Valentin Husson /Trad. Maria Konta
Amor fati, el amor del destino.[1] He ahí la fórmula con la cual, Nietzsche, designa, en Ecce Homo, “la grandeza en el hombre” (“Mi fórmula para designar la grandeza en el hombre es el amor fati”.[2]) En el fondo, se trataría de abrazar su necesidad, de decir “sí” incluso en su sufrimiento y en su enfermedad. La gran salud lleva este precio: esta no es la ausencia de desconciertos, sino la manera en que, incluso aquejado, afectado o debilitado, el superhombre se afirma y se interpreta embelleciendo la vida. Lo que nos gustaría proponer como hipótesis es que este amor fati esconde la apuesta de una curación analítica. Aquí está su objetivo, la señal de que un análisis ha tenido éxito. No se trata, en el análisis, de convertirse en otro, sino de aceptar quien uno es, de aceptar sus síntomas, sus repeticiones, su eterno retorno. No se trata de un estancamiento, sino de una oportunidad ofrecida de un desplazamiento: no el eterno retorno de lo mismo, sino el retorno de lo mismo en la diferencia. Las grandes revoluciones se sostienen en el desplazamiento de una coma.
Esta diferencia es del orden de una creación. El analizante no busca cambiar de imagen, dejar tras de sí la piel de su muda, sino asumir lo real por completo, con sus incumplimientos, sus fracasos, sus fallas. Ninguna curación es prometida, ni por el filósofo-médico, ni por el psicoanalista, sólo se puede comprender, es decir, tomar consigo sus propios síntomas, y transmutarlos por la fuerza. La gran salud es la afirmación creativa de la vida perturbada. La transvaloración nietzscheana adquiere la totalidad de su sentido en un análisis: entendiéndose que los valores de los que habla Nietzsche son fuerzas más que cualidades morales o políticas. En este sentido, la transvaloración designa la capacidad de reevaluar su propio pasado, de convertir las propias debilidades en fuerzas. Ya que todo lo que no mata hace más fuerte, y que cualquier enfermedad puede ser el fermento de la afirmación de una gran salud.
No hay pura negatividad en Nietzsche, todo lo negativo es positivo limitado o en potencia. Las tres metamorfosis –el camello, el león, el niño– proponen la imagen de este porvenir positivo de lo humano. Sabemos la observación de Freud, diciendo que el inconsciente no conoce ni la negación ni el tiempo. Esto indica que esta positividad de la palabra inconsciente -hablando con la rectitud y la verdad en el desliz, en el sueño, en el síntoma o en el acto fallido- debe ser acogida sin resistencia. La resistencia es el elemento negativo del todo análisis: sólo el analizante que rompe todas sus defensas psíquicas puede aceptarse como sujeto ya no escrito por el inconsciente, sino como autor de su vida. Pregúntenle a alguien qué se cree que es: les dará la novela que le hubiera gustado que nos escribiéramos sobre él. Creemos que somos el autor de nuestra vida, somos el personaje. Pensamos escribir nuestra vida, somos ante todo escritos. Sin análisis, no somos más que –como dijo Nietzsche– “el comediante de nuestro propio ideal”.
El desafío de la curación analítica es, en este, el de un desplazamiento de perspectiva y de interpretación. El analizante es aquel que, como Nietzsche, puede decir – cito La gaya ciencia –: “Seré así uno de los que embellecen las cosas”.[3] No hay hechos preconcebidos, solo interpretaciones de hechos. Y la mayoría de las veces, el análisis nos enseña que las palabras para contarnos, para contar nuestros recuerdos, nunca son neutras sino cargadas de historia. Un trauma deja de serlo cuando podemos volver a movilizarlo como un recuerdo que ha formado parte de nuestra vida, y cuando volver a recordar ya no implica revivir. En esto, la figura del filósofo-médico no prescribe ningún tratamiento farmacológico: no curamos con pociones o drogas, sino con palabras. Hay, naturalmente, en este amor fati una herencia enteramente estoica: el sabio es quien educa su juicio sobre las cosas. Siendo las cosas ineluctables, son nuestras opiniones las que deben ser reguladas por ellas para no tener que sufrirlas. Cito a Epicteto en el Manual: “Lo que atormenta a los hombres no es la realidad (las cosas, ta pragmata) sino las opiniones (los juicios, ta dogmata) que se forman de ellas.”[4] (O también en las Entrevistas: “Somos maestros de juzgar o no juzgar (doxai), y no de las cosas exteriores”[5]). El juicio de los estoicos corresponde a la interpretación embellecedora de Nietzsche, y al esfuerzo de desplazamiento del analizante (que Lacan llamó, como veremos, la puntuación del sujeto). Toda la sabiduría del estoicismo, del nietzscheanismo o del psicoanálisis consiste en una feliz resignación a la realidad. Feliz resignación a lo real que decía así Epicteto: “No esperes a que sucedan los hechos como quieres; decide querer lo que te sucede y serás feliz.” Se trata de desear el fatum; de amar, inevitablemente, quien soy; de procurar ser uno mismo.
