Escatología—política en el Leviatán de Hobbes Perpetuación de la guerra en la política moderna

William Blake, Behemoth and Leviathan, (1825)

Resumen

El siguiente escrito analiza la propuesta política de Thomas Hobbes a partir de la centralidad del concepto de guerra. Primeramente, se expone la condición natural de la humanidad. Luego, se presenta la fundación y la estructura del Estado como estrategia bélica. Después, se señala el conflicto de la ruptura de la soberanía a partir de la guerra civil y la guerra estatal. Para concluir, se muestra que la política hobbesiana es una escatología política, ya que el conflicto habido entre violencia y seguridad, o la guerra perpetua, solamente se resuelve hasta la llegada del Reino de Dios o la aniquilación del Leviatán y el Behemoth.

Palabras clave: guerra, escatología política, Reino de Dios, Estado, Leviatán, Behemoth.

 

Abstract

The following text analyzes the political proposal of Thomas Hobbes from the central concept of war. Firstly, it exposes the natural condition of humanity. Later, it presents the foundation and the structure of State as warlike strategy. Then, it signalizes the rupture conflict of sovereignty from the civil war and the state war. To conclude, is shown that the Hobbesian politics are a political eschatology, this given that the conflict between violence and security, or perpetual war, only is to be resolved by the advent of the Kingdom of God or the annihilation of Leviathan and the Behemoth.

Keywords: war, political eschatology, Kingdom of God, State, Leviathan, Behemoth.

 

El Leviatán es, sin lugar a dudas, la piedra angular de la filosofía política moderna; estructura umbral o bisagra entre lo medieval, renacentista y moderno, por tal motivo, el presente escrito busca exponer la propuesta hobbesiana del Estado, expuesta en el Leviatán, a la luz del concepto de guerra. Para ello, primero se exponen los lineamientos generales sobre la condición natural o la lucha de todos contra todos. Posteriormente, se analiza la fundación y estructuración del Estado caracterizado como Leviatán, atendiendo el sentido de táctica o estrategia de guerra, teniendo en cuenta los análisis propuestos por Michel Foucault, particularmente en sus cursos.[1] Después, se muestra el dilema de la fractura de la soberanía, nombrado Estadio—Behemoth o guerra civil. Asimismo, se presenta un problema que Hobbes no tematiza de manera amplia, quizás, por la evidencia de tal dilema, a saber, la guerra interestatal o entre Leviatanes, la condición de naturaleza mundial.

 

Para concluir, se esboza una lectura a la luz de la teología—política en tanto que, para Hobbes, las bestias del apocalipsis son representadas por el Estado—Leviatán y la Guerra Civil—Behemoth. De ahí que la solución al problema de la sociedad sólo pueda acaecer cuando el Leviatán y el Behemoth se destruyan mutuamente, o sea, la postura hobbesiana se desarrolla a partir de una dialéctica de la fatalidad, de guerra—en—guerra, que sólo tiene fin —como se expone en el libro III— hasta la segunda venida de Cristo. En consecuencia, la propuesta política hobbesiana, y con ella toda política moderna ,es, en última instancia, una escatología—política que no soluciona, aminora el problema, pues sólo espera la destrucción de sí misma.

 

La condición natural del ser—humano

 

Uno de los conceptos mayormente conocidos dentro de la teoría política contractual y, particularmente, de Thomas Hobbes es El estado de naturaleza, pese a que el propio autor escasamente lo utiliza. En el Leviatán y en obras precedentes, como De cive, aparecen enunciados “El estado de los hombres fuera de la sociedad civil” y “De la condición natural de la humanidad”; el primero pertenece a De cive, el segundo al Leviatán. El primero de ellos parte desde un carácter negativo, esto debido a que habla desde un afuera, lo cual no significa un antes, ya que lo normal o natural sigue pareciendo el estar dentro; en cambio, el segundo parte desde lo positivo, ya que se posiciona desde una primacía o anterioridad natural. En ese sentido, los diez años que separan ambas obras dan muestra de ―por un lado― la permanencia de principios y ―por otro― el desarrollo de los mismos, o sea, la continuidad en el cambio de la propuesta política hobbesiana.

