Jean-Luc Nancy y nosotros

Resumen

Se esboza aquí una reflexión sobre la oportunidad y el desafío que representa para nosotros heredar una obra tan compleja y tan sutil, tan de su medio (centroeuropeo o “continental”) y tan extraña al nuestro (iberoamericano), y al mismo tiempo tan actual, tan pertinente (o tan “mundial”) como la de Jean-Luc Nancy.

Palabras clave: filosofía, sentido, significación, Occidente, Hispanoamérica, déshérence.

 

Abstract

A reflection is undertaken here on the opportunity and the challenge that it represents for us to inherit a work so complex and so subtle, so from its environment (Central European or “continental”) and so foreign to ours (Ibero-American), and at the same time so current, so pertinent (or so “mondial”) as that of Jean-Luc Nancy.

Keywords: philosophy, sense, signification, the West, Ibero-America, déshérence.

 

A poco más de un año ya de su partida seguimos recordando a Jean-Luc Nancy, a caballo todavía entre el duelo y el trabajo que nos queda por delante, ya no tanto de añoranza cuanto de gozo otra vez, de celebración de una vida y una obra que, gratuita e incomprensiblemente, nos han sido dadas (como todo lo demás: como la flor de Angelus Silesius que diría el propio Nancy), y de las que nosotros hemos sido o somos algo así como unos testigos, digamos que a la vez que privilegiados responsables, o invitados por lo menos a decir algo o a corresponder.

 

Interrumpido, brusca y dolorosamente, el trato con el amigo —que no responderá ya más a nuestros correos, no nos tendrá al tanto de sus trabajos, mandándonos a veces las primeras versiones de los mismos, ni podrá tomar parte tampoco en nuestros propios proyectos—, nos queda todavía el inmenso legado de su obra, que incluso adquiere ahora una nueva consistencia y que de entrada exige todo un trabajo de lectura, de interpretación, y desde luego también —e incluso especialmente— de discusión.

 

De discusión con ella, desde luego, y en torno a ella y a lo que con su ayuda o con su estímulo podemos a nuestra vez pensar —y provocar, o alentar a pensar— también nosotros pues, a fin de cuentas, el sentido de esa discusión, ¿no enseña el propio Nancy que somos nosotros?[1]

 

Recordaba, en septiembre pasado, en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro, en el curso de nuestro XI Simposio Internacional de Estudios Cruzados sobre la Modernidad muy justamente dedicado a homenajear a Nancy —y lo hacía con la ocasión que me daba la presentación del libro de Salvador Vega Valladares El sentido y lo humano (como ya había hecho, por lo demás, en el prólogo del mismo)—,[2] la pregunta, el reto o la reserva que Miguel García-Baró expresó, unos cuantos meses antes (durante la defensa de la tesis doctoral de la que precisamente salió ese libro): ¿Tendrá herederos la obra de Nancy?, ¿puede, una obra como la suya, tener una efectiva posteridad?

 

El reto estaba dirigido, desde luego, al entusiasmado o “imantado” sustentante de esa tesis ahora vuelta libro, quien ciertamente parecía asumir, en muy buena medida, más o menos preso de una suerte de inercia cultural por lo demás bastante comprensible y ampliamente compartida —y de los presupuestos formales y afectivos, desde luego, de una tesis de doctorado—, que se puede acudir a la obra de Nancy como se acude a un almacén —diría Unamuno—, o a una tienda de respuestas;[3] lo que es verdad que resulta francamente problemático.

 

El Dr. Pfersdorff se quejaba, hará de eso ya unos veinte años, de que, en Estrasburgo, de los psicoanalistas disponibles en la ciudad, y a los que había ido remitiendo a aquellos de entre sus pacientes que a su juicio requerían de ese tipo de apoyo, tan sólo había dos que los ayudaban a mejorar, mientras que con el resto más bien empeoraban. Y agregaba que, con los célebres filósofos de la Universidad de Estrasburgo, Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, tampoco se podía contar demasiado. —“Me recomendaron El intruso —me confió—, y lo leí, y la verdad es que no hallé nada en ese libro que realmente me pudiera servir en la práctica de mi profesión”.

 

El afable médico alsaciano era presa, él también, de esa fuerte inercia, o de ese quid pro quo cultural que desde luego puede apelar a Aristóteles, a Séneca o a santo Tomás, pero también a Descartes quien, en concordancia con aquello del árbol de la filosofía y sus frutos respectivos (AT IX-2, 14), le daba consejos de moral y de salud a la princesa Elisabeth, e incluso quiso atenderse él mismo de la dolencia aquella, en Estocolmo, de la que falleció. Kant no era ni un científico experimental ni mucho menos un fisiólogo, como Descartes, pero a propósito del escrupuloso cuidado que él tenía de su propia salud se cuentan anécdotas más o menos similares —y baconiano sí que era, a morir. Sartre da por su parte fe, por ejemplo, en su famosa conferencia El existencialismo es un humanismo, del rol de consejero espiritual que, en virtud de su condición de filósofo reconocido, aquel joven estudiante suyo, sin más, le atribuía.

 

Y no son ellos, desde luego, los únicos. En plena “pandemia” del coronavirus, todavía en su fase climática o de “confinamiento” Nancy abría el texto titulado “Lo útil y lo inútil”, por cierto, presentado “en” México (en la UNAM, en la clausura del Festival Aleph 2020), con la constatación siguiente: “Fenómeno interesante: me preguntan si la filosofía está bloqueada por el virus. Comprendo qué suscita esa pregunta: es la expectativa de una salida de crisis mediante el pensamiento. Lo que no tiene nada de nuevo, pero se vuelve divertido en una situación en la que es claramente un conjunto de medidas técnicas y prácticas lo que resolverá el problema”.[4]

 

A lo que agregaba que, aunque desde luego nos enseñe a tener respeto por la siempre inasible realidad —en especial la de las diversas dificultades que van surgiendo a lo largo de nuestras tan inciertas vidas: “la de las aporías de la muerte” sobre todo—, “la filosofía no ha sido nunca un arte de la sabiduría”.[5]

 

Y es cierto que hay ahí un muy importante écart, por decirlo con una palabra muy cara a Nancy —una separación, una distancia—, y una tensión, entonces, que no debemos perder de vista (y que en el asaz cientificista ambiente de los primeros dos años de “pandemia” estuvo empero prácticamente proscrita o perseguida).[6] Y sin embargo la filosofía no deja de definirse, desde Pitágoras al menos, y desde Sócrates con toda claridad, en relación con la sabiduría. No se es sabio, pero se busca el saber: el de verdad, que exige aventurarse más allá de la propia tradición. Jenófanes de Colofón lo dejó dicho estupendamente:

 

No enseñaron los dioses al mortal

Todas las cosas ya desde el principio;

Más si se dan en la búsqueda tiempo

Cosas mejores cada vez irán hallando.[7]

 

El filósofo descubre su ignorancia, es verdad, y le hace frente, y procura no perderla nunca de vista, pero no para instalarse en ella como en una suerte de certeza negativa sino para combatirla, para emprender una incesante búsqueda del saber —una “tarea infinita de la verdad”, como dirá Husserl—, en la que desde luego va hallando, y hasta va él mismo acumulando “cosas” o conocimientos que, con el tiempo y las generaciones, constituyen todo un acervo o tradición, algo más que bimilenarios —o varias tradiciones, si no, más o menos seculares—, de saber o de conocimiento.