Todos los resortes de la curación analítica están ahí. El psicoanálisis no busca que seamos otros más que nosotros mismos; puede simplemente enseñarnos, como dijo Freud, a convertirnos en “uno mismo de otro modo”. El “conviértete en lo que eres” hace eco del “Wo Es war, soll Ich werden”. Esta frase de Freud podría traducirse así: “donde estaba Eso (eso, ¿qué?, la memoria, el trauma, el pasado), debo transformarme.” En el fondo, el pensamiento nietzscheano tiene esto en común con el psicoanálisis que implica una autorrealización, es decir, una capacidad de aceptarse como uno mismo. Lacan lo dice así: “Lo que se realiza en mi historia, no es el pasado definido de lo que fue puesto que ya no es, ni siquiera lo perfecto de lo que fue en lo que soy, sino el futuro anterior a lo que hubiera sido por lo que soy en lo que me estoy convirtiendo.”[6] No, debo convertirme en lo que debería haber sido; pero tengo que llegar a ser lo que quiero ser en virtud de lo que habré sido. El “porvenir” o “el futuro” del Yo no es la producción de un cambio, sino una aceptación de lo que me ha sucedido para llegar plenamente a mí mismo.
El eterno retorno nietzscheano puede entenderse en términos de la repetición freudiana. Como anuncié en la introducción, la repetición -para el analizante en curación- no debe conducir al eterno retorno de lo mismo, sino al eterno retorno de lo mismo en la diferencia. Ahí en donde el desplazamiento es una diferencia que me hace llegar a mí mismo de otra manera. Procurar ser uno mismo, no es querer seguir siendo el mismo, es querer ser mejor, o como decimos hoy- es querer llegar a ser la mejor versión de uno mismo. Todo bien puede volver y repetirse, esta repetición no debe ser lóbrega, idéntica, sino que debe mover algo, provocar una bifurcación, crear una renovación. La identidad de este devenir es la identidad de lo idéntico y de la diferencia. La vida es repetición: repetimos una vez, repetimos otra vez, hasta el día en que repetimos algo nuevo, es decir, una renovación. Nunca empezamos de cero del pasado. Nuestro pasado es desaciertos, y estos desaciertos deben ser liberados de su carga culpabilizante (¡el psicoanalista es lo contrario del sacerdote!), es ser un paso hacia un más allá, una superación de sí mismo. ¡Que nuestro patrón de existencia se reproduzca es una cosa!, pero lo que vuelve debe volver a nosotros en una réplica más vívida, más intensa. Todo progreso en el análisis proviene de este desplazamiento infinitesimal, comparable al cambio de una coma, a la modificación de un signo de puntuación. Considérese, aquí, el de un signo de exclamación puntuando ese “sí” que el sobrehumano dirige a sí mismo, y que no es otro que la figura del analizante en análisis.
Lo que puede ofrecer un análisis, por tanto, no es la curación de nuestros síntomas, sino la aceptación de estos a través de su comprensión genealógica. De la misma manera, en Nietzsche, la enfermedad no se opone a la salud, como tampoco el sufrimiento se opone a la alegría: la vida es trágica, y es por eso por lo que debe ser tragicómica. Debemos reírnos con “buena conciencia” de nuestras desgracias, de nuestros errores. Porque nada es culpa nuestra, sino que todo es obra nuestra. Nietzsche lo dice en El crepúsculo de los ídolos: “Nadie es responsable de existir en general, de ser de una forma u otra”.[7] La desgracia les llega a los que piensan que podrían haber hecho otra cosa, o a los que se arrepienten de lo que han hecho o de lo que se les han hecho. En el primer caso, eso linda con la melancolía, en el segundo caso, con el resentimiento: este “afecto de odio retraído”, que leemos en la Genealogía de la moral. Querer que el pasado de uno sea diferente es querer que uno mismo sea otro de lo que es. En otras palabras, es desvalorizarse, invalidar lo que he llegado a ser, negarme toda legitimidad (síndrome del impostor, es decir: me he convertido en el que no debí ser). El analizante como el sobrehumano se quieren a sí mismos, es decir, dicen “sí” a su pasado, y se voltean hacia él diciendo -como Nietzsche en Aurora– “todo eso soy yo”.[8] Cuestión, una vez más, de escansión y puntuación. Se trata de despertar cada mañana y decirse a ti mismo: “¡Qué pena sería si no hubiera sido yo!”
