Gérard Bensussan /Trad. Maria Konta
La filosofía, en su historia y en sus tendencias dominantes está animada por un socratismo innato, el cual se atestigua en el mismo nombre que lleva y atraviesa sobre todo, por ejemplo, la egología cartesiana, la Selbstbewusstsein hegeliana o aún la intencionalidad husserliana, todas variantes diferenciales en torno a la reflexividad o la autoreflexividad.[1] Para decir las cosas de manera masiva, que de ninguna manera ignoro que habría que exponerlas en detalle, lo que sostiene la filo-sofía es precisamente el saber de un no-saber que mueve, en la poderosa dinámica de una humildad fingida, toda la mayéutica socrática y, más allá, todo el esfuerzo del pensamiento de nuestra tradición.
Sin embargo, como toda tradición, esta última lleva en sus flancos una contra-tradición, y el socratismo un contra-socratismo. Poner como un principio, es decir, como un comienzo y un mandato que, en todo caso, y aunque no sé nada, la última palabra regresa aun así a la primera, y que el sé que no sé nada, es evidentemente para asegurar el prestigio de un saber que prevalecerá siempre sobre el no-saber que rige, como en una partida de ajedrez jugada de antemano a causa de la patente desigualdad de los compañeros. El socratismo levanta la ignorancia e ignora las fallas.
Al contrario, la posición de un contra-socratismo, que también tiene algunas pretensiones, sostiene una verdadera paradoja, a saber, que uno sabe y que uno sabe siempre más de lo que uno cree (no saber). Pero este saber, es el menor de sus paradojas, se ensancha y se abre hacia el primado de un no-saber, o sobre una terra incognita cuya exploración nunca terminará. Si el saber socrático, el saber topológico de un no-saber, asegura en última instancia la omnipotencia de la dialéctica y el control circular del Concepto, y si, añadámoslo, en él está profundamente enraizada la posibilidad originaria del nihilismo, no saber lo que uno sabe, incluso lo que uno sabe, procede de un efecto de desposesión del sujeto cognoscente desbordado por el enigma de algo que “sabe” a pesar de sí mismo, a espaldas de su conciencia reflexiva y del programa que ella le asigna. Esta desposesión figura un tipo de subjetivación por desposeimiento, de la que la “experiencia” amorosa, en particular, pero no sólo[2], testimonia extremadamente. Las comillas que rodean la palabra “experiencia”, sólo las indico por razones de claridad, tienen como objetivo simplemente llamar la atención sobre la paradoja de una experiencia que nunca estaría constituida por la apropiación o la reapropiación de una exterioridad radical que antes la habría alienado. Esta desposesión, lo que Levinas llamó “experiencia heterónoma”, puede decirse mediante una fórmula de Montaigne, que registra las más diversas “experiencias”, precisamente: “me escapo”[3]. La expresión obviamente debe entenderse como “mi yo me escapo” y no como la primera persona del singular del verbo reflexivo “escaparse”, lo que sería casi una contradictio in adjecto. Escaparse en el sentido de emprender la fuga significaría precisamente salvarse, salvaguardarse, preservarse, es decir salvar el propio yo.
El “me escapo” montaigniano puede considerarse como un dato de estructura, el contra-socratismo que evocaba al principio: no sé qué sé, no sé lo que sé, e incluso no quiero saber nada porque ya sé demasiado, según Freud en todo caso. Tal es, según él, la posición del durmiente en relación con el mundo exterior: “el sueño es un estado en el que el durmiente no quiere saber nada del mundo exterior”[4]. Pero este no querer-saber-nada remite especularmente, y más profundamente, a un verdadero “saber nesciente”, según la expresión de Schelling la cual retomaré. “El soñador sabe lo que significa su sueño, pero, sin saber que lo sabe, cree ignorarlo”[5]. Esta observación vuelve a mandar notablemente a la estructura contra-socrática en su pleno régimen de validez. Excede obviamente el simple ejemplo del sueño – y su eficacia también es válida y juega un papel activo en el estado de vigilia, del que más bien atestigua la dimensión continuamente inconsciente. En esta misma página de la Introducción al psicoanálisis, Freud lo afirma sin dudar: “alguien cree no saber nada de acontecimientos que, sin embargo, lleva en sí el recuerdo”. Cada sujeto permanece así en un estado de “conocimiento inaccesible” del yo para sí mismo[6]. Este es el inconsciente, siendo el sueño, como sabemos, el camino real de la exploración, así como todo lo que se asocia a él, los actos fallidos, los deslices, el olvido de los nombres propios, las dehiscencias de la lengua- tantos desconciertos que son desconciertos del saber.
