La guerra como elemento fundamental del Estado moderno

Zdzisław Beksiński (1975)

Resumen

En este trabajo se analiza la dificultad de construir instituciones supranacionales. Se constata que el supuesto arbitrio supranacional siempre obedece a la voluntad de los países más poderosos. La hipótesis de este trabajo sostiene que es imposible construir instituciones que realmente garanticen la paz mundial si se parte del Estado como estructura fundamental. No se puede construir la paz partiendo del concepto de Estado, puesto que el Estado moderno se construyó a sí mismo para la guerra, se autocomprendió a partir de un origen violento, y se prepara permanentemente para una guerra futura.

Palabras clave: Estado, guerra, instituciones supranacionales, nación, paz mundial, vencedores.

 

Abstract

This paper analyses the difficulty of building supranational institutions. It is clear that the supposed supranational choice always obeys the will of the most powerful countries. The hypothesis of this work holds that it is impossible to build institutions that really guarantee world peace if one starts from the State as a fundamental structure. Peace cannot be built on the concept of the State, since the modern State built itself for war; it understood itself as something originated by war, and permanently prepares itself for a future war.

Keywords: State, war, supra—national institution, nation, world peace, victors.

 

A partir de la invención del Estado, nuestra modernidad se configura según un esquema bifronte. Por un lado, se generan utopías de una humanidad hermanada en la concordia. Por otro lado, se generan guerras que, periódicamente, vienen a cuestionar la lógica de esas utopías de hermandad. Lo más curioso es que el concepto del Estado se encuentra en el eje por el que pasan tanto las utopías de la concordia como las tensiones y la discordia que desatan periódicamente las guerras. Es a través del concepto de Estado que la modernidad ha producido, y produce, tanto sus sueños más autocomplacientes como sus pesadillas más atroces.

 

Este trabajo consiste en una revisión histórica del concepto de Estado moderno, desde su origen en la primera modernidad hasta la época actual. Se analizan sucintamente las consecuencias generadas por las guerras más significativas que han tenido lugar en la modernidad: la Paz de Westfalia luego de la Guerra de los Treinta Años; el Tratado de Versalles y la creación de la Liga de Naciones luego de la Primera Guerra Mundial; y la creación de las Naciones Unidas luego de la Segunda Guerra Mundial. Se analizan las contradicciones internas que padecieron y padecen estas instituciones creadas, supuestamente, para garantizar la paz mundial, cuando, en realidad, lo único que garantizan es el dominio de los Estados más poderosos sobre los Estados menos poderosos.

 

La reciente invasión a Ucrania por parte de Rusia dejó al desnudo varias de las contradicciones irresolubles que aquejan al funcionamiento de las naciones unidas. Rusia estaba a cargo de la presidencia temporaria del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en febrero del 2022, al mismo tiempo que decidía lanzarse a la invasión. Ante las quejas de la comunidad internacional, que pedían que Rusia fuese expulsada del Consejo de Seguridad, las Naciones Unidas tuvieron que atenerse al reglamento. Este dice que ninguno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad puede ser expulsado. Y, ¿cuáles son los otros cuatro países que integran el Consejo de Seguridad? Se trata de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y China. Dicho de otra forma: las Naciones Unidas están ahí para materializar la voluntad de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.

 

¿Por qué es tan difícil construir instituciones transnacionales? ¿Por qué un supuesto arbitrio supranacional parece siempre obedecer a la voluntad de los países más poderosos? ¿Por qué la humanidad parece incapaz de construir una verdadera estructura de naciones más allá de la anarquía actual en la que los países grandes hacen lo que quieren, y los países pequeños hacen lo que pueden? Tal vez un principio de respuesta a estas preguntas se encuentre en la noción misma de Estado. La hipótesis de este trabajo sostiene que es imposible construir instituciones que realmente garanticen la paz mundial si se parte del Estado como estructura fundamental. No se puede construir la paz partiendo del concepto de Estado, puesto que el Estado moderno se hizo de la guerra, se autocomprendió siempre a partir de un origen violento, y se prepara permanentemente para una guerra futura.

