Resumen
El presente ensayo explora una posible conexión entre algunas ideas centrales de Søren Kierkegaard y la literatura de Manuel Puig, poniendo la centralidad en la corporeidad que adquiere el lenguaje a través de la escucha y el habla, la escritura y la lectura, como materialización de un ámbito de la interioridad.
Palabras clave: literatura, Kierkegaard, Puig, filosofía de la escucha, interioridad, prácticas del lenguaje.
Abstract
“The present essay explores a possible connection between some central ideas of Søren Kierkegaard and the literature of Manuel Puig, focusing on the centrality of corporeality that language acquires through listening and speaking, writing and reading, as a materialization of a sphere of interiority.”
Keywords: literature, Kierkegaard, Puig, philosophy of listening, interiority, language practices.
“el cuerpo es la voz que habla”
Jean Luc-Nancy
“Nosotros también
tenemos acceso
a lo universal
desde el margen”
Jorge Luis Borges
Introducción
La fuerza transformadora de la palabra es, ante todo, algo que debe ser experimentado para poder ser comunicado. Pero si algo nos enseña Kierkegaard es que la comunicación de un poder no puede hacerse de forma directa, sino indirecta. No se trata de un saber sino de una forma de vivir que aumenta nuestra potencialidad. Que alguien descubra lo que puede a través de la palabra requiere necesariamente de su participación activa en el desarrollo de esa palabra, ya sea que la diga o que la escuche, que la escriba o que la lea.
La palabra creativa es palabra creadora: hace realidad en su propia enunciación. Permite que seamos hechos porque nos dice, nos desnuda, nos hace pensar, nos impulsa, nos provoca a la acción. La palabra que transforma es la palabra que crea una nueva realidad tanto al ser enunciada como al ser escuchada por un oído atento, abierto. La entonación, la encarnación y el acto creativo son cruciales para que esa palabra pueda impactar en una acción transformadora. Por eso, la palabra que transforma siempre da lugar a la pausa, al silencio, a un espacio, a un intervalo que permite que la escucha se vuelva activa: es el momento mismo de la resonancia.
Sin embargo, vivimos en un tiempo de palabras vacías y desencarnadas, de eufemismos, de discursos hechos a medida de la audiencia (que no es lo mismo que el oyente), cuya lógica de eficacia y transparencia nos ha deshumanizado. Esto genera una especie de tragedia: el poder transformador de la palabra ha menguado a fuerza de banalización. Como dice Jorge Larrosa en su Pedagogía Profana:
“Las palabras comunes comienzan a no sabernos a nada o a sonarnos irremediablemente falsas y vacías. Y cada vez más tenemos la sensación de que hay que aprender de nuevo a pensar y a escribir aunque para ello haya que apartarse de la seguridad de los saberes, de los métodos y de los lenguajes que ya poseemos (y que nos poseen).”
Este mismo pedagogo viene reclamando hace rato una lengua para la conversación, que nos permita hablar de lo que nos pasa, poner en común nuestras perplejidades, que nos permita conservar y conversar las preguntas, una lengua que acepte la confusión, la paradoja, la incertidumbre; una lengua que nos permita un espacio, una forma de estar en el mundo, de hacer comunidad desde la singularidad. En función de rescatar lo que consideramos crucial para recuperar esa lengua es que decidimos hacer esta ponencia conjunta.
El presente trabajo nace de ese gusto compartido por las palabras, por su sentido, por su significado, por su relevancia; surge como resultado de algunas inquietudes puestas en conversación, en diálogo. Conversaciones reales entre nosotros, sobre la vida, la literatura, la fe, la escritura, la poesía, la muerte, que son varias maneras de nombrar lo mismo. Y obviamente, ahí se cruzaron nuestros autores favoritos.[1]
Ver a Kierkegaard en Puig y a Puig en Kierkegaard.
Vamos a hablar de un autor que, para poder desarrollar su obra, se nutrió de sus propias experiencias, de su propia historia. La escritura le funcionó como una forma de exorcizar sus propios fantasmas, de hurgar en sus propias obsesiones. Por eso es que, en el conjunto de su obra, queda al desnudo la vida de nuestro autor. Incluso su condición de escritor se funda en una especie de frustración, de no llegar a ser otra cosa.
