Ceaușescu

Trad / Miguel Ángel Gómez Mendoza[1]

 

I

 

En la familia, mi precocidad fue siempre considerada como algo totalmente inusual, recordada en muchas ocasiones  nuestros diversos encuentros. Todos estaban de acuerdo en que comencé a caminar a los diez meses, que comencé a hablar “en proposiciones”, como acostumbraba a destacar mi mamá, a la edad de año y medio; que compuse la primera poesía a los dos años; o que, alrededor de los nueve años, era considerado una verdadera enciclopedia deportiva ambulante, así es como me presentaba con orgullo Aurică, capaz de hablar durante horas seguidas sobre los goleadores de los campeonatos mundiales de fútbol o sobre los grandes boxeadores de la historia. Sin embargo, existió un tema de disputa entre los míos. Sobre el que no lograron nunca un acuerdo.

 

Mamá Zina afirmaba que, hacia los siete meses, cuando encendía el televisor, comenzaba a agitarme y a mover mis manos rítmicamente, de manera similar a unos rudimentarios limpiaparabrisas. Debido a su intuición, que quería verificar, observó durante varios meses si, sentado en diferentes lugares de la habitación, ya fuese en mi cochecito o en mi cuna de hierro, reaccionaba del mismo modo. Según ella, siempre sucedía lo mismo: cuando encendía el televisor, parecía que me volvía muy atento de repente y comenzaba a mover mis manos de la misma manera, en una coordinación perfecta, como si estuviera saludando a la multitud.

 

Mamá Zina ya no tuvo ninguna duda: para ella estaba claro que, cuando se encendía el televisor, imitaba a Ceaușescu, cuyos movimientos de manos se habían convertido en una especie de marca registrada y podíamos verlo casi todo el tiempo, ya que la programación de la Televisión Rumana estaba dedicada principalmente a él durante la mayor parte del día.

 

Mis padres y Aurică estaban absolutamente seguros de que esa variante estaba incluida, era imposible que un niño tan pequeño pudiera hacer cosas tan complejas, por lo que nada podría cambiar su impresión de que debía ser una ilusión del abuelo, cegado por el inmenso amor que me tenía y cuya rica imaginación debió haberle jugado una mala pasada. Mamá Zina, quien hablaba conmigo con las manos desde que nací, ya fuese cuando me sostenía en brazos o cuando me sacaba a pasear en el cochecito (pese a la clara desaprobación de conocidos y parientes, que veían en ese comportamiento al menos una muestra de excentricidad, incluso de locura, acostumbrados a creer que, acabado de llegar al mundo, no podía entender nada), siempre estuvo convencida de que su diálogo continuo con el bebé que yo era entonces, contribuyó decisivamente a mi rápido desarrollo; así que nunca aceptó el escepticismo de los demás e intentó siempre argumentar a favor de su explicación. La disputa fue interminable y sin un ganador claro, aunque a la abuela le pareció que su hipótesis se volvía cada vez más plausible con el paso de los años, ya que ella creía que todos mis éxitos en las olimpiadas nacionales, luego las becas en el extranjero y mis libros no hacían sino solo confirmar su observación.

 

II

 

Cuando mi madre y mi abuela tenían mucho qué hacer en casa, papá recibía la misión de sacarme a pasear. Supongo que también se le pedía que hiciera algunas compras, porque recuerdo con bastante claridad que entrábamos con frecuencia en las diversas tiendas del centro de la ciudad. Probablemente era un niño bastante simpático, porque las vendedoras siempre se reunían a mi alrededor, aprovechando mi deseo de estar en el centro de atención y de contar con brío todo lo que me dictaba la imaginación, por lo que siempre era mimado, besado, elogiado y recibía un montón de dulces.

 

Mi primer nombre es Ciprian. Fue elegido como un homenaje a Ciprian Porumbescu y, según lo que pude entender, esto sucedió tanto porque el gran compositor rumano nació en Bucovina, al igual que todos los integrantes de la familia de Aurică, por lo que se consideraba que era uno de los “nuestros”, como también porque en 1973, solo unos pocos meses previos a mi nacimiento, apareció una película dedicada al compositor y que tuvo un gran éxito. Mi segundo nombre es Nicolae y me fue dado porque nací el 5 de diciembre, un día antes de la festividad del santo con el mismo nombre.

