Olivier Messiaen: El color del tiempo

Olivier Messiaen, fragmento de la partitura Cantéyodjayâ

 

Resumen

En las primeras décadas del siglo XX la reflexión del ritmo constituye un significado muy importante para la música moderna y participa en la construcción de teorías y conceptos que piensan la idea del sonido como fenómeno acústico. Se trata de una exploración a conciencia de la materia sonora, de la búsqueda de nuevos códigos, de entablar una relación más próxima con el mundo, tal y como se muestra en la obra de Olivier Messiaen. Su música permite establecer un nexo entre la percepción de diferentes paisajes y la cuestión ontológica de un universo musical en el que la materia sonora deviene un modo de organización y una puesta en común de lo inaudible.

Palabras clave: música, sonido, naturaleza, ritmo, tiempo, color.

 

Abstract

In the first decades of the 20th century, the reflection of rhythm constitutes a very important meaning for modern music and participates in the construction of theories and concepts that consider the idea of ​​sound as an acoustic phenomenon. It is about a conscious exploration of sound matter, the search for new codes, to establish a closer relationship with the world, as shown in the work of Olivier Messiaen. His music makes it possible to establish a link between the perception of different landscapes and the ontological question of a musical universe in which sound matter becomes a mode of organization and a sharing of the inaudible.

Keywords: music, sound, nature, rhythm, time, color.

 

Sonidos en estado de codificación

 

La idea de una música cósmica, la incidencia de un sonido que amplifica los elementos primordiales, las fuerzas y las intensidades del Universo, establece una correlación entre los fenómenos acústicos y la importancia de la escucha como acceso a mundos desconocidos.

 

Diferentes y enigmáticos flujos vibratorios, sonidos variables, duraciones y ritmos sugieren una fuerza evocadora de diversos paisajes melódicos. Escuchar la vibración del aire, los árboles mecidos por el viento, el desgajarse de una rama, el retumbar de un trueno o el canto de los pájaros producen una serie de envolventes sonoridades que invitan a pensar la música de otro modo.

 

Muchos compositores y filósofos han tomado consciencia de esta situación desde hace mucho tiempo, por ejemplo, F.W. J. Schelling, quien en su Filosofía del arte definía la música como “[…] el ritmo arquetípico de la naturaleza y del universo mismo que irrumpe mediante este arte en el mundo de la imagen”.[1] No por otra cosa John Cage decía que el ritmo era el modo en que sucede algo inesperado, irrelevante.[2] Pues una medida supone lo periódico y lo repetitivo, pero el ritmo es lo Desigual —apuntan Gilles Deleuze y Félix Guattari— lo que siempre está en estado de codificación.[3]

 

Esta reflexión acerca del ritmo llega a constituir un significado muy importante para la música moderna y participa en la construcción de teorías, conceptos y modos de sensibilidad que piensan la idea del sonido como fenómeno acústico, como maneras de habitar el espacio y el tiempo, como otras formas de apreciación sonora.

 

En las primeras décadas del siglo XX, la música pone en vigor la repetición, la variación, la integración del ruido, la aceptación del no sentido, la disolución de la identidad y la armonía. Este gesto que ya se anunciaba en los comienzos de la música barroca, principalmente con Claudio Monteverdi, y que tendrá su culminación en el expresionismo atonal de Arnold Schoenberg y en el minimalismo de Anton Webern. En él se expone esa fuerza dramática y ese espacio teatral heredado del Barroco que rebasa el debate sobre el predominio de la polifonía y la homofonía, invirtiendo la relación entre palabra y música que prevalecía en el Renacimiento.[4] Con razón considera Eugenio Trías que La escala de Jacob (1914-1944) de Schoenberg sugiere un dispositivo de máquina celeste desprendida de su envoltura material que nos transporta más allá de los límites del mundo.[5]

 

La música moderna toma cuerpo en ese proceso cósmico de individuación que se aparta de la representación, lo formal y lo instituido. Se trata de una exploración a conciencia de la materia sonora, de la búsqueda de nuevos códigos, de entablar una relación más próxima con el mundo, tal y como por ejemplo se muestra en Claude Debussy, Luigi Russolo, Erick Satie y posteriormente en Edgar Varèse, Olivier Messiaen o Pierre Boulez.

 

Se trata en esos autores, de una puesta en operación de ciertos devenires musicales y en el cambio de sensibilidad que corresponde con lo que Paul Klee denomina hacer visible las fuerzas: “Realidades del arte que amplían los límites de la vida tal como ésta se presenta de ordinario […] Porque no reproducen lo visible con mayor o menor temperamento, sino que hacen visible una visión secreta”.[6] El gesto subversivo del arte moderno exige considerar la materia desde un nuevo ángulo y replantear los problemas de forma-contenido. De esta exploración y experimentación surgirán mundos multiformes que reclaman el derecho del Ser móvil como la Naturaleza, tal y como Klee lo expresaba en su Credo del creador.[7]

 

En otros tiempos, uno representaba las cosas que podía ver en la tierra, que le gustaba o que le había gustado ver. Hoy, la relatividad de lo visible se ha convertido en una evidencia, y estamos de acuerdo en no ver en ello más que un simple ejemplo particular dentro de la totalidad del universo habitado por innumerables verdades latentes. Las cosas ponen al descubierto un sentido amplio y mucho más complejo, que a menudo invalida, aparentemente, el antiguo racionalismo. Lo accidental tiende a pasar a la jerarquía de esencia.[8]

 

El giro posromántico de la música, a decir de Deleuze y Guattari, tiende a crear un devenir cósmico que pone en relación un material con fuerzas de consistencia o consolidación. Constituye, por tanto, un arco reflexivo entre la invención y la composición: “¿cómo consolidar el material, hacerlo consistente, para que pueda captar esas fuerzas no sonoras, no visibles, no pensables?”.[9]

 

El problema de la consistencia tiene que ver con el modo en que se mantienen unidos (coexistiendo y sucediendo) los heterogéneos. No se trata de imponer una forma a una materia, sino de elaborar un material capaz de captar fuerzas, es decir, de consolidar variadas relaciones en las que entran un sonido, un gesto, un movimiento o una posición que reúne diferentes órdenes, especies y cualidades heterogéneas. Es un problema que involucra un consolidado de medio, un consolidado de espacio-tiempo y un consolidado de coexistencia y sucesión.[10] Por ello, apuntan Deleuze y Guattari, el problema de la consistencia solo encuentra el total de sus condiciones en un plan cósmico en el que se sintetizan diferentes heterogéneos.

 

Dentro de esas posibilidades, o entre esos mundos posibles que el plan cósmico descubre, caben elecciones, aquellas que permiten pasar de un devenir terrestre a un devenir cósmico, de los agenciamientos territoriales a las fuerzas de un cosmos desterritorializado. Esa red de conexiones moleculares, que constituye el pensamiento musical, desencadena una enunciación maquínica. De forma que la música puede exponerse y argumentarse a partir de distintos parámetros sonoros —de altura, instrumentación, intensidad, dinámica y duración— que asumen una orientación singular, plena e individualizada del sonido.

 

El cosmos se convierte en un proveedor infinito de sonidos y ruidos, una partitura en la que participa el universo entero y que proclama la totalidad sonora de lo existente. Una visión microscópica del mundo, inaprensible para la percepción humana, un tiempo no lineal hecho de series azarosas y simetrías rotas, la síntesis de lo molecular y lo cósmico elabora una nueva versión de lo musical, y enfrenta un problema diferente al Clasicismo y al Romanticismo.

