Desde Rusia con amor

Fotografía tomada de wikimedia.org

La guerra no se hace como tú te figuras, Volodia.
León Tolstoi

El sitio de Sebastopol

Resumen

El presente ensayo tiene por cometido hacer unas someras disquisiciones en torno a la guerra en Ucrania, analizando el contexto en el cual hizo eclosión y perfilando algunas posibles vías de “solución”. Igualmente tiene como objetivo examinar la relación de México con Rusia y Ucrania y su postura en torno al conflicto.

Palabras clave: neutralidad, derecho, nacionalismo, Estado, doctrina, humanidad.

 

Abstract

The purpose of this essay is to make some brief disquisitions about the war in Ukraine, analyzing the context in which it erupted and outlining some possible ways of “solution”. It also aims to examine Mexico’s relationship with Russia and Ukraine and its position on the conflict.

Keywords: neutrality, law, nationalism, State, doctrine, mankind.

 

Hay un monumento en Kiev —espero que todavía se mantenga incólume—, en la calle Lavrska, dedicado a los veteranos soviéticos de la guerra de Afganistán (1979-1989). Ese monumento, más allá de su temática y de su estética explícitamente realista, es un símbolo de la crudeza de la guerra, pues está conformado por tres militares del Ejército Rojo, dos de ellos en actitud combativa y con el fusil Kalashnikov en bandolera y en ristre, respectivamente; el tercero está sentando, con la cara entre sus rodillas y uno de los antebrazos apoyado en las mismas. Si bien pertenece a otra época, ese monumento nos dice mucho, tanto de la actual situación de Ucrania, como de su futuro y, sin duda alguna, de los “horrores de la guerra”. En lo particular, mientras más se prolonga este conflicto, más me viene a la mente la actitud del tercer hombre, totalmente anonadado, ahí representado. Pasado el tiempo, con la niebla mortecina de los cohetes y las bombas disipada, es lo que se verá una y otra vez.

 

Cuando se nos había dicho con bombo y platillo que la historia había llegado a su fin, surge siempre un nuevo suceso para recordarnos que tan exultante y profética idea era simple y burda propaganda. El suceso más reciente que no hace sino confirmar tal mentís es la guerra en Ucrania. Hagamos algunas reflexiones en torno a la misma. Reflexiones que necesariamente serán notas preliminares, acaso marginales, sobre una conflagración que se sucede cotidianamente ante nuestros ojos.

 

Tal guerra tiene causas intrincadas, lo cual hace que resulte complejo comprender su contexto. A esto se suma lo poco que en México se conoce de las cosas que pasan allende los Urales. Es más: resulta mínimo lo que en México se conoce de los países de la otrora Cortina de Hierro. Claro, hay gente que es aficionada a la literatura y no le son extraños los nombres de Tolstoi, Dostoyevski y Gorki; más o menos los de Chéjov, Pushkin y Gógol; todavía menos los de Fúrmanov y Turguénev y ya ni hablar de Zharikov y Shólojov. Aun en tales personas, su conocimiento literario no suele ir de la mano del conocimiento de la historia de Rusia y, su actual némesis, Ucrania. Con las personas de tradición marxista, la situación no es muy diferente: conocen a un Lenin muy mexicanizado y un Trotsky “hipermexicanizado”; sin embargo, si a tales marxistas mexicanos se les pregunta sobre la dinastía Rúrika o sobre el Tratado de Bucarest (1812), estaremos ante un mutismo pasmoso.

 

Demos un panorama de la situación. Empecemos por Rusia. Zares de todas las Rusias se les denominaba a los antiguos gobernantes de tales lugares. El apelativo ya nos da una idea de lo complicado que es ese país, extenso hasta causar vértigo, “vértigo horizontal” (sic). Pero Rusia no nos debería ser tan ajena: alguna vez tuvimos frontera con tal país, máxime cuando en 1821 el zar Alejandro I declaró que Alaska se extendía hasta el meridiano 51. México y Rusia establecieron relaciones diplomáticas un casi guadalupano 11 de diciembre de 1890. Sí, tiempos de don Porfirio, quien designó como embajador a Pedro Rincón Gallardo y Terreros. De allá nos vino Roman Rosen.