 

Ahora bien, para atender propiamente el tema de la condición natural de la humanidad, Hobbes precisa que debe comprenderse al ser—humano desde su composición natural. De ahí que el Leviatán comience con una descripción minuciosa de las facultades humanas como si se tratara de una techné constructivo—instrumental, es decir, que se dedica a delinear las partes componentes de la obra mientras las ensambla hasta alcanzar su composición plena.[2] A partir de tal configuración, se llega al principio que establece que “[…] la naturaleza ha hecho a los humanos tan iguales en sus facultades de cuerpo y de alma, (pues) cuando consideramos todo junto la diferencia entre humano y humano no es tan apreciable que sirva para justificar el que un individuo reclama para sí cualquier beneficio”.[3] Y esto se muestra de manera sumamente clara para Hobbes a partir de una obviedad —pero que solo lo parece en principio—: el hecho de que incluso el ser—humano “[…] más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte”,[4] ya sea mediante la planificación o ayudado de otros.

 

En ese sentido, la igualdad para Hobbes es un principio positivo en tanto capacidad para dar muerte o cometer homicidio. Esto se debe a que lo único que vale en dicha condición natural es la preservación de la propia vida, lo cual puede implicar la negación de cualquier otro. Así pues, antes que ley (lex) tenemos derecho (ius). Esto dado que la condición humana no debe ni puede partir de la restricción, sino de la disposición, debido a que, si el fin es conservar la vida, entonces no se puede partir desde una limitación, ya que ello puede contravenir el mismo principio de mantenerla. En otros términos, no se puede obtener algo positivo partiendo de un aspecto negativo, pues para mantener la vida se requiere de acción, de posibilidad de actuar, de “[…] la libertad que tiene cada humano de usar su propio poder según le plazca, para la preservación de su propia naturaleza, esto es, de su propia vida; y, consecuentemente, de hacer cualquier cosa que, conforme a su juicio y razón, se conciba como la más apta para alcanzar ese fin”.[5]

 

Así pues, dicha disposición, o condición natural, que postula Hobbes, desencadena una contradicción o, mejor dicho, una confrontación, habida cuenta de que “[…] si dos individuos desean una misma cosa que no puede ser disfrutada por ambos, se convierten en enemigos; […] se empeñan en destruirse y someterse mutuamente”.[6] Sin embargo, la libertad de todos de disponer de todo lo necesario para la conservación de la vida y la posibilidad de disputa conlleva la tentativa de riesgo, pues se está en continua amenaza de enemistad, por lo cual, incluso aunque no se tenga ningún enemigo tangible, es requerido actuar como si todos fueran un enemigo, no sólo potencial, sino efectivo.[7] Así, el derecho natural implica necesariamente su negación, pues si todos persiguen el mismo fin y el medio resulta el mismo, entonces, dado que todos se disputan el mismo medio—fin, todo acaba en destrucción y sometimiento mutuo.

 

De tal modo se alcanza, o postula, el estado de amenaza continua o la situación de guerra de todos contra todos. Ya que, si lo único que hay en tal situación es competencia por los medios y desconfianza por mantenerlos, entonces, la violencia es el único medio efectivo para mantenerse con vida. Mas, la vida no es suficiente para Hobbes, ya que la vida sin gloria no es vida, por lo cual, si se busca alcanzar el prestigio sobre los otros, entonces nuevamente hay que hacer uso de la violencia. En efecto, el único mecanismo válido en dicha situación para Hobbes es la violencia, ejercer continuamente violencia, pues si se deja de ejercer se está en riesgo de sufrirla. De ahí que “[…] el modo más razonable de protegerse contra esa desconfianza […] es la previsión, esto es, controlar, ya sea por la fuerza, ya con estratagemas, a tantas personas como sea posible, hasta lograr que nadie tenga poder suficiente para poner en peligro el poder propio”.[8]

 

En consecuencia, la cantidad de violencia y poder es inconmensurable. Dado que no hay criterio estable que delimite la necesaria para conservar la vida, porque el único criterio permitido es comparativo y, si se quiere preservar la vida, entonces es requerido el aumento continuo de la fuerza, entonces, debemos de suponer que el enemigo es más fuerte que uno. Por tal causa, “[…] la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales de la guerra”[9] y del estado de naturaleza. Pero la condición de guerra a la que alude Hobbes no hay que confundirla con el emplazamiento de batalla. La batalla es el momento de confrontación en su realización que tiene un comienzo y un fin; mientras que el estado de guerra es “[…] un periodo en el que la voluntad de confrontación violenta es suficientemente declarada”.[10] Resulta ser una instancia atemporal en el tiempo o, mejor dicho, un estado intemporal, pues en cualquier instante puede comenzar la batalla, “[…] la naturaleza de la guerra no está en una batalla que de hecho tiene lugar, sino en una disposición a batallar durante todo el tiempo en que no haya garantías de que debe hacerse lo contrario”.[11]