 

Cuando las vendedoras querían hacerme hablar, ansiosas por escuchar mis historias, primero me preguntaban cómo me llamaba, encontrando así una manera simple de comenzar la conversación conmigo. Respondía de inmediato, sin vacilar, en tono cómico, para su inmenso divertimento: “Vălcan Ciprian Nicolae Ceaușescu”. Mi padre, quien después de haber estado inicialmente desorientado, entraba rápidamente en el juego, intervenía diciendo: “¡Sin Ceaușescu!”. Yo replicaba: ¡“Con Ceaușescu!”. Y el juego continuaba: “¡Sin Ceaușescu!”, “¡Con Ceaușescu!”, “¡Sin Ceaușescu!”, “¡Con Ceaușescu!”, “¡Sin Ceaușescu!”, “¡Con Ceaușescu!”.

 

III

 

Una vez que crecí un poco más, dejaron de gustarme mis nombres de pila. La mayoría de mis problemas tenían que ver con “Nicolae”, porque me daba terrible vergüenza llevar el mismo nombre que Ceaușescu. Me parecía que su nombre, el del hombre al que había aprendido a despreciar profundamente escuchando lo que se hablaba en familia, estaba definitivamente cuestionado, convirtiéndose en una especie de estigma.

 

Un nombre así solo podría ser adecuado para personas pobres de espíritu, carentes de educación y elegancia. Furioso, le dije a mi abuelo en cierto momento que Nicolae era un nombre campesino. Para demostrarme que estaba equivocado, Aurică comenzó a enumerar pacientemente: “Nicolae Milescu Spătarul, Nicolae Bălcescu, Nicolae Densușianu, Nicolae Iorga, Nicolae Grigorescu, Nicolae Tonitza, Nicolae Labiș”. Por mi abuelo había oído hablar de Iorga y Bălcescu, y sus nombres entonces me parecieron argumentos fuertes. A los demás, no los conocía en ese momento, por lo que sus nombres no contaron mucho en mi decisión.

 

Tampoco estaba contento con “Ciprian”, y por una razón completamente diferente. Tenía algunos conocimientos históricos rudimentarios, gracias a Aurică, y había llegado a venerar a nuestros grandes voivodas. No daba dos centavos por los artistas, su talento aún no me decía nada, mientras que los héroes despertaban mi imaginación, como si me desafiaran a imitarlos.

 

A menudo, cuando jugaba solo, me imaginaba ser Ștefan cel Mare, Mihai Viteazul, Petru Rareș, Bogdan Vodă, Mihnea cel Rău, Vlad Țepeș, Mircea cel Bătrîn o Constantin Brâncoveanu y gritaba sus llamados de guerra en su nombre. Estaba muy molesto y a mis padres les reprochaba con tristeza que mi hermano, Bogdan, o mis primos, Mihnea y Rareș, tenían nombres de gobernantes, mientras que para mí eligieron el nombre de un simple artista.

 

“Ciprian” tenía otro inconveniente: tan pronto como me presentaba y decía “Ciprian”, inevitablemente venía la reacción de aquellos que me conocían: “Ciprian Porumbescu”, y esta asociación de ideas era tan simplista que me sacaba de quicio, me hacía despreciar a todos aquellos que recurrían a ella. Dejé de sentirme molesto por tal demostración de pereza mental solo cuando tuve casi 22 años y había llegado a París con mi primera beca. Entonces escuché que podía participar en los cursos de chino en la Escuela Normal Superior de Fontenay-aux-Roses, decidí preguntarle al profesor Zhang, quien vivía en Saint-Cloud, al igual que yo, qué condiciones debía cumplir. La casualidad hizo que nos encontráramos en el ascensor. El profesor me preguntó cómo me llamaba. Respondí “Ciprian”. Sin poder creer en mis oídos, escuché la detestable reacción a la que estaba acostumbrado en Rumania –“Ciprian Porumbescu”–. Atónito, le pregunté cómo sabía sobre Ciprian Porumbescu. Sorprendiéndome aún más, me dijo que había oído hablar del compositor rumano cuando vio en la China la película que le habían dedicado, y que gozó de un gran éxito con alrededor de 400 millones de espectadores.