 

Con el advenimiento de la Gran Revolución Socialista de Octubre, las cosas cambiaron, aquí, allá y en todas partes. Proceso que se empató con nuestra revolución. Quizá personas como John Reed eran de las más capacitadas para hacer un parangón entre ambos procesos revolucionarios. En México la admiración hacia la Revolución rusa era palpable. Emiliano Zapata le escribió al general Genaro Amezcua: “Mucho ganaríamos, mucho ganaría la justicia humana si todos los pueblos de nuestra América y todas las naciones de la vieja Europa comprendiesen que la causa del México revolucionario y la causa de Rusia la irredenta son y representan la causa de la humanidad”.[1] Uno de los oponentes de Zapata, Álvaro Obregón, opinó: “Los que amamos la libertad y vivimos preocupados más del porvenir que del presente y del pasado, admitimos que Rusia ha ganado mucho con su movimiento libertario”.[2] Podemos constatar que había simpatía generalizada con el proceso revolucionario ruso. La relación llegó al clímax cuando México designó como embajador a Basilio Vadillo y la URSS a la legendaria Aleksandra Kolontái, después del efímero Stanislaw Pestkowski. Muchos años después México galardonaría con el Águila Azteca a Kolontái, sobre todo por su feminismo, feminismo marxista, claro está.

 

Pero la relación con la URSS se deterioró y Emilio Portes Gil rompió relaciones, las cuales se reanudarían hasta el gobierno de Ávila Camacho, quien al enviar como embajador plenipotenciario al poeta estridentista Luis Quintanilla, escribió a Stalin: “La espléndida lucha que el Ejército Rojo está librando contra las fuerzas enemigas de la Unión Soviética ha despertado en México y en todo el mundo un apasionado entusiasmo. Estoy convencido de que la valerosa defensa de Moscú, Leningrado, Crimea y Stalingrado, figurará en la historia como una de las más brillantes páginas de esta guerra”.[3] Stalin, a su vez, respondió: “Os agradezco cordialmente vuestro saludo y la alta estimación que manifestáis por la lucha de la nación soviética y de su ejército contra los agresores hitlerianos que han violado el territorio de nuestro país. Os ruego, señor presidente, transmitir a la nación mexicana amiga los mejores votos de la nación soviética”.[4] El embajador designado por Stalin fue Konstantin Umansky, quien, según el colega estridentista de Luis Quintanilla, Germán List Arzubide, llegó a ser el diplomático más popular de México, teniendo amistad con Lázaro Cárdenas; dos de los Siete Sabios de México: Antonio Castro Leal —quien había sido embajador en Polonia— y Vicente Lombardo Toledano; así como con Pablo Neruda. Quizá también haya ayudado a su popularidad tanto su bonhomía como su buena disposición, pues se disculpó con Ávila Camacho por pronunciar su discurso en inglés al presentar sus cartas credenciales, prometiendo que aprendería español, cumplió y lo hizo en solamente tres meses. Posiblemente con tal disposición hubiera aprendido hasta zapoteco, pero la muerte se le atravesó cuando sufrió un accidente aéreo en esta ciudad al dirigirse a Costa Rica para presentar cartas credenciales como embajador concurrente. También fallecieron su esposa Raya y el agregado militar Sergei Lazarev.

 

Hasta el presente no se conocen las causas del accidente, pero uno se puede imaginar que no fue nada propicio para la reanudación de relaciones con la URSS. La jettatura seguía a Umansky: la familia de su esposa fue exterminada por los nazis y, tiempo después, su hija murió en el buque que lo condujo de Londres de América. Por cierto, ¡oh, ironía!, Umansky era ucraniano. En fin.

Las relaciones bilaterales no fueron ajenas, no podían serlo, a los embates de la naciente Guerra Fría. Tal vez los puntos más críticos de la relación bilateral fueron cuando en marzo de 1971, en el contexto de la Guerra Sucia, el gobierno de Echeverría declaró persona non grata a cinco diplomáticos soviéticos. El otro en 1981, debido a la Cumbre Norte-Sur en Cancún, cuando debido al capricho de Ronald Reagan para que Cuba no asistiera, la URSS le comunicó a López Portillo que si Cuba no asistía, tampoco la patria de Lenin lo haría. Y así fue.

 

Por otra parte, el intercambio cultural con Rusia o con la URSS ha sido fructífero, ya sea mediante el no tan visto como comentado Sergei Einsenstein —que en estos momentos lo tenemos presente por su Acorazado Potemkin, desarrollada en Odesa—; la influencia de la poesía futurista de Vladimir Mayakovski, quien tenía mucha curiosidad por conocer el camino de Veracruz a México y también conocer a los indios (sic); y después de conocerlos, se decepcionó, pues se los imaginaba como los habían descrito James Fenimore Cooper o Thomas Mayne Reid, ni qué decir cuando vio que las mexicanas eran proclives a “comer corteza de cerdo” (chicharrón); la pintura del polifacético Vlady y el más o menos olvidado Yuri Knórozov, quien tuvo el genio y la paciencia para descifrar la escritura maya; pues sí: nuestro Champollion es estepario.