 

Devenires musicales que van de las fuerzas del caos a las fuerzas de la tierra, de las fuerzas reagrupadas de la tierra a las fuerzas del cosmos.[11] Es sugerente observar, cómo la música cumple un itinerario paralelo al desarrollo del pensamiento y cómo traza un trayecto que sustituye el fundamento de la forma-materia por la síntesis del material y las fuerzas. De ese modo se trazan líneas de fuga y variación que van de Dios al Héroe, del Genio al Artesano.

 

En el espacio sonoro del Clasismo y el Barroco predomina un orden compuesto (impuesto) por la armonía. Y con él, la modulación como forma-sustancia canónica, es decir, la materia caótica informada, centralizada, organizada y jerarquizada traza un plan musical de conjunto. Con ello se pone a prueba el poder de la música para dar orden al caos. Cada forma sustancial es el código de un medio y en el paso de una forma a otra se produce una transcodificación[12] que hace acopio de nuevos recursos, como son el pulso dramático, los cambios de ritmos y de contrastes tonales, vocales o instrumentales.[13]

 

Es un mundo constituido por la lógica del creador (Dios), consistente en la unidad del quadrivium medieval, en donde la música al lado de la matemática, la astronomía y la geometría asume el papel de ciencia superior. En ellas se problematizan las grandes interrogantes de la época en torno al Hombre, a Dios y al Universo. Síntesis de la ciencia y el arte que constituye, en el terreno especulativo de la música, la oscilación entre la homofonía y la armonía musical de carácter polifónico, cimentada en el recurso del basso continuo, en la ley del temperamento igual y en la unificación del espacio musical tonal. Esta síntesis de principios artísticos y científicos se puede apreciar por ejemplo en las composiciones de J.S. Bach. Su arte de componer explora sistemáticamente diferentes tonalidades poniendo a prueba los principios generales de la armonía en coherencia con la comprensión astronómica de la ley de gravitación de Isaac Newton y la exploración matemática de lo infinitamente pequeño de G.W. Leibniz.[14]

 

El devenir musical va reajustando una y otra vez las ideas musicales y la inteligencia sensible que se despliegan en el espacio sonoro. El nuevo modo de componer a partir del rigor instrumental y la capacidad improvisadora producirá efectos particularmente innovadores en la música. El espacio lógico-musical romántico se convertirá en un espacio inestable como si la armonía plasmada por Bach transitara ahora en extremas oposiciones y especulaciones.

 

En el romanticismo el devenir musical cobra otra dirección que sustituye los códigos y los criterios de universalidad por los agenciamientos territoriales arrastrados por la potencia maquínica de la tierra. Siguiendo a Deleuze y Guattari se puede definir el territorio como un acto que afecta los medios y los ritmos.[15] Mientras que la tierra, es ese punto intenso en profundidad y proyección que amplía el territorio por desterritorialización. Ya no se trata de organizar las fuerzas del caos sino de escenificar la variación continua de las fuerzas de la tierra. Eso concede a los diferentes paisajes tonales un carácter tremendamente expresivo. Y en ello, la forma instrumental evoca un efecto de sorprendente dilatación e intensidad espacial que confluye en una suerte de extravío o perdida de dirección o sentido.[16] Ya no se trata de la relación materia-contenido sino del devenir materia-expresión que sigue un patrón organicista y sistematizante (acorde a la filosofía contemporánea idealista de Hegel o de Schelling) que funda un espacio sonoro de gran amplitud, como distribución de lugares diversos y específicos, como detonante de opciones tonales diferenciadas, como dinamismo de la voluntad del genio musical, como vencimiento de límites del espíritu heroico.

 

La marcha épica dispone de un contenido temático, más expresivo y con gran riqueza tonal. En sus episodios los ritmos sugieren la grandeza y majestuosidad del destino, enunciando cada vez desde un punto de vista tonal distinto la inevitable conjunción de la vida y de la muerte. La forma sonata, principalmente con Beethoven, se convierte en un medio de expresión temática y melódica en la que el YO se disuelve ante la presencia de lo sublime: la potencia, la violencia y el vigor de las fuerzas de la tierra dan lugar a una comunidad espiritual errante en donde comparece la belleza y lo siniestro.[17]

 

De Eugenio Trías recojo estas palabras expresadas en El canto de las sirenas: “El siglo XX requiere algo más que esa peculiaridad decimonónica del Único y sus Propiedades, o sus Hazañas, característica de la genialidad romántica”.[18] Frente a los principios definidos por el Clasicismo y el Romanticismo es necesario transmutar valores a partir de un código redefinido, como Nietzsche ya lo advertía en el Zaratrusta. Y es que el músico del siglo XX —lo mismo que sucede en la pintura con Kandinsky, Klee o el resto de los artistas de la Bauhaus— no puede limitarse a las formas establecidas.

 

El artista moderno se abre a las fuerzas del Cosmos, y en esta abertura el agenciamiento presenta una relación directa con el material y las fuerzas de un “Cosmos energético, informal e inmaterial”.[19] La forma ha desaparecido y con ello la identidad y la inteligibilidad de la materia. Ya no se puede hablar de materia de expresión, sino de material de captura en el que el sonido deviene autónomo, creando una nueva lógica espacial sin direcciones prefijadas.[20] Un devenir cósmico que pone en relación la desterritorialización de las materias, la molecularización del material y cosmización de las fuerzas no puede limitarse a asumir las leyes de la armonía instituida por la tradición clásica y romántica. La música moderna se halla acompañada por la búsqueda estética y musical de la obra abierta, posibilitando rutas y aventuras musicales que trascienden la figura del genio en la del artesano.

 

Todo ello, a entender de Deleuze y Guattari, se da cita en el ritornelo. El ritornelo entendido como un prisma o cristal de espacio-tiempo actúa “[…] sobre lo que lo rodea, sonido o luz, para extraer de ello vibraciones variadas, descomposiciones, proyecciones y transformaciones”.[21]

 

Las diferentes fases musicales planteadas anteriormente no son períodos sucesivos de una evolución. Son aspectos del ritornelo. Agenciamientos de fuerzas que abren un espacio nuevo para concebir la música. Como afirma Ramón Andrés: “La forma dialogante de la sonata, la tensa discordia de la sonata romántica, la emisión electrónica de una onda, resultan, en el fondo, expresiones de una misma voluntad creadora”.[22] Resultan, en el fondo, expresiones contenidas en fases precedentes. Concatenaciones que implican diferentes problemas del pensamiento, la sensibilidad y la creación. De manera que, en razón de estas fuerzas heterogéneas y heteróclitas, se produce un efecto particularmente innovador que refleja la revelación y manifestación de embriones de músicas por venir.

 

Esbozos de la creación de otros mundos, fragmentos del azar y máquinas musicales encarnan y materializan la ordenación cósmica. Se trata de agenciamientos, señalan Deleuze y Guattari, de diferentes máquinas que entablan distintas relaciones y diferentes umbrales de percepción y discernibilidad: “Conjuntos difusos no han cesado de constituirse, y de inventar sus procesos de consolidación. Una liberación de lo molecular aparece ya en las materias del contenido clásico, actuando por desestratificación, y en las materias de expresión románticas, actuando por descodificación”.[23]

 

Toda esta inmensa búsqueda estética próxima a la Naturaleza y al Cosmos, acompaña la aventura musical de Olivier Messiaen. Las ideas de fisicidad, fluidez, movilidad y pulsación se presentan a lo largo y ancho de su obra, siempre acompañada e instigada por la poesía. Atender al modo en que esta apreciación de la Naturaleza afecta la concepción de lo sonoro y produce una escucha abierta, situada y profunda obliga a interrogar la relación del ámbito musical con el pensar acústico. La obra de Messiaen permite establecer un nexo entre la percepción molecular de esos paisajes y la cuestión ontológica de un universo musical en el que la materia sonora deviene un modo de organización y relación entre diferentes heterogéneos, una puesta en común de lo inaudible.