 

Cuando, en nuestros tan atolondrados tiempos, nuestras instituciones científicas y educativas tienen la amabilidad de reconocer el oficio del filósofo, y hasta de concederle un espacio social, “curricular” o laboral, y promoverlo entonces o subvencionarlo, ¿reconocen algo más que ese saber acumulado ya sea milenaria, o secular, o siquiera añejamente?

 

Para la epistemología oficial la filosofía forma parte de las “humanidades (y ciencias de la conducta)”, y eso sólo puede referirse a la filosofía ya hecha, a la escrita, y “comentada”, y clasificada o recogida; a la que el trabajo filosófico va dejando tras de sí —como legado, justamente—, de un modo más o menos análogo a como el “para-sí” de Sartre va fijándose, o coagulando en “en-sí”: a la “erudición” de antaño, que ahora lleva el modernísimo nombre de “investigación”.

 

Y los “resultados” o “productos” del trabajo filosófico —su “recepción”, su ubicación, su “síntesis” y sus “comentarios”— tienen la más o menos enojosa costumbre de cuajar, o esclerosarse en formas doctrinarias o “escolares”, en “dogmas” de esos en los que, decía Unamuno, se instalan, descansan y hasta pontifican, más o menos bien apoltronados, un asaz nutrido número de espíritus perezosos y altaneros que de ese modo se eximen de sentir y de pensar.[8]

 

Muy especialmente exaltados o movilizados tras la Ilustración, las revoluciones y las contrarrevoluciones, en este último siglo algunos de esos “resultados” o “productos” han servido incluso, asimismo harto gravemente deformados —Nancy y Lacoue-Labarthe nos lo recuerdan oportunísimamente en El mito nazi—, precisamente para alimentar esa suerte de frenético rechazo de todo riesgo de pensar, y de apartarse de ese modo de la doxa dominante, o de la “verdad del rebaño”, que es la tan letal ideología. Y con ello apuntan a una enfermedad europea, u occidental, o “moderna” (id est westfaliana), que desde luego no atacó sólo a Alemania.

 

Hubo incontestablemente —leemos en El mito nazi—, y hay quizás todavía un problema alemán. Frente a ese problema, la ideología nazi ha sido un tipo de respuesta del todo determinada, políticamente determinada. Y no hay ninguna duda que la tradición alemana, y en particular la tradición del pensamiento alemán no es absolutamente extranjera a esta misma ideología. Pero eso no quiere decir que ella sea responsable, y, por ello, condenable en bloque. Entre una tradición de pensamiento y la ideología que viene, siempre abusivamente, a inscribirse en ella, hay un abismo. El nazismo no está más en Kant, en Fichte, en Hölderlin o en Nietzsche (todos ellos pensadores solicitados por el nazismo) —y ni siquiera, en última instancia, en el músico Wagner— de lo que el Gulag está en Hegel o en Marx. O el Terror, sencillamente, en Rousseau.[9]

 

La filosofía propiamente dicha es pues otra cosa que sus logros o sus resultados —bien o mal recogidos, o empleados—, y en cuanto tal filosofía es inasible para el poder, o para la “administración”, o la “gestión del conocimiento”; como lo es, en realidad, para cualquiera que no filosofe, o no busque la verdad. —¿La verdad? “¿Qué es la verdad?”, pregunta escéptico Pilatos. Y se va, dándole la espalda a la verdad.[10]

 

¿Qué se hereda pues, en general, de la filosofía (de cualquier vida y obra filosóficas)? ¿Y qué se hereda, o qué se puede heredar en el muy específico caso de Jean-Luc Nancy? A eso vamos, pero, de entrada, me gustaría recordar (acostumbraba a hacerlo en mis conversaciones con Nancy) el texto de uno de los nuestros. Un pasaje justamente de Unamuno, de su estupendo ensayo “Mi religión”, de noviembre de 1907, al que ya vengo haciendo alusión, y en el que, frente al satisfecho dogmatismo de esos peligrosos haraganes (de todo pelaje político o ideológico) que quieren ubicarlo y archivarlo, defiende su propia “posición crítica o escéptica”: “Escéptica, digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y filosófico, porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución a él”.[11]

 

Sócrates, Platón;[12] pregunta, respuesta; vida y obra filosóficas; ejemplo y legado.  Aunque el reto que Miguel García-Baró lanzó, en la ocasión recién rememorada (en plena “pandemia” todavía, en el espacio virtual de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo) no era para mí, y aunque, de entre los miembros del jurado, no era a mí a quien le tocaba defender al sustentante (que ya nos dijo algo en Querétaro, y que ya nos irá dando, o ampliando su propia respuesta),[13] sobre todo porque la muerte de Nancy era todavía reciente me sentí en la necesidad de adelantar yo mismo algo, en esa sesión académica formalmente pública (que si entiendo bien incluso se grabó), y lo que dije entonces fue que, lo mismo que a Unamuno o a Ortega —que como sabemos son especialmente apreciados por Miguel García-Baró— sería un error leerlos como se lee a Husserl, a santo Tomás o a Aristóteles, tampoco creía yo que a Nancy se lo debía leer de ese modo, y que lo de Nancy era, como lo de Unamuno o lo de Ortega, sobre todo justamente un explorar, mucho más que un ocupar, un construir o, peor aún, un atesorar.

 

Y es que la obra de Jean-Luc Nancy, lo dije ya hace un año en mi artículo de la revista Un Philosophe, es ante todo “Une pensé toujours en train de se (dé)faire”.[14] Algo así como una tela de Penélope que, si se teje ante la luz, se desteje, libre, ante la obscuridad, y está a la espera siempre de Ulises, o de no se sabe exactamente qué, o quién; que está a la espera siempre atenta, digamos, de un “evento”, o de muchos; o a la espera, como un niño, de una interminable, o infinita sorpresa. “Todo en el mundo es extraño y maravilloso —escribe Ortega (y esto bien sé yo que lo leyó Nancy)— para unas pupilas bien abiertas”.[15]

 

Si cuando llegué a Estrasburgo, a finales del pasado siglo, Unamuno era ya un viejo amigo mío (al que me consoló mucho leer en cierta ocasión, en una edición bilingüe de Sobre la soberbia que encontré en la estantería de la biblioteca de la USHS), a Ortega lo empecé a leer un par de años más tarde, en mi estudio de La Robertsau, en la edición de Alianza Editorial de sus Obras completas que la Biblioteca Nacional de Francia poseía en su sede estrasburguesa (y cuyos distintos volúmenes podía irlos ya encargando en línea para en seguida ir a recogerlos en bicicleta). Lo leí porque sentía en alma viva el deber, tan lejos de mi patria, de mi lengua y de mi propio mundo, de no ignorar a “los nuestros”. Y la verdad es que de entrada me resultó —al contrario que Unamuno— profundamente extraño, y que he tenido que leerlo varias veces, en diversas ocasiones, para empezar realmente a calar en lo que el señorito madrileño se proponía llevar a cabo, a fin de cuentas, en el terreno de “nuestra filosofía”.[16]

 

Siempre que he podido he procurado, especialmente a partir de aquellos años de exilio académico, equilibrar mi lectura de lo que se hace en Europa o “en América” con la lectura de lo nuestro, y mi reflexión sobre “Occidente” con la que es preciso hacer, al mismo tiempo, sobre nosotros mismos, sea que nos ubiquemos en las afueras o en los arrabales de esa tan pujante y orgullosa civilización, que nos excluye expresamente de casi toda reflexión que lleva a cabo sobre ella misma (obligándonos por lo pronto a hacer una filosofía del arrabal), sea que nos empecinemos vanamente en imitarlos y en subirnos a su (¿ya descarrilado?) tren.[17]

 

A Nancy me lo encontré, tanto en sus seminarios de la Universidad de Estrasburgo como en sus libros, en el corazón mismo de este ejercicio que les digo. Me lo encontré, me lo volví a encontrar, y me lo sigo encontrando, siempre con provecho. Antes de mis años de Estrasburgo su nombre no sonaba todavía en la UNAM, y mucho menos en Querétaro, pero en la biblioteca del IFAL pude ojear una mañana, junto con algunos de Marion, su libro L’expérience de la liberté, justo en el momento en el que completaba los trámites para mi partida.