 

El Estado, en tensión desde abajo y desde arriba

 

Si se quiere hablar de la guerra y las relaciones internacionales, el Estado es un buen lugar para comenzar, como escribe Erik Ringmar.[1] El Estado es una invención moderna y europea. Y, si se presta atención a la totalidad de la historia humana, se trata de una invención relativamente reciente, que tuvo lugar alrededor del año 1500. Pero es justamente entonces que Europa, un pequeño continente, irrelevante hasta ese momento, comienza a desarrollar una extensa relación comercial y colonial con el resto del mundo. Estas relaciones comerciales fueron —apenas hace falta decirlo— siempre a favor de los europeos. Y tanto fue así que, ya para el siglo XIX, los países europeos habían colonizado la mayor parte del mundo y habían transformado dramáticamente el curso de la historia. Y cuando, desde el siglo XVIII al siglo XIX, los países colonizados por Europa consiguieron su independencia, lo hicieron hablando en un lenguaje institucional y político de corte netamente europeo. Ya para el siglo XX puede decirse que el Estado, definido en términos europeos, y la forma europea de organizar las relaciones internacionales se impusieron como normas universales. Como explica Ringmar, para bien o para mal, el sistema internacional actual es una fabricación europea.[2]

 

Se ha afirmado más arriba que el Estado es una invención europea y moderna. En efecto, la Europa medieval mostraba un mapa geopolítico bastante complicado, formado por jurisdicciones y lealtades superpuestas. Los límites que separaban un poder soberano de otro eran inestables, o simplemente no existían.[3] Tanto la esfera comercial como la esfera política se desenvolvían a un nivel local. El poder político mostraba una gran diversidad de entidades: señores feudales que gobernaban sus territorios de límites difusos, principados, ducados, etc. En el norte de Europa existían, incluso, comunidades campesinas más o menos autogobernadas. También estaban los reyes, por supuesto, como los de Inglaterra y Francia, pero sus poderes estaban también bastante acotados por las permanentes negociaciones con los líderes de los territorios locales.

 

Dos instituciones tuvieron pretensiones de ejercer la soberanía sobre todo el territorio europeo. Se trató, como se sabe, de la Iglesia Cristiana y del Imperio. La Iglesia, autoridad espiritual de Europa, centrada en Roma, ejerció, durante la Edad Media, una enorme influencia sobre la vida espiritual de los pueblos europeos.

 

Es bien sabido que, como custodia de las instituciones y del idioma latín, la Iglesia jugó un papel crucial durante la Edad Media en el plano intelectual y cultural. El Imperio Romano Germánico, por su parte, fue establecido en el siglo X. Predominantemente en la Europa germanófona, comprendía gran parte del norte del continente, pero también algunas regiones de lo que hoy es Italia, Holanda, Francia y Bélgica. El Imperio pretendía derivar su legitimidad del Sacro Imperio Romano, pero carecía del poder político de éste. Más bien, podría decirse que el Imperio consistía en una federación muy débilmente estructurada, compuesta de cientos de unidades políticas diferentes.

 

De esta forma, puede afirmarse que el sistema político medieval europeo consistió en una curiosa combinación de elementos locales con elementos universales. Pero, ya a partir del siglo XIV, el concepto de Estado vino a resolver la confusa situación geopolítica medieval. El Estado es una entidad política que se instala, de modo pragmático, entre medio: entre aquellas instituciones que tenían aspiraciones universales, pero no las podían plasmar en términos administrativos; y las confusas y numerosísimas unidades locales, que se revelaban cada vez más inconsistentes con los avances del comercio y la burguesía de la modernidad temprana. Contra el poder que el papa y los emperadores pretendían imponer desde arriba, por un lado, y contra los difusos y mal delimitados poderes de los señores feudales, duques, etc., el Estado vino a imponerse simplemente como aquella estructura político administrativa que mejor funcionaba. Quinientos años después, el Estado sigue negándose a abandonar el papel central de la geopolítica mundial. Es el modelo político que mejor funciona.