 

En ese sentido, la igualdad y la libertad como condición natural del ser—humano implica necesariamente el tiempo de guerra, en la medida en que todos procuran la subsistencia. No obstante, Hobbes afirma que en tal estadio homicida no hay crimen, pues el deseo de preservar la vida —como único principio universal— convalida cualquier acto que se realice, pues “[…] los actos que proceden de esas pasiones, hasta que no hay una ley que los prohíbe; y hasta que las leyes no son hechas”[12] no pueden ser imputadas. Empero, dado que vivir en tal situación es imposible, y si el fin es preservar la vida, entonces, hay requerimiento de una estrategia o desarrollo técnico que habilite dicha finalidad. Para Hobbes, hay “[…] una posibilidad de salir de tal estado, posibilidad que, en parte, radica en sus pasiones y, en parte, en su razón”,[13] es decir, en la naturaleza previamente descrita.

 

Fundación y función del Leviatán

 

Una vez descrita la condición natural de la humanidad, o el estado de naturaleza—guerra, de Hobbes, queda por determinar cómo salir de tal situación, pues “[…] es fácil juzgar cuán poco favorece el estado de guerra continuo la conservación del género humano y de cada uno en particular”,[14] dado que la amenaza de muerte es continua. Por tal motivo, al final del capítulo dedicado a dicho estadio, el autor del Leviatán establece las dos facultades que posibilitan el paso de la guerra a la paz, estas son la pasión y la razón. Esas facultades resultan catalizadoras de la paz, para lo cual proponen o formulan normas de acción que reciben el nombre de leyes de la naturaleza. Estas son preceptos o reglas, generalmente válidas, descubiertas por la razón para evitar la aniquilación de la vida y de los medios requeridos para su conservación.

 

Ahora bien, hay que tener en cuenta que, para Hobbes, el derecho (Ius) es anterior a la ley (Lex), debido a que “[…] el derecho consiste en la libertad de hacer o de no hacer, mientras que la ley determina y obliga a una de las dos cosas. De modo que la ley y el derecho difieren entre sí en la misma medida en que difieren la obligación y la libertad”.[15] En otros términos, la ley es, en principio, una limitación del derecho, pues, mientras el derecho es libertad de decidir, la ley obliga en la toma de elección. Por esa misma razón, el derecho debe de ser anterior a la ley, pues sólo hay ley en tanto que hay un derecho a delimitar. Mas, ¿cuál es el motivo para que surjan dichas leyes de la naturaleza? De acuerdo a la postura hobbesiana, la ley se manifiesta si y sólo si el derecho llega a su crisis, es decir, cuando el derecho de todos a todo llega a la contradicción. Esto es que, ya que el que todos tengan derecho a todo invalida la posibilidad de pertenencia —ya que aquello que se tiene cualquiera lo puede reclamar para sí con el mismo derecho—, entonces, la disputa es inherente al derecho.

 

De tal modo, una vez que el derecho natural ha sido llevado a su límite, es requerimiento natural o racional que la ley aparezca. Así pues, la ley fundamental de la naturaleza obliga a “[…] procurar la paz hasta donde tenga esperanza de lograrla; y cuando no puede conseguirla, entonces puede buscar y usar todas las ventajas y ayudas de la guerra”.[16] En un segundo momento, la ley ya no aparece como negación del derecho, sino como integración del derecho. Pues, si lo que moviliza al derecho es la conservación de la vida, entonces, la ley, en tanto factor para conseguir la paz, procura la preservación de la misma y ―teniendo en cuenta la segunda cláusula de la ley― obliga a defenderla si la situación de paz resulta disuelta o inestable, o sea, valida el ejercicio de la fuerza para la defensa.