 

Ya instalado en Estrasburgo, inscrito, alojado y listo para comenzar mis estudios de doctorado en aquella universidad (después de numerosas, no muy agradables peripecias), me fui a la estupenda librería Kléber a ver qué es lo que había de más reciente en la filosofía francesa, y con quién me las tendría que ver, sobre todo, en mis inminentes cursos. Me encontré, cosa rara, un libro firmado por dos de mis futuros profesores, cuyas dimensiones eran además las justas para que no me intimidara o me desanimara mi todavía incipiente dominio del francés. Fue todo un hallazgo, y me confortó muchísimo en aquel momento inicial, el de la primera luz después de tanto túnel, de aquella poco menos que temeraria aventura.

 

Y fue el inicio de muchas cosas: de mucha luz en mis investigaciones, de mis primeras publicaciones en una editorial de verdadero prestigio, y hasta mi plaza como profesor de tiempo completo en la Universidad Autónoma de Querétaro me la gané, me dijeron luego los colegas que nos evaluaron, especialmente al exponer el contenido de ese libro en la “clase piloto” que formaba parte del proceso de selección. Esto se lo conté hace tiempo a un colega español, un brillante estudioso del pensamiento judío reciente, y él me contó el curiosísimo caso de que él también, para ganar su plaza, en las oposiciones, había recurrido a una exposición de El mito nazi, al que por cierto había tenido acceso en mi propia traducción.

 

—“Vaya a los seminarios de Philippe Lacoue-Labarthe y a los de Jean-Luc Nancy”, me recomendó Jean Frère, mi erudito director de tesis, al iniciar mis estudios de doctorado en la Universidad de Estrasburgo. Y agregó, sonriente y paternal: —“Aunque no entienda nada”. Y efectivamente aquello no era, y no es fácil de entender.

 

El trabajo —o el combate, cuerpo a cuerpo— de esos “filósofos originales”, se sitúa en un plano en el que, al general equívoco que veíamos antes (el de confundir a la filosofía con lo que en su aventura ésta va encontrando, y se acumula en libros, escuelas, tradiciones e ideas), se le suma ese otro, archimoderno, que lleva precisamente a deformarla en ideología, y que tiene que ver ya no sólo con lo que la filosofía hace sino con lo que la filosofía es, o con lo que en el fondo busca.

 

Tras la Guerra de los Treinta Años y la Paz de Westfalia —esto lo vio muy bien, entre nosotros, el jesuita Carlos Valverde—, la filosofía se transformó en algo radicalmente distinto de lo que hasta entonces había sido. Si hasta Descartes, digamos, quien decía filosofar lo mismo para turcos que para cristianos, la filosofía estuvo atenta a lo universal (AT, V, 159), a partir de ahora estará muy especialmente marcada por lo particular.[18]

 

Al principio, y para decirlo de manera abrupta —leemos en El mito nazi—, hay esto: desde el derrumbamiento de la cristiandad, un espectro ha obsesionado a Europa, el espectro de la imitación. Lo que significa, para empezar, imitación de los antiguos. Se sabe qué papel ha desempeñado el modelo antiguo (Esparta, Atenas o Roma) en la fundación de los Estados-nación modernos, y en la construcción de su cultura.[19]

 

Nancy daba un seminario, multitudinario, sobre el problema de la libertad. La sala estaba plena de estudiantes de diversas partes del mundo y de distintos niveles de formación. Estábamos ahí los doctorandos, los estudiantes del DEA, que es una especie de maestría en investigación, y que es requisito para ingresar al doctorado, los que preparaban los concursos (CAPES, Agregación) de acceso a la docencia, y hasta de maîtrise o de los dos últimos años de la licenciatura en filosofía había estudiantes. Jean-Luc Nancy exponía de pie y a muy buen ritmo, serio, grave. —Y, como he contado ya en otra parte, todo mundo tomaba apuntes como desaforado.[20]

 

Lacoue-Labarthe daba (estamos hablando del año académico 1996-1997) un minucioso y erudito seminario en el que exploraba por ejemplo cómo el dios Baco iba siendo paulatinamente reemplazado, en la cultura alemana, por el des-romanizado (y hasta deshelenizado) Dionisos.

 

Se sabe —leemos ya en El mito nazi— que lo que los alemanes han descubierto, al alba del idealismo especulativo y de la filología romántica (en el último decenio del siglo XVIII, en Jena, entre Schlegel, Hölderlin, Hegel y Schelling), es que ha habido, en realidad, dos Grecias: una Grecia de la mesura y de la claridad, de la teoría y del arte (en el sentido propio de esos términos), de la “forma bella”, del rigor viril y heroico, de la ley, de la Ciudad, del día; y una Grecia oculta, nocturna, sombría (o demasiado deslumbrante), que es la Grecia arcaica y salvaje de los rituales unanimistas, de los sacrificios sangrientos y de la embriaguez colectiva, del culto de los muertos y de la Tierra-Madre —en pocas palabras, una Grecia mística, sobre la cual la primera se ha edificado con dificultad (“reprimiéndola”), pero que ha permanecido siempre sordamente presente hasta el hundimiento final, particularmente en la tragedia y en las religiones de misterios. Podemos seguir la pista de este desdoblamiento de “Grecia” en todo el pensamiento alemán desde, por ejemplo, el análisis hölderliniano de Sófocles o la Fenomenología del espíritu hasta Heidegger, pasando por el Mutterrecht de Bachofen, la Psiché de Rohde, o la oposición de lo apolíneo y lo dionisiaco que estructura El nacimiento de la tragedia.[21]

 

Y en la prolongación de esos análisis andábamos, precisamente, hasta que un día llegó Philippe Lacoue-Labarthe, sonriente, a su seminario quincenal, a decirnos que hasta ahí dejaba la exploración de ese preciso asunto pues a Manfred Frank se le había ocurrido ya, en la vecina Alemania, escribir sobre eso el libro que llevaba bajo el brazo. El fin de su seminario era pues, muy clara y muy expresamente —en nuestras universidades eso es prácticamente imposible—, la escritura de algo original.