Estos no son simplemente tributarios de un análisis, de un desciframiento sintomático, de una cura y un retorno a la norma, incluso de un saber del desconcierto en acto. Significan en profundidad y manifiestan algo del saber mismo, y de su verbalidad, de lo que se dice cuando se dice “sé” o bien “no sé”. Este es un primer resultado que autoriza la estructura contra-socrática: saber es sólo un sustantivo y un conjunto de contenidos sustanciales, saber es un verbo siempre conjugado, la organización estructurada de una relación entre un sujeto que habla (“no sé”), un “objeto” enigmático e incierto (“lo que sé”) y una línea de “escape” que los conecta.
Es esta misma línea la que el propio Schelling determina, él, como saber nesciente. Una actividad inconsciente[7], explica, apoyaría plenamente al yo, el sujeto cognoscente. Este yo supuesto saber a la luz de la razón no sería sino una incomprensión subjetiva del saber, el efecto de una actividad inconsciente que lo traspasaría infinitamente estructurándolo en profundidad. Si el yo se escapa, no se excluye en modo alguno que reanude o redescubra la productividad infinita de esta fuga de la que es sólo un producto pasajero en el movimiento de una subjetividad mucho más vasta, mucho más oceánica, que la de un “sujeto”, ego cogito.
En este conocimiento nesciente, Schelling incluso discierne el “verdadero secreto del filósofo”[8], a través de una notable inversión de la tradición, su subversión sobredeterminada. Retomando del Sofista o incluso del Teeteto la figura pactada de la conversación del “alma” consigo misma, corrige su forma de pura clausura autoplegada y ve en ella, por el contrario, una intimidad esquistada, una “separación”, una “duplicación de nosotros mismos”, el “comercio secreto entre dos seres” dentro de nosotros – uno que no sabe y hace sus preguntas y el otro que sabe y que responde.[9] Así, el diálogo interior y silencioso conmigo mismo acaba operando ya no como una autarquía de la interioridad, que Schelling siempre ha tenido con fuerte sospecha, sino como un principio de heteronomía, que simplemente atestigua la temporalización del tiempo en el sujeto humano.
Los “dos seres” que separan y animan el “comercio secreto” que nos “desdobla” son de hecho relacionados por Schelling con fuerzas temporalizadas que actúan a escondidas del sujeto en el sujeto. Estas fuerzas son en total dos: una conocedora, la otra nesciente, una superior, la otra inferior, una límpida, la otra oscura y aspirante a la claridad, una arcaica, la otra “eternamente joven”, una respondiendo constantemente a las preguntas de la otra. Se instala así un relato real, y la ambición (abortada) de una filosofía “narrativa”, una exposición narrada del juego, correspondencias y disonancias en las que entran las dos fuerzas. Si la primera retiene y envuelve en sí el “tesoro” del tiempo, la otra lo “testifica” y “asiente”, habla y “despierta” lo que la primera “guarda”, como un “centinela”, lo que “permanece mudo y no puede expresar” lo que la otra lleva, a saber “el presentimiento y la nostalgia del conocimiento.”[10] Un insondable reposo, pues, en el hombre, en estado sellado, un oráculo sepultado y mudo es donde duermen los arquetipos de las cosas. El saber nesciente no es otra cosa que el fluido que va de este depósito arquetípico al esfuerzo por saber que, ciertamente, apunta a él, pero según una superposición inevitable, una obliteración, que son el efecto cuasi-necesario del tiempo y de su temporalización en el saber. Lo nesciente, es de hecho el tiempo, mientras que el inconsciente ignora el tiempo, como bien sabemos. Hay una diferencia, notable y muy interesante, entre el “sin-consciencia” schellingiano y el “in-consciente” freudiano. El primero, estructura todo proceso de “saber” a partir de un “sin” saber. No surge de una artimaña o de un cálculo por el cual, en un “sistema” organizado polarmente (Cs/Ics, como escribe Freud), el inconsciente juega de algún modo con la conciencia y el consciente, es decir, con un saber. La proximidad entre Schelling y Freud es cierta, pero abarca dos modos muy distintos del no-saber que uno sabe.
