El abandono

Fotografía de las exequias de Nancy

Trad. Juan Carlos Moreno Romo

A Jean-Luc,

donde quiera que estés.

 

Si el abandono es apertura, como dice Jean-Luc Nancy, y yo tengo presente, a pesar de su deceso, su abandono, pues el texto[1] está todavía presente y, a través suyo, su autor: presencia del abandono, presencia de la ausencia; pero entonces, si el abandono es apertura, es pues una forma de desgarramiento. Esta apertura infinita, o sobre el infinito es ausencia, una ausencia desgarradora, una pérdida de sentido. En esta apertura de un infinito, el sentido desaparece ante la multiplicidad, la infinidad de las interpretaciones del ser. Es un desgarramiento entre presencia y ausencia, entre recuerdo y vida cotidiana. Ese desgarramiento no tiene sentido, queda abierto, en la imposible reconciliación de lo divino y de lo humano, en lo infinito del abandono. Es una pérdida que pone al que sufre, o a la que sufre este abandono en una localidad sin lugar. Él está ahí, abandonado, o ella, en un lugar indecible. Es ese abandono que él o ella tienen que superar. Es por ese abandono, si no es en su seno, que el uno o el otro deben seguir siendo, ahí, o más bien, aquí mismo. Aquí, sin lugar. Ser abandonado es ser arrojado al mundo sin destinación, sin lugar. La orientación queda pendiente de ser encontrada, el camino queda pendiente de ser recorrido, si no es que, de ser hecho, de ser abierto en el espeso bosque que nos rodea. El abandono nos deja des-orientados, nos entrega a nosotros mismos.

 

El olvido puede entonces devenir deseable. Pues el olvido del ser se abre sobre un posible olvido del abandono mismo. Olvidar el abandono no es sin embargo una panacea. Olvidar el abandono, es haber olvidado el ser. Es ser el olvido mismo. Es un vacío, un abismo sin fondo. A este olvido, hay empero una resistencia, la de la afirmación del yo del ser: yo soy o él es: el ser. Esta afirmación no es un nosotros, pero es necesaria a la expresión del nosotros. Nosotros, colección de yoes, somos abandonados por el que desaparece, o se va. Pero este abandono reenvía al aquí del hombre, es un imperativo categórico: es el yo que es abandonado y afirma un yo soy, yo estoy todavía ahí, o más bien, aquí. Afirmación de una localidad que es un yo, de un ser que está aquí mismo abandonado, frente al abismo. Abismado, se puede decir, en su contemplación. El ser abandonado está en una localización, un “hay” que no es ni localidad, ni lugar. Este “hay” está en un lugar, un lugar indecible, el del ser abandonado. Hay ese abismo, ese vacío.

 

El abandono es sin retorno, sin recurso, lo mismo que el amor. Esta proximidad puede sentirse en la fe. El amor del ser así sea supremo, es un abandono de sí en él. Entre el abandono que el ser que nos deja hace pesar sobre nosotros y el abandono que nosotros consentimos al amar no media el espesor de una hoja de papel: es una cuasi-identidad. No hay más que la postura que sea diferente: sufrida de un lado, ofrecida del otro. Cerradura imposible de un lado, apertura imposible del otro. El amor es como un abandono deseado que viene a alejarnos de nosotros mismos, mientras que el abandono del otro nos aleja de él y cierra el ser sobre él mismo. E incluso abandonado por el ser, queda algo por amar. El ser partió, pero queda aún su recuerdo, el eco, la impresión. Él está impreso en nosotros, como esa tinta a la que la prensa permite impregnar el papel. Hay un trazo y es ese trazo el que se trata de sentir, de cuidar, de preservar, de transmitir.

 

Notas
[1]Publicado en 1981 en la revista Argiles, luego, en 1983, en Flammarion.

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