 

Una vez que tuvo lugar la Reforma protestante, llevando al cisma entre protestantismo y catolicismo, la Iglesia romana ya no tuvo más oportunidades de seguir soñando con una Europa unificada. Muchos reyes del norte de Europa siguieron a Lutero como una forma de independizarse definitivamente de Roma. Pero, al mismo tiempo, el protestantismo demostró plegarse mejor a las políticas de Estado, mientras que las tierras que habían estado en poder de la iglesia romana ahora pasaban al poder de los nuevos Estados protestantes. El latín pierde su papel de lengua institucional—eclesiástica dominante, al tiempo que cada Estado promueve su propia lengua vernácula para administrar los asuntos burocráticos.

 

Puede verse, entonces, una entidad político—administrativa que funciona en perfecta armonía con la naciente modernidad. Los Estados, cada vez más seguros de su propio poder, no tendrán dudas en desafiar las intenciones intervencionistas de las instituciones universales —cuyo poder se hallaba ya en franca decadencia—, y, a la vez, en desafiar el poder de las autoridades locales.

 

Si se hace un balance acerca del poder que tenían los reyes en la Edad Media, se puede decir que tenían un poder muy acotado con respecto a los poderes estatales que se establecieron durante la modernidad. Prácticamente, no tenían aparatos administrativos a su disposición, ni ejércitos estables. A eso hay que agregar que las fuentes de impuestos eran también muy reducidas. En términos muy generales, la Edad Media no llegó a desarrollar buenas vías de comunicación, ni puertos, ni grandes ciudades. Todas estas cosas serían conseguidas por los poderes estatales que se implantaron a partir del siglo XVI. Los Estados fueron capaces de extender grandes sistemas administrativos y crearon sus propios ejércitos que servirían tanto para guardar la seguridad interior como para levantarse en armas contra otros Estados. Vamos a volver sobre este tema.

 

El Estado de la modernidad temprana fue, entonces, una gran maquinaria institucional diseñada con el fin de desarrollar y extraer recursos de la sociedad. A cambio del pago de impuestos, el Estado ofrecía a sus ciudadanos un sistema de defensa, y un sistema —bien que rudimentario— de justicia. El progresivo desarrollo económico y comercial significó un aumento en el dinero proveniente de los impuestos. Este aumento del influjo de dinero implicaba que los reyes podían desarrollar más a sus ejércitos.

 

El Estado es, entonces, como ya se dijo, la estructura político administrativa perfecta. El Estado derrota, en menos de un siglo, toda competencia desde arriba —Imperio Romano Germánico, Iglesia—, como desde abajo —duques, príncipes, y otras figuras de poder local. Ahora bien, esta máquina administrativo burocrática tiene a otras máquinas enfrente que son igualmente perfectas en su desarrollo: los otros Estados. Este hecho será constatado por primera vez durante la Guerra de los Treinta años (1618—1648), tal vez la más sangrienta y prolongada confrontación militar de la modernidad temprana. A consecuencia de esta guerra la población alemana se redujo en un tercio. Para los estándares modernos, el número de soldados que tomaron parte en el conflicto puede parecer relativamente bajo, pero la Guerra de los Treinta Años ha sido descrita como una de las más grandes catástrofes de la historia en términos demográficos.[4] Ha existido la tendencia a interpretar la Guerra de los Treinta Años como una guerra de religión, enmarcándola como una consecuencia de la Reforma Protestante. Pero muchas veces pudo verse, en esta guerra, a fuerzas protestantes luchando codo a codo con fuerzas católicas, lo que demuestra con claridad que no se trató, jamás, de una guerra por imponer una religión u otra. Se trataba, más bien, de definir qué Estado tendría la hegemonía política en Europa. Ningún país emergió de esta guerra como poder dominante luego del Tratado de Westfalia. De hecho, como escribe Mark Greengrass, los enfrentamientos entre Francia y España continuaron.[5]