El segundo efecto notable del contra-socratismo en el momento en que reflexiono aquí, se refiere a la cuestión de la temporalización. El no-saber que uno sabe, y la “represión” de fuerzas que testimonia (Schelling dice Verdrängung o Zurückdrängung), son disposiciones en las que el tiempo se estructura a modo de escape.
El pasado es en efecto el asiento del presente, un estrato de nuestra íntima conciencia del tiempo que el presente recubre y reprime. Bajo este aspecto, como también muestra Rosenzweig, todo saber es saber del pasado, necesariamente, saber de objetos ya allí, saber de un mundo que “pre-encuentro”, como dice el alemán. Pero, porque siempre desborda en profundidad el saber que lo define, el pasado constituye para todos nosotros más que un objeto de saber. Permanece en nosotros como un “componente muy antiguo de (nuestro) ser”, silencioso y depositado para siempre como un “principio del tiempo primitivo”, una fuerza de conexión con “un pasado insondable” capaz de ser despertado y revivido.[11] Esta fuerza se estratifica en la temporalidad viva del hombre como “testigo del pasado”[12], “olvidado” pero no “extinto”, enterrado y “oscuro” pero “todavía vivo”, “dormido” pero siempre recordable a la conciencia y a la presencia – lo cual es particularmente atestiguado por las sensaciones de lo ya vivido: «cuando el corazón[13] se anima, los tiempos más lejanos se vuelven |para el hombre] maravillosamente vivos. Cuantas veces creemos, en un momento presente, que de repente reconocemos un momento que acaba de ser vivido, que ya ha sido”.[14] O también, en la versión de 1813 de las Edades del mundo: “en qué maravillosas correspondencias, en qué íntimos nudos de relaciones [el hombre] no se ve a menudo transpuesto por este vínculo íntimo, cuando un momento presente le parece ya pasado o cuando tiene la impresión de haber presenciado un evento que tuvo lugar en un pasado lejano![15] Sin embargo, la masa inmemorial de la memoria escondida en el corazón del hombre permanece cerrada sobre sí misma, como un “tesoro” sellado para siempre, desaparecido.[16] Para que el testigo testifique se necesita otra fuerza, capaz de revocar lo que él mismo ha producido, la represión, y de invocar o recordar el pasado insondable, su “reserva” y su recurso. Esta otra fuerza, “el espíritu”, viene después de él, interviene reprimiendo lo más antiguo, el vínculo temporal íntimo que conecta con lo más primitivo y lo más remoto. Tal es el sentido del “comercio secreto”: una constitución del hombre enteramente temporalizada por efecto de una dinámica continua y agonística en la que están comprometidos y co-implicados “un ser oscuro” rodeado por un “sé” y “un ser consciente”[17] comprometido en un “no sé”.
Lo que Las edades del mundo llaman con insistencia el “secreto comercio” de la subjetividad temporalizada designa la relación contra-socrática del “no saber” con la centelleante oscuridad de lo que siempre se ha sabido muy bien, que por otra parte forma “el secreto del filósofo”. Esta relación sólo tiene sentido a condición de que no se otorguen los mismos coeficientes de significación a los dos usos del verbo saber. El saber socrático, homogéneo con el no-saber, se autoriza por lo que suprime en su auto-afirmación, ese no-saber transfigurado, del mismo sentido y de la misma naturaleza que él, y por consiguiente convertible por y en un saber que se restaura de un cadáver y se alimenta de sus restos. Como muy bien indica la dinamología schellingiana, el no saber que se sabe establece, por otra parte, una relación diferencial entre una ignorancia actual, o presente, y un sustrato enterrado que se conoce a sí mismo sin que yo lo sepa de alguna manera. Esta diferencia es la diferencia del tiempo que se temporaliza.