 

Personajes rítmicos y paisajes melódicos 

 

El espectro de la poesía de Cécile Sauvage (madre de Olivier Messiaen) y la obra de William Shakespeare (traducida del inglés al francés por su padre, Pierre Messiaen) gravita en la imaginación musical de Messiaen. Su música acoge lo trágico, pero lo trasciende y atraviesa al lograr la conjunción de la imaginación religiosa, la magia poética y el carácter misterioso de los mitos y leyendas.

 

En los capítulos que Schelling dedicó a la poesía dramática moderna, puso de manifiesto que la materia de la tragedia moderna consistía en tres fuentes: los mitos religiosos, la historia poética y las leyendas. En estas tres fuentes los elementos de la naturaleza humana se encuentran dispersos creando un nuevo mundo en el que la voz, la palabra y la música están en el núcleo de la manifestación sonora acontecida en un cosmos múltiple. No es por ello arbitraria esta idea enunciada por Schelling: “Sólo Shakespeare ha dado a su tragedia la plenitud más compacta y la expresividad en todas sus partes, también en el sentido de la extensión, pero sin una abundancia arbitraria sino con la apariencia de la riqueza de la naturaleza misma, concebida con necesidad artística”.[24]

 

Desde Richard Wagner hasta Messiaen se descubre en Shakespeare un material heterogéneo que varía según los elementos musicales, los ritmos, los intervalos y la intensidad de la fuerza dramática. Este vasto territorio de posibilidades acústicas espolea un camino abierto a mundos mágicos que acoplan música y drama. Desde luego, no está lejos de este planteamiento Ramón Andrés al señalar que la contrariedad y el desconsuelo tienen en la música y el canto su revelación y alivio, como sucede en autores como Shakespeare, San Juan de la Cruz o Hölderlin quienes conceden en sus poemas una especial importancia al mito de Procne convertida en ruiseñor.[25]

 

Desde otra perspectiva, Peter Sloterdijk cuenta que Shakespeare fue el primero que tocó en su obra La tempestad, la relación entre el Nuevo Mundo sonoro y el Nuevo Mundo iluminado. El principal testigo es Calibán, quien goza del privilegio de vivir en medio de la naturaleza sonora y el mundo de la vida moderna. A través del evento literario se da voz a la idea de la construcción musical del mundo entretejida con el descubrimiento de nuevos territorios.[26]

 

Todo este material próximo al universo natural y musical se metamorfosea en formas diversas en donde la mezcla de opuestos insinúa la fuerza dramática, la magia, los fantasmas, las apariencias y los misterios de la vida y la muerte. Esas fulguraciones o emisiones de pensamientos incursionan en mundos fantásticos de duendes, elfos o hadas. De manera que en ese horizonte de poesía y literatura se proyecta un nuevo espacio sonoro-musical que permite el pasaje hacia un nuevo modo de entender una inédita conjunción entre Naturaleza y Música.

 

Es “la pulsación temporal rítmica”,[27] como la llamó Trías, en la que la música, junto con su gama cromática, encuentra esas formas arcaicas anteriores a la forma constituida. “Se trata de retroceder hasta ese gesto puro a partir del cual se va formando y construyendo, en irregular foliación, una enredadera musical que despunta y crece en el etéreo medio por donde el sonido discurre”.[28] Se trata de una música como la de Debussy, capaz de reinventar el espacio sonoro-musical, olvidar la distinción entre sonido y ruido, y redefinir la noción de ritmo experimentando de manera sensual una nueva gama de instrumentos musicales procedentes de la India y Japón. Con acierto escribe Andrés que los instrumentos son inscripciones de la música, una memoria donde fluyen diferentes historias, “‘un lugar’ de resonancia del mundo” que encierra referencias simbólicas que responden a antiguos significados.[29]

 

Retomando las palabras de Trías, diremos que la música de principios del siglo XX constituye una revisión de los diferentes componentes musicales: las alturas armónicas y los recursos tímbricos, la instrumentación, los modos de intensidad, la dinámica, la estereofonía y los parámetros del lenguaje musical.[30] A través de estas variaciones se redefine el cosmos y el logos musical en el que aparece un nuevo mundo y un nuevo sujeto que lo habita.[31]

 

Estos giros de expresividad tendrán entre otras consecuencias la invención de una nueva lógica musical que cuestiona la gramática, la sintaxis y la semántica tradicional. Tal escritura deja el estudio y se adentra en ambientes plein air descubriendo toda una gama de sinestesias y experiencias sensibles que rebasan y sustituyen la noción de genio por el de comunidad cósmica. Frente a la escucha concebida en el estudio, la escucha del mundo obliga a un movimiento de vuelta a la Naturaleza, a un paseo por la exterioridad que impone el reconocimiento de que el arte no inicia con lo humano. Todos estos factores confluyen en devolver los espacios humanizados a sus premisas naturales.[32] Por eso el nuevo modo de componer a partir de la democracia de todos los tonos hace posible una nueva era del contrapunto.

 

Como en Debussy, sorprende en Messiaen una atmósfera de hibridación en la que confluye la humanidad y la Naturaleza. Su música es el despliegue en movimiento, o la movilización de materias sonoras que proyectan bloques de Fuerzas: el Tiempo, el Amor y la Fe. Fuerzas que oscilan, mutan y se intercambian en su obra. En ellas, el consolidado espacio-tiempo encuentra su propio ritmo con todas sus variaciones y despliegues. Se sugiere y se suscita, de este modo, principios del cosmos que permiten establecer proporciones armónicas de naturaleza musical. Estas son audibles como personajes rítmicos y paisajes melódicos que la intuición percibe y transduce a través de sonidos en movimientos, según se sitúan en reposos, simultaneidad y sucesión.

 

Simone Borgui comenta que las investigaciones rítmicas de Messiaen se inician con una profunda atención a los fenómenos naturales y en particular al mundo de los pájaros.[33] El catálogo de pájaros (1956-1958) o San Francisco de Asis (1975-1983) son obras en las que se pueden apreciar inversiones de velocidades, sonidos transpuestos e intervalos expresados en semitonos que extrapolan algunos elementos del mundo sonoro en el que habitan diferentes especies de pájaros. El conjunto de diversos tipos de aves y hábitats conforman una gran variedad de contrapuntos musicales en donde confluyen e interactúan voces simultáneas, cada una con su propio ritmo y su propia estética, generando paisajes melódicos de gran complejidad e intensidad.

 

Según el compositor francés existen dos modos de hacer uso del canto de los pájaros: se puede trazar un retrato musical o se puede utilizar su canto como un verdadero material sonoro. Messiaen prefiere lo primero, ya que no traiciona ni manipula completamente su naturaleza.[34] Su música no tiene ninguna intuición documentalista. Es captada en intuición y sensación. Genera una escucha abierta, situada y en profundidad que hace posible la intelección de diferentes sonoridades del cosmos.