 

Pese a lo anterior, se debe tener claro que los intercambios de tipo económico con Rusia no son significativos. Tampoco lo fueron con la Unión Soviética, aunque en la década de 1990, Rusia colaboró con la construcción de las centrales hidroeléctricas de Aguamilpa y Huites, en Nayarit y Sinaloa, respectivamente.[5] Hoy hay más o menos 108 empresas rusas en el país y la inversión extranjera directa (IED) rusa apenas representa el 0.02% de la IED que recibe México. Rusia es para México el socio número 33 con el 0.10% de las exportaciones y el 30 con el 0.23% de las importaciones.

 

Cual Dióscuros, no se puede hablar de Rusia sin tratar a Ucrania. La relación de México con Ucrania tradicionalmente se ha subsumido a la relación con Rusia. Pero abundemos un poco en Ucrania, teniendo en cuenta que en esos rumbos de hetmanes y de Tarás Bulba hay que tener precisión de cirujano y avezados conocimientos de etnólogo para no hacer juicios a la ligera. Desde que los varegos se asentaron en Kiev, ha sido difícil decir de forma tajante qué es Rusia y qué es Ucrania. Quizá el criterio de diferencia esté simbolizado por los rutenos (pequeños rusos). Sin embargo, rusos, bielorrusos y ucranianos tradicionalmente han visto al Rus de Kiev como fuente común de estatalidad.[6] Incluso Alexander Solzhenitsyn escribiría: “Nuestro pueblo no ha sido separado en tres ramas (rusos, bielorrusos y ucranianos) más que por la terrible desgracia de la invasión mongola y la colonización polaca. Todos hemos salido de la preciosa ciudad de Kiev de donde la tierra rusa saca su origen”.[7] Como consecuencia de la invasión de los tártaros, la interrelación entre Ucrania y Rusia se amalgamó profundamente, fruto de las desventuras. Mientras que Kiev sucumbió ante los embates de la Horda de Oro, dirigida entonces por Batu, Moscú logró sobrevivir y consolidarse, hasta que en la batalla de Kulikovo (1380) finalmente se derrotó a los tártaros. Tratados como el de Pereyáslav (1654); Brest-Litovsk (1918), fundamentalmente en su artículo 6, en el cual se exigía que Rusia debía terminar la guerra con Ucrania; y la cesión que hizo Nikita Kruschev del óblast de Crimea en 1954 en favor de Ucrania, hicieron más abigarrada la situación, pues vincularon más la historia de Ucrania con Rusia, en más de un aspecto indiscernible.

 

Pero incluso si se desea ver a Ucrania como sujeto de derecho internacional, no hay que remontarse mucho en la historia, ya que se deben buscar razones para argumentar en tal sentido en la insistencia de Stalin para que tanto Ucrania como Bielorrusia fueran consideradas entre los 51 países que formaron la Organización de las Naciones Unidas (ONU), situación que Churchill y en mayor medida Roosevelt aceptaron de mala gana.[8] Este hecho, por cierto, contribuye a poner en duda el Holodomor (1932-1934) o genocidio ucraniano. Adviértase que no se está afirmando que no haya habido hambruna y una gran mortandad en Ucrania como consecuencia de los ciclópeos proyectos de colectivización estalinistas. El meollo del asunto radica en que los planes de colectivización a ultranza de Stalin, con sus pros y sus contras, se extendieron a toda la URSS; es decir que “se agarró parejo”, no fueron únicamente los ucranianos quienes sufrieron con tal política. Para que una matanza se considere genocidio, debe ser de forma sistemática contra un grupo específico. En este sentido, no se cumple el requisito de genocidio, al menos no como se entiende en el derecho internacional. Incluso el Consejo de Europa en 2010, a petición del expresidente ucraniano Víktor Yanukóvich, descartó que pudiera calificarse al Holodomor como genocidio. En todo caso, las acusaciones de genocidio tienen más visos de veracidad en el Sürgün (1944), la deportación de miles de tártaros musulmanes de Ucrania a Uzbekistán, bajo acusaciones de colaboracionismo con los nazis. Cabe aclarar que los tártaros habían tenido siempre sentimientos antirrusos, pues incluso en la guerra de Crimea (1853-1856) apoyaron a la coalición de ingleses, franceses, turcos y piamonteses.[9]

 