 

Aunque lo seguíamos un muy buen número de estudiantes —entre quince y veinte, si no recuerdo mal—, su seminario no era de cualquier manera tan concurrido como el de Nancy. Casi todos éramos o doctorantes o estudiantes del DEA, lo que en principio parecía prestarse un poco más al intercambio, pero —hélas ¡— no era así, o apenas. Lacoue-Labarthe se refugiaba casi siempre tras el escritorio y, con voz suave y pausada, iba pasando sus hojas blancas, sueltas, mientras desgranaba lo que su auditorio tenía sobrado tiempo de anotar. Alguna vez me puse, qué remedio, a hacer como todos, y al repasar mis apuntes me di cuenta de que lo que decía era realmente muy interesante. Pero su seminario en cambio era, como tal “seminario”, de un tedio monumental. Una ferviente alumna suya, corsa, se ofendió mucho cuando se los señalé, y me habló de aquellos tiempos cuasi míticos en los que Nancy y Lacoue-Labarthe hacían su seminario juntos, y su fama se extendía por toda la ciudad. Yo de buen grado le creí, aunque con las debidas reservas, pues de sobra sabía lo que ella no, y Ortega encima me lo confirmaba: que en aquellas latitudes son muy buenos investigadores, pero que para el uso vivo y libre de la voz… “Para bailar el jarabe”, como dice la canción…

 

Es curioso, pero, desde el escenario del TNS (o Teatro Nacional de Estrasburgo), al que los estudiantes de su seminario habíamos acudido, en tropel, a un acto en el que él participaba, Philippe Lacoue-Labarthe declaró, respondiendo a una pregunta que le hicieron aquellas gentes de teatro, que si como pensador recurría tanto, y tan decididamente, al teatro, era porque en la universidad se aburría… profundamente.[22]

 

Un día, cuando Philippe Lacoue-Labarthe estaba, de pie esta vez, o en el clásico vaivén profesoral, y como quien se siente especialmente en lo suyo, examinando a Schelling, sucedió algo, digamos que del orden de eso con respecto a lo que ellos tanto teorizan: un événement, o un “evento”: la ocurrencia de algo insólito e inesperado.  —“¡Le cercle carré!”, se me salió. No me lo pude callar. Y ni siquiera lo dije con intención de que me oyeran. Pero, en fin, brotó, no lo pude evitar. Hubo un silencio de sorpresa grande, y en seguida recorrió mis espaldas un rumor como de reprobación. Philippe Lacoue-Labarthe me miró, y tras repetir más claramente aquello, en la versión schellinguiana, de esa especie de menguado “Dios de los filósofos” que necesita realizarse en la Historia, me siguió mirando como a la espera de mi aprobación, que no llegó. “Le cercle carré”, repetí (“el círculo cuadrado”), como invitándolo a que él mismo se diera cuenta. El rumor aquel se intensificó entonces, y el célebre profesor estrasburgués, visiblemente agitado, nos puso en guardia contra la falaz filosofía analítica, que a su juicio era una especie de anti-filosofía, legitimadora, o cómplice del imperial nuevo orden neoliberal. Yo para entonces ya tenía claro que estaba haciendo algo que ahí desde luego no se hacía, y me limité a decirle algo así como: —“No, yo no soy de esos. Vengo de América, sí, pero de la otra América”. Y a esto lo que replicó fue un cuasi mecánico: —“¡Bueno, pero entonces ustedes no tienen historia, y si la llegan a tener será, en todo caso, una repetición de la nuestra!” No dije más. Sonreí, apoyé la nuca en ambas manos, y estiré las piernas. El resto, a buen entendedor, se lo decía con la expresión de la frente y con la mirada.

 

¡Y la verdad es que entendió! Y por lo pronto rompí el hielo, y con mi intervención incluso se operó una especie de clinamen que hizo que por fin, esa veintena de quincenales tomadores de notas —y de desesperados fumadores, aislados, de la pause cigarrette— me dirigieran, y se dirigieran la palabra.

 

Hegel no tuvo quien le hiciera ver, siquiera con un gesto (cuando dictó, en 1830, el curso aquel que se recoge en su libro La Razón en la Historia), lo verdaderamente enorme que era aquello que decía. Philippe Lacoue-Labarthe, que como todo ser humano tenía su buena dosis de prejuicios, se lo tomó muy bien. Y desde entonces, si me veía en el campus, a lo lejos, me saludada con un gesto amistoso.

 

Desde México, en las siguientes vacaciones, le mandé una postal con algo nuestro significativo, no recuerdo ahora mismo qué, y con la frase aquella de Pascal: “¡Cuantos reinos nos ignoran!” —“Gracias, me dijo a la rentrée, o al regresar a clases, recibí la postal. No respondí porque no traía la dirección del remitente, pero me habría gustado hacerlo”. Y de hecho buscó la manera de resarcirse, en especial con aquel muy bien acentuado “como dijo él”, que procuró soltar en una comida a la que muy excepcionalmente nos convidó, en un restaurante de los de la rue de Rome, y en la que, sin gana alguna de competir con sus más fervientes o cercanos admiradores, yo ocupaba, atento en ese preciso momento a otra cosa, el otro extremo de la mesa. El gesto lo acogí, desde luego, lo mejor que pude, pero la verdad es que no sabía de qué estaban hablando.

Fue por entonces que le confié mi intención de traducir al español El mito nazi, y él por supuesto estuvo encantado. Luego, en septiembre del 98, en Cáceres, durante el I Congreso Iberoamericano de Filosofía (donde leí una ponencia titulada “Filosofía del arrabal”, ya en diálogo estrecho con Lacoue-Labarthe y con Nancy),[23] cuando me acerqué a saludar a Mauricio Beuchot y éste me presentó, creo que a Ramón Gabarrós, de Anthropos, aproveché para preguntarle si les podía mandar a ellos esa traducción, y él me dijo que sí, y cómo.

 

Si no recuerdo mal fue un año después cuando Esteban Mate me escribió para decirme que publicarían mi traducción, y para pedirme que a mi vez los contactara con Nancy, que entonces ya había superado lo del cáncer que lo mantuvo lejos de la universidad, pues querían publicar una versión española de L’impératif catégorique. Llamé a Lacoue-Labarthe para darle la noticia, y para pedirle que revisara conmigo mi traducción de El mito nazi. Él tenía a su vez entonces algo quebrantada la salud, y me pidió que eso lo viera con Nancy, a quien acudí pues con ambos asuntos.

 

Cuando Jean-Luc Nancy impartió su seminario sobre la deconstrucción del cristianismo —que fue el último, antes de su jubilación— ya tenía yo con él la relativa cercanía que da el haber estado trabajando juntos en la revisión de varios pasajes de mi traducción de El mito nazi (lo de Un pensamiento finito ahora mismo no recuerdo si fue antes, o durante ese seminario), y desde esa confianza le hice notar, cuando nos invitó a que interviniéramos libremente, lo difícil que era hacerlo en ese gran salón abarrotado de estudiantes (éramos el doble, ahora, o el triple de los del seminario precedente), y también de devoción.

 

Si no recuerdo mal yo fui el primero en tomarle la palabra y en intervenir, esta vez con su permiso, en su seminario. Pero, aunque él mismo estaba invitándonos a hacerlo… Una clase no la hace sólo el profesor, y el auditorio cuenta mucho más de lo que sospechamos. Esa tarde le escribí un correo largo comentándole, entre otras cosas sobre las que se detuvo expresamente en la siguiente sesión, el singular detalle de que, al levantar la mano, en su seminario, sentí cómo me la empujaban hacia abajo toneladas de fervor.

 

También le reproché, en otro momento (¿o fue de eso de lo que le hablé, ya en esa mi primera intervención?), el telos germánico y protestante de su programa, en el que echaba en falta la revisión de autores católicos. “Mis amigos me reprochan —me respondió, sonriendo—, que soy todavía demasiado católico”. Y me argumentó que, en cierto modo, Hegel representaba una especie de recatolización (o de puesta en carne, histórica, digamos) del protestantismo.