 

Messiaen tenía la convicción, cuenta Borgui, de que “[…] una forma, más allá de todas las ideas producidas por la técnica musical, es un organismo viviente capaz de seguir el transcurrir de las horas del día y la noche”.[35] Esta reflexión constituye en gran medida el punto de partida de su arte musical. Éste anuncia un nuevo lenguaje, un modo innovador de composición, la intuición de que la música existe también en la Naturaleza. De manera que las sonoridades, a modo de vitrales, refractan diferentes cromatismos, descomponiéndose y refractándose en micropercepciones, provocando una especie de orfismo o rayonismo muy cercano al contraste simultaneo que Robert Delaunay plasma en algunas de sus obras.[36] Por ejemplo, la titulada, Saint-Séverin (1909), en la que se descubren conexiones entre colores complementarios, sutilmente violentas, que traslada el mundo de la Naturaleza a los principios del movimiento plástico. Lo que importa para Messiaen es captar todos los sonidos y colores, en indistinción unos con otros, entretejidos en una trama procesual y dinámica que abre toda la gama cromática de ritmos y duraciones.

 

Tal vez la trascendencia del ritmo ha provocado que un escritor como Pascal Quignard lo relacione con la vibración del corazón, con la respiración, con la marcha de dos pies, con la métrica de los poemas antiguos:

 

El primer ritmo fue el latido del corazón. El segundo ritmo fue la pulmonación y el grito. El tercer ritmo fue la cadencia del paso en el caminar erguido. El cuarto ritmo fue el retorno invasor de las olas rompiendo en la orilla. El quinto ritmo selecciona la piel de la carne ingerida, la estira, la fija y atrae el regreso de la bestia amada, muerta, devorada, deseada. El sexto ritmo fue el de la mano del almirez en el mortero de cereales, etc.[37]

 

Eso es lo que la dimensión simbólica de toda gran música es capaz de sugerir. Esa dimensión se halla en Messiaen en la intersección entre el Tiempo y la Eternidad o, formulado por Michel Serres,[38] en recorridos que fluyen de forma irreversible hacia el porvenir, de una corriente ascendente a una corriente descendente como el mar. “El sonido, la señal y la vibración. El ritmo y la música”.[39] El tiempo de la música halla en el ritmo un principio de variación y una potencia transformadora.

 

Para este compositor el ritmo es el ordenamiento del movimientos (desiguales y de libre duración) que incluye el subir y el bajar de la voz en la entonación, el incremento o la disminución del ritmo de un compás o la parte más fuerte y más débil de un pie poético.[40] Todo en la Naturaleza tiene un ritmo, dice Messiaen, como se puede observar en el aspecto móvil y ondulatorio del agua y el viento de la sinfonía en tres movimientos El mar (1905) de Debussy o en los “caracteres rítmicos” de La Consagración de la primavera (1913) de Igor Stravinski.[41] Podría decirse que Messiaen extrema esta reflexión. Sus innovaciones dotan a la música de una impresionante baza expresiva que se produce a través de una complejísima paleta de ritmos de la que derivan mundos propios, universos musicales con un paisaje, una atmósfera y unos personajes que le confieren a cada una de sus obras una singular personalidad propia e inconfundible. Sus ideas musicales circulan en una extensa red de motivos rítmicos con capacidad de conexión con varias escalas musicales (la métrica griega, la rítmica hindú y el japonés) y con investigaciones ornitológicas (el canto de los pájaros y sus diferentes hábitats) que salen del concepto escalistico tradicional.

 

La recepción de los sonidos implica la interpretación del devenir, en palabras de Andrés, “el sonido es duración”,[42] y la música traducción de lo oculto. En la antigüedad griega no existía la distinción entre músico y poeta. Sófocles no sólo era hábil en el canto, sino también un gran danzarín. [43]

 

La métrica griega fue introducida a Messiaen por Marcel Dupré, su maestro de órgano, y por Maurice Emmanuel, su profesor de historia. La base del sistema rítmico griego era el pulso basado en el valor de la nota más corta, o breve, al tiempo que dos breves componían una larga. Combinando largas y breves se obtenían pies métricos.[44] La métrica griega era cuantitativa, es decir se fundamentaba en dos principios: en la repetición de un determinado patrón de duración (nota larga o nota breve) y en la cadencia de la poesía y la danza.

 

Cuenta Andrés[45] que la oratoria griega no podía encontrar su plenitud sin el arte musical. “El ritmo, el metro, la melodía constituían el más seguro andamiaje del discurso”.[46] A decir del músico y teórico griego Aristóxeno, la música era una parte importante de la gramática. En los discursos y en la oratoria la voz debía discurrir por los caminos del ritmo y la melodía métrica.[47] En esos trayectos puede advertirse el modo como el ritmo y la melodía se relacionan entre sí, y también la manera en que discurren en la obra del compositor francés.

 

Lo que particularmente interesó a Messiaen de la métrica griega fueron los procesos de substitución basados en números primos (que, a decir de Messiaen, al ser indivisibles representaban una fuerza oculta cercana a lo divino)[48] y las permutaciones o anaclasis (que consistían en la intersección de dos ritmos o en el intercambio de valores que se establece entre el pie final de un metro y el inicial del siguiente). Messiaen consideraba que la anaclasis creaba interferencias en la secuencia de duración, perturbando la audición y rompiendo con la imposición de la escucha habituada a ciertos ritmos.

 

Cicerón decía que el ritmo o númerus, que los griegos llaman rythmós encerraba la fuerza que persuade al oyente.[49] La construcción musical griega no sólo se explicaba a través de series y relaciones matemáticas sino también a través de la experiencia auditiva. Según Aristóxeno, “la música equivalía a acción, movimiento y ejecución”.[50] Se asiste a través de la música de Messiaen a un posible lazo de unión entre las matemáticas, la gramática, la poesía, la oratoria y la danza.

El lenguaje rítmico de Messiaen está basado en notas-valores distribuidos en números irregulares y en la ausencia de tiempos iguales en la que el espacio musical descubre una simultánea conflagración de tonos y timbres.[51] En su música, además de la métrica griega, aparecen algunas características del sistema musical hindú.

 

En opinión de Andrés, en las primeras epopeyas se describen bosques que silban melodías, pasajes donde la Tierra, el mar y los elementos desprenden cierta musicalidad “a través de una intensa fisicidad y movilidad”.[52] En la reflexión acerca del sonido de varias corrientes griegas, tibetanas e hindúes se compenetran diferentes divinidades, elementos primordiales y sonidos.[53] El sistema musical hindú es modal, es decir utiliza diferentes sucesiones de sonidos. Se basa en una escala de siete grados, midiéndose la distancia entre sonidos en śruti, la medida sonora más pequeña que un ser humano es capaz de percibir. “Es común encontrar en los escritos sagrados hindúes la expresión śruti, que significa ‘audición’, ‘lo oído’, y como símbolo de la revelación suprema y acto que muestra la verdad intemporal.” A diferencia de la métrica griega, el patrón de medida no se basa en un sistema matemático, sino en el oído. Los modos rítmicos de la música hindú tienen un sistema de talas y decitalas. En total hay treinta y cinco combinaciones rítmicas básicas en el sistema carnático (del sur de la India) que se distribuyen en ciclos. Los talas (palmación) son ciclos rítmicos de una raga (color) y refiere a los modos melódicos en el que se establece una composición y una improvisación basada en la colección de cinco o siete notas y en patrones rítmicos.[54]

 