Ucrania, por diversos factores, ha representado un “oscuro objeto” del deseo para Europa occidental. Desde que el Concierto europeo a través del sistema Metternich se impuso en el Congreso de Viena (1815),[10] había sido un viejo anhelo de Europa occidental tratar de debilitar a Rusia o incluso lograr su desmembramiento, esto pese a la conformación de la Santa Alianza. Anhelo que no se veía como algo imposible en los que Karl Kautsky había catalogado como Estados de composición nacional heterogénea, tales como el imperio ruso o el imperio austrohúngaro. El mencionado anhelo se verificó en diversas ocasiones, desde la susodicha guerra de Crimea hasta la implementación del Gran Juego (1837-1907) entre el gigante ruso y la pérfida Albión. De hecho uno de los objetivos que tuvo Lord Palmerston en la guerra de Crimea fue retrasar tanto como fuera posible un acuerdo de paz para menguar a Rusia lo más que se pudiera, conflicto que había iniciado a raíz de la pretensión del zar de establecer un protectorado sobre los cristianos ortodoxos del imperio otomano. La derrota de Rusia en la guerra de Crimea significó que la pretensión del mar Negro como un mare nostrum ruso quedaba cancelada y su posición general en Europa bastante debilitada.

 

No deja de ser irónico que hay actualmente un sentimiento creciente por rechazar en Ucrania gran parte del pasado soviético; cuestión paradójica, pues, además de la ya mencionada exigencia de Stalin para que Ucrania fuera miembro de la ONU, como bien advirtió Rosa Luxemburgo en el contexto de su polémica con Lenin, a propósito de las nacionalidades, el nacionalismo ucraniano fue impulsado por los bolcheviques. De hecho, para ser precisos, el juicio de Luxemburgo es mucho más severo: el nacionalismo ucraniano, dejando de lado los poemas “romántico-reaccionarios” del artista Tarás Shevchenko, es un invento bolchevique, esto pese a las relaciones coyunturales que los bolcheviques tuvieron con conspicuos políticos ucranianos como Néstor Majnó, quien en ocasiones fue su aliado y en otras su rival. Todavía más: Luxemburgo juzga que Ucrania jugó un papel nefasto en los destinos de Rusia. Si a esto aunamos que los campesinos ucranianos de Galitzia habían sido usados para aplastar la insurrección socialdemócrata de Cracovia (1846), vemos que el nacionalismo ucraniano tiene mucha tela de dónde cortar y que su rechazo a ultranza del periodo soviético equivale a, por decir lo menos, darse un tiro en el pie. Tampoco se puede negar que el nacionalismo ucraniano tiene visos de irredentismo. En este sentido, tengamos presente que todo tipo de irredentismo tiene un germen soteriológico, chovinista y totalitario, que puede tener implicaciones indeseables.

 

Al quedar disuelta la URSS por el Tratado de Belavezha (1991) firmado por Rusia, Bielorrusia y Ucrania, hubo una creciente “otanización” de varias exrepúblicas soviéticas. De hecho tal tendencia estaba entre líneas cuando mediante el Memorándum de Budapest (1994) el arsenal nuclear ucraniano se transfirió a Rusia. La Revolución Naranja (2004-2005) y el Euromaidán (2013-2014), no son sino corolarios de la progresiva “otanización” de Ucrania. En el conflicto ucraniano, de suyo ya enmarañado, se intersecan aspectos de corte histórico, geopolítico, étnico y social. Con una perspectiva braudeliana, la guerra de Ucrania puede ser considerada como el clímax de los conflictos que se sucedieron como consecuencia de la desintegración de la URSS y el colapso de los regímenes tras la Cortina de Hierro, entre los cuales podemos contar las guerras de Chechenia (1994-1996 y1999-2009), el conflicto de Nagorno-Karabaj (1988-1994 y 2020), las revoluciones de colores  (2003, 2004 y 2005) y las guerras yugoslavas (1991-2001), por citar únicamente unos ejemplos. Asistimos a la crónica de un conflicto anunciado.

 

El conflicto ucraniano, lo sabemos, tiene resonancias mundiales y, en este sentido, México no ha quedado indiferente ante el mismo. Para bien o para mal, México es miembro no permanente del Consejo de Seguridad y eso ha hecho que su activismo sea notorio, rayando en el protagonismo. Esta es la quinta vez que México pertenece a dicho órgano. En la segunda ocasión (1980-1981), también a México le tocó enfrentar un conflicto similar. En esa ocasión cuando la URSS intervino en Afganistán para derrocar al gobierno del golpista Hafizullah Amín y combatir la insurrección de los fundamentalistas mujaidines. En aquel entonces México apoyó una resolución presentada por algunos países del Tercer Mundo —aunque teniendo a Estados Unidos de fondo—, entre ellos la Filipinas del déspota Ferdinand Marcos —cuyo hijo de nombre homónimo en estos días ha resultado electo presidente de su país—, para llevar el caso ante la Asamblea General de la ONU, ante el veto soviético en el Consejo de Seguridad. Fue el recurso de la tristemente célebre Unión pro Paz. En esa ocasión era la sexta vez que se invocaba ese mecanismo. Recordemos que este recurso se originó en medio de la guerra de Corea (1950-1953). Dado los vetos que interponía la URSS en el Consejo de Seguridad para que Estados Unidos no agrediera a Corea del Norte a mansalva, el gobierno de Truman ideó una solución artera: llevar la cuestión a la Asamblea General de la ONU para atribuirle facultades que no le estaban conferidas por la Carta de tal organización. Fue la monstruosa resolución 377 del 3 de noviembre de 1950, llamada irónicamente Unión pro Paz. La resolución fue presentada por Estados Unidos, Canadá, Filipinas, Francia, Reino Unido, Turquía y Uruguay. Los llamados Siete Padres Conjuntos. 52 países votaron a favor, entre ellos México; 5 en contra; 2 abstenciones y 1 ausencia.[11]