 

La segunda ley de la naturaleza de acuerdo con Hobbes, y que se relaciona o deduce de la primera, es que los seres humanos “[…] deben estar deseosos, cuando los otros lo están también, y a fin de conseguir la paz y defensa personal hasta donde les parezca necesario, de no hacer uso de su derecho a todo”.[17] En otras palabras, la ley nuevamente es una negación o, mejor dicho, una restricción al derecho. Esto porque no lo rechaza, más bien lo limita o recluye en unos márgenes de acción específicos, teniendo siempre como pauta irreductible la cancelación del mismo o la supervivencia como límite. Así pues, las leyes de la naturaleza que procuran alcanzar la paz son una delimitación del derecho natural, pues se busca, si no erradicar, sí minimizar la guerra, a saber, cambiar un estadio de guerra de todos contra todos por un estado de tranquilidad.

 

No obstante, Hobbes da cuenta de la incapacidad de las leyes de la naturaleza para alcanzar el objetivo que se proponen, ya que se requiere de un consenso, es decir, que los otros también busquen limitar su derecho. Esto puede generar dudas, pues el otro puede no estar plenamente de acuerdo con ello, aunque puede fingir y parecerlo. De tal modo, el acto de limitación puede ser de simples palabras, es decir, una relación de confianza que se encuentra expuesta a la codicia; pues, cuando uno renuncia, el otro puede hacer efectivo su derecho, ya que tal acto en el estado de naturaleza no tiene ningún otro apoyo que la confianza mutua, la cual puede ser desechada en favor del beneficio propio.[18] Por tal causa, hay requerimiento de un tercer factor o actor que garantice el cumplimiento del acto, de lo contrario siempre habría dudas y, por tanto, el riesgo de la disputa sería inminente, pues “[…] los convenios, cuando no hay temor a la espada, son sólo palabras que no tienen fuerza suficiente”.[19]

 

En ese sentido, para que el acto de limitar el derecho natural funcione, hay requerimiento de un contrato, el cual supone la transferencia del derecho o, mejor dicho, la anulación de ejercerlo plenamente, la no—resistencia. Así pues, en un contrato hay dos tipos de ejecutores, el que da en el instante y el que da o dará en el futuro. Tal contrato recibe el nombre de pacto. El que da en el instante delega o limita el derecho natural, mientras que el que dará en el futuro ofrece paz y seguridad. Ahora bien, para alcanzar la paz y la seguridad, “[…] lo que se requiere es un poder común que mantenga atemorizados a los súbditos y que dirija sus acciones al logro del bien común”,[20] o sea, una instancia coercitiva que castigue en casos de incumplimiento o daños contra otros. Dicha instancia coercitiva es el contratado, con quien se hizo el pacto, pues, en la medida que se restringe el derecho, si hacemos uso excesivo de él, entonces concedemos la posibilidad de castigo, dado que faltamos a nuestro pacto, aunque esto no implica el requerimiento de entregarse o no oponer resistencia.[21]

 

A partir de dicho pacto, se instituye el Estado, el cual se realiza para lograr mejor el objetivo de la supervivencia. El Estado es una estrategia de supervivencia, pues el objetivo del Estado es deshacernos de los enemigos y hacer amigos. Es decir, por un lado, reunirse con los antiguos enemigos —aquellos que me podían matar— para realizar un estado de paz y seguridad entre ellos y, por otro lado, estos antiguos enemigos se hacen amigos—aliados con los cuales se puede contar para defenderse y combatir a los que no entraron en pacto con nosotros. En efecto, el enemigo es aquel que combate contra mí y el amigo el que combate conmigo. La operación mental es sencilla, entre más amigos menos enemigos o, en todo caso, mayor apoyo al momento de alcanzar la batalla.

 

La razón hobbesiana —calculativa— organiza, establece y dictamina cuál es el mejor camino a seguir para alcanzar el objetivo de la supervivencia; dispone los pasos, uno a uno, necesarios y suficientes que garantizan la victoria sobre el enemigo, o, lo que es lo mismo, su derrota. Derrotar al enemigo es hacerlo amigo, pues el combate acaba con ambos actores: el perdedor muere y el ganador termina agotado o listo para dársele muerte. Por ello, la razón calcula que lo más conveniente es reunirse con los otros para protegerse mutuamente, ya no combatir, sino pactar para tener un poder supremo que los proteja de los no—pactantes. De tal modo, el Estado se instituye en razón de desaparecer el combate o la guerra de todos contra todos y la previsión de la guerra futura o el choque entre Leviatanes. En otras palabras, niega una guerra para dar lugar a un nuevo tipo de guerra, la estatal y, en una suerte de contradicción, la intestinal.