 

Hay que reconocerlo —escribió en 2005, en el primero de los dos libros en los que se prolongó ese seminario—: la Reforma y la Ilustración, con y a pesar de toda su nobleza y todo su vigor, se acostumbraron también a comportarse frente al pasado de Europa como los etnólogos de otros tiempos lo hacían frente a los “primitivos”. La refundición, hoy algo más que comenzada, de la etnología —o la declosión de su etnocentrismo— no pueden no valer también para la relación del Occidente para consigo mismo.[24]

 

Nancy rompió, en apariencia —o en el plano público, profesional y retórico—, con su pasado católico, para poderse dedicar de lleno —y en primera línea— a la filosofía “contemporánea”. Y eso en “Occidente”, y a fortiori en la “filosofía continental”, significa justamente ubicarse en la estela de Hegel y de Marx, como bien subraya, en su artículo de este mismo dossier, mi querido amigo, y compañero de aventura (y de aquellos seminarios de Lacoue-Labarthe y de Nancy), Lassaad Elouaer.[25]

 

Pero se puede decir —y en el homenaje que se le acaba de hacer a principios de octubre en la Universidad de Estrasburgo hubo quien se lo seguía reprochando—[26] que a su manera ha sido él quien ha reintroducido, en la tradición posthegeliana, postmarxista y postnietzscheana, no poco de catolicismo. Yo se lo llegué a decir: que en mi opinión él era algo así como un Heidegger de talante católico, y en más de una ocasión le resumí la tesis de Aranguren sobre las filosofías y los talantes.[27]

 

Como Unamuno en su momento, Ortega un poco más tarde —y a su manera, veíamos en Querétaro, Albert Camus—, Nancy ha sabido apropiarse del empuje de esa filosofía nórdica, y de su parte de razón contra esa “Substancia”, esa “Causa incausada” o ese “Ser Supremo” que, Marion también lo reconoce (y a su manera Joseph Ratzinger también), no dejan desde luego de tener su momento idolátrico.[28] El “Dios de los filósofos”, ya lo advertía Pascal, nos puede en cierto modo apartar del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Un nombre propio, nos recuerda Ratzinger en diálogo con Brunner, no es lo mismo que un concepto.[29]

 

A la relación que se forma entre un principio y sus consecuencia —escribe Nancy en La Déclosion—, o bien entre una condición y lo que ella condiciona, se opone la relación entre el creador y la creatura, respecto de la que hay que afirmar de entrada que rompe radicalmente con la precedente porque ella es una relación de identidad, de inherencia o de consecuencia (si A, entonces B, si alfa, entonces omega), mientras que la creación es una relación de alteridad y de contingencia (si “Dios”, entonces no hay ninguna razón para que él cree). La idea de creatio ex nihilo, en la medida en la que se la distinga bien de toda forma de producción o de fabricación, recubre esencialmente el doble motivo de una ausencia de necesidad y de la existencia de lo dado sin razón, sin fundamento ni principio de su don (un “don” para el cual ningún concepto de don, sin duda, puede revelarse apropiado). Ex nihilo, es decir: nada al principio, un nada de principio, nada más que lo que es, nada más que lo que crece (creo, cresco) sin principio de crecimiento, ni siquiera (o sobre todo no) el principio autónomo de una “naturaleza” (salvo si se reevalúa ese concepto a través de Spinoza).[30]

 

Lo mismo que a Unamuno, entonces, a Nancy no es fácil ubicarlo o etiquetarlo en lo que se refiere a su más profunda e íntima dimensión espiritual. Cuando lo entrevistaban en medios como Fance-Culture solían preguntarle si, como todo intelectual de esos “como Dios manda”, y en especial como todo gran filósofo “reconocido” era (reglamentariamente) ateo, y a eso él respondía con un rápido “sí, por supuesto que lo soy”, pero no tardaba mucho mostrar, al menos ante una escucha verdaderamente atenta, que esa declaración se prestaba de perlas para ser deconstruida.

 

En una ocasión, tras felicitarlo yo en las Pascuas de Resurrección (¿o fue en Navidad?), luego de felicitarme a su vez me preguntó si no me parecía que el significante “Dios” estaba sin remedio desgastado. Y recuerdo que con mi respuesta le envié un texto de José María Cabodevilla en el que él también señala esa dificultad, pero asume que no tenemos nada mejor que esa palabra, a su vez tan cargada de tanto, tanto, tanto.[31]

 

Y precisamente —y por eso es tan difícil comprenderlo, y ubicarlo o “escolarizarlo”, y no digamos ya “heredarlo”— para Nancy la civilización occidental padece del agotamiento de sus palabras esenciales, sus conceptos (sus “creencias”, diría Ortega), o sus posibilidades de significación o, mejor, de sentido: Dios, Historia, Hombre, Sujeto, el Sentido mismo…[32]

 

Pero ese Dios es por lo pronto (¿y solamente?) el Dios —adviértase en seguida— de una civilización, o de un proyecto histórico, o político, o teológico-político determinado; y esa Historia, ese Hombre, ese Sujeto son los sucedáneos de aquel Dios, y de una función de sentido que, en más de una forma, ha movilizado desde antaño —o desde la “interrupción del mito”, digamos— a la filosofía.

 

Sin duda —escribe Nancy en 1986, en El olvido de la filosofía—, nuestros más o menos veintiocho siglos de Occidente parecen estar escandidos por la repetición periódica de crisis durante las cuales una configuración de sentido se deshace, un orden filosófico, político, y espiritual se descompone, y en la desestabilización general de las certezas y de los puntos de referencia nos inquietamos por el sentido perdido, lo tratamos de encontrar, o tratamos de inventar uno nuevo. De ese modo hemos conocido —al menos— una crisis del mundo griego arcaico, una crisis del mundo griego clásico, una crisis del mundo romano, una crisis del mundo cristiano, y conocemos ahora (y es toda la historia del siglo XX) una crisis del mundo moderno.[33]

 

Y esa crisis del mundo moderno es, para Nancy, algo más que la crisis de la “gran fe” en la Razón, que en su momento preocupó a Husserl, y a Ortega;[34] y algo más, también, que esa crisis de los Grandes Relatos de la que tomó acta, medio siglo más tarde, su colega Jean-François Lyotard. La crisis del mundo “contemporáneo” es, para Nancy, la crisis del “final de la filosofía”, y del “final del sentido”.

 

No se trata ya solamente de una crisis, y ni siquiera de un fin de las “ideologías”. Se trata de una debacle general del sentido. El “sentido” debe entenderse aquí en todos los sentidos: sentido de la historia, sentido de la comunidad, sentido de los pueblos o de las naciones, sentido de la existencia, sentido de la trascendencia o la inmanencia que sea. Y hay más: no sólo se trata de unos contenidos de sentido, de unas significaciones —todas nuestras significaciones— que se encuentran invalidadas. Es en el lugar mismo de la formación, del nacimiento o de la donación del sentido que se abre un extraño agujero negro.[35]

 

La suyo no es, pues, como diría Mauricio Beuchot, una tarea avocada a la univocidad. ¿Qué sentido podría tener eso en una situación como la que él describe? La obra de Jean-Luc Nancy no está construida con el metódico escrúpulo de la precisión, la fijación, y la clasificación u ordenación de los conceptos, sino antes bien con la conciencia y la preocupación de su insuficiencia o de su agotamiento, y con la inquietud, entonces, de su renovación o, sobre todo, de su rebasamiento. Lo que de entrada hace que con él sean bastante más complicadas, más complejas, o más desafiantes las cosas.