 

Hoy, como vuelta de tuerca, la historia parece repetirse respecto al caso de la intervención soviética en Afganistán. Esta vez, a diferencia del caso de Corea, la iniciativa no tuvo Siete Padres Conjuntos, sino solamente un padre y una madre: Estados Unidos y Albania. Estados Unidos no pudo imponerse en el Consejo de Seguridad, pese al apoyo de Brasil, Francia, Gabón, Ghana, Irlanda, Kenia, México, Noruega y Reino Unido. China, India y Emiratos Árabes se abstuvieron y Rusia, obviamente, vetó el proyecto de resolución. Pero se invocó la Unión pro Paz —décima vez que se invoca—, siendo México uno de los que lo hicieron. Así que el caso fue a dar a la Asamblea General. El 2 de marzo la Asamblea General condenó la invasión rusa a Ucrania con 141 votos a favor, 5 en contra y 35 abstenciones. Ahora bien, haciendo un análisis sutil, tal votación si la traducimos a número de habitantes por países, casi nos da a la mitad de la humanidad que no condenó la invasión, si sumamos países que votaron en contra más los que se abstuvieron. Sí, la mayoría de los países —dejando de lado que muchos son “repúblicas de Arepa”— condenaron la invasión, no así la mayoría de la humanidad.

 

En su discurso para justificar su voto, Juan Ramón de la Fuente recordó las invasiones que ha sufrido México, tanto por parte de Francia como de Estados Unidos, haciendo hincapié en la que produjo la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio. Sí, habría que recordarle a De la Fuente que México sufrió la agresión norteamericana por dejar que se estableciera en la frontera una cáfila de filibusteros en Texas, pese a las reiteradas advertencias de Manuel Mier y Terán, por descuidar su seguridad fronteriza, algo que no está dispuesta a permitir Rusia. Además, también De la Fuente debería haber recordado que el artículo 51 de la Carta de la ONU legitima el derecho de defensa. ¿Se adelantó Rusia? Pues no es sino simplemente un corolario de la doctrina norteamericana de los ataques preventivos, tan en boga desde los atentados contra las Torres Gemelas. No puede haber en esto doble rasero.

 

La reiterada complejidad del conflicto ucraniano se manifiesta al ver no a los países que votaron en contra de la resolución de la Asamblea General: Rusia, Bielorrusia, Corea del Norte, Eritrea y Siria; sino a los que se abstuvieron. Quizá en el caso de los que votaron en contra hay que resaltar el caso de Eritrea: si un país conoce de intervenciones es Eritrea y ni nada más ni nada menos que a manos de la antigua URSS, durante el gobierno de Mengistu Haile Mariam. Incluso su actual presidente, Isaías Afewerki, no obstante ser marxista, fue combatido por los soviéticos. La actitud de Eritrea pone en entredicho las razones esgrimidas por De la Fuente para condenar la invasión rusa. Algo semejante se puede decir de Vietnam, país que se abstuvo, pese a que también tiene una larga historia de invasiones a su territorio. Hablando de las abstenciones, volvamos a las mismas.