 

IV

 

Entre septiembre de 1995 y junio de 1997, fui becario del Gobierno francés y viví en la residencia universitaria de la Escuela Normal Superior de Saint-Cloud, junto con otros estudiantes rumanos de Bucarest, Iași y Cluj, así como estudiantes y doctorandos de Francia, Italia, España, Suiza, Dinamarca, EE. UU., Canadá, Bulgaria, Polonia, Hungría, Rusia, Brasil, México, Vanuatu, Vietnam, China, Japón, Congo, Marruecos, Túnez, Senegal, Burundi, Malí y Egipto. Durante la semana, mi programa era casi el mismo todos los días: me despertaba a las 7:30, desayunaba en el restaurante universitario cerca del edificio donde vivía (baguette, mantequilla, jugo de naranja), preparaba mis cuadernos y el morral, iba a la estación de trenes de Saint-Cloud, tomaba un tren regional, llegaba a la estación de Saint-Lazare, tomaba el RER y luego el metro, y llegaba antes de las 10 a la biblioteca dominicana de Saulchoir. Me quedaba allí hasta las 6 de la tarde, cuando la biblioteca cerraba. Hacía una pausa de aproximadamente una hora para almorzar: comía con otros estudiantes rumanos en el restaurante universitario de la calle Jean Calvin. Regresaba a Saint-Cloud antes de las 7 de la tarde. Cenaba en mi habitación con varios amigos y luego bajaba a la videoteca de la residencia universitaria para ver una película. Me acostaba alrededor de la medianoche, después de escribirle a Gilda.

 

En el otoño de 1996, alguien propuso que, durante un fin de semana, se organizara una celebración culinaria internacional para cuya realización pidió a todos los que estaban alojados en la residencia universitaria de Saint-Cloud que prepararan algo específico de la gastronomía de sus países. Éramos cinco estudiantes rumanos allí, cuatro chicos y una chica. Nosotros, los chicos, ni siquiera sabíamos hacer una tortilla de huevos, así que no se podía contar en absoluto con nuestra habilidad. Izabella, la única mujer del equipo, sabía hacer patatas a la francesa, lo cual no nos ayudaba en absoluto en ese contexto. Al final, después de rompernos la cabeza tratando de inventar algo para causar una buena impresión, Izabella propuso hacer un salami de galletas. No me pareció la mejor solución, ya que el salami de galletas no era exactamente un pastel que causara gran impresión y su sabor no podía considerarse excepcional, pero no teníamos otra salida.

 

Obsesionados como estábamos todos en aquellos tiempos con la imagen de Rumania en el mundo, nos imaginábamos, conmovidos por nuestra ingenuidad, que aquel modesto evento privado, organizado en las afueras de París, tendría una importancia especial para la manera como nuestro país sería percibido por nuestros colegas extranjeros. Después de varias sesiones de lluvia de ideas, se nos ocurrió suplir nuestra escasez de recursos con una agresiva campaña de marketing.

 

Con unos días de anticipación a la fecha prevista para la festividad culinaria que tendría lugar en el restaurante junto al edificio de nuestra residencia universitaria, pegamos un anuncio en el ascensor que decía algo así: “los rumanos prepararán para ustedes el pastel de Ceaușescu. ¡Vengan a probarlo!” Luego, de manera completamente casual, descubrimos que en uno de los tres volúmenes de la Encyclopædia Universalis, que habíamos comprado solo unos días antes, había un artículo dedicado a Ceaușescu, ilustrado, entre otras, con una fotografía suya en la que podía verlo con un enorme oso a sus pies asesinado en la cacería. Bajé inmediatamente al vestíbulo e hice algunas fotocopias de la fotografía que pegamos en el ascensor y en la sala informática. La última copia de la fotografía terminaría en la bandeja que contenía el salami de galletas.