 

En cualquier caso, la Guerra de los Treinta Años funcionó como una muestra de lo que significaba el enorme poder que habían adquirido los Estados modernos. El gran desarrollo económico era volcado en más poderío militar y en consecuentes guerras. El Tratado de Westfalia, que puso un fin a esta guerra, pero dejó la mayoría de los conflictos entre Francia y España sin resolver, vino a simbolizar la nueva forma en que la modernidad organizaría, de ahí en más, la política internacional. Y vino a demostrar, además, que los únicos actores de ese escenario internacional eran los Estados, sin ninguna otra unidad política que pudiera intervenir. Todos los Estados eran entendidos como soberanos, teniendo un derecho exclusivo sobre sus propios territorios y teniendo derecho a actuar frente a otros Estados tal como lo consideraran necesario. Quedaba claro, por otra parte, que los Estados estaban en igualdad de condiciones, y que tenían los mismos derechos y obligaciones. Podían interactuar, pero no había un suprapoder que los contuviera —puesto que ni el Imperio ni la Iglesia habían podido materializar sus intenciones universalizantes. Esto llevaba a una situación de anarquía a nivel internacional, puesto que no había ninguna institución que tuviese autoridad por encima de la autoridad de los Estados mismos. Podría, sí, haber alianzas de unos Estados con otros, y contra otros. Pero no habría una instancia de poder soberano que estuviera por encima. El Estado nunca cedería su soberanía territorial a un supra—poder.

 

El nuevo poder económico de esta máquina perfecta que es el Estado moderno, más su tendencia a dominar y reducir militarmente a los demás Estados, deja a Europa en una situación de tensión constante y permanentes amenazas de guerra. Y, poco más de un siglo después, luego de la Revolución Francesa, el Estado volverá a incrementar su poderío destructivo, como se estudiará a continuación.

 

El Estado—Nación

 

Alrededor de 150 años después de la Guerra de los Treinta Años —es decir, llegando ya a las puertas del siglo XIX—, la máquina estatal va a sufrir una transformación radical, que no hará más que incrementar su fuerza destructiva. La noción de Estado se combina con la de Nación para formar el nombre compuesto “Nación—Estado”. Un Estado es una organización político—administrativa que ejerce su soberanía sobre un territorio bien delimitado. Pero una Nación ya es otra cosa. El concepto de Nación se constituye a partir de una comunidad, un conjunto de personas identificadas a partir de una cultura y de un conjunto de prácticas sociales en común. Las comunidades habían existido, por supuesto, desde siempre en la historia humana. Pero ahora estas comunidades asumían un compromiso político. Puesto en otras palabras: ahora los líderes “nacionalistas” venían a proponer que la Nación tomara las riendas del Estado, y que hiciera uso de su arquitectura institucional, poniéndola a su servicio. Como escribe Ringmar, la nación fue el alma que vino a agregarse al cuerpo de la maquinaria estatal moderna.[6]

 

Las revoluciones en los Estados Unidos y en Francia vienen con un nuevo mensaje. “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos”, dice el preámbulo de la constitución norteamericana. “Libertad, igualdad y fraternidad”, dirán los franceses pocos años después.[7] Entre ambas revoluciones inventaron el patriotismo.