 

Esto es algo de lo que se da cuenta pronto el lector atento de esos estupendos libros que, mientras está uno en ellos, se sostienen prodigiosamente, y piensan, desde luego, y hacen pensar. Pero que cuando los cierras y te preguntas por lo pensado ahí… Las más de las veces se te ha escurrido ya, como un puño de asaz escurridiza arena.

 

Sobre esto, sobre la dificultad de conservar, y acumular, y de construir incluso con lo que Nancy nos ofrece en sus asimismo asaz numerosos libros, El olvido de la filosofía nos da unas muy importantes, o muy útiles indicaciones. No estamos ya del todo en la estela del progreso aquel, anunciado por Jenófanes (ni en la de la sexta parte del Discurso del método, de Descartes, ni en la acumulativa “ciencia normal” de Thomas Kuhn), y eso es crucial. Al pensamiento, dice ahí Nancy, ni se lo administra ni se lo controla: se lo deja llegar, esencialmente gracias a la propia apertura:

 

La dimensión de lo abierto —leemos—, es pues aquella según la cual nada (nada esencial) es adquirido ni depositado, y según la cual todo lo que es esencial adviene. Es pues también esa dimensión según la cual el pensamiento no tiene nada —ni cosas, ni ideas, ni palabras— que esté simplemente a la disposición de su (supuesto) dominio. Y es también, en consecuencia, la dimensión según la cual el “sentido” está muy lejos de ser idéntico a la “significación”. Pues la significación, es el sentido fijado —mientras que el sentido no reside acaso sino en la venida de una significación posible. Es por lo menos en esta dirección —concluye— que hay que tratar de pensar.[36]

 

Bastante más que un autorizadísimo “almacén” o fuente de consulta, entonces —o más que un “paradigma”, o la base, o la reserva de una “escuela”—, la obra de Nancy es, como los diálogos platónicos (insisto en ello, y con su aval), una constante, y multiforme, y viva incitación a pensar, a estar abierto uno mismo, o a abrirse a lo que adviene en el difícil, y exigente y muchas veces duro —o jubiloso— acto de pensar.

 

Es curioso, pero, a los filósofos, se los tiende a idolatrar. Incluso a Unamuno se lo idolatraba, según el testimonio de Eduardo Nicol, y de sus críticos tradicionalistas.[37] Y a Ortega ni se diga, aunque en su caso es algo que él mismo, y su poderosa “familia”, evidentemente cultivaron.[38] Y el caso es que, mientras más obscuro y confuso… Nancy y Lacoue-Labarthe eran personas agradables y sencillas, y unos pensadores pertinentes y profundos, a la vez que humanos y falibles, a los que conviene deslindar de todo ese halo, o ese séquito de adulación, o de admiración excesiva que ciertamente estorba un poco, o un mucho a su seria y rigurosa, y fecunda recepción.

 

Admirables sin lugar a duda, y tan arduos y complejos como pertinentes, no dejan por ello de ser discutibles. Y discutir, trabajar en serio con un pensamiento distinto del propio —establecer, cabe decir con el propio Nancy, esa “buena distancia en la relación”—,[39] es la mejor manera de relacionarse con cualquier autor, clásico o contemporáneo —y del centro o de los arrabales—, y es la mejor manera de hacerle justicia, y de honrarlo o de homenajearlo.

 

Alain Badiou lo practicó muy bien, por ejemplo, en su contribución al homenaje que se le hizo a Nancy, en 2002, en el seno del Collège International de Philosophie, y que se recogió en el libro colectivo Sens en tous sens, coordinado por Francis Guibal y Jean-Clet Martin. Se queja ahí, recuerdo ahora, de ese estilo suyo, muchas veces enigmático, y harto más afirmativo que argumentativo, a la vez que subraya toda la simpatía que inspira como pensador y como persona.[40]

 

Y a Jean-Luc Nancy, naturalmente, no le asustaba la crítica. Conté ya, en nuestro simposio de homenaje,[41] y lo vuelvo a contar aquí, porque es un buen ejemplo de esto mismo que les digo, que en Anthropos, al darse cuenta de que en mi prefacio a Un pensamiento finito había, en un plano distinto del de la mera presentación formal del libro y del autor, una clara dimensión de pensamiento propio, y aun de crítica, le preguntaron a Nancy si eso no lo contrariaba o lo incomodaba, y su respuesta fue que, puesto que ese texto lo firmaba yo…

 

Michel Surya publicó, el año pasado, en apéndice a su libro À plus forte raison: Maurice Blanchot, 1940-1944, un par de cartas de Nancy. En la primera de ellas, fechada en Estrasburgo el 29 de octubre de 2019, leemos, en confirmación o en actualización de lo citado un poco más arriba, que para Nancy “el mantenimiento de la palabra ‘sentido’ como distinta de ‘significación’ ha correspondido a una toma de distancia —importante— en relación a Blanchot”,[42] y que eso debe ser tomado en cuenta, por lo pronto, para ubicarse en la famosa discusión que tuvo con él a propósito de la “comunidad”.

 

En la segunda carta, fechada el 9 de enero de 2020, Nancy hace referencia a un texto entonces todavía inédito de Leslie Hill, sobre la “fragilidad del pensamiento”,[43] en el que éste señala una flagrante contradicción de Nancy, a propósito de Blachot y el mito, entre La communauté desoeuvrée (1986) y La communautée désavouée (2014). Nancy reconoce que la contradicción existe, y es flagrante, y da sencillamente las gracias a quien se la ha señalado.

 

Releyendo esas pocas líneas ubicadas por la vigilancia de Leslie Hill, percibo ahí en efecto —escribe— dos motivaciones contradictorias: por un lado me siento obligado a mencionar el libro de Blanchot, por el otro no sé realmente qué decir. Me apresuro pues a interpretar lo “inconfesable” como un simple mutismo o como un silencio del mito, lo que no puede apoyarse en nada, ni en el texto de Blanchot, ni en el concepto mismo de lo “inconfesable”. Pero no me queda otro remedio —agrega— pues no he entendido nada de lo que Blanchot quería decir. Tampoco sé cómo afrontar su libro, en el que sin embargo sentí que él apelaba a una confrontación. Me desvío. No es glorioso, lo confieso (si es cosa de confesar).[44]

 

El que explora, libre, en lo más espeso del bosque, corre efectivamente este tipo de riesgos (en especial si es un todavía joven autor al que, sorpresivamente, le sale al paso, como un lobo, un viejo autor consagrado con evidentes, aunque obscuros ánimos de discutir).[45] Y es importante, a la hora de abordar, y analizar, o estudiar, y a la hora sobre todo de “heredar” o prolongar la obra de este que sin duda es un gran autor y un gran pensador, que no lo perdamos de vista. “Por otro lado —agrega—, yo no sé todavía, en efecto, lo que quiere decir “la interrupción del mito”, cuya fórmula se me impuso y ha sido citada luego más de una vez sin ser aclarara. Quizás la intervención tan precisa de Leslie Hill va a permitirme progresar: atentos, si se puede…”.[46]

 

François Warin —si no me engaño el mismo François Warin que le dio a leer a Heidegger, y a quien Nancy estuvo molestando algún tiempo, en su juventud estudiosa, con parodias de Heidegger—,[47] el autor del muy interesante estudio Le christianisme en héritage, al que Nancy responde con su ensayo Déshérence, presenta así, a la entrada del No. 11 de los “Carnets” de Éditions de La Phocide, en el que aparecen juntos ambos textos, su discusión:

 

En el segundo texto, el autor de La Declosión y de La Adoración, liberado de todo afecto de apego, desligado de toda duración y de toda continuidad, examina y explora la noción de herencia para recordarnos, a la manera de los místicos, la primacía del acto, tanto el de la gracia como el de la existencia.