 

Esperé con emoción la celebración culinaria del fin de semana, especialmente después de haber oído acerca de las maravillas gastronómicas que preparaban los italianos, polacos y canadienses. Pensamos que, si no habíamos logrado el efecto esperado gracias a nuestra campaña de marketing, el salami de galletas sería un fracaso. Sin embargo, después de los primeros diez minutos, nos convencimos de que la estrategia había funcionado, porque todo el mundo se apiñó alrededor del “pastel Ceaușescu”, que fue inmediatamente devorado, y demostró ser el postre más deseado.

 

Fuimos bombardeados con preguntas sobre el origen del pastel, la mayoría quería saber si era el favorito de Ceaușescu. Encontré una explicación en el acto: respondí que el pastel lleva el nombre de Ceaușescu no porque fuera su pastel favorito, sino porque fue inventado durante su régimen, en un período de escasez de alimentos en el que era difícil encontrar ingredientes más sofisticados, y así se popularizó porque era barato y fácil de preparar.

 

Me di cuenta de que muchos de mis amigos extranjeros nos envidiaron por el truco del “pastel Ceaușescu”, ya que mucho tiempo después de la pequeña celebración culinaria, solo se hablaba de dos cosas: el extraordinario baile del vientre de una estudiante de doctorado de Egipto y nuestro salami de galletas.

 

V

 

Los periódicos rumanos durante la época comunista eran ilegibles, repletos de reportajes y artículos sobre la excelencia del régimen que había hecho justicia y había dado el poder, después de siglos de explotación, a la gente trabajadora, pero sobre todo lleno de alabanzas dedicadas al genio del líder, “el hijo más amado del pueblo, camarada Nicolae Ceaușescu”. El único periódico que podía leerse era Sportul y precisamente por eso tenía mucha acogida, comprado por personas ansiosas de escapar, al menos por unos minutos, de la presión de los clichés que se escuchaban diariamente, gracias a historias sobre fútbol, balonmano, rugby, voleibol, atletismo, tiro, natación, bolos o pelota wiffle. Sin embargo, no era muy fácil siquiera tener este pequeño placer, porque en algunos lugares solo se te permitía suscribirte a Sportul si también hacías una suscripción a Scînteia o România liberă, los periódicos que difundían ante todo la propaganda del régimen. Papá se suscribió a Scînteia para que pudiera leer Sportul todos los días, y el abuelo se suscribió a România liberă.

 

Para mí, los grandes deportistas eran verdaderos héroes y los admiraba quizás tanto como a los grandes hombres del pasado, poniéndolos  sin vacilar junto a Solón, Arístides, Pericles, Epaminondas, Alejandro Magno, Aníbal, César, Pompeyo, Marco Aurelio, Carlomagno, Tamerlán, Carlos V, Solimán el Magnífico, Richelieu, Luis XIV, Condé, Turenne, el Mariscal de Luxemburgo, Eugenio de Saboya, Nelson, Napoleón, Talleyrand, Bismarck, Mircea el Viejo, Esteban el Grande, Miguel el Valiente, Juan el Terrible, Carlos I. Una de las colecciones que más apreciaba, junto a las de sellos, monedas y cajas de fósforos, contenía fotografías recortadas de mis deportistas favoritos del periódico Sportul. Conservé, hasta la universidad, el archivo en el que podían verse a Pelé, Platini, Gunde Svan, Wayne Gretzky, Matti Nykänen, Cassius Clay, Carl Lewis, Jayne Torvill y Christopher Dean, Jacque Secrétin, Steffi Graf, Chris Evert Lloyd, Gabriela Sabatini, John McEnroe, Jimmy Connors, Andre Agassi, Zico, Sócrates, Falcao, Van Basten, Marja-Liisa Hämäläinen, Katarina Witt, Paolo Rossi, Franco Baresi, Marco Tardelli, Cruyff, Michael Jordan, Dražen Petrović, Paolo Maldini, Stefka Kostadinova, Hagi, Ilie Năstase, Ivan Patzaichin, Sanda Toma, Balaci, Coraș, Paula Ivan, Doina Melinte, Maricica Puică, Ecaterina Szabó, Daniela Silivaș y muchos más.