 

Los países que se abstuvieron de condenar a Rusia fueron: Angola, Argelia, Armenia, Bangladesh, Bolivia, Burundi, República Centroafricana, China, Congo, Cuba, El Salvador, Guinea Ecuatorial, India, Irán, Irak, Kazajstán, Kirguistán, Laos, Madagascar, Malí, Mongolia, Mozambique, Namibia, Nicaragua, Pakistán, Senegal, Sudáfrica, Sudán, Sudán del Sur, Tayikistán, Tanzania, Uganda, Vietnam —ya mencionado— y Zimbabue. Lo primero que salta a la vista es que no hay un patrón ideológico, político, económico o histórico en los países que se abstuvieron para explicar dicho proceder. El análisis debe ser casuístico para evitar caer en simplificaciones absurdas, pues en tal pléyade de países hay enemigos irreconciliables como India y Pakistán; antiguos enemigos como Irán e Irak; países que surgen de un proceso de secesión como Sudán y Sudán del Sur; países que han sufrido invasiones o agresiones externas como, ya se dijo, Vietnam, Laos, Angola, o Mozambique; países que son parte de bloques comerciales, políticos o militares desde el Movimiento de los No Alineados hasta los grupos BRICS o Quad. Ni qué decir de los que estuvieron ausentes: desde Etiopía a Venezuela, además de algunas repúblicas centroasiáticas de la antigua URSS. Posiblemente para evitar meterse en honduras. Sintetizando, las votaciones tanto en el Consejo de Seguridad como en la Asamblea General, sobre todo en el caso de los países que se abstuvieron, han demostrado que resulta osado, por decir lo menos, hacer un juicio en términos dogmáticos para tratar de subsumir el actuar de los países en principios como los que rigen la política exterior de México y que son el epítome de las doctrinas Juárez y Carranza, tal como se establece en el artículo 89 constitucional fracción X, principios que, como consecuencia del cabildeo en la Conferencia de Chapultepec y la Conferencia de San Francisco, ambas en 1945, lograron plasmarse en la carta de la ONU en su artículo 2.[12]

 

La situación en Ucrania es un verdadero nudo gordiano, sin que se avizore una salida de corto plazo aceptable para las partes beligerantes. No se puede prever qué depara el futuro, incluso un ejercicio de prospectiva se antoja poco prometedor en estos momentos. Por ahora, únicamente es posible pergeñar algunos puntos álgidos que habría que considerar conforme se vaya desarrollando la guerra:

 

a) Renuncia de Volodímir Zelensky. Tal vez esto hubiera sido útil en un inicio, máxime que Putin consideraba que con el descabezamiento de la dirigencia ucraniana se allanaba el camino para una solución. Si esto es una muestra de realpolitik o si puede ser considerado como un quid pro quo, es algo que hoy resulta irrelevante, pues este punto creo que está rebasado. Con todo, considero que nadie negará que Zelensky parece más parte del conflicto que de la solución.

 

b) Integridad territorial de Ucrania. Esto es una cuestión de principio, pero no se ve que pueda lograrse. No al menos en este momento. Quizá perdiendo cierto territorio Ucrania se ahorraría mucho sufrimiento. No necesariamente debe ser una pérdida lisa y llana, podría explorarse la opción de conceder autonomía a la región del Dombás, algo mucho más modesto del sueño inicial de Putin de crear la Novorossiya (Nueva Rusia) desde Járkov hasta Odesa. Esta opción podría parecerle inaceptable a los países occidentales, principalmente a Estados Unidos. En este sentido, cabe decir que Estados Unidos siendo un país dado al despojo, hace uso hipócrita de la doctrina Stimson (ex injuria jus no oritur) y podría pretender no convalidar un procedimiento al que recurrió hasta la saciedad en el siglo XIX.

 

c) Declaración formal de neutralidad de Ucrania y renuncia a ser parte de la OTAN y la Unión Europea. En esto Rusia ha insistido desde el principio. Se le puede llamar finlandización o como se quiera, recordando la doctrina Paasikivi-Kekkonen. Hasta ahora, y por diversas circunstancias, hay cinco países europeos con estatus de neutralidad: Austria, Finlandia, Irlanda, Suecia y Suiza. Suecia ha mostrado intenciones de abandonar dicho estatus y mientras se escribe este artículo, Finlandia ha oficializado su solicitud de ingreso a la OTAN, lo cual no hace sino lanzar más leña al fuego. Dicen los legalistas que Ucrania tiene derecho a decidir soberanamente si desea unirse a la OTAN. Esto, evidentemente, desagrada y preocupa a Rusia. ¿Se olvidan tales legalistas que la OTAN nunca ha adoptado la doctrina del no uso primario de armas atómicas, reservándose la prerrogativa de usar de forma primaria tales armas ante un ataque convencional masivo? Por lo anterior, en el pretendido estatus de neutralidad de Ucrania se ve difícil que Rusia pueda ceder. Por un momento reflexiónese en que si la situación de Rusia frente a lo que considera es la amenaza de Ucrania al ingresar a la OTAN la estuviera padeciendo Estados Unidos, su tolerancia sería mínima, tal como lo han prescrito las teorías de seguridad de Nicholas Spykman, Alexander Saversky y Samuel Cohen, entre otros, y como se demostró en la Crisis de los Misiles en Cuba (1962) y la Crisis de los Migs en Nicaragua (1984), máxime que ni Cuba ni Nicaragua pertenecieron jamás al Pacto de Varsovia.

