho”, para calificarlas de alguna forma) y los relatos de sucesos que nunca ocurrieron (mentiras diegéticas).

 

A la primera de esas clases de falsedades pertenece el inexistente matrimonio de don García con una tal Sancha de Herrera, que se habría celebrado en Salamanca. Con esa mentira, el personaje pretendía eludir la boda que su padre, don Beltrán, se apresuró a organizarle en Madrid. También la de que el susodicho era “perulero”, es decir, un indiano, rico para más señas. Asimismo la que habla de un bálsamo milagroso (sustancia que evoca al célebre bálsamo de fierabrás quijotesco), con el cual don Juan habría sanado las heridas supuestamente infligidas por don García, en un duelo que tampoco tuvo lugar. Y todavía hay más casos. Estas “mentiras de hecho” se presentan como posibilidades polarmente opuestas a los acontecimientos positivos y son inmediatamente funcionales. Pero también son las que generan mayor molestia y aversión en el entorno de don García, acaso porque causan efectos nocivos más directos. En el drama de Alarcón, se trata de engaños que reciben algún grado de condena; no quedan en una total impunidad.

 

Por su parte, las mentiras diegéticas son mucho más complejas, por lo que requieren una poderosa imaginación al servicio de una intención perspectivista, así como un efectivo sentido de articulación narrativa. Sus secuelas se dan conforme con un tempo más lento, pero con mayor profundidad y alcances más graves. En el ejemplo más resaltante de este modo del embuste –el falso banquete en honor a Jacinta por obra de don García– el relato suscita reacciones como un reto a duelo y una crisis en la relación que ya existía entre la hermosa Jacinta y su prometido don Juan. Por lo demás, son sus cualidades artísticas las que le confieren a esa falaz historia un potente halo de credibilidad. No es necesario buscar fuera de la obra para cimentar esta afirmación. Basta con escuchar al sabio criado Tristán: estamos, según su expresión, ante un caso de “mentira bien trovada” (2784); tan es así que, según él, don García demuestra ser capaz de “pintar un convite tal / que a la verdad misma venza.” (754-755)

 

El mentiroso don García, en general, sobrelleva bien las sinuosidades por las que se despliega su probado ingenio; pero, como bien se sabe, termina enredado en la trama y la urdimbre que entretejen su circunstancia. El destino le depara unirse en matrimonio con una mujer a la que no ama (Lucrecia) y renunciar a su amada Jacinta. Ello puede inducir a pensar en un contrasentido o, cuando menos, en un desajuste entre medios y fines: acaso una confusión en torno a la manera de encauzar el deseo en su contexto de referencia. Como sea, más allá de enredos potenciales y reales, hay algo que no admite duda: la fuerza de ese deseo, el furor erótico con que don García se desvive por Jacinta.

 

Esa podría ser la clave de La verdad sospechosa. Me refiero a la obra de Alarcón y a la verdad perspectivista que don García se empeña en hacer valer contra todo obstáculo, apoyándose en la basa maciza en que se sustenta: su deseo erótico: la expresión radical y, por ello, más honda de la voluntad de vivir, que también es voluntad de poder y asimismo es creatividad en la producción de verdad. Desde el ímpetu erótico del protagonista, son verdaderos, sin duda posible, hechos como “apenas el pie que adoro / hizo esmeraldas la yerba, / hizo cristal la corriente, / las arenas hizo perlas / cuando en copia disparados / cohetes, bombas y ruedas, / toda la región del fuego / bajó en un punto a la tierra.” (693-700) El afán de vivir –más aun en sus momentos de mayor intensidad, como el de la embriaguez erótica– produce verdades de vida, verdades que impulsan y sostienen la existencia del sujeto. Y esta no parece ser una idea ajena a las que se entreveran y entrevén en la obra alarconiana. De otro modo, por ejemplo, no se entendería cómo Tristán termina una de las peroraciones con las que instiga a su amo a pedir la mano de una Jacinta suspicaz y temerosa, con la cláusula “no está / Salamanca en el Japón” (2688-2689) y, de inmediato, don García responde: “Sí está para quien desea.” (2690)

 