 

Los periódicos de provincia no eran una excepción a la regla y repetían, en el mismo tono monótono, la interminable lengua de madera que disgustaba a todas las personas sensatas, solo se utilizaban como papel para envolver o para encender fuego. El periódico que se publicaba en Arad se llamaba Flacăra roșie y tenía todos los defectos posibles, sin compensar siquiera con una sola cualidad. Aurică solo lo hojeaba para leer las últimas dos o tres páginas donde se publicaban los anuncios de defunciones, porque así sabía cuándo debía ir a un entierro. Sin embargo, este insípido periódico, causó uno de los mayores escándalos de los últimos años del régimen de Ceaușescu. Nunca logré saber si fue un simple error causado por la falta de atención de algunos correctores adormilados o si fue la inclinación hacia la sátira de un espíritu irónico e increíblemente audaz, pero, sea lo que fuere, en una de las ediciones de Flacăra roșie de alrededor de 1987 o 1988, se pudo leer el siguiente titular: “Intercambio de masajes entre el camarada Nicolae Ceaușescu y el camarada Yasser Arafat”.[2]

 

Probablemente, si hubiéramos estado en Corea del Norte, los culpables de este verdadero sacrilegio contra el “líder supremo”, aquellos considerados culpables habrían sido condenados a muerte por ser agentes de los imperialistas estadounidenses. El comunismo rumano, sin embargo, no tenía la dureza del asiático, por lo que los pobres correctores considerados culpables de mala fe solo perdieron sus trabajos

 

VI

 

Lleno de admiración por los grandes hombres del pasado e idolatrando a Napoleón, quien me parecía un genio absoluto, imposible de igualar por cualquier otro mortal, estaba, desde la infancia, muy avergonzado de tener un presidente como Ceaușescu. Al ver lo difícil que le resultaba pronunciar las palabras y el esfuerzo que le costaba decir cada idea que sacaba a la luz, tenía la sensación, como en un cuento retorcido y lleno de giros increíbles en su trama, que llegó al trono mediante un grosero ardid, un pobre campesino de mente lenta, y eso me hacía sentir muy avergonzado. Quería ver el final de la historia, encontrar que el campesino astuto y malvado, había sido enviado al lugar que le correspondía, pero en realidad no tenía muchas esperanzas, me parecía que estábamos en una situación sin salida.

 

Para escapar de esta sensación de asfixia, que sospecho era compartida por muchos rumanos en los años 80, empecé a escuchar, junto con Aurică y a veces con Mamá Zina, Radio Europa Libre. Se había convertido en un ritual que me daba la sensación de estar llevando a cabo una acción subversiva: mi abuelo encendía la radio poco antes de las 6 de la tarde, luego intentaba ajustar la frecuencia, a pesar del agresivo ruido que practicaban los especialistas en telecomunicaciones de la Securitate del Estado, a menudo tenía que pegar su oreja a la caja de madera de nuestro aparato de radio para escuchar algo con claridad, como si estuviera involucrado en la delicada operación de abrir una caja fuerte llena de tesoros. Aurică era un hombre alto, pero parecía encogerse cuando se acurrucaba en una silla para niños que le permitía mantener su cabeza a la altura del aparato de radio.

 

Cuando se cansaba debido a la posición en la que tenía que inclinarse para escuchar la transmisión, se acostaba en la cama cercana y me tocaba a mí manejar el aparato, luchando para vencer el ruido. Cada palabra que lograba escuchar era como una victoria contra la censura, así que perseveraba incluso si a veces los temas comentados no me interesaban en absoluto. Para mí, lo más importante era que se hablara en alguna parte en contra de Ceaușescu y cada crítica lanzada contra él me llenaba de alegría, permitiéndome luego comentar extensamente con Aurică.

 

Sabía que no podía hablar con nadie sobre lo que escuchaba en la radio Europa Libre y siempre mantuve nuestro secreto, feliz de poder hacer algo especial con mis abuelos, pero al mismo tiempo convencido de que si mostraba indiscreción, podría exponerlos a consecuencias extremadamente desagradables. Sin embargo, no podía evitar tener miedo cada vez que subía las escaleras del edificio de la calle Cloșca número 12, por el destino del vecino de nuestro primer piso, el señor Orădan, quien, siendo sordo de un oído, escuchaba Europa Libre tan fuerte que se podía oír desde la planta baja hasta el ático. Sin embargo, para mi alegría, nunca le pasó nada.  Probablemente los miembros de la Seguridad del Estado pensaron que era demasiado mayor para asustarlo y lo dejaron en paz.