 

d) El estatus de Crimea. Como cuestión de facto y no de iure, parece poco probable que Rusia vaya a restituir Crimea a Ucrania. En todo caso, podría explorarse la viabilidad de una administración compartida o el establecimiento de un corredor a perpetuidad sin soberanía por parte de Rusia, con exenciones aduaneras y facilidades mercantiles, así como el establecimiento de bases militares rusas. El modelo del Corredor Polaco o de la región peruana de Ilo respecto a Bolivia, podría servir, mutatis mutandis, como punto de partida para hallar una solución.

 

e) El asunto de los crímenes de guerra no va a facilitar las cosas. Hablar de crímenes de guerra, ¿no es esto un sinsentido? La guerra en sí misma es criminal, incluso cuando se le ve como último recurso para una situación perentoria o in extremis. Hay innumerables casos de filósofos que han tomado las armas por las causas más disímiles: desde los estoicos Perseo de Citio y Filónides de Tebas, que defendieron el Acrocorinto ante el sitio de la Liga Aquea, hasta Engels que combatió en Baden-Palatinado, en las escuadras de August Willich —quien lucharía más tarde en la guerra civil de Estados Unidos—, durante la Primavera de los Pueblos, por solo mencionar unos ejemplos. Esto nos lleva a plantearnos la cuestión de la guerra justa. Si hay una guerra justa —noción que se remonta a san Agustín y al Aquinatense y en la cual descollaron Hugo Grocio y las mejores mentes neoescolásticas de la Universidad de Salamanca— es una cuestión embrollada que no es fácil resolver, sobre todo si uno se sitúa desde un marco teórico iuspositivista. Cabe decir que el derecho a hacer la guerra o impedirla, se conoce respectivamente como jus ad bellum y jus contra bellum. Por su parte, el derecho internacional humanitario (DIH), o jus in bello, es el derecho que regula la forma en que se llevan a cabo las hostilidades. Siendo así, las expresiones “derecho internacional humanitario”, “derecho de los conflictos armados” y “derecho de la guerra” pueden considerarse como equivalentes, su finalidad es básicamente humanitaria, ya que procura limitar los sufrimientos causados por los conflictos armados, mas no evitar tales conflictos.

 

Si bien ha habido una plétora de filósofos que han reflexionado sobre el jus ad bellum y el jus contra bellum, Rousseau fue uno de los pioneros al hacerlo en torno al jus in bello, en su crítica a Grocio. En efecto, el autor del Emilio considera que siendo la guerra una relación entre Estados y no entre hombres, la enemistad entre individuos es únicamente accidental, de forma tal que se tiene derecho de destruir y matar a los enemigos en cuanto son representantes del Estado con el cual se está en guerra, pero una vez que tales individuos se rinden, ya no son vicarios de dicho Estado y por ende no se tiene ningún derecho sobre su vida. A esto se le conoce en el jus in bello como principio de humanidad, aspecto que fue retomado y desarrollado por el diplomático ruso, ¡vaya ironía¡, Fiódor Martens en 1899. Según Martens, las personas civiles y los combatientes quedan bajo la protección y el imperio de los principios del derecho de gentes derivados de los usos establecidos y de los dictados de la conciencia pública. A este principio se le denomina cláusula Martens y se encuentra en las disposiciones de los Convenios de Ginebra de 1949 y de su Protocolo Adicional, aplicándose en cualquier circunstancia bélica, sin importar si es una guerra justa o una situación de legítima defensa.

 

Saber si la cláusula Martens fue violada en los sucesos de Bucha y, en general, en el contexto de la guerra, es una cuestión que habrá que determinar, máxime que también hay acusaciones contra el tan polémico batallón Azov, el cual incluso ha reivindicado como héroe a Stepán Andríyovich Bandera, uno de los adalides del chovinismo ucraniano desde que el expresidente Víktor Yúshchenko lo nombró héroe de Ucrania. Bandera fue colaboracionista de los nazis y fue ejecutado por la KGB en 1959. Todo esto sin tomar en cuenta que Ucrania está apoyada por cerca de 30 000 mercenarios y las prerrogativas del derecho internacional no se extienden a ellos, tal como lo dispone la Convención Internacional contra el Reclutamiento, la Utilización y el Entrenamiento de Mercenarios, aprobada sin votación por la Asamblea General de la ONU el 4 de diciembre de 1989.