Las ideas musicales de Messiaen hallan así, en formaciones simbólicas de la rítmica hindú, en su juego indirecto y siempre analógico con el texto poético de la métrica griega, y en la escalistica de los pájaros, una formulación sorprendente y particularmente atractiva que transpira la esencia del mundo. Con esos recursos rítmicos Messiaen inicia una titánica innovación musical, logrando sonoridades, timbres e intensidades que provienen de modos de transposición limitada, de ritmos no retrogradables y de permutaciones simétricas. De forma que los modos de transposición limitada[55] son grupos de notas, a los que llama modos, que se producen por la aplicación de secuencias interválicas. En cada modo la última nota será la primera del modo siguiente y eso produce que cada modo sólo pueda transponer un número limitado de veces más allá del cual comenzará a repetirse.[56] Con respecto a su contribución experimental, Messiaen introduce el concepto de “ritmos no retrogradables”, que descubre en la simetría de la arquitectura y en la armonía de las artes plásticas. Los ritmos no retrogradables se organizan simétricamente en torno a un eje central que irradia por igual en las dos direcciones, por lo que se puede leer igual de atrás hacia delante y de adelante hacia atrás.[57] Los ritmos no retrogradables se encuentran presentes en diferentes expresiones de la Naturaleza como son las alas de la mariposa, los ojos, manos y oídos en los seres humanos. Finalmente, las permutaciones simétricas es un método de organización aplicado a la reducción de posibles permutaciones de N elementos libremente reordenados. En opinión de Messiaen estos procedimientos están basados en la imposibilidad de abarcar un número inmenso de permutaciones. Pero también en la magia y el encanto que la imposibilidad guarda en cada modelo, un cierto poder que descubre sonidos y duraciones antes no pensadas, inéditas. De cierta manera son un fragmento de la infinitud y la eternidad que caracteriza el movimiento en la Naturaleza. Al razonar sobre este asunto, Schelling apunta que la configuración de lo infinito en lo finito es la forma de la música: “Las formas de la música son formas de las cosas eternas”.[58] El ritmo, dice, “[…] es la transformación en sí sin sentido en una sucesión significativa”,[59] una unidad en la multiplicidad.

 

Música de la eternidad

 

En un breve tratado que Pascal Quignard escribió sobre las lágrimas de San Pedro, el escritor francés revela que “[…] la característica de la armonía es resucitar la curiosidad sonora, extinta desde que el lenguaje semántico se propaga en nosotros”.[60] Ese carácter armónico que surge de súbito según el ritmo de lo aéreo, lo invisible y lo celeste se enlaza en la obra de Olivier Messiaen con una maraña caótica de complejos sonidos.

 

La teoría y la práctica musical de Messiaen intenta mediar el ritmo y la armonía utilizando el tiempo musical de una manera totalmente diferente al de la música de sus precursores o contemporáneos. En su música parece evocarse, sublimarse, transfigurarse la experiencia trágica del horror, el dolor y la proximidad a la muerte.

 

“La música duele”,[61] dice Quignard, entre todas las artes, la música colaboró “en el exterminio de judíos”,[62] conduciendo sus cuerpos desnudos a las cámaras de gas inmersas en “secuencias melódicas exasperantes”.[63] En la obra de Messiaen estigmas del nazismo, de los ejércitos fascistas de represión y ocupación, su encarcelamiento en un campo de prisioneros, transcienden en una escritura y una técnica capaz de realizar complejos ritmos y combinaciones rítmicas profundamente expresivas en las que la duración temporal se despliega en diferenciadas secciones.

 

Trías ha observado que en la música importa el tiempo en tanto constituye “[…] el ritmo, el latido y la respiración del movimiento”.[64] Eso es lo que mejor define el carácter, el éthos de su música. De ahí la naturaleza colosal o específicamente prometeica en la que sus composiciones encuentran su propia singularidad. La obra de Messiaen se expande y despliega en virtud del Tiempo. Pero ¿qué Tiempo? El Tiempo salido de sus goznes. La belleza de los sonidos del origen, escribe Quignard, es sublime, palpita y no se cansa. “Algo de paraíso se oye en el canto de los pájaros. Dios no condenó a los pájaros en el Edén”.[65]

 

La obra de Messiaen hace referencia al Tiempo como objeto de reflexión y terreno de la experiencia. El sonido nos rige y nos agrupa, dice Quignard, pero es “el tiempo mismo que se agrega y se segrega”.[66] La idea del Tiempo, de su aniquilación, del fin del pasado y el futuro o el comienzo de la eternidad, es perceptible en El Cuarteto para el fin del tiempo (1941), inspirada en una cita del Apocalipsis de San Juan (X. 1-7), expresa la búsqueda de un lenguaje inmaterial y espiritual.

 

Cuenta Ramón Andrés que en los textos sagrados del judaísmo los cantos, las danzas y los himnos eran múltiples y variados. Para el pueblo de Israel, dice, la música aparece tanto en momentos jubilosos como en momentos de zozobra y lucha.[67] Y más adelante señala que el Apocalipsis de San Juan no alcanzaría “[…] tan trágicos y penetrantes acentos sin los continuos episodios en los que resuena la contundente música”.[68]

 

Se apunta de ese modo, a través de una especie de ubicuidad tonal, a la eternidad del espacio y a la ausencia del Tiempo. A la ausencia del hambre, de la indigencia, el dolor y la muerte. “El sonido bello se enlaza con la bella muerte”,[69] en la interpretación del citado Quignard. La evocación de los sonidos testimonia vínculos de fenómenos acústicos con estados de espiritualidad y de fe.

 

El Cuarteto tiene una duración de cincuenta minutos y consiste en ocho movimientos que se relacionan entre sí de diversas maneras: 1. Liturgia de cristal; 2. Canción para el ángel que anuncia el fin del tiempo; 3. Abismo de pájaros; 4. Intermedio; 5. Alabanza a la eternidad de Jesús; 6. Danza del furor para las siete trompetas; 7. Destellos del arco iris para el ángel que anuncia el fin del tiempo y; 8. Alabanza a la inmortalidad. Aunque los movimientos se consolidan, se encarnan y metamorfosean unos y con otros, conservan su singularidad, de manera que se pasa del carácter dramático del fin de los tiempos (movimientos dos y siete) al carácter monódico (movimientos tres y seis) de la indeterminación, o del tempo lento de carácter lírico y sereno (movimientos cinco y ocho), a un carácter enteramente rítmico y de scherzo (movimientos cuatro y seis).

 

Todo ese gran despliegue de movimientos, o movilización de materias sonoras, sirve para dar voz a la Eternidad, o hacer sonar una música particularmente expresiva que llega presta a la sensibilidad y al pensamiento. Una obra en la que parece evocarse la ausencia de estructura formal, como en el primer movimiento en el que, a través de cuatro partes instrumentales, totalmente independientes entre sí, se sugieren fragmentos de un paisaje sonoro compuesto por diferentes sonidos que se mezclan azarosamente en una duración aparentemente indefinida. Cada instrumento interpreta un personaje rítmico o un paisaje melódico: el violín y el clarinete el canto de un ruiseñor y un tordo; el violonchelo y el piano desarrollan secuencias rítmicas en ostinatos de inspiración medieval, confiriendo un cierto aire fantasmagórico y misterioso a la obra.