A través de herencia, entender desherencia, dice. No puedes dejar ignorar, responde el otro, lo que trasciendes: lo religioso en cuyo seno has sido concebido, y contra el cual te rebelas. Y el primero responde: no creo que yo me rebele, lo recibo así, desheredado, eso es todo…

Y su diálogo continúa, sin fin.[48]

 

Se trata, en este caso, de heredar el cristianismo, que es algo más profundo, más amplio, más alto y más complejo aún que la filosofía. Aunque la filosofía, en nuestra civilización, y eso es algo que Nancy ha contribuido mucho a que no se lo soslaye, se encuentra siempre en un estrecho vínculo —o en un estrecho “no-vínculo”— con el cristianismo. Y en todo caso hay, entre ambas dimensiones de lo humano —y de lo más que humano—, una clara analogía.

 

El diálogo al que lo invita Warin lleva entonces a Nancy a reflexionar sobre la herencia en cuanto tal, o en general, y sobre la harto menos controversial que paradójica herencia cristiana de Occidente.

 

¿Ha habido nunca —pregunta Nancy— algo como eso que llamamos “herencia”? Es decir, ¿hay una transmisión —del género de propiedad que sea, material o espiritual— que transmita verdaderamente la propiedad en cuestión (el carácter, la posesión, el habitus, la cultura)? Sabemos muchas cosas sobre las transmisiones tanto filogenéticas como ontogenéticas, sobre las heredades individuales y colectivas, sobre las secuencias, los parentescos, evoluciones. Pero en verdad nada sabemos sobre lo que pasa o más bien sobre lo que se transmite en el pasaje, sobre el advenimiento de lo nuevo, de lo otro, de lo diferente. Y no sabemos nada porque no es un objeto de saber.[49]

 

Occidente, concede Nancy, es heredero del cristianismo. Pero subraya también el harto problemático hecho de que, de su seno, haya surgido esta civilización —o esta barbarie— tecno-jurídico-mercantil, que se extiende ahora mismo (como una grandísima plaga, erosionadora de toda “forma mundo del mundo”), por todo el planeta.[50] Y, sin embargo, advierte:

 

Un cristiano no se dirá “heredero del cristianismo” pues no se trata para él de un carácter o de una propiedad recibida de sus ancestros. Un cristiano se hace cristiano a cada instante mediante lo que él llama la gracia del Cristo. Se hace, o deja de serlo, pero nunca en virtud de transmisión alguna. Lo que quiere decir “la gracia del Cristo” no es tampoco algo de lo que se puedan presentar la naturaleza y las propiedades. Es al contrario una manera de nombrar lo imprescriptible, lo imprevisible y lo inexpresable de eso que no es del orden de ninguna especie de “presencia”, de “sentido”, de “destinación” (o si se quiere de “divinidad”, de “ciencia”, de “esencia”).[51]

 

Y en seguida el deconstructor del cristianismo destaca la prodigiosa capacidad de transformación que tiene éste, al que no lo puede aprisionar ninguna forma, ninguna especie de realización, o cumplimiento suyos. Y se pregunta, en consecuencia, a qué se debe eso.

 

“No es ni un “posible” ni un patrimonio disponible para herederos. Es un acto: el acto de la interrupción de todas las transmisiones. Es cierto —dice—, el cristianismo no ha dejado de producir formidables cadenas de transmisión, de confirmación y de revisión simultáneas de eso que él mismo llamaba el kerygma, es decir el “anuncio”, o la “proclamación”.”[52]

 

Pero subraya que el kerigma —el anuncio, o la proclamación— lo que sobre todo implica es la interrupción de toda transmisión, y de toda herencia de esas que lo determinan a uno, o lo encierran.

 

No se hereda un anuncio. Se pueden heredar los contenidos determinados que se le atribuyen —y que, para ser atribuidos, deben neutralizar de alguna forma al anuncio en cuanto tal. Se pueden heredar representaciones, relatos, mitos, conceptos, ritos y devociones. Se recibe un anuncio, se lo oye, se lo escucha y esa escucha es menos la apropiación de una verdad que el eco del anuncio mismo, su resonancia en lo que podemos llamar una “adoración” (un anuncio que responde al anuncio y a su imprescriptibilidad).[53]

 

Análogamente, entonces, a propósito de la filosofía, y de la obra misma de Nancy, digamos tan sólo, para concluir, que lo que se transmite es menos importante que lo que no se puede transmitir, y que sin embargo está ahí —o aquí—, y ocurre cada vez que de verdad hay pensamiento.

 

Bibliografía

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  28. _____________, La Communauté désavouée, Galilée, París, 2014.
  29. _____________, Journal des Phéniciennes, Paris, Christian Bourgois, 2015.
  30. _____________, Un trop humain virus, Bayard, París, 2020.
  31. Nancy, Jean-Luc y Juan Carlos Moreno Romo, Occidentes del Sentido / Sentidos de Occidente, Anthropos, Barcelona, 2019.
  32. Nicol, Eduardo, El problema de la filosofía hispánica, Tecnos, Madrid, 1961.
  33. Ortega y Gasset, José, Obras completas V, edición de Paulino Garagorri, Alianza Editorial / Revista de Occidente, Madrid, 1983.
  34. Ratzinger, Joseph, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca, 2020.
  35. ______________, La rebelión de las masas (1930), Orbis, Barcelona, 1983.
  36. Surya, Michel, À plus forte raison. Maurice Blanchot, 1940-1944. Suivi de deux lettres de -jean-Luc Nancy, Hermann, París, 2021.
  37. Unamuno, Miguel de, Obras completas III, Afrodisio Aguado, Madrid, 1950.
  38. Vega, Salvador, El sentido y lo humano. Un estudio sobre lo humano a través de la noción de sentido en Jean-Luc Nancy, prólogo de Juan Carlos Moreno Romo, Universidad Marista Valladolid, Morelia, 2022.
  39. Valverde, Carlos, Génesis, estructura y crisis de la Modernidad, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1996.
  40. Warin, François y Jean-Luc Nancy, Le christianisme en héritage / Déshérence, Éditions de la Phocide, Strasbourg, 2011.