 

Dialéctica de la fatalidad

 

Una vez que el Estado ha sido instituido a partir de las leyes de la naturaleza ―las cuales dependen del derecho natural o, mejor dicho, de la obligación natural de defender la propia vida y, debido a la cual, hay necesidad del derecho natural, la libertad de disponer de cualquier medio necesario para la preservación de la existencia―, surgen inmediatamente dos problemas: la guerra civil y la guerra estatal. Así pues, el problema originario no es resuelto, sólo resulta minimizado. Se pasa de un estado totalitario de guerra —todos son enemigos— a un estadio de guerra con amigos y enemigos. Sucede que el Estado—Leviatán no es la negación de la guerra, no hay cancelación de la guerra, pues la guerra es el principio de posibilidad del Estado y, si ésta se elimina, entonces el Estado resulta innecesario. En ese sentido, la política hobbesiana es una perpetuación de la guerra.

 

De tal modo, surgen en Hobbes dos tensiones o tendencias que, al mismo tiempo que validan la existencia del Leviatán, son el principio de posibilidad de su negación, a saber, la guerra civil y la guerra interestatal. La guerra interestatal es la disputa entre los Estados por la supremacía del poder o la competencia ilimitada para garantizarse la seguridad. Dicha guerra interestatal o, en todo caso, la defensa contra esa guerra interestatal, es la función del Estado. Para alcanzar dicha paz y seguridad es necesario gobernar. El gobierno que busca alcanzar el Leviatán, el Estado moderno, es el económico, pues “[…] las ciudades y reinos […] no son otra cosa que familias más grandes”.[22] Así pues, gobernar en el Estado es gobernar sobre las cosas, es decir, sobre los seres humanos y sus relaciones o vínculos relacionales. Cabe decir, disciplinar.

 

Por tanto, el gobierno del Leviatán, antes que buscar la excelencia, procura controlar, es decir, se plantea en términos de estrategias bajo técnicas de dominación. El Estado —que debe evitar la guerra interestatal— debe disponer de las cosas para aumentar sus capacidades y presentarse, ante los otros leviatanes, como poderoso para inhibir el deseo de enfrentamiento contra él, debido a que la posibilidad de no—derrota ―en tanto que es más alta―, sino niega, al menos impide o frena las intenciones de agredir.[23] En ese sentido, la guerra interestatal es el motor que potencia la maximización de las cosas, los vínculos relaciones de la población. En el modelo Estado—Leviatán lo único que importa es la estabilidad (status), pero una estabilidad que se expande, que progresa, una dinámica estamental. Esto se debe a que el Leviatán en el que habitamos no es el único y “[…] nuestra seguridad no viene determinada por una cifra concreta, sino por comparación con el enemigo”,[24] por lo cual, si la estabilidad resulta en un estancamiento, entonces hay riesgo de quebrantar la paz interna.

 

El acontecer del Leviatán da lugar a la seguridad y la paz; no obstante, ni la paz ni la seguridad son la función del Estado. Conviene recordar que el Estado surge debido a las leyes de la naturaleza, pero las leyes son un producto del derecho natural. El derecho natural reclama como finalidad preservar la propia vida, para lograrlo hacer uso efectivo de cualquier medio, las leyes de la naturaleza se presentan como postulados calculativos—racionales, como lo más conveniente. Así pues, el estado de guerra —de todos contra todos— es sustituido por un estado de guerra leviatánico, donde el enemigo no es todo el género humano, sino algún Estado determinado, aquellos que no pactaron con nosotros. Por ello, “[…] el modo más razonable de protegerse contra esa desconfianza […] es la previsión, esto es, controlar, ya sea por la fuerza, ya con estratagemas, a tantas personas como sea posible, hasta lograr que nadie tenga poder suficiente para poner en peligro el propio poder”.[25]

 