 

La dilatación del espacio sonoro introduce a la escucha a los más remotos confines o, incluso, a celestiales longitudes de un infinito en acto. De manera que, en el primer y tercer movimiento, se anula o suspende el Tiempo en virtud de una especie de oposición o contraste entre la luz y la oscuridad. En el primer movimiento, la alegría del cielo, el júbilo de las estrellas y el canto de los pájaros, entonados por el violín y el clarinete, evocan el ascenso a lo celeste, dan forma a la inmediatez, en perpetuo movimiento, de lo divino en su relación más primigenia. En contraste, en el tercer movimiento, el tedio, la monotonía y la tristeza del Tiempo, movilizándose en un solo de clarinete, saturan el espacio con una especie de polifonía, creando un encantamiento hipnótico y obsesivo, que desencadena el vertiginoso trazado de lo abismal y la oscuridad del cielo. El segundo movimiento, sirve de intermedio andante entre el primer y tercer movimiento. En este movimiento se transita en un paisaje melódico constituido por instrumentos de cuerda, viento y percusión que propician la confluencia entre lo sobrenatural y la plenitud sonora. Armonías inefables expanden un instante de eternidad que evoca las vibraciones del cielo circulando en distintos acordes emitidos por el piano, urgiendo poco a poco el recital del violín y el violonchelo que invade el espacio de forma arrolladora. El scherzo de la cuarta parte se encamina irresistiblemente hacia una melodía más extrovertida de intensidad extraordinaria, en la que subsiste la huella musical de los movimientos anteriores, transformando el Tiempo en un reflejo de la Eternidad que irradia las posibilidades armónicas que constituyen el quinto movimiento.

 

Con claras referencias a la rítmica hindú, Messiaen desarrolla un lenguaje musical que repiensa la música en su conjunto. Reflexión en la que el sonido constituye una cadena ininterrumpida de significantes en correspondencia con la interpretación del mundo. Desde el punto de vista rítmico, el sexto movimiento, mediante el uso de valores agregados, ritmos aumentados o disminuidos y ritmos no retrogradables, descubre una simultanea conflagración de tonos y de timbres, evidenciando ciclos del tiempo cósmico en los que se van desplegando diálogos entre los metales y las cuerdas, entre los instrumentos de viento y el canto de los pájaros. El grado de intensidad del sonido de esta parte se caracteriza por un matiz dinámico de gran sensibilidad, movilizándose en instantáneo fortissimo. Los cambios de registro de las notas desembocan en ejecuciones de alta intensidad y en sucesivos estallidos de vitalidad que entrelazan vibraciones sonoras y luminosas. Y antes de que la Alabanza a la inmortalidad tenga lugar, irrumpe la inusitada belleza del arcoíris que anuncia el fin del tiempo. El séptimo y octavo movimiento expresan la más enigmática y misteriosa congenialidad del Tiempo y la Eternidad; o el exilio del Tiempo que da origen a la existencia de lo divino. Y por tal razón, dice María Zambrano, “lo divino es lo incalculable”,[70] pues “trasciende los hechos en un eterno proceso”.[71] Ese momento de intensidad extraordinaria, de lo eterno en el momento musical, posee tal fuerza y capacidad de atracción transformando los sonidos y los ritmos en un único despliegue, que convierte los ocho movimientos en momentos de un mismo pensamiento musical. El Cuarteto constituye una ascensión cósmica que va de la materia inorgánica a la animal y vegetal, de ésta a la humana y finalmente a la divina.

 

La potencia del amor

 

Las sorprendentes páginas de El hombre y lo divino de María Zambrano han revelado que es en las cosmogonías donde por primera vez aparece el Amor como condición primaria, como una realidad, como una potencia original que anuncia el paso del caos al orden.[72] Esta filósofa sostiene que el Amor es una potencia anterior al mundo que ha participado en las metamorfosis de lo visible y lo invisible en el universo.[73] “Diríase que el amor ha operado la metamorfosis necesaria para que en la inmensidad de las potencias se forme un mundo donde pueda morar el hombre”,[74] por tanto escribe Zambrano, el hombre “conserva la huella del tránsito de los primeros acontecimientos, lo que le hace posible revivirla”.[75]

 

No se entiende en su amplitud la obra de Olivier Messiaen sin tener en cuenta el hondo sustrato que marca la evocación del Amor. En obras como Harawi (1945), Turangalila (1946-1948) y Cinq rechants (1949), Messiaen lleva a cabo un encuentro entre el Amor, la muerte y lo divino. Todo ello en transición hacia una idea del Amor que trasciende el cuerpo y las limitaciones de la mente. Una idea en la que el acontecimiento del Amor incide en la música a través de formas rítmicas que crecen a escala cósmica.

 

El amor a la Naturaleza, el amor a dios y el amor a los pájaros es el mayor tema y más insistente que este músico francés da vida en sus composiciones. Messiaen no pretende continuar el amor tristanesco de Wagner, sino promover una radicalización de la leyenda celta de Tristán: la idea de un amor fatal e irreversible que conlleva hacia la muerte su primordial contradicción o la sublimación mitológica de Orfeo y su descenso al Hades. “Y así, ­—escribe Zambrano— el que de veras ama, muere ya en vida. Aprende a Morir”. [76] Pero aprender a morir, al decir de Zambrano, implica vivir fuera de sí, estar más allá de sí mismo, vivir dispuesto al vuelo como un pájaro presto a la partida.[77]

 

En ese jardín que amábamos cuenta Quignard la vida del músico Simeon Pease Cheney, el primer compositor que registró todos los cantos de los pájaros que escuchó en el jardín de su parroquia.[78] Al igual que Messiaen, Cheney era un músico apasionado por todos los sonidos de la Naturaleza. Para él todas las cosas tenían su propia música. Su jardín era un rostro impregnado por todos los recuerdos de la vida que compartió con el viento, los pájaros, los arroyos, las gotas de lluvia en los arboles y el amor a su esposa. Una tarde Cheney dice a su hija Rosemund: “El amor no se explica. Te digo que el amor puede ser absoluto. La mujer que amamos puede no tener ninguna rival posible”.[79]

 

En 1945 Messiaen inicia su trilogía dedicada al Amor inspirada en la leyenda de Tristán e Isolda. La primera parte del tríptico está compuesta por el ciclo de canciones Harawi, la segunda por la sinfonía en diez movimientos Turangalila y la tercera por la obra coral Cinq rechants. El tríptico discurre sin continuidad entre las tres diferentes obras, cada una de ellas es autónoma coincidiendo únicamente en el tema que las articula: el Amor. Se produce así una apertura ecuménica hacia la música más allá del contenido dramático en la que incorpora lo onírico y lo poético.

 

Harawi (Chant d’amour et de mort) lo demuestra. La obra para soprano y piano alude al Amor perdido y a la contemplación de la muerte. Se trata de una pieza sorprendente en la que se exploran excitantes ritmos y exóticas armonías inspiradas en la música y la poesía folclórica peruana, evocando paisajes melódicos de gran vitalidad en los que la voz musical se expande y despliega en virtud de vocablos en lengua quechua que proceden de un lejano origen y espiritualmente trascienden las palabras y sus significados. El ritmo, la pulsación y la intensidad encerrada en el poema y la palabra revela conexiones inusitadas que abren el Amor hacia otros agenciamientos.

 

La música de Messiaen asume el ethós de su época. Una época marcada por la ausencia del amor, confinada a la pasión individual, al idealismo del hombre moderno. El amor tropieza con la guerra y la violencia, la falta de comunicación y de entendimiento entre seres humanos lo limitan. En tiempos de penuria decide vivir como poeta (a propósito de la pregunta lanzada por Paul Virilio). En sus viajes alrededor del mundo, o en sus clases en el Conservatorio de París, se va promoviendo la idea de que la Naturaleza sonora-musical se hace audible por sí misma.