 

Notas
[1] El dossier en el que este trabajo se inscribe es ya una buena muestra, creo, de lo que debemos, y desde luego podemos hacer. O también, por señalar un texto que por obvias razones viene a mi memoria, esa interesante conferencia que Antonio Marino dictó en Acatlán, y que me permitió luego publicar: “La deconstrucción del cristianismo y el problema teológico-político: primera aproximación para un diálogo con Jean-Luc Nancy”, en Juan Carlos Moreno Romo (Coord.), Modernidad, postmodernidad, hipermodernidad…, ed. cit., pp. 251-267. Y están pendientes desde luego las memorias de nuestro V Simposio Internacional de Estudios Cruzados sobre la Modernidad, de 2013: “Jean-Luc Nancy, de Un pensamiento finito a La adoración”, que incluyen una conferencia suya y el debate que suscitó.
[2] Cfr. Salvador Vega, El sentido y lo humano. Un estudio sobre lo humano a través de la noción de sentido en Jean-Luc Nancy, ed. cit.
[3] Cfr. Miguel de Unamuno, Obras completas III, ed. cit., p. 824.
[4] Cfr. Jean-Luc Nancy, Un trop humain virus, ed. cit., p. 67.
[5] Ibidem. Y véase también mi muy temprano comentario en “Los filósofos y la pandemia”, disponible en línea (https://cisav.mx/2020/06/05/los-filosofos-y-la-pandemia/?fbclid=IwAR2OHCnlCLMjymVjx0B3_ON8EmmsR8V_YiiLeipNd6PsgIQZ_cb46IEJxPk) y en proceso de ser publicado como parte de un libro que todavía no sé si llevará por título El espectro de un virus o Deconstrucción de la crisis sanitaria.
[6] Cfr. Juan Carlos Moreno Romo, “Esa Ciencia que dicen, y redicen que nos salvará”, en Op. cit., pp. 194-210.
[7] Cfr. Juan David García Bacca (compilador), Los presocráticos, ed. cit., p. 24.
[8] Cfr. Miguel de Unamuno, Op. cit., p. 819.
[9] Cfr. Philippe Lacue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, El mito nazi, ed. cit., p. 24.
[10] Cfr. Jn 18, 38
[11] Cfr. Miguel de Unamuno, Idem.
[12] Simplifico, lo sé. Pero en este caso no hago más que citar a una determinada tradición de intérpretes de la filosofía clásica griega. El Popper de La sociedad abierta y sus enemigos, por ejemplo; o Alfredo Troncoso: el de mis primeros cursos, en la UNAM, de filosofía antigua. Traduzco, para no ser injusto con el divino Platón: mayéutica, teoría de las ideas.
[13] https://www.youtube.com/watch?v=1uOB62qyEoM
[14] https://unphilosophe.com/2021/10/26/hommage-a-jean-luc-nancy-une-pensee-toujours-en-train-de-se-defaire-11/
[15] Cfr. José Ortega Y Gasset, La rebelion de las masas (1930), ed. cit., p. 40.
[16] Sobre esto habrá que ver mi libro Ortega y la filosofía del arrabal que, abruptamente extinta la editorial Anthropos, peregrina, el pobre, ahora mismo, en busca de una nueva casa editorial (o que, mejor dicho, está a la puerta de una en específico, a la espera de su sí).
[17] Cfr. Jean-Luc Nancy y Juan Carlos Moreno Romo, Occidentes del Sentido / Sentidos de Occidente, ed. cit., pp. 11-55: “Occidente y nosotros (prólogo)”.
[18] Cfr. Carlos Valverde, Génesis, estructura y crisis de la Modernidad, ed., cit., p. 133. Gustavo Leyva estructura explícitamente en base a ello su libro La filosofía en México en el siglo XX, ed. cit., (que en realidad trata de todo el periodo de vida westfaliana o “independiente” de nuestro país).
[19] Cfr. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, El mito nazi, ed. cit., p. 30.
[20] Cfr. Jean-Luc Nancy, Un pensamiento finito, ed. cit., pp. VII y ss.
[21] Cfr. Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, El mito nazi, ed. cit., p. 33.
[22] Cfr. Jean-Lun Nacy, Journal des Phéniciennes, ed. cit.
[23] El germen de mi libro Filosofía del arrabal, ed. cit.
[24] Cfr. Jean-Luc Nancy, La Déclosion (Déconstruction du christianisme, 1), ed. cit. p. 19.
[25] Cfr. Lassaad Elouaer, “Dos orígenes del pensamiento de Jean-Luc Nancy: Marx y Hegel”, en este mismo número de Reflexiones Marginales.
[26] Bernard Baas, a quien Gérard Bensussan replicó… Pero ojalá pronto podamos disponer de esas memorias. Me dicen que el año próximo, en un número especial de Les Cahiers de Philosophie de Strasbourg. https://philo.unistra.fr/actualites-agenda/agenda/evenement/?tx_ttnews[tt_news]=24124&cHash=53eb26c6282eab54762a5794db87c00c&fbclid=IwAR1MMPyDC0S-tXqwwlIIuyOzu7epsO2HSmcurFVSOlGZQC0HE1vKqpo0gtE
[27] Cfr. José Luis L. Aranguren, Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, ed. cit.
[28] Cfr. Jean-Luc Marion, Dieu sans l’être, ed. cit.
[29] Cfr. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo,ed. cit. Y también, en Philippe Capelle-Dumont (éd.), Dieu en tant que Dieu. La question philosophique, ed. cit., el diálogo que Nancy y Marion mantienen a este respecto.
[30] Cfr. Jean-Luc Nancy, La Déclosion, ed. cit., p. 39.
[31] Cfr. José María Cabodevilla, Orar con las cosas, ed. cit., p. 41; y también mi libro Hambre de Dios, ed. cit., p. 68, n. 31.
[32] Cfr. Jean-Luc Nancy, Une pensé finie, Galilée, ed. cit., p. 13 / Un pensamiento finito, ed. cit., p. 3.
[33] Cfr. L’oublie de la philosophie, Galilée, ed. cit., pp. 15-16.
[34] Véanse por ejemplo En torno a Galileo (1933) y “Apuntes sobre el pensamiento, su teúrgia y su demiurgia” (1940), en el tomo V de sus Obras completas, ed. cit.
[35] Cfr. Jean-Luc Nancy, Une pensé finie, ed. cit., p. 10, n. / Un pensamiento finito, ed. cit., p. 1, n.
[36] Cfr. Jean-Luc Nancy, L’oublie de la philosophie, ed. cit., p. 14.
[37] Cfr. Eduardo Nicol, El problema de la filosofía hispánica, ed., cit. Se lo idolatraba, y se esperaba de él que fuera todo un faro en los tiempos difíciles.
[38] En Ortega y la filosofía del arrabal ahondamos en ello.
[39] Cfr. Jean-Luc Nancy y Juan Carlos Moreno Romo, Occidentes del Sentido / Sentidos de Occidente, ed. cit., p. 79.
[40] Cfr. Alain Badiou, “L’offrande reserve”, en Francis Guibal y Jean-Clet Martin (Dirs.), Sens en tous sens: autor des travaux de Jean-Luc Nancy, ed. cit., pp. 13-24.
[41] https://www.facebook.com/ffiuaq/videos/853310225837058
[42] Cfr. Michel Surya, À plus forte raison. Maurice Blanchot, 1940-1944. Suivi de deux lettres de -jean-Luc Nancy, ed. cit., p. 57.
[43] Cfr. Op. cit., p. 65
[44] Cfr. Op. cit., pp. 66-67.
[45] Cfr. Jean-Luc Nancy, La Communauté désavouée, ed. cit., p. 19.
[46] Cfr. Michel Surya, Op. cit., p. 69.
[47] Cfr. Dominique Janicaud, Heidegger en France. II. Entretiens, ed. cit., p. 245.
[48] Cfr. François Warin y Jean-Luc Nancy, Le christianisme en héritage / Déshérence, ed. cit., p. 8.
[49] Cfr. Ibidem, p. 103.
[50] Cfr. Ibidem, p. 105. Y también Jean-Luc Nancy, La création du monde ou la mondialisation, ed. cit.
[51] Cfr. François Warin y Jean-Luc Nancy, op. cit., p. 106.
[52] Cfr. Ibidem, p. 107.
[53] Cfr. Ibidem, pp. 107-108.

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