 

La acusación de crímenes de guerra no es fácil dejarse de lado. Pero debemos tener algo en cuenta, para juzgar tales crímenes se tienen básicamente dos vías —hay otras, pero más complicadas—: crear un tribunal especial por mandato del Consejo de Seguridad, tal como ocurrió en el caso de la ex Yugoslavia o de Ruanda, o bien, juzgar tales crímenes bajo la jurisdicción de la Corte Penal Internacional (CPI). Ambas vías no son promisorias: en el primer caso, Rusia puede vetar el procedimiento —por lo cual parece inviable el llamado del canciller ucraniano Dmytro Kuleba para que se proceda a una creación de un tribunal especial para juzgar crímenes de agresión contra Ucrania—; en el segundo, se debe tener presente que Rusia no es parte de la CPI y, paradójicamente, Ucrania tampoco, aunque en dos ocasiones previas aceptó su competencia mediante declaraciones de sometimiento. Ucrania debe cuidarse de no cometer fraude a la ley al hacer juicios por crímenes de guerra como el incoado contra el soldado ruso prisionero Vadim Shyshimarin, sobre todo si se tiene presente que el principio nullum crimen nullum poena sine praevia lege debe ser estrictamente observado en el ámbito de crímenes de guerra, quedando vedada todo tipo de analogía.

 

Hasta aquí, por el momento, los puntos que podrían ser considerados en cualquier proceso de negociación. Sea como fuere, toda negociación debe ser más fructífera que las negociaciones implementadas hasta ahora, pues acuerdos como los Protocolos de Minsk, resultado de los trabajos del Cuarteto de Normandía, por lo que se ve, no estaban sobre bases sólidas, las cuales se deterioraron hasta conducir al actual conflicto; pero de esto a considerar que el presidente ruso actúa a tontas y a locas, hay un mar de distancia. Por esto me quedé estupefacto cuando hace unos días me enteré de una conferencia del filósofo Artūrs Logins, cuyo título es “¿Hay algún sentido en el cual Putin puede ser racional?” Cabe preguntarse si tal cuestionamiento entimemático es en sí mismo racional, pues está en los linderos de una falacia. Para una persona perita en razones normativas y lógica erotética como lo es Logins, esto deja mucho que desear.

 

Regresemos a nuestro asunto para poder finalizar. Hasta ahora, Putin ha sido remiso en llamarle “guerra” a la guerra. ¿Se le llamará “paz” a la paz? Tal vez dependa de los cimientos sobre las cuales se asiente la misma. Si lo máximo que se logra es un modus vivendi o un statu quo ante bellum, poco importa el nombre que reciba, pues a lo sumo será un armisticio colgado con alfileres. Estamos, como en la obra del gran escritor de Yásnaia Poliana, ante la guerra y la paz.

 

Bibliografía

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  3. Duroselle, Jean Baptiste, Europa de 1815 hasta nuestros días, Labor, Barcelona, 1967.
  4. Earl, Alan, Breve historia de Rusia, Plaza & Janés, Barcelona, 1973.
  5. Pensado Moreno, Norma (coordinadora), “Rusia y su papel en el mundo”, en Revista Mexicana de Política Exterior, Núm. 115, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, enero-abril, 2019.
  6. Seara Vázquez, Modesto, Derecho Internacional Público, Porrúa, México, 2004.
  7. Zorgbibe, Charles, Historia de las relaciones internacionales. Del sistema de Yalta a nuestros días, Alianza Editorial, Madrid, 1997.

 

Notas
[1] Acervo Histórico Diplomático Mexicano, Relaciones mexicano-soviéticas 1917-1980, ed. cit., p. 14.
[2] Ibid., p. 21.
[3] Ibid., p. 85.
[4] Ibid., p. 86.
[5] Alexander Shchetinin, “Relaciones ruso-mexicanas: tradiciones, actualidad y perspectivas”, en Revista Mexicana de Política Exterior, ed. cit., p. 183.
[6] Dmitri Trenin, “La cambiante identidad de Rusia: en busca de un papel en el siglo XXI”, Ibid., p. 35.
[7] Charles Zorgbibe, Historia de las relaciones internacionales. Del sistema de Yalta a nuestros días, ed. cit., p. 29.
[8] Ibid., p. 676.
[9] Jean Baptiste Duroselle, Europa desde 1815 hasta nuestros días, ed. cit., pp. 29-30.
[10] Juan José Bremer, Tiempos de guerra y paz. Los pilares de la diplomacia: de Westfalia a San Francisco, ed. cit., pp. 91-96.
[11] Modesto Seara Vázquez, Derecho Internacional Público, ed. cit., pp. 152-153, 163.
[12] Juan José Bremer, Tiempos de guerra y paz. Los pilares de la diplomacia: de Westfalia a San Francisco, ed. cit., pp. 268-271.

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