 

Tras el encargo de Serguéi Kusevitski, director artístico de la Orquesta Sinfónica de Boston, surge Turangalila, una extensa sinfonía de ochenta minutos de duración en donde varios temas cíclicos se unen a lo largo de los diez movimientos que la conforman. Precisamente la unión de las palabras Turanga y Lila construyen una interpretación de lo que este poema sinfónico quiere significar: una canción de amor, del movimiento y la alegría. Esta interpretación, en su significación musical, permite despliegues y transformaciones rítmicas de diseño zigzagueante. Ese ritmo de unificación y diversificación, a través de trombones, tubas, clarinetes, acordes de piano y ondas Martenot, muestra un aglomerado temático dividido en varias secciones en las que se hacen audibles fragmentos de distintos paisajes melódicos antagónicos. No por otra razón Zambrano decía que “[…] el amor hace transitar, ir y venir entre las zonas antagónicas de la realidad, se adentra en ella y descubre su no-ser, sus infiernos”.[80] En cada una de estas atmósferas la melodía se distribuye a través de una gran variedad de timbres instrumentales que culminan en un gran crescendo global. El temperamento scherzante que atraviesa toda la obra produce una expresividad heterofónica de inigualable riqueza, en donde la conciencia del tiempo y el espacio pareciera anularse. Retornando a las palabras de Zambrano, es admirable su muy sutil concepción de la eternidad como apertura ilimitada a otro espacio y a otro tiempo, a otra vida que evoca otras concepciones de la realidad.[81]

 

Con Messiaen puede decirse, quizá, que reaparecen algunas características de la rítmica hindú, metros griegos antiguos y ritmos medievales. En Cinq rechants, una obra coral compuesta por versos, refranes y sílabas sin sentido de la lengua quechua, emplea una estructura de influencia predominantemente hindú. Aunque el texto se mantiene constante durante la obra, la variación surge a partir del acompañamiento vocal-instrumental. En esta celebración al Amor, la articulación de la voz funge como un instrumento musical por el que se produce el perpetuo deslizamiento de diferentes texturas sonoras conjugadas con instantes de silencio. En ese tenso reposo el silencio destaca la voz. Cada sonoridad expresa una idea poética que arraiga una concepción del mundo enraizada en la fuerza vivificadora del Amor. Esa manera de recorrer el tiempo y el espacio a través de la voz evoca el vuelo lírico hacia alturas celestes conjurando formas elementales y emociones primordiales.

 

Al reflexionar sobre la relación del aire y el sonido, Quignard sostiene que los sonidos “de la voz seleccionan una parte de su aliento en el aire acumulado y expulsado en su respiración”, y más adelante escribe: “Tal es el vinculo del alma con el viento. Y con lo aéreo, esto es, con lo invisible, con los sones, con lo celeste, con los pájaros”.[82] Algo similar, y no menos estimulante, es lo que Zambrano ha señalado sobre el alma y el amor: “Alma y amor miden las distancias del universo, transitan entre diferentes especies de la realidad, se alojan en ellas y las vinculan”.[83] El alma y el amor son anteriores a los seres y a las cosas, por tanto, escribe Zambrano, “residen en las cosas, en los animales, en los árboles; eligen como morada las piedras y lugares encantados; vivifican la tierra en esos focos de lo sagrado”.[84] Cinq rechants pareciera entablar una conversación sonora de resonancia, sobreimposición y diferenciación incesante circunscrita al espacio vital del universo.

 

El color del tiempo

 

Es notable que en su filosofía del arte Schelling se pregunte cómo pensar la unidad entre la luz y el cuerpo.[85] Cuando este filósofo indica que la luz y el cuerpo sólo pueden unirse por una armonía prestablecida, señala que la luz sintetizada con el cuerpo es luz enturbiada o color.[86]La luz sólo puede aparecer como luz al oponerse a la no luz y, por tanto, sólo como color. El cuerpo es en general no-luz, así como la luz, en cambio, es no-cuerpo”.[87] Más adelante escribe, “los cuerpos más opacos, los metales, son también los que llevan en sí al máximo esa luz interior, el sonido”.[88] La sonoridad de los cuerpos depende de su cohesión y conducción.[89] La sonoridad combina una “pluralidad viviente”[90] que se afirma a sí misma. Es la resonancia del flujo interrumpido del sonido, señala Schelling, “en la resonancia no sólo oímos el sonido aislado sino, […] envuelto, insertada en él una cantidad de tonos”.[91] La sonoridad surge del contacto con algo distinto.

 

Esta extraordinaria reflexión de Schelling parece entablar un diálogo con el arte musical de Olivier Messiaen. Éste anuncia un modo innovador de comprender el tiempo y el sonido. De manera que éstos, al igual que la luz, se refractan en una rica gama de colores que se descomponen en diferentes cohesiones rítmicas de gran viveza y riqueza.

 

El propio Messiaen habla de la relación del sonido y el color en una de las mejores entrevistas que le hayan realizado. Al hablar sobre la técnica y la emoción, el compositor francés cuenta a Claude Samuel que existe una inteligencia en el oído equiparable al ojo y su percepción. Y esa inteligencia se prolongaba en la audición. Es un fenómeno de resonancia análogo al fenómeno de los colores complementarios.

 

Quizás cabe reflexionar porque Ramón Andrés plantea que el oído “[…] goza de una capacidad primordial para captar mundos todavía desconocidos, no formulados por palabras, no conceptualizados”.[92] El oído, al igual que la vista, capta por “contraste simultaneo” la luminosidad, la saturación y la tonalidad de los sonidos, dándoles un matiz contrario en saturación, brillo y color que desprende una pluralidad de notas difíciles de distinguir. Y cada nota compone un microcosmos sonoro que, en correspondencia al halo objeto-luz de la pintura, muestra lo que la inteligencia auditiva advierte. “La inteligencia es ante todo saber oír y escuchar, esto es, asimilar”,[93] escribe Andrés en un fragmento sobre el oído y el conocimiento.

 

Se trata de una suerte de sinestesia que surge, según Messiaen, al momento de escuchar o leer música generando imágenes mentales en las que los sonidos se mezclan con los colores, disolviéndose y dejándose llevar por otros componentes. Los fenómenos de la sinestesia, señalan Deleuze y Guattari, no se reducen a una simple correspondencia entre el color y el sonido, sino que en ellos los sonidos “inducen colores que se superponen a los colores que se ven, comunicando un ritmo y un movimiento propiamente sonoros”.[94] Es un fenómeno que produce la unión de lo semiótico y lo material, generando combinaciones moleculares que proceden de movimientos de desestratificación y de la abertura desterritorializante que los conecta con el cosmos.

 

En este sentido pareciera que las ideas musicales de Messiaen guardan cierta proximidad con las ideas estéticas de los filósofos franceses, quienes consideran que la música tiene un “filum maquínico”[95] más poderoso que el de la pintura, ya que ésta dispone de una continuidad germinal a partir de la cual produce sus cuerpos sonoros.[96] Messiaen no reproduce los sonidos, sino que hace audible la intensidad y la duración, la fisicidad y la fluidez de un cosmos energético, informal e inmaterial.

 

Esa frescura en la inspiración y creatividad musical se advierte en obras como Chronochromie (1960). Esta composición orquestal de gran complejidad mezcla consolidados de coexistencia y sucesión de cantos de pájaros con consolidados de espacio-tiempo de diferentes paisajes melódicos de Francia, Suecia, Japón y México. A través de diferentes consolidados de medios, el sonido viaja, se transforma, se desterritorializa y se hace audible, convirtiendo la escucha en un ritornelo que fabrica diferentes tiempos.