Ella obliga a pensar el pensamiento de otra manera, en una extensión más amplia que el arco del único logos, no solo inmerso en el tiempo, sino vinculado a “la noche de los tiempos”. Podemos estar bien “seguros” del saber que tomamos de nosotros mismos, del mundo y de los demás hombres, podemos perfectamente probar continuamente esta seguridad, y con buena razón- pero no hasta el punto de dejar de experimentar los “mundos” del nesciente o del inconsciente, el recuerdo, el sueño, las impresiones de lo ya-vivido, como mundos reales. En la tesis de que habría filosofía sólo como exigencia de una manifestación total de sí mismo por sí mismo, más allá de toda escapatoria, la persistencia y la insistencia de un inmemorial en nosotros, y latente y manifiesto, conllevan un desmentido continuo. Esta imposición duradera constituye en ciertos aspectos el índice de la “falsedad” de ciertas verdades demasiado deslumbrantes y de la verdad de una oscuridad que sólo pide ser articulada con claridad. ¿Cómo, a este respecto, no discernir ahí cuestiones filosóficas de primera grandeza?
Por la gracia o la violencia de su verdad, los acontecimientos que conocemos sin conocerlos nunca, como en una interminable premonición, encierran una validez que precederá siempre a su posibilidad. Rompen los simulacros de una razón excluyente que explica el concepto por el recurso egocéntrico a otro concepto, en el medio homogéneo del “saber que uno no sabe”, la articulación lineal del polo positivo y del polo negativo del mismo elemento. Interrumpen las reglas de la autoconservación y de la preservación de si mismo, las continuidades históricas, las seguridades del logos que unen las representaciones entre ellas.
“No sé que sé” conecta dos momentos heterogéneos, es decir heterogeneizados por el tiempo y las profundidades estratificadas que deposita, el tiempo de una ignorancia confesada y el tiempo de un rememoración activa pero parcial. Pero esta heterogeneidad temporal no sólo afecta al “saber” verbalizando sus flujos, diferenciándolo. Es también el yo del “yo sé” y del “yo no sé” el que se escinde, como hemos visto, es decir turbado en su verdad: ahí está el tercer punto de aspereza mostrada por “el secreto del filósofo”. Para establecer la hipótesis del inconsciente, Freud pasa por la figura provisional de las dos “personas” o de las dos “conciencias”: “todos los actos y todas las manifestaciones que noto en mí mismo y que no sé relacionar con el resto de mi vida psíquica deben ser juzgadas como si pertenecieran a otra persona”.[18] Este otro en mí, el centinela de Borges, tomaría los contornos de una “conciencia inconsciente.”[19] Según las Edades, el hombre debe “tener a alguien distinto de sí mismo”,[20] un “órgano donde pueda contemplarse a sí mismo, expresarse y acceder a su propio compresión”.[21] El yo del “no sé” es por tanto Otro que el yo de la continuación de la oración, “…que sé”. El yo del “no sé que sé”, como el yo de “sueño” o “te amo”, ya lo he demostrado en otro lugar,[22] no puede tener el mismo tenor que el de “me voy de viaje” o “estoy escribiendo un texto sobre el no sé que…”. Es un yo precedido por el preliminar de un inmemorial que está ahí mucho antes que él y su no-saber. No puedo decir “no sé que sé” porque ya he captado la intuición, ni del todo sensible ni del todo intelectual, de que me relaciono con el hecho de que se me escapa.
Esta huida del yo que, desplazado de sí mismo, ya no es yo, muestra hasta qué punto el yo está ya siempre lejos de sí mismo. Esta lejanía no es obviamente una cuestión de distancia, de medida, de métrica o de enfoque topológico. No es este muy-lejos-de-sí del yo lo que sería inalcanzable. De hecho, se manifiesta como tal. En cierto modo somos nosotros mismos, este “me escapo”, es la unión de nosotros mismos con nosotros mismos en la fuga. Estar muy lejos de sí mismo, paradójicamente, es también para el yo que se sustrae una manera de avanzar desde esa distancia y de entrar en una cierta proximidad a sí mismo, opaca tal vez, pero de su propia opacidad, lo describe el párrafo 4 de Sein und Zeit en su propio modo.
Si la lejanía del yo no se mide según el orden de una distancia que siempre podría reducirse progresivamente, es porque se trata realmente de su verdad lejos de sí misma. Se trata de una experiencia de la verdad como verdad, una experiencia de la pérdida y del escape. Una distancia se mide por un sistema métrico. Una verdad, cuando es la verdad de uno mismo, casi nunca puede medirse.