 

La ridiculización de Ceaușescu probablemente alcanzó su punto máximo con la difusión en Europa libre de fragmentos de Orizonturi roșii (Horizontes Rojos), el libro de Ioan Mihai Pacepa. Yo estaba en octavo grado y tomaba clases de matemáticas una vez por semana como preparación para el examen de admisión a la escuela secundaria, con un profesor recomendado por una tía. Salía de casa a las 5:30 de la tarde, empezaba a las 6 y terminaba a las 8 de la noche. En invierno, Aurică me esperaba bajo la única farola cerca del edificio donde vivía el profesor de matemáticas y de inmediato tomábamos rumbo a casa, impacientes por escuchar nuevas revelaciones del libro de Pacepa. Tan pronto como llegábamos, comíamos algo rápido y nos sentábamos alrededor del radio. La interferencia era más fuerte que nunca, cada palabra parecía arrancada con fórceps, pero nuestra satisfacción era más grande que en otras ocasiones, porque teníamos la sensación de estar presenciando un espectáculo burlesco, después del cual Ceaușescu nunca volvería a recuperarse, y cualquier pretensión de solemnidad por su parte sería rechazada con una enorme carcajada. Escuchando esos fragmentos, por primera vez sentí que ni siquiera Ceaușescu era invencible, y más aún, que podría ser derrocado precisamente por el desmedido ridículo de su grotesco culto a la personalidad.

 

Escuchando Europa Libre, llegué a configurar fácilmente dos campos, el de los buenos y el de los malos. Los buenos eran los americanos, los ingleses, los alemanes, los israelíes. Los malos: los rusos, los palestinos, los iraníes, los norcoreanos. Entre estos dos, se podían incluir a los tibios, entre los que se encontraban los franceses, los indios y los chinos. En consecuencia, mis personajes políticos favoritos eran: Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Helmuth Kohl, Yitzhak Shamir; y los detestados por excelencia: Leonid Brézhnev, el Ayatollah Khomeini, Yasser Arafat, Kim Il-sung. Tenía mucha desconfianza hacia François Mitterrand, Indira Gandhi, Deng Xiaoping, aunque a veces podían conquistarme gracias a unas palabras ingeniosas, como pasó con el presidente francés, quien describió a Margaret Thatcher de manera extraordinariamente precisa: “Elle a la bouche de Marilyn et le regard de Caligula” (“Tiene la boca de Marilyn y la mirada de Calígula”).

 

Sin embargo, de la radio Europa Libre solo escuchábamos detalles sobre la locura de Ceaușescu o las grandes tendencias de la política mundial. A veces, me topaba con información que a otros les parecería insignificante, pero que para mí adquiría un significado especial. Así, en cierto momento, no recuerdo en qué contexto, escuché que una publicación estadounidense había anunciado que Raisa Gorbachova tenía el tobillo más delicado del mundo. Intrigado por esta noticia, porque no lograba imaginar cómo se podía medir la delicadeza de un tobillo ni quién habría obtenido el permiso para tocar esta parte del cuerpo de la esposa del Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), sin embargo, la acepté como cierta, apreciándola como una prueba del refinamiento de los nuevos líderes del Kremlin y considerando que Mijaíl Gorbachov era mucho más sofisticado que los viejos y pesados líderes que habían sido los últimos gobernantes de la Unión Soviética que le precedieron. El tobillo de Raisa se convirtió, para mí, en un argumento a favor de Mijaíl Gorbachov y su buen gusto, que lo acercaba más a los líderes occidentales que a los toscos líderes de la URSS, porque nunca olvidé el episodio, contado por Aurică, y que siempre me pareció tan sórdido, el del zapato con el que Jrushchov golpeó la mesa en una reunión de la ONU.