 

En virtud del anhelo de convertir la Naturaleza en una partitura, Messiaen asegura la posibilidad de infinitas ejecuciones rítmicas que acontecen aquí y allá, salpicando con colores la partitura de un mundo dinámico en constante transformación. Los métodos que hacen posible esas complejas ejecuciones son múltiples. Uno es la superposición de material sonoro y rítmico siguiendo un esquema combinatorio predeterminado que utiliza treinta y dos duraciones distintas. Otro las inversiones simétricas. O las permutaciones realizadas en fragmentos o simultáneamente en grupos de tres, pero sin agotar todas las posibilidades combinatorias.

 

Chronochromie es más que una pieza musical, ya que cuestiona el concepto mismo del ritmo y la melodía, de la estructura rítmica, como si ésta se dispersará por todas las cosas hasta extraer de cada una de ellas su color singular y su sonido propio, especifico e indelegable, revelando todo un complejo conjunto de ritmos, timbres y texturas que componen la Naturaleza, pues como afirma Schelling: “La primera condición del ritmo es una unidad en la multiplicidad”.[97] Messiaen capta la energía cósmica y la plasma en formas musicales que, a decir de Schelling, son las formas de las cosas eternas.[98]

 

Toda esa generación a la que Olivier Messiaen pertenece hereda de las guerras una particular sensibilidad penetrada por la diversificación rítmica. Este músico francés logra ensanchar el ritmo con sonoridades procedentes del Cosmos, que derriban los cercos del mundo occidental. A todo ello, Messiaen añade algo esencial: todo ese despliegue imaginativo carente de pretensiones o formas anquilosas. Su buen hacer artesanal impregna a la música de un carácter lúcido y vital que culminará en el serialismo integral de Pierre Boulez, el expresionismo abstracto de Iannis Xenakis o el simbolismo musical de Karlheinz Stockhausen. Al hablar de Messiaen no es sólo de música de lo que se habla, es sobre todo de música audible, que hace sonora la potencia de una Naturaleza cósmica que el oído percibe en tiempo y movimiento.

 

Bibliografía

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  15. __________, La imaginación sonora, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010.
  16. Zambrano, María, El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2008.

 

Notas
[1] F.W.J. Schelling, Filosofía del arte, ed. cit., p. 18.
[2] John Cage, Para los pájaros. Conversaciones con Daniel Charles, ed. cit., pp. 34-35.
[3] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, ed. cit., p. 320.
[4] Eugenio Trías, El canto de las sirenas. Argumentos musicales, ed. cit., pp. 62-76.
[5]  Ibid., pp. 441-442.
[6] Paul Klee, Teoría del arte moderno, ed. cit., p. 51.
[7] Ibid., p. 50.
[8] Ibid., p. 61.
[9] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Op. cit., p. 348.
[10] Ibid., p. 334.
[11] Ibid., p. 341.
[12] Ibid., p. 342.
[13] Eugenio Trías, El canto de las sirenas, ed. cit., pp. 62-76.
[14] Ibid., pp. 93-95.
[15] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Op, cit., p. 321.
[16] Ibid., pp. 343-344.
[17] Ibid., p. 218.
[18] Ibid., p. 443.
[19] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Op. cit., p. 346.
[20] Ibid., pp. 348-351.
[21] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Op. cit., p. 351.
[22] Ramón Andrés, El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la cultura, ed. cit., p. 22.
[23] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Op. cit., p. 350.
[24] F.W.J. Schelling, Filosofía del arte, Op. cit., p. 476.
[25] Ibid., p. 73.
[26] Peter Sloterdijk, El imperativo estético, ed. cit., pp. 17-23.
[27] Eugenio Trías, El canto de las sirenas, ed. cit., p. 426.
[28] Ibid., p. 427.
[29] Ramón Andrés, El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la cultura, ed. cit., pp. 124 -125.
[30] Eugenio Trías, El canto de las sirenas, ed. cit., p. 906.
[31] Ibid., pp. 906-907.
[32] Ibid., p. 436.
[33] Borghi, Simone, La casa y el cosmos, ed. cit., p. 51.
[34] Ibid., p. 53.
[35] Ibid., p. 54.
[36] Claude Samuel, Oliver Messiaen. Music and Color. Conversations with Claude Samuel, ed. cit., p. 45.
[37] Pascal Quignard, El odio a la música, ed. cit., p. 32.
[38] Michel Serres, El nacimiento de la física en el texto de Lucrecio, ed. cit., pp.177-178.
[39] Ibid., p. 182.
[40] Claude Samuel, Op. cit., p. 69.
[41] Ibid., pp. 67-70.
[42] Ramón Andrés, Op. cit., p. 86.
[43] Ibid., p. 445.
[44] Tomás Marco, Escuchar música de los siglos XX y XXI, ed. cit., p. 39.
[45] Ramón Andrés, Op. cit., p. 471.
[46] Ibid., pp. 471-472.
[47] Idem.
[48] Claude Samuel, Op, cit., p. 79.
[49] Ramón Andrés, Op. cit., p. 475.
[50] Ibid., p. 423.
[51] Claude Samuel, Op. cit., p. 79.
[52] Ramón Andrés, Op. cit., p. 30.
[53] Ibid., p. 49.
[54] Tomás Marco, Op. cit., p. 47.
[55] Ibid., p. 27.
[56] Ibid., p. 48.
[57] Idem.
[58] F.W.J. Schelling, Op. cit., p. 195.
[59] Ibid., p.186.
[60] Pascal Quignard, Op. cit., p. 13.
[61] Ibid., p.119.
[62] Ibid., p.108.
[63] Idem.
[64] Eugenio Trías, El canto de las sirenas, ed. cit., p. 787.
[65] Pascal Quignard, En ese jardín que amábamos, ed. cit., p. 128.
[66] Pascal Quignard, El odio a la música, ed. cit., p. 116.
[67] Ramón Andrés, El mundo en el oído, Op. cit., p. 195.
[68] Ibid., p. 221.
[69] Pascal Quignard, El odio a la música, ed. cit., p. 24.
[70] María Zambrano, El hombre y lo divino, ed. cit., p. 259.
[71] Ibid., p. 259.
[72] Ibid., p. 262.
[73] Ibid., p. 263.
[74] Idem.
[75] María Zambrano, Op. cit., p. 264.
[76] Ibid., p. 275.
[77] Ibid., p. 276.
[78] Pascal Quignard, En ese jardín que amábamos, ed. cit., p. 8.
[79] Ibid., p. 42.
[80] María Zambrano, Op. cit., p. 273.
[81] Idem.
[82] Pascal Quignard, El odio a la música, ed. cit., p. 39.
[83] María Zambrano, Op. cit., p. 271.
[84] Idem.
[85] F.W.J. Schelling, Op. cit., p. 205.
[86] Ibid., pp. 205-205.
[87] Ibid., p. 206.
[88] Ibid., p. 207.
[89] Ibid., p. 181,
[90] Idem.
[91] Idem.
[92] Ramón Andrés, Op. cit., p. 14.
[93] Ibid., p. 16.
[94] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Op. cit., p. 351.
[95] Idem.
[96] Idem.
[97] F.W.J. Schelling, Op. cit., p. 187.
[98] Ibid., p. 195.

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