De tal modo, la función del Estado—Leviatán no es sólo la seguridad interna, sino, ante todo, la capacidad de la seguridad externa. Pues, atendiendo a la segunda cláusula de la primera ley natural ―la parte que queda del derecho natural―, dado el riesgo constante de guerra es necesario contar con ayuda para cuando la situación de batalla se alcance.[26] De ahí que el Estado no pueda ser estático, sino, más bien, estable, pues, como no hay otro parámetro de defensa más que el enemigo, hay que buscar incrementar, maximizar, el propio poder para evitar ser destruido. Siguiendo a Michel Foucault, el Estado—Leviatán se instituye como un soporte o instrumento de guerra, invirtiendo el lema clausewitziano, la política es la guerra por otros medios.[27]

 

Por otra parte, está la guerra civil o intestina, la cual tiene lugar dentro del propio Estado. Las múltiples causas que Hobbes menciona como desencadenantes de la guerra civil, o la disolución del Estado, se pueden integrar en el siguiente principio: la negación del Soberano como poder absoluto por parte de una multitud. Así pues, toda guerra intestina es la negación del soberano; sin embargo, toda negación del soberano es injustificada, dado que sólo él tiene el poder de declarar qué es justo o injusto, de dictaminar leyes sin estar sujeto a ellas. La multitud que niega al soberano no es el pueblo, sino la masa de individuos que integran la ciudad, ya que “[…] el rey es el pueblo”.[28] Entre pueblo y multitud no hay coincidencia. El pueblo es voluntad, elección; la multitud es la multiplicidad de los habitantes que habitan una ciudad, “[…] y si la multitud es el sujeto de la guerra civil, esto significa que la guerra civil siempre sigue siendo posible en el Estado”.[29]

 

Para evitar la guerra el Soberano debe saber gobernar. En ese caso, la guerra civil no es otra cosa que el impulso que ordena—controla las cosas, los vínculos relacionales de la población, el fondo último que posibilita la fundación del Estado y el ejercicio del gobierno. El Estado se organiza en pos de la unidad de la multitud en tanto disuelta, es decir, gobierna a partir de estrategias dinámicas poblacionales, sin tomar en cuenta otro lazo de unión que las mismas estrategias que se estructuran en función del Estado. Para evitar la guerra interna se debe de mantener a la multitud disuelta, pero en unidad, funcionando. De lo contrario, al negarse al soberano, se niega el lazo que posibilita la seguridad. Vista así, la guerra civil no es otra cosa que la negación del pacto fundacional y, por tanto, un retorno a la condición natural de la humanidad. De esta manera, se observa una extraña geometría política en Hobbes, dado que “[…] guerra civil, Common—wealth y estado de naturaleza no coinciden, sino que están unidas, en una complicada relación”.[30]

 

En consecuencia, la propuesta hobbesiana del Leviatán es un Estado de control y estrategia, la cual se da, en primer lugar, como mecanismo de apoyo para hacer la guerra a los otros o evitar que nos la declaren. En segundo lugar, pero en idéntica relación ontológica, sin desfase temporal, el Leviatán se instituye como mecanismo que gobierna, que impide el brote de la guerra entre la multitud, la guerra civil. Así pues, el Leviatán se encuentra amenazado tanto por elementos externos como internos, pero estas mismas amenazas son las que legitiman y dan lugar a su fundación y función. El gran conflicto hobbesiano de la guerra y la seguridad —pues la seguridad sólo tiene sentido donde hay riesgo de guerra—, en cuanto se contradicen aparece como un callejón sin salida, pues las relaciones Estado de naturaleza—Leviatán—Guerra interestatal y Estado de naturaleza—Leviatán—Guerra civil siempre terminan en la consolidación de un nuevo Leviatán, el cual no deja de estar amenazado y encadenado a los mismos peligros que lo hicieron surgir.

 

La escatología política

 

La propuesta política hobbesiana, que ha determinado y marcado el curso de la política moderna, contiene en sí misma una contradicción irreductible, a saber, la búsqueda de la paz y la seguridad bajo un fondo irremediable de guerra, la negación de la violencia a partir del ejercicio de la violencia. En ese sentido, la guerra es el fondo último sobre el cual se sostiene el Leviatán, el mismo Hobbes es consciente de ello, cuando señala que

“[…] si pudiéramos suponer una gran multitud de (humanos) capaces de regirse mediante la observancia de la justicia y de otras leyes de la naturaleza, sin necesidad de un poder común que los mantuviese a todos atemorizados, podríamos, asimismo, suponer que la humanidad entera sería capaz de hacerlo. Y, en ese caso, ni el gobierno civil, ni el Estado serían necesarios en absoluto”.[31]