 

Probablemente, durante el mismo período, Europa Libre describió un encuentro entre Helmuth Kohl, Mijaíl Gorbachov y Raisa Gorbachova, y me impresionó enormemente el hecho de que gran parte de la discusión entre ellos se dedicara, según lo dicho en la radio, al problema de la filosofía de la historia de Kant. Al pensar en el nivel intelectual de los tres, capaces de un verdadero debate filosófico, recordé de nuevo con disgusto a Nicolae Ceaușescu, incapaz de pronunciar una frase coherente, y me invadió una sensación de terrible humillación por tener a un idiota al frente del país.

 

VII

 

A principios de julio de 1940, a la edad de 17 años, Aurică tuvo que huir en una noche de Storojineț, su ciudad natal, para evitar quedar bajo la administración soviética que se estaba instalando en Bucovina. Su familia lo siguió a Rumania en 1944. La mamá de Zina y su familia también tuvieron que lidiar con los rusos, a quienes durante varios años se vieron obligados a hospedar en su casa en Curtici. Tanto mis bisabuelos paternos como maternos perdieron todo debido a la instalación del comunismo. Teniendo en cuenta estos acontecimientos en la historia de nuestra familia, así como las numerosas historias sobre la brutalidad y falta de educación de los soldados del Ejército Rojo que había escuchado desde mi temprana infancia, y todo lo que escuché diariamente de Europa Libre, especialmente durante el período de imposición de la Ley Marcial en Polonia en 1981, no es sorprendente que siempre haya odiado a los rusos.

 

El incidente que se ha convertido en emblemático del comportamiento de los soldados rusos me fue contado por Mamá Zina y siempre ha generado una gran diversión en nuestra familia, si bien ha sido contada y vuelta a contar recontada varias veces. Cuando el Ejército Rojo puso sus ojos en la casa de los padres de mi abuela, personas adineradas en Curtici, enviaron a algunos cosacos en una especie de reconocimiento a su vivienda. Inmediatamente se precipitaron de manera impulsiva sobre las cosas que les parecieron valiosas, apañándoselas sin muchas ceremonias, escudriñando impacientes en todos los rincones, haciendo diversas preguntas y, finalmente, pidieron que les sirvieran comida. La bisabuela había preparado sopa de pollo con albóndigas de sémola y carne hervida de ternera con salsa de cereza. En toda esa confusión, nadie recordaba cómo llegó a la mesa de la sala de estar la bacinilla de porcelana de la bisabuela, pero al observar un objeto que les parecía tan lujoso, los rusos pidieron que se les sirviera la sopa en ella. El bisabuelo Gheorghe, que luchó en la Primera Guerra Mundial, se dio cuenta de que no había nada qué bromear con esos bigotudos cosacos, y aunque dudó un poco, les pidió a las mujeres de la familia que los complacieran. Mamá Zina me contó el horror que las invadió y el miedo que les dio darles de comer a los soldados, pensando siempre que podrían terminar siendo fusilados. Sabían que, si el bisabuelo hubiera rechazado la solicitud, tratando de explicarles para qué servía el objeto que los había impresionado, habría arriesgado provocarlos, lo que podría llevarlos a considerar que estaban siendo ridiculizados solo para no recibir todos los honores que merecían. Pero, además, también sabían muy bien que si se descubría cuál era el verdadero destino del recipiente esmaltado, no habrían tenido ninguna oportunidad de escapar. Sin embargo, los cosacos no notaron nada, comieron hasta saciarse y se levantaron muy satisfechos de la mesa, encantados con el impecable servicio y alabando el talento culinario de la bisabuela. Tan pronto como se fueron los rusos, los abuelos y la abuela estallaron en carcajadas y se apresuraron a romper la bacinilla en la que les habían servido la sopa, para que no se supiera para qué se usaba en realidad.