Su estilo, su forma de escritura, no responde a la herencia de una tradición, sino que presenta una ruptura y una renovación. En ese estilo se favorece la idea de escuchar las voces de múltiples personajes que han sido desarrollados para hacer pensar al lector y que el lector tenga un papel activo, decisivo, a la hora de sacar conclusiones. A través de esas voces, nuestro autor desarrolla una visión muy profunda sobre la sociedad y sobre la condición humana. Toda la lectura de su obra exige la adopción de una tonalidad, de una entonación que rescata la singularidad como principio articulador. Fue resistido y criticado en su ciudad natal, pero la fuerza y la originalidad de su propuesta le ha valido un reconocimiento a nivel internacional que perdura hasta el día de hoy.
Pero ¿de qué autor estamos hablando? ¿De Kierkegaard o de Puig? Ahí está el dilema de esta presentación: no tenemos muy claro si queremos hablar de Kierkegaard a partir de Puig, o de Puig a través de Kierkegaard. Veamos qué sale.
Cómo llegar a ser escritor.
Una pregunta que nos interesa desarrollar es cómo llegar a ser un escritor, que es lo mismo que preguntar por qué alguien se toma el trabajo de dejar el registro de una palabra. Es decir: ¿qué mueve a alguien a escribir? ¿Qué autoridad se le otorga a la palabra en el gesto de la escritura? ¿Cómo saber lo que se quiere decir? ¿Cómo encontrar la entonación adecuada, la propia voz? ¿Cómo usar voces prestadas para decir lo propio? ¿Cómo responder a esa voz que resuena dentro? ¿Cómo quebrar los moldes para que surja lo auténtico? ¿Cómo dar forma a las ideas de modo que la forma misma exprese esas ideas?
En su ensayo “Manuel Puig: la conversación infinita”, el crítico literario Alberto Giordano hace un llamado a escribir sólo sobre aquello que aumenta nuestra potencia de pensar, imaginar e interrogarnos y “experimentar en la escritura nuestra legítima rareza”. Para lograrlo hay que llegar a ser uno mismo, hay que experimentar el proceso de desarrollar la propia voz: hay que llegar a convertirse en escritor.
Es conocida la anécdota de cómo Puig se convirtió en escritor. Él mismo la contó mil veces en entrevistas y reportajes. Incluso le había puesto algunos nombres: “las treinta páginas de banalidades”, “la voz de la tía” y “como pájaros en la cabeza”. Puig quería ser cineasta: guionista o director. Pero al conocer el ambiente del cine en Italia, se dio cuenta de que su personalidad no le permitía ser director. Había que saber gritar, imponerse, decirle a todo el mundo lo que tenía que hacer. Imposible para alguien como Manuel. Como guionista, sólo le salía una mala copia de los recuerdos de las películas de su infancia en General Villegas (provincia de Buenos Aires).
En un momento, recuerda la voz de una tía. La voz le resuena y empieza a escribir. Se había propuesto escribir tres páginas para empezar un nuevo guion. Puig mismo dice que no pudo detener esa voz y escribió treinta páginas seguidas. Treinta páginas de banalidades. Cuando mostró el guion a un amigo, éste le dijo: “Acá no tenés un guion, acá tenés una novela” y así fue que siguió ese consejo. Escuchó otras voces en el recuerdo de su infancia y construyó alrededor de siete capítulos de lo que sería su primera novela.
La operación de la escritura fascinó a Puig. Se mudó a Nueva York donde consiguió trabajo en un aeropuerto y se tomó como tres años para escribir esa primera novela. El escritor villeguense expresa qué significó el acto de escribir, de decir su palabra, en los siguientes términos:
“[…] a través de la escritura pude, por primera vez en mi vida, abordar la realidad. Es la primera vez, también, que tengo la sensación de tocar algo sólido, de pisar sobre tierra firme, de sentir el fondo.”
El llegar a ser escritor permitió a nuestro autor volver hacia sí mismo a partir de la historia de otros. Él mismo lo afirma:
“[…] uno escribe sobre lo que siente como inevitable, como problema propio, como parte de sí mismo. No se puede escribir para demostrar. El olor a panfleto es horrible.”
En Mi punto de vista, Kierkegaard desarrolla su imagen de escritor, una muy particular: la de escritor religioso. Al enunciar esta posibilidad de combinación estética y religiosa, Kierkegaard abre un horizonte novedoso en el mundo de las palabras: cómo transmitir una experiencia de fe, una convicción profunda, a través de la escritura. Logra que sus más hondas cavilaciones tomen cuerpo en sus seudónimos para hablarle a un lector.