Vida y Eros, Eros y vida, en la base de las representaciones significativas del sujeto don García: verdades perspectivistas, extramorales, que se empeñan en superar las constricciones del cogito cartesiano, del principio de razón, a toda voluntad de vivir. De ahí que la frase “el amor me obliga agora / a deciros la verdad” (2066-2067) opere quizá como síntesis de su existencia, al menos, en la circunstancia que dramatiza Alarcón.  En el caso de nuestro personaje, el deseo se sale con la suya y triunfa la verdad vital, puesto que logra que su ímpetu erótico alcance no su “oscuro objeto” de anhelo, pero sí una compensación trastrocada. Acaso todo eso es lo que suena en este juramento –no importa que mendaz– de don García: “De la verdad, por la vida, / no quitaré una palabra.” (2800-2801)

 

Bibliografía

  1. Pedro Henríquez Ureña, “Juan Ruiz de Alarcón”, en Obras completas, v. II, Santo Domingo, Secretaría de Estado de Cultura – Editora Nacional, 2013.
  2. José Antonio Maravall, La cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica, Barcelona, Ariel, 1975.
  3. Friedrich Nietzsche, “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, en Manuel Garrido (Ed.), Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento, Madrid, Tecnos, 2ª ed., 2012.
  4. Platón, República, trad., introd. y not. de Conrado Eggers Lan, Madrid, Gredos, 1986.
  5. Gladys Robalino, Detrás de la máscara del silencio: dimensión criolla en la obra de Juan Ruiz de Alarcón, Tesis Doctoral presentada en la Universidad de Vanderbildt, 2008.
  6. Fernando Rodríguez de la Flor, Mundo simbólico. Poética, política y teurgia en el barroco hispano, Madrid, Akal, 2012.
  7. Juan Ruiz de Alarcón, La verdad sospechosa, México, FCE, col. Letras Mexicanas, 2ª ed., 1997.
  8. Frédéric Serralta, “Teatro y parateatro”, en José María Borque (Ed.), Historia del teatro en España: Edad Media, Siglo XVI, Siglo XVII, v. I, Madrid, Taurus, 1983.

 

Notas

[1] Conferencia magistral pronunciada el 10 de abril de 2019 en el VI Coloquio Internacional Juan Ruiz de Alarcón, actividad auspiciada por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez y organizada y dirigida por la Dra. Ysla Campbell.
[2] La perspectiva a que remite aquí la noción de ‘perspectivismo’ no es la del punto de vista estético (la actitud y el lugar desde el que crea el artista) ni la del gnoseológico (el ángulo desde el que determinado sujeto, dotado de facultades específicas, observa el objeto del caso), sino la de quien atiende los designios de la voluntad de vivir, que en términos concretos se manifiesta como deseo. La verdad que da vida y que se produce a tal fin es la verdad perspectivista, sin menoscabo de que sea considerada mentira desde perspectivas alternas, probablemente, en el fondo, igual de vitales.
[3] Cf. J. A. Maravall, La cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica, pp. 34 y 48.
[4] F. Serralta. “Teatro y parateatro”, p. 687.
[5] No en vano, Pedro Henríquez Ureña resalta la importancia que para el impulso y fuerte inserción social del espíritu barroco tiene la proyección en el arte de una popular “imagen de la vida humana concebida poéticamente”. En “Juan Ruiz de Alarcón”, p. 216.
[6] Cf. F. Nietzsche, “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, p. 24. También “La leyenda de Edipo”, en “Fragmentos paralelos de Nietzsche sobre el problema de la verdad”, p. 70.
[7] F. Rodríguez de la Flor, Mundo simbólico. Poética, política y teurgia en el barroco hispano, p. 71.
[8] Lo que concretamente plantea G. Robalino es esto: “Las mentiras que se acostumbran en la Corte siguen un formato de acuerdo con los requerimientos sociales que permite cumplir con su propósito de mantener las apariencias. Las enredadas e imaginativas mentiras de don García ponen en peligro esta función, pues no se ajustan al formato requerido, como lo hacen las del resto de la gente en la Corte.” En Detrás de la máscara del silencio: dimensión ciolla en la obra de Juan Ruiz de Alarcón, p. 141.
[9] Cf. Platón, República, 387b-c.

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