 

El patriotismo, o nacionalismo, convierte a todos los ciudadanos en soldados potenciales —y muy ansiosos de pasar al acto. Es por ello que Napoleón barrió con todos los ejércitos de Europa entre 1794 y 1812. El ejército napoleónico planteó una guerra total, una movilización masiva a la guerra nunca antes vista. Esta nueva vitalidad patriótica despedazó a los ejércitos profesionales y tradicionales del resto de Europa. En uno de los ejemplos que menciona Eric Hobsbawm, una serie de batallas navales contra Inglaterra, los franceses llegaron a tener pérdidas humanas diez veces superiores a los ingleses. Sin embargo, los franceses seguían ganando. Como explica Hobsbawm, “[…] donde lo que contaba era la organización improvisada, la movilidad, la flexibilidad, y sobre todo el ímpetu ofensivo y la moral, los franceses no tenían rival”.[8]

 

La formidable máquina de guerra de Napoleón derrotó rápidamente a los ejércitos alemanes, y el Imperio Romano Germánico fue formalmente disuelto en 1806. Los diferentes nacionalismos se multiplicaron por toda Europa, y esto llevó a un re—diseño del mapa europeo. Como resultado de esta serie de revoluciones nacionalistas (en cuyo detalle este trabajo no entrará por falta de espacio), el sistema geopolítico europeo se autoproclama, por primera vez, internacional. Hay que observar que el tratado de Westfalia hablaba aún en términos de Estado. A partir de fines del siglo XIX, esos estados comienzan a autocomprenderse también como naciones. De hecho, la expresión “inter—nacional” (inter—national) es acuñada por Jeremy Bentham recién en 1789, como un claro reflejo de los avances de las ideas nacionalistas.[9] Como ya se dijo, ahora los Estados—nación actúan en un marco de igualdad formal, pero que en realidad constituye en estado de anarquía y de amenaza permanente: permanente peligro de que unos estados quieran avanzar sobre los otros para expandir su soberanía y cumplir sus ambiciones nacionalistas.

 

A favor de los vencedores

 

El Estado—nación es la máquina más efectiva creada por la modernidad; pero también, como ya se analizó, la más peligrosa. Cuando vio al monstruo que había creado, esa misma modernidad trató de exorcizarlo con ideas utópicas tales como la hermandad entre todos los hombres, el cosmopolitismo, la paz mundial, etc.

 

El célebre opúsculo de Kant, Hacia la paz perpetua, es un típico ejemplo de esta modernidad que, al tiempo que provocaba guerras innumerables, buscaba apaciguarlas con ideas utópicas acerca de un futuro de hermandad y concordia entre todos los hombres. Escrito poco después de la firma del Tratado de Paz de Basilea (que tuvo lugar el 5 de abril de 1795), que vino a poner fin al enfrentamiento entre la primera República francesa y el reino de Prusia, el libro de Kant abunda en este tipo de ensoñaciones modernas, tales como “[…] los ejércitos permanentes deben suprimirse con el tiempo”,[10] o “[…] ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución o el gobierno de otro”.[11]

 

El siglo XIX, una vez que Napoleón es derrotado, siguió una deriva relativamente pacífica que, si bien estuvo muy lejos de materializar los sueños kantianos de un mundo sin ejércitos, al menos no llegó a desatar guerras significativas. Pero todos los sueños pacíficos y autocomplacientes de la modernidad terminaron en 1914. El conflicto mundial demostró la letalidad del modelo de Estado—nación en todo su esplendor.

 

Este no es el lugar para hacer un racconto histórico de todos los conflictos armados y los intentos de establecer una hermandad entre todos los seres humanos. Pero sí se puede hacer una mínima enumeración, simplemente a los efectos de mostrar que a cada gran guerra le siguió un intento de elaborar una legislación a escala planetaria. Legislación que nunca fructificó en el diseño de un modelo geopolítico que funcionara a escala, igualmente, planetaria y que realmente garantizara la paz entre los pueblos y la igualdad entre todos los Estados.