Tiene que ser “traducida en palabras”, tan acertadamente nos dice Freud.[23] La fórmula contra-socrática nos deja así entrever la imagen de aquello de lo que no hay imagen y que, por tanto, debe ser “traducido en palabras”. Significa un secreto de la verdad que es también un secreto de la vida y del mundo, que, por supuesto, y los filósofos lo saben bien, vale la pena ser pensado de forma ejemplar. Esto es lo que constituye una prueba singular y única, y por eso el “no-saber-que-se-sabe” se nos presenta como un límite implacable al sereno ejercicio de filosofar. Pero al mismo tiempo, y por las mismas razones que ordenan en el extremo interés de la cuestión, también se puede pensar que allí están las fuentes vivas -y las más ocultas- de la filosofía, en cuanto escapan, en cuanto son pérdida, y así ponen todo el logos a la tortura. Clásicamente, es la terrible cuestión del comienzo de la filosofía, o del pensamiento, la que se presenta aquí de manera inquietante, como un secreto a la vez aireado y oscuro.
El “no saber que uno sabe”, de hecho, y por definición, no se sabe como tal. Por lo tanto, constituye la fuente de lo que Jankélévitch llamó el “misterio del parto mental”.[24] De esta forma, el pensamiento comenzará sin saber que comienza, ahí donde lo toma el comienzo, en una confianza que lo gobierna y que no es otra cosa que la ignorancia de este comienzo, una ignorancia que no sabe que comienza, mucho más antigua que el comienzo en sí mismo, comienzo del comienzo en cierto modo, abducción, captura, An-fang dice Schelling. Si, comenzando, me recuesto en el pensamiento que me transita hacia algo que comienza mucho antes que yo, y que no puedo ver, estoy pensando no desde un fondo que podría volver a guardar, prever o incluso ver en “conceptos”, que presupone una operación de extracción socrática, sin saber.
El no-saber es un no-ver. Da la espalda a lo que le precede y por eso no puede instalarse en una prospectiva, en una mirada, ahí donde el conocimiento socrático, porque tiene la última palabra en el saber, es un ver, un proceso de pensamiento que parte de una visión, una previsión y una provisión. Todo lo contrario de un improvisto, de una imprevisión, o de una improvidencia del pensamiento. Hay una cierta forma de pensar o de filosofar que trata siempre de mirar hacia adelante y por lo tanto de dotarse de medios, de fines, de puntos de vista (de la mente, se podría decir cruelmente). Pero preservarse, avanzar enmascarado en un saber (que no se sabe), ¿es esto pensar, en última instancia, radicalmente, hasta el final de un abismo? Exponer una desnudez, consentir en el ser tomado por sorpresa, despojarse de sus medios, ¿no son, por el contrario, las condiciones para un primer salto (Ur-sprung) en un pensamiento que es siempre más de lo que dominaría fuera de cualquier escapada del yo? Por eso, por poco que pensemos, nunca pensamos dos veces la misma “cosa”. Si se piensa, se piensa siempre de nuevo y en aguas nuevas; o bien dejamos de pensar fingiendo pensar, repetimos, presentamos el ya-pensado, el todo-pensado, en vez de acoger en una palabra hablante lo que se piensa, por cuenta y riesgo propios. El pensamiento escapa al control y al autocontrol en un momento u otro. Entonces el pensamiento finalmente piensa más de lo que piensa, según las palabras de Levinas, es decir, excede el saber en él y renuncia a él en cierto modo, en un movimiento que se aparta a modo de revelación, que se abre a medias sobre algo que el pensamiento no supo saber y que luego viene a manifestarse.
No hay otra determinación soportable de lo que es pensar. Pensar es siempre pensar más de lo que uno no piensa, según una proposición declinable en todos los sentidos por supuesto. Pensar, es probar, experimentar, palpar, improvisar, hablar, ensayar, ponerse sin tregua a prueba de sí mismo y en busca de una forma que surja del fondo de lo amorfo o de lo deformado del no-saber. Los románticos de Jena, lo digo de pasada, sospechaban cuál podía ser el “secreto del filósofo” según Schelling: la idea procede de un surgimiento de la palabra que la inventa, el concepto de una forma de desorden o de caos del mundo.