Contrariamente a lo que se pueda pensar, esta ética nietzscheana o psicoanalítica es, por su feliz abdicación ante la realidad, de una gran modestia. Lo que nos promete Freud, en El porvenir de una ilusión, no es más que una “educación a la realidad”.[9] En el principio del placer, el sujeto tiende a satisfacer inmediatamente su goce; le gustaría que el mundo entero se plegara a sus deseos. No se trata sólo de “disfrutar sin trabas”, sino de disfrutar a toda costa, de todo, y de inmediato. El principio de realidad, por el contrario, es el principio por el cual el individuo entiende que hay algo inevitable y algo necesario. En el fondo, este principio de realidad viene afirmado por la fórmula canónica y lapidaria de Descartes (¡estoico, si lo es!): “Es mejor cambiar los propios deseos que el orden del mundo”. Cuando el principio del placer no ve ningún inconveniente en querer cambiar el mundo, en lugar de sus deseos; esta “educación a la realidad” nos invita a ajustar nuestro deseo a lo que es posible y se encuentra a nuestro alcance. Otra versión para decir que el psicoanálisis nos enseña no solo a descubrir no una voluntad todopoderosa dentro de nosotros, sino el poder de nuestra voluntad.
La voluntad del poder debe entenderse, en esto, en su genitivo subjetivo: no es una voluntad ilimitada, sino la voluntad de lo posible. ¡La paremia es, por lo tanto, engañosa! Porque no es cuando queremos, que podemos, sino que podemos, que queremos. El poder precede a la voluntad, y no al revés. Es porque podemos hacer algo, que lo queremos. ¿No podríamos, en este punto, intentar formular una especie de ética del psicoanálisis (del punto culminante de un análisis para el analizante) y del nietzscheanismo? Podría expresarse así: “quiérete, a ti mismo, y haz lo mejor que puedas” (difícilmente merece redoble de tambores, ¡pero lo más simple es lo más difícil!). Tal ética nos recordaría al sabio estoico que se adapta al mundo tal como es, pero también al sabio spinozista cuya sagacidad se pone a prueba en la auto-aceptación y la realización de un poder perfecto en su especie.
Esto es lo que el desarrollo personal pierde, este gloubi-bulga de un estoicismo vaciado de su sustancia y de su inteligencia. Esto solo acompaña al dispositivo de la época que es nuestro, al producir mandatos insostenibles y, por lo tanto, inductores de culpa, de desempeño, confianza en uno mismo, voluntarismo, autocontrol, salud mental y física. ¡Estamos convocados a ser san(t)os! De modo que el síntoma de nuestro tiempo es ser literalmente un hombre santo (saintôme). Sin embargo, hay muchas razones para desconfiar de todos los Comités de Salud Pública, especialmente cuando trabajan para el “privado”, es decir, para intereses comerciales. No hay un Self sino en el autoservicio, por lo demás: mi voluntad nada puede. Todavía es necesario haber levantado todas las determinaciones inconscientes que nos constriñen en nuestra existencia, haciendo del yo el juguete o el sonajero del inconsciente, para actuar más allá de toda repetición. Al glorificar la voluntad, y la omnipotencia de la mente sobre el cuerpo, terminamos produciendo jadeos, náuseas existenciales, asco de nosotros mismos. Como decía Spinoza en la famosa Carta LVIII a Schuller: el hombre se cree libre, en cuanto es consciente de sus deseos, ignorando que está determinado por causas de las que nada sabe. Así sería para esta piedra que tomaría conciencia de sí misma en su caída, y que se creería libre para abrazar este movimiento, ignorando que lo que lo provoca es la gravedad terrestre. Una imagen que, por lo menos, nos dice algo sobre este Yo cosificado, cuya gravedad lo hace inclinarse hacia la Tierra, cuando su voluntad quisiera mantenerlo erguido. El desarrollo personal es ese discurso ilusorio que nos hace sentir culpables por no lograr evitar la caída de los cuerpos.[10]