 

Por tanto, habría que distinguir, dentro de la teoría hobbesiana del Estado, entre fondo, fundación y fundamento para comprender de modo más preciso cuál es el criterio que el propio Thomas Hobbes considera como principal dentro de su propuesta. El fenómeno de la guerra se manifiesta como la categoría fundamental de la propuesta política hobbesiana, bajo un esquema simplificador de la obra, el libro I se puede denominar “el libro de la guerra” y el libro II “el libro de la paz y la seguridad” —lo cual, en apariencia, parece contradictorio por lo anteriormente dicho—; no obstante, en el libro III del Leviatán cabe encontrar la solución o negación de la supuesta contradicción habida en el planteamiento del filósofo de Malmesbury. El libro III de Leviatán es un auténtico tratado medieval o renacentista, en la medida en que su tema de investigación principal es la escatología, o la descripción del Reino de Dios en la Tierra, una lectura hobbesiana de la parusía. En dicho libro, hay los elementos necesarios para proponer una clave comprensiva del problema de la guerra como fondo del Estado. Asimismo, conviene tener en mente la última gran obra escrita por Hobbes y el título que decidió adscribirle: Behemoth.

 

Tomando en cuenta el nombre de ambos libros y el tema del que tratan (Leviatán—fundación del Estado y Behemoth—la guerra civil), la relación resulta innegable, el primero aborda la construcción y el segundo la destrucción del Estado. De tal modo, nos encontramos nuevamente con la dialéctica de la fatalidad, la salida de una guerra para entrar en otra de modo indeterminado. Pero Hobbes no se quedó con la guerra como principio ordenador del Mundo—Estado, para él había algo superior, a saber, la parusía y cómo resulta el Reino de Dios en la Tierra. De acuerdo con Giorgio Agamben, la tesis propuesta por Carl Schmitt sobre las categorías políticas como secularizaciones de las categorías teológicas debe ser repensada a partir del libro III del Leviatán para precisarla bajo el criterio de “[…] una secularización de la escatología”.[32]

 

En efecto, si buscamos comprender al autor, no mejor, sino como se comprendió a sí mismo, entonces hay que estructurar la política hobbesiana a la luz de la escatología política, la cual se encuentra reflejada en el dilema de la guerra como fondo que da lugar al Estado moderno. Por tanto, el fin de la propuesta política hobbesiana no es alcanzar la felicidad en el mundo ―no hay summum bonum en la vida―, sino la comprensión del Reino de Dios en la Tierra. Pero para esclarecer dicho asunto es necesario detenerse antes en el reino del ser—humano en la tierra, el Leviatán. La irrupción del Behemoth obliga necesariamente a pensar en el apocalipsis y en el epíteto que el mismo Hobbes le da al Estado, Deus mortalis. Aunque separados y claramente distinguidos uno del otro,[33] el reino humano y el divino se implican, se encuentran entrelazados bajo una relación de negación, dado que “[…] el Leviatán deberá por fuerza desaparecer cuando el Reino de Dios se realice políticamente en el mundo”.[34]

 

En consecuencia, la política moderna, en tanto dependiente del Iusnaturalismo, del Contractualismo y de la noción de Estado, debe comprender sus raíces no sólo teológico—políticas, sino, ante todo, esclarecer su sentido escatológico—político para esclarecer su rumbo, de lo contrario, se encuentra encerrada en el dilema de la fatalidad o en la espera un Mesías.[35] La seguridad ―de acuerdo con Eugenio Trías, el paradigma de la política de Hobbes― se tambalea, dado que Hobbes no busca que el Leviatán sea un katékhon, una barrera que impida la llegada del Reino celestial como presumiblemente consideraba Carl Schmitt. Antes bien, el fin de la ley y del Estado es una señal de la llegada, pues la fatalidad del Estado hobbesiano coincide con la parusía, “El Behemoth con sus cuernos, derribará al Leviatán y lo desgarrará, y el Leviatán, con sus aletas, derribará al Behemoth y lo atravesará”.[36] En otros términos, toda política que se realice a partir de Hobbes no busca ni pretende negar los conflictos humanos, mucho menos dar lugar a la excelencia, más bien, ya que se encuentra enraizada en una conflictividad escatológica, está condenada a la guerra y la espera irremediable, destinada a la aniquilación de sí misma una y otra vez.