Pero, a decir verdad, este secreto, como todos los verdaderos secretos, el más secreto de los secretos, es compartido por todos, y también por el filósofo, diga lo que diga con las palabras del saber.
Bibliografía
- Bensussan, Gérard. Les Âges du monde. Une traduction de l’Absolu. Paris: Vrin, 2015.
- Bensussan, Gérard. « Le rêve, l’amour. » Ostium, n. 3 (2016): 9-21.
- Borges, Jorge Luis. L’or des tigres. Traducido por Nestor Ibarra. Paris: Gallimard, 1976.
- de Montaigne, Michel. Paris: Gallimard, 1973.
- Freud, Sigmund. Introduction à la psychanalyse. Traducido por Samuel Jankélévitch. Paris: Payot, 1969.
- Jankélévitch, Vladimir, Berlowitz, Béatrice. Quelque part dans l’inachevé, Paris: Gallimard, 1978.
- Potestà, Andrea ed., Contre toute attente, autour de Gérard Bensussan. Suivi de Ostalgérie, Paris: Classiques Garnier, 2020.
- Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph. Les Âges du monde. Traducido por Pascal David. Paris: PUF, 1992.
Notas
[1] Nota de la traductora: El texto original de Gérard Bensussan intitulado “Ne pas savoir qu´on sait. Le secret du philosophe ” es un capítulo del libro Andrea Potestà ed., Contre toute attente, autour de Gérard Bensussan. Suivi de Ostalgérie, ed.cit., pp. 141-150. Agradezco a Bensussan por enviarme el libro y otorgarme el derecho de publicar la traducción al español de su texto. Aquí incluyo la bibliografía que utiliza Bensussan y traduzco sus citas al español, sin proporcionar la bibliografía existente en español.
[2] Lo mismo es cierto para la experiencia del sueño. Me permito referirme aquí a Gérard Bensussan, “Le rêve, l’amour,”, ed.cit., pp. 9-21.
[3] Michel de Montaigne, Essais, ed.cit., p. 108 Las ocurrencias de este tema fundamental de la escapada son innumerables en los Ensayos, por ejemplo: “No estoy bien en mi posesión… El azar tiene más derecho que yo… Esto también me sucede: que no me encuentro donde me busco y me encuentro más por el encuentro que por la inquisición de mi juicio” en de Montaigne, Essais ed.cit., p. 40; o también: “¿Nuestra voluntad… quiere siempre lo que a nosotros nos gustaría que quisiera? ¿No quiere a menudo lo que le prohibimos querer? en de Montaigne, Essais, ed.cit., p.167).
[4] Sigmund Freud, Introduction à la psychanalyse, ed.cit., p. 74.
[5] Ibid, 87.
[6] Ibid, 87, énfasis el autor.
[7] Schelling escribe bewusstlos donde Freud dice unbewusst, lo que se refiere a una diferencia muy profunda entre los dos que se aclarará más adelante.
[8] Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, Les Âges du monde, ed.cit., p. 13 o incluso p. 136.
[9] Borges escribió, a mi juicio, el poema de esta duplicación, La centinela, “Entra la luz y me recuerdo, ahí está… en la sombra ulterior del otro reino, estaré yo, esperándome» en Jorge Luis Borgès, L’or des tigres, ed.cit., pp. 194-195.
[10] Schelling, Les Âges du monde, ed.cit., p.136.
[11] Ibid, 222.
[12] Ibid, 223.
[13] Traducción aproximada de Gemüth según el nombre que Schelling da a una de las dos fuerzas de la temporalización (Geist, espíritu, por la otra). Para más detalles, me remito a Gérard Bensussan, Les Âges du monde. Une traduction de l’Absolu (Paris: Vrin, 2015).
[14] Schelling, Les Âges, ed. cit., p. 223.
[15] Ibid, 134.
[16] Ibid, 223.
[17] Ibid. 224.
[18] Freud, Introduction, ed.cit., p. 71.
[19] Ibid, 72.
[20] Schelling, Les Âges, ed.cit., p. 13.
[21] Ibid, 135.
[22] Véase Bensussan, “Le rêve”.
[23] Freud, Introduction, ed.cit., p. 76.
[24] Jankélévitch et al., Quelque part, ed. cit., p. 40.