 

Cuando ya se avecinaba el final de la Primera Guerra Mundial, Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos, presentó ante el Congreso sus famosos 14 puntos con la idea de crear una asociación internacional, idea que se materializó en la Liga de Naciones. El grado de efectividad de la Liga de Naciones pudo constatarse solo doce o trece años después, cuando los nacionalismos habían sacado filo a sus espadas una vez más. Pero no hay que olvidar que, entre la creación de la Liga de Naciones y los años 30, está el Pacto de Versalles. Un pacto que, como tantos otros tratados de paz, era un pacto sesgado a favor de los vencedores aliados, que humillaba minuciosamente a Alemania al tiempo que la endeudaba. Como escribe Hobsbawm, es famosa la advertencia de John Meynard Keynes cuando terminaban las sesiones que dieron forma al Tratado de Versalles, diciendo que, si Alemania no era reintegrada a la economía de Europa, “[…] sería imposible recuperar la estabilidad”.[12]

 

Esa otra guerra anunciada por Keynes llegó. Dejó unos 60 millones de muertos, pues los Estados—nación seguían incrementando tanto su poder movilizador como su poder de fuego y sus ambiciones de dominio. Hubo una nueva derrota de Alemania y, otra vez, la modernidad intentó lavar sus culpas con una nueva creación institucional que garantizara, esta vez sí, la hermandad definitiva entre los hombres. Los juicios de Nüremberg mostraron ya el primer sesgo. Se juzgaron los crímenes de guerra cometidos por los nazis. Pero es lógico pensar que, si Alemania y Japón hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial, no hubiese habido Juicios de Nüremberg, sino, más bien, Juicios por Hiroshima y Nagasaki. Solo se juzgan los crímenes de guerra de los perdedores.

 

Para comprobar que la estructura actual de las Naciones Unidas sigue manteniendo esta tendencia al sesgo, solo hay que revisar quiénes son los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad —claramente el órgano principal, pues se trata del órgano que puede imponer sanciones a los Estados miembros, o incluso decidir acerca de una intervención militar—: Estados Unidos, China, Francia, Reino Unido, y Rusia. Se trata, pues, de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.[13]

 

La realidad de las diferentes organizaciones internacionales, que se han ido creando a lo largo de la historia, dice que su poder es limitado y que el mundo es, en realidad, anárquico. Los Estados van a recurrir, eventualmente, a la guerra. Las organizaciones internacionales tienen poca autoridad, o están sesgadas —como bien puede verse— a favor de los Estados más poderosos. Los Estados participan en las organizaciones internacionales mientras éstas son funcionales a sus propios intereses. Lo que sucedió con Rusia durante los últimos meses ilustra punto por punto este argumento. Rusia estaba a cargo de la presidencia del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en febrero de 2022, cuando decidió invadir Ucrania —la presidencia del Consejo de Seguridad va rotando entre los 5 miembros permanentes y los 10 miembros rotativos. Cuando el resto de los países pidieron que se expulsara a Rusia del Consejo de Seguridad, encontraron que habían caído en su propia trampa: es imposible eliminar a ninguno de los 5 miembros permanentes. Una vez más se demostró que las Naciones Unidas funcionan a favor de los países poderosos.[14] La única opción es remover a Rusia completamente del sistema de las Naciones Unidas, una decisión extrema, a la que, por el momento, no se ha llegado.

 

El problema es el Estado

 

En sus conferencias dedicadas al tema de la guerra, dictadas en el College de France en 1976, Michel Foucault aporta algunos elementos que permiten echar luz sobre esa invención de la modernidad llamada Estado. Estas conferencias se sitúan entre la publicación de Vigilar y castigar, publicado en 1975, e Historia de la sexualidad I, que habría de publicarse durante el mismo año de las conferencias: 1976. Foucault está dejando atrás el paradigma de la sociedad disciplinaria —relaciones entre poder e individuo—, y está entrando al campo de la biopolítica —el poder y su control sobre la población. En otros términos, es un libro interesante porque muestra a Foucault alejándose de los esquemas micropolíticos en que había abundado hasta 1975, y enfocándose en un análisis de lo político a nivel macro.[15]

 

Foucault identifica, a lo largo de las cinco primeras conferencias, dos tipos de discurso histórico. El primer tipo de discurso es propio de la Edad Media, y el segundo, que Foucault llama “contrahistoria”, arranca en los comienzos de la Edad Moderna y está íntimamente intrincado con el nacimiento del Estado. El discurso histórico propio del orden medieval se impone como misión mostrar una continuidad entre el poder del soberano y la Historia romana. Este discurso histórico se propone, entonces, contar la historia de los reyes, “[…] los soberanos y sus victorias […], se trata de vincular jurídicamente a los hombres al poder mediante la continuidad de la ley, que se pone de relieve dentro de ese poder y en su funcionamiento”.[16] Este primer tipo de discurso histórico tiene la función de mostrar el poder en todo su fulgor.