En Las alegres comadres de Windsor, Shakespeare resume poéticamente esta ética del analizante y lo sobrehumano: “Lo que no se puede evitar, debe ser abrazado”. Está pues lo inevitable, la fatalidad, esa que Nietzsche llamó precisamente, al escribirlo en francés en el texto: el “faitalismo”. El fatalismo del hecho, de la factualidad del mundo. Como las almas platónicas en el mito de Er del Libro X de La República: debemos aceptar nuestro destino, el destino que Lachesis, diosa de la Necesidad, ha decidido para nosotros. Se trata de tener mala suerte, buena gana, es decir aprender a estar cerca, a resignarse a ser uno mismo, a decirse “sí” a uno mismo, tanto para el mal como para el bien. “Sí, me quiero a mí mismo”, ¡éste es el único matrimonio exitoso de toda una vida![11] Así puede decir Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos: “Somos necesarios, somos un pedazo de fatalidad, pertenecemos a todo, estamos en el todo”.[12]
Otra expresión francesa toca con exactitud esto: “hacer de la necesidad, una virtud”. Sabemos que, en Nietzsche, la virtud se reduce, en Ecce homo, a la virtu, es decir, no simplemente a una disposición moral sino a una fuerza, en el sentido de una fuerza de carácter. La virtud, el poder mismo del sobrehumano, lo que lo convierte en una “fuerza de la naturaleza”, es su capacidad de decir “sí”, sin rencor, sin amargura, sin espíritu de venganza, a su pasado; es decir, olvidarlo. Aquí hay otro punto en común con el psicoanálisis: el sujeto está enfermo sobre todo de lo que no puede olvidar. Y lo que no se puede olvidar es lo reprimido. Lo reprimido no es lo que la conciencia ha olvidado, sino lo que ya no recuerda, aunque siga influyéndola. Lo que se olvida ya no afecta a la existencia, a diferencia de lo que se reprime, y que no deja de regresar y dirigirnos, a pesar de nosotros mismos. Podríamos releer íntegramente la segunda Consideración Intempestiva, sobre la utilidad y desventaja de la historia, y por tanto del pasado, a partir de estos temas. Si necesitamos recordar nuestro pasado, es para deshacernos de sus desaciertos que nos envenenan: el método genealógico, como el analítico, busca descargar el pasado de sus afectos negativos, para liberar al cuerpo de su carga. Hacer historia o hacer la propia historia es sólo un medio de superación. Hay un pasado que no pasa, y es este reprimido el que no deja de pesar en el cerebro de los vivos, del que Nietzsche, como Freud, quisieron liberarnos, enseñándonos a recrear nuestro pasado reinterpretándolo.
Pero ¿qué puede significar esto para nosotros hoy? ¿Qué lecciones filosóficas podemos sacar concretamente de Nietzsche y Freud, para vivir mejor? Bueno, esto: ¡el destino, en fin, es el inconsciente! Estamos, involuntariamente, atrapados en la repetición de una historia que nos escribe, más de lo que nosotros la escribimos. Nos creemos el guionista de nuestra vida; somos el personaje en medio de otros personajes. Me gusta la palabra árabe “mektoub” – destino – que literalmente significa: “está escrito”. Yo no creo en la predestinación de un Dios, a menos que Dios sea inconsciente, como a veces sugería Lacan, pero creo que nuestra vida está escrita en otra parte, en la represión de algunos de nuestros recuerdos, en la represión de los accidentes de la vida, en ciertas palabras censuradas, o incluso en esas palabras de amor que esperábamos y que nunca llegaron. Estamos escritos por esta historia de la que hemos perdido la pista. De niño, devoré la colección “Este libro en el que eres el héroe”. Al igual que estos libros, las opciones están restringidas y los escenarios están escritos de antemano; en consecuencia, si uno no puede ser el héroe, al menos uno puede hacer su actuación. Nuestra única libertad es aprender a “bailar encadenados” (Nietzsche). Como el perro, entre los estoicos, al que, enganchado con una correa al eje de un carro, se le ofrecen dos soluciones: o sufrir el movimiento forzado del vehículo tirado por dos caballos; o acompañar este movimiento, aceptándolo. Amar el propio destino es, pues, enfrentarse a aquello de lo que no se puede desentenderse; es abrazar lo irreversible y lo ineludible; finalmente es aprender a puntuar su historia sin duda y un signo de exclamación. Punto que se siguió llamando hasta el siglo XVIII: punto de admiración. “¡Todo esto, bueno y malo, soy yo!”.