 

Siempre tenía en mente este episodio cuando nos hablaban en la escuela sobre el pueblo hermano del Este y, rechinando los dientes, pensaba constantemente en cómo podría contribuir a la realización de mi mayor deseo, la destrucción de la Unión Soviética. Este tema me preocupaba tanto, que se convirtió en una verdadera obsesión para el niño de 8-9 años que era en ese momento y de la que, por supuesto, no hablaba con nadie. Una vez llegaba de la escuela empecé a dibujar, utilizando un atlas geográfico sobre el que ponía papel de calco, delineando los contornos de los diversos Estados del mundo, insistiendo especialmente en las fronteras de los Estados socialistas y luego en las fronteras de las diversas repúblicas que formaban la URSS. Me esforzaba mucho pensando en cómo se podría lograr la derrota de los rusos y finalmente, después de muchos intentos, llegué al siguiente escenario, que imaginaba en los más mínimos detalles: los líderes de los países comunistas intercambiaban mensajes secretos, decidiendo atacar a los rusos en la misma fecha y desde todas las direcciones. Programaban una reunión que debía tener lugar necesariamente a medianoche. En dicha ocasión, en el más completo secreto, establecían todos los detalles de la operación militar. El ataque se lanzaba simultáneamente a medianoche y las tropas rusas, sorprendidas, se veían obligadas a retirarse del Centro y Este de Europa. Seguía la desintegración de la Unión Soviética y la disminución constante en el mapa de este monstruo militar-político, lo que yo seguía con creciente satisfacción.

 

Debido a mi desprecio por Ceaușescu, no podía imaginarlo en esta reunión secreta de líderes de países comunistas. En su lugar, prefería imaginar a un presidente desconocido de Rumania, cuyo cabello lo acercaba más a la figura de un voivoda que a la de un secretario general de un partido comunista en Europa del Este.

 

 

VIII

 

Tenía alrededor de 10 u 11 años cuando escuché a uno de los amigos de Aurică decir que Hitler decidió suicidarse para evitar ser llevado en una jaula y mostrado como un mono a la multitud burlona y enojada de Moscú. Poco después, descubrí en un manual de historia de la época de entre guerras, escrito por P. P. Panaitescu, que encontré por casualidad en el desván de los abuelos en Chișineu Criș, que el sultán Bayaceto, capturado por Tamerlán después de la batalla de Ankara en 1402, fue mantenido en una jaula de hierro en sus últimos meses de vida, siendo tratado como un animal exótico y exhibido frente a la multitud.

 

Más tarde, encontré este pasaje sobre el destino del emperador Valeriano en la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon: “La voz de la historia, a menudo no es más que el instrumento del odio o la adulación, culpa a Sapor de haber abusado del derecho del conquistador. Se nos dice que Valeriano, encadenado pero vestido con la púrpura imperial, fue expuesto a la vista del público para ofrecerle el espectáculo de la grandeza caída; y que cada vez que el monarca persa montaba a caballo, ponía su pie en la nuca del emperador romano.

 

A pesar de las reprimendas de sus aliados, que lo aconsejaron repetidamente que recordara las vicisitudes del destino y temiera el regreso del poder de Roma e hiciera de su ilustre cautivo un testimonio de paz y no un objeto de insulto, Sapor permaneció inflexible. Cuando Valeriano se desplomó bajo el peso de la vergüenza y la aflicción, su piel, embalsamada y con apariencia humana, fue conservada durante mucho tiempo en el templo más famoso de Persia —un monumento al triunfo mucho más real que los apreciados trofeos de mármol y bronce que la arrogancia romana levantaba tan a menudo—”.

 

Probablemente todo esto me hizo imaginar que Ceaușescu también tendría un final similar, así que me divertía imaginándolo con las apariencias más extrañas y simiescas, inspiradas en el juego de cartas Animale din continente (Animales de los continentes), a veces como un orangután, a veces como un gorila, a veces como un mono, anhelando los bananos que le eran ofrecidos a través de los barrotes de la jaula en la que pasaba sus días, rodeado de miles de curiosos provenientes de todas partes que lo observaban y le gritaban a pleno pulmón, las más obscenas burlas.

 

Notas

[1] Original inédito en rumano: “Ceaușescu”. Traducción al español y notas por Miguel Ángel Gómez Mendoza (Universidad Tecnológica de Pereira-Colombia). Se traduce y publica con autorización del autor.
[2] Juego de palabras en rumano: Schimb de masaje între tovarășul Nicolae Ceaușescu și tovarășul Yasser Arafat”. “Mesaje” en rumano se traduce al español como “mensajes” y “masaje” como “masajes” (N. del T. Cursiva mía.)