 

Pero el tipo de discurso que más interesa a Foucault es el que viene a oponerse a este discurso de la soberanía y la continuidad con el origen. Y es el que él llama “contrahistoria”. Se trata del discurso de las razas, de la lucha de razas, toda una contrahistoria en la que desaparece la identificación del pueblo con su monarca. A partir de este discurso contrahistórico, la historia de unos ya no será la historia de otros. Se quiebra la continuidad con el origen.[17]

 

En este discurso contrahistórico puede constatarse el surgimiento de una concepción binaria de la sociedad: hay dos grupos, dos categorías de individuos, dos ejércitos enfrentados. Hay una guerra antigua en las instituciones, una guerra que ha permanecido oculta y que la contra—historia viene a visibilizar. Por otra parte, el sujeto que habla en ese discurso ya no pretende ser un sujeto universal, un jurista o un filósofo. No se trata de hablar desde la posición de un sujeto neutral o totalizador. Es un discurso sin universalidad jurídica. Un discurso que habla de “nuestros derechos” (nuestra familia, nuestro linaje, nuestra raza); es un discurso que se reconoce perspectivado, a diferencia del sujeto kantiano que elabora el discurso de La paz perpetua, ese sujeto del armisticio totalizante y universal de la concordia.[18]

 

La contrahistoria asume la forma de la profecía y la promesa. Ahora la memoria viene a exhumar un hecho que se ha mantenido oculto a través de los siglos. Una historia del desenmascaramiento y de la reapropiación. Un discurso de revuelta y profecía.[19] Foucault menciona el ejemplo de Guillermo el Conquistador, en Inglaterra. Guillermo no quería que lo llamaran el conquistador, porque de esa manera se revelaba el hecho de que él había impuesto su reinado a Inglaterra por medio de una conquista, una violencia ejercida contra el rey anterior. Guillermo quería aparecer como el sucesor dinástico legítimo, el heredero del trono, no como alguien que había conquistado ese trono por medio de la violencia.[20]

 

En fin, este discurso de la contra—historia se diseminará a lo largo de toda la modernidad. Contribuirá a que esta modernidad se autocomprenda como una conciencia que se sabe producto de una guerra, emergente de un presente injusto, profecía de una liberación futura. El discurso contra—histórico se mueve de lo bélico a lo biológico, pues muy pronto, ya hacia finales del siglo XIX, el Estado, apropiándose de estos discursos contra—históricos, comenzará a hablar en el lenguaje de la guerra entre “nosotros” y “ellos”, a hablar de los extranjeros, los infiltrados, los desviados, y todos aquellos que configuran un peligro para la sociedad. El Estado asumirá el discurso de la superioridad y la pureza de la raza. Esto sucede, según registra Foucault, tanto en los Estados de derecha como en los de izquierda. Tanto en la Alemania nazi como en la ex—Unión Soviética.[21]

 

En síntesis, el Estado estuvo hecho, desde su origen, para la guerra. Y es imposible construir instituciones que realmente garanticen la paz mundial si se parte del Estado como estructura fundamental. No se puede construir la paz a partir del concepto del Estado, puesto que el Estado moderno se hizo de la guerra.