Si “el estilo es el hombre mismo”, como escribió Buffon, y que Lacan citaba al comienzo de sus Escritos, ese estilo reside sobre todo en la forma en que narramos nuestra historia, y en la que la puntuamos. Darle estilo a tu vida es aprender a puntuarla más que meramente con puntos suspensivos, quizás mejor con un signo de exclamación.[13] Amo con locura a los que cuentan sus historias sin remordimiento ni arrepentimiento. Con un estilo patético y elegíaco, están contadas de forma épica y laudatoria. Esto se conoce comúnmente como “bocas grandes”. Su vida es envidiada. ¿Era tan extraordinaria? ¡De ningún modo! De una sardina hacen una ballena. Y los frutos de su vida son infinitamente más hermosos que los que prometían sus flores. ¡Pero precisamente!, precisamente, al dar una forma mítica, incluso homérica, a toda su existencia, enaltecen a aquel a quien hablan. Los dolientes atraen la piedad y empequeñecen todo en ellos; los aduladores, tal vez subiendo demasiado, provocan un fenómeno de succión. Hay que ser, como Nietzsche, de “los que embellecen las cosas”. Estas son figuras de estilo en sí mismas; grandes estilistas. Hacen de su historia una historia monumental. Ser autor de la propia vida es ante todo elegir el carácter en el que uno lo escribe.[14] Lo que ya afirmaba La gaya ciencia, el único saber gayo que nietzscheanos y analizantes comparten por derecho propio: “Dar estilo al propio carácter, he aquí un arte grande y raro”.[15]
Notas
[1] Texto inédito intitulado “Amor fati : se vouloir soi-même. Nietzsche, précurseur de la psychanalyse”. Agradezco a Valentin Husson por enviarme el texto y otorgarme el derecho de publicarlo en español.
[2] Friedrich Wilhelm Nietzsche, Ecce Homo. Nietzsche contre Wagner, traducción, introducción y notas de Éric Blondel, (Paris: Flammarion, 1992), § 10.
[3] Friedrich Wilhelm Nietzsche, Le gai savoir, traducción Pierre Klossowski, (Paris, Folio Essais, 2008), §276.
[4] Épictéte, Manuel, V, traducción de Emmanuel Cattin, (Paris: Flammarion, 2015).
[5] Épictéte, Entretiens, en el colectivo Les Stoïciens I, editado por Pierre-Maxime Schuhl (Paris : Gallimard, 1997), 11, 37.
[6] Jacques Lacan, Ecrits I, collection « Points », (Paris, Seuil 2006), 298.
[7] Friedrich Nietzsche, Crépuscule des idoles, traducción de Éric Blondel, (Paris: Hatier, 2001), §8.
[8] Friedrich Nietzsche, Aurore. Pensées sur les préjugés moraux, traducción de Éric Blondel, Ole Hansen-Love y Théo Leydenbach, (Paris : Flammarion 2012), §285.
[9] Sigmund Freud, L’Avenir d’une illusion, IX, traducción de Dorian Astor, (Paris: Flammarion, 2019): 111.
[10] He aquí, en efecto, un discurso contemporáneo (es decir, feliz por nada), que cree haber inventado el agua caliente, porque no sabe que sus antepasados ya la hervían.
[11] Conocemos la frase de Wilde: “Debes estar siempre enamorado, por eso nunca debes casarte. Y agregó: “Amarse a uno mismo es el comienzo de un amor que durará toda la vida. »
[12] Nietzsche, “Les quatre grandes erreurs”, Crépuscule, § 8.
[13] Que es algo más que puntuarlo con tres puntos de suspensión. Al decir, como Pessoa, poeta admirado por los románticos: “mi pasado es todo lo que no he logrado ser”.
[14] En un sentido tipográfico pero también psicológico.
[15] Nietzsche, Le gai savoir, §290.