 

Bibliografía

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  8. Labastida, Jaime, El edificio de la razón, Siglo XXI, México, 2007.
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  12. Strauss, Leo, La filosofía política de Hobbes, Fondo de cultura económica, Buenos Aires, 2011.

Notas
[1] Los cursos principales a tener en cuenta de Michel Foucault son Los anormales de 1975, Defender la sociedad de 1976 y Seguridad, territorio, población de 1977.
[2] Caso contrario a la sección I del De Cive donde expone la noción de libertad y su relación con las leyes.
[3] Thomas Hobbes, Leviatán, ed.cit., p.102.
[4] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.102.
[5] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.107.
[6] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.103.
[7] Como sostiene Thomas Hobbes en De cive, “[…] aun si los malos fueran menos numerosos que los buenos, puesto que no podemos distinguir los buenos de los malos, hasta las personas honestas y virtuosas están continuamente en la necesidad de desconfiar, de precaverse, de anticiparse, de dominar, en suma, de defenderse de algún modo” (Hobbes, Thomas, De cive, Tecnos, Madrid, 2014, Prefacio, p.15).
[8] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.103.
[9] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.106.
[10] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.104.
[11] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p104.
[12] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.105.
[13] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p106.
[14] Idem
[15] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.107.
[16] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.108.
[17] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p 108.
[18] ”Dado el espíritu perverso de la mayoría de los hombres, que buscan su interés con razón o sin ella,
[19] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.139
[20] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.142
[21] T. Hobbes, De cive, ed. cit., I, VIII, 18.
[22] T, Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.140.
[23] Asimismo, el hecho de ser un Estado poderoso implica una supremacía y, por tanto, una seguridad mayor de victoria. En ese sentido, el enfrentamiento contra un Estado débil o sin defensas suficientes no debe ser considerado como guerra, pues la guerra se da entre iguales, entre aquellos que tienen la misma capacidad o posibilidad para destruir al otro. De ahí que hacer la “guerra” a un Estado débil no sea hacer la guerra propiamente, pues la guerra implica una fase de inestabilidad, mas cuando la victoria es segura y no hay riesgo de corrupción interna, entonces no se puede catalogar tal acto como declaración de guerra.
[24] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.140.
[25] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., p.103.
[26] Tal señalamiento queda más claro en De cive donde Hobbes menciona que “[…] lo que buscamos por naturaleza, no son los compañeros, sino la consideración y las ventajas que nos ofrecen; deseamos éstas, antes que aquellos.” (De cive, 1, I, 2). Y más adelante sostiene que, “[…] deben buscar la paz mientras quede alguna esperanza de conseguirla; si no es posible, deben buscar auxiliares para la guerra.” (De cive, 1, I, 15).
[27] Véase la clase inaugural del ”7 de enero de 1976” que imparte Michel Foucault en el Collége de
[28] T. Hobbes, De cive, ed. cit., 2, XII, 18.
[29] Giorgio Agamben, Stasis. La guerra civil como paradigma político, ed. cit.
[30] Idem.
[31] T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., pp. 140 y 141.
[32] G. Agamben, Stasis. La guerra civil como paradigma político, ed. cit.
[33] “En el Reino de Dios después de esta vida no habrá leyes, sea porque no hay lugar para leyes donde no hay lugar para pecado, sea porque Dios no nos dio las leyes para guiarnos en el cielo, sino hasta el cielo” (De cive, 3, XVII, 8).
[34] G. Agamben, Stasis. La guerra civil como paradigma de la política, ed. cit.
[35] Recuérdense las propuestas de autores tan apartados en apariencia de Thomas Hobbes como Karl Marx o Walter Benjamin, quienes aún anhelan la llegada de un sujeto histórico que dará lugar a una nueva etapa o fase dentro de la historia. Véase, El manifiesto del partido comunista donde se postula al sujeto proletario como dador del nuevo régimen y Las tesis sobre el concepto de historia donde se persuade del futuro redentor de la historia en tanto catástrofe.
[36] G. Agamben, Stasis. La guerra civil como paradigma de la política, ed. cit.

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