 

Bibliografía

  1. Branch, Jordan, The Cartographic State. Maps, Territory, and the Origin of Sovereignity, New York, Cambridge University Press, 2014.
  2. Finnis, Alex, “Can Russia be expelled from the UN Security Council? Why it’s still a member and how it’s voted on Ukraine war” en INews, 29 de abril de 2022.

https://inews.co.uk/news/world/russia—un—security—council—can—expelled—member—vote—ukraine—war—1602479

Consultado el 4 de mayo de 2022.

  1. Foucault, Michel, Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975—1976), Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.
  2. Gold, Dana, y Steven McGlinchey, “International Relations Theory”, en International Relations, Stephen McGlinchey (ed.), Bristol, E—International Relations, 2017, pp. 46—56.
  3. Greengrass, Mark, Christendom Destroyed. Europe 1517—1648, New York, Penguin Books, 2015.
  4. Hobsbawm, Eric, Historia del siglo XX, Buenos Aires, Crítica, 1998.
  5. ___________ , La era de la revolución, 1789—1848, Buenos Aires, Crítica, 1997.
  6. Jenkins, Cecil, A Brief History of France. An Introduction to the People, History & Culture, London, Robinson, 2017.
  7. Kant, Immanuel, Hacia la paz perpetua. Un diseño filosófico, Madrid, Alamanda, 2018.
  8. Kenny, Carolina, “Jeremy Bentham, Principles of International Law (1786—1789/1843)”, en Classics of Strategy and Diplomacy, 20 de agosto 2015. https://classicsofstrategy.com/2015/08/20/principles—of—international—law—bentham/#1 Consultado el 1 de mayo de 2022.
  1. Outram, Quentin, “The Socio—Economic Relations of Warfare and the Military Mortality Crises of the Thirty Years’ War”, en Medical History, 45 (2), 2001, Sheffield & York, pp. 151-184.
  2. Reid, Julian, “Life struggles: war, discipline, and biopolitics in the thought of Michel Foucault” en Foucault in an Age of Terror. Essays on Biopolitics and the Defence of Society, Stephen Morton y Stephen Bygrave, (eds.), New York, Palgrave—MacMillan, 2008, pp. 14-42.
  3. Ringmar, Erik, “The Making of the Modern World”, en International Relations, Stephen McGlinchey, (ed.), Bristol, E—International Relations, 2017, pp. 8-19.

 

Notas
[1] Ringmar, “The Making of the Modern World”, ed. cit., p. 8.
[2] Ibid., p. 9.
[3] Branch, The Cartographic State., ed. cit. Cf. pp. 23—29.
[4] Outram, “The Socio—Economic Relations of Warfare and the Military Mortality Crises of the Thirty Years’ War”, ed. cit. Cf. pp. 154—155.
[5] Greengrass, Christendom Destroyed, ed. cit., p. 643.
[6] Ringmar, “The Making of the Modern World”, ed. cit. Cf. pp. 12—13.
[7] Jenkins, Cecil, A Brief History of France, ed. cit. Cf. pp. 94—99.
[8] Hobsbawm, La era de la revolución, 1789—1848, ed. cit., p. 92.
[9] Kenny, “Jeremy Bentham, Principles of International Law (1786—1789/1843)”, ed. cit. p. 1.
[10] Kant, Hacia la paz perpetua, ed. cit., p. 71.
[11] Ibid., p. 72.
[12] Hobsbawm, Historia del siglo XX, ed. cit., p. 39.
[13] Gold y McGlinchey, “International Relations Theory”, ed. cit., pp. 53—54.
[14] Finnis, “Can Russia be expelled from the UN Security Council? Why it’s still a member and how it’s voted on Ukraine war”, ed. cit., p. 1.
[15] Reid, “Life struggles: war, discipline, and biopolitics in the thought of Michel Foucault”, ed. cit., p. 23.
[16] Foucault, Defender la sociedad, ed. cit., p. 68.
[17] Ibid., cf. pp. 69-71.
[18] Ibid., cf. pp. 56-58.
[19] Ibid., cf. pp. 73-74.
[20] Ibid., p. 73.
[21] Ibid., p. 82.

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