En un curioso gesto, Kierkegaard renuncia a la posibilidad de ser pastor, de dedicarse a la vida religiosa de la comunidad, y comienza a escribir sermones, sermones que nunca pronunciará, pero que se volverán libro, una de las pocas obras firmadas con su nombre y uno de los mejores libros jamás escritos en la historia de la filosofía: Las obras del amor.
Escuchar una voz.
En su excelente introducción a Kierkegaard, Oscar Cuervo nos propone una figura maravillosa para introducirnos a la obra del gran danés: esa figura es la de “escuchar una voz”. Curiosamente, esa misma figura es la que utilizan tanto Ricardo Piglia como Giordano, dos de los mejores críticos literarios de Puig, para interpretar la obra del escritor villeguense.
Como decíamos hace un instante, en el cuerpo de un niño resuena la voz de una tía que dice banalidades. Puig se inicia en la literatura a partir de una voz que le resuena, que escucha, que rescata. En esas banalidades se pintaba de cuerpo entero la conciencia de toda una clase social, de toda una generación. Esa modalidad de escritura, esa capacidad de escuchar una voz, es la que convirtió a Puig en escritor. El mismo Puig lo señala en una entrevista:
“Para escribir necesito silencio porque al escribir estoy escuchando una voz, un ritmo. Y cuando corrijo me pasa lo mismo: al leer, voy escuchando lo que leo, tengo la oreja alerta. Cualquier cosita la estoy escuchando.”
En toda su obra se puede evidenciar una fascinación por la voz de otros: en esa actitud de escucha está la toda la potencia del acto creativo de la palabra.
En unas jornadas sobre su obra que se hicieron tres meses antes de su repentino fallecimiento, Puig afirma algo aún más relevante para lo que queremos apuntar hoy:
“[…] cuando estoy escribiendo tengo que creer en la voz que me está contando la historia, tiene que ser alguien que me habla y yo le crea. ¿Cómo saber que la voz que se escucha es la verdadera? Pues, cuando la escucho la reconozco, sé que es esa.”
Creer en la voz por oír la palabra: la palabra que transforma es la palabra que al oírla nos infunde fe, la palabra a la que creemos por sólo escucharla. Como dice San Pablo en su carta a los romanos, la fe viene por el oír y el oír viene por la palabra.
Según Giordano, el arte literario de Puig promueve una escucha literaria que permite distinguir la generalidad de los géneros discursivos en las singularidades intransferibles. Por ejemplo, La Raba de Boquitas Pintadas: lo extraordinario de este personaje ordinario está en su voz, en las huellas imperceptibles del encuentro de su cuerpo con las letras del tango, con el cine, con la radio. O en Nené, de la misma novela, cuya voz está expresada a través de los boleros y del lenguaje religioso.
Así como en Kierkegaard la repetición se vuelve posibilidad de una recuperación, en Puig la recuperación de la voz propia se desarrolla a partir de la repetición de discursos banales o de las voces de la cultura de masas desplegada en el cine y la radio, en el bolero y el tango: allí reside la autenticidad.
Así como en Kierkegaard se da, a través de la dialéctica del amor, una reduplicación del sí mismo, el autor Puig resuelve sus conflictos internos proyectándose en las historias de otros. Ése es su mecanismo creador, su dialéctica de autor. Escuchar las voces auténticas de otros favorece la resolución del sí mismo.
Desde afuera (outsiders): “discúlpeme, pero de literatura no sé nada”.
En una entrevista le hicieron a Puig una rebuscada pregunta sobre literatura. Después de escuchar la pregunta, el autor villeguense se limitó a decir que no podía responder: “disculpa, yo no sé nada de literatura”. Uno de sus editores, Gimferrer, sugiere algo genial sobre Puig: “lo característico de la narrativa de Manuel Puig es su carácter solitario, insular; su radical originalidad, su diferencia absoluta con toda la literatura”.
Algo similar sucede con Kierkegaard. Él no se asume como filósofo, sino como un escritor religioso. Sus conocimientos sobre filosofía se limitan a nociones del idealismo alemán y a su fascinación por el personaje de Sócrates. Su propuesta se nutre de una tradición muy diferente: la reflexión sobre los textos bíblicos. Y eso es lo que produce una profunda renovación en su propuesta filosófica. Pero ¿por qué? La clave sigue estando en cómo transmitir lo que se vive realmente, cómo comunicar una verdad. Ese venir desde afuera es un punto a favor que reafirma la estrategia de comunicación indirecta que utilizan nuestros autores. “Yo no podía, como lo había creído, comunicarme directamente con el lector”, afirma Puig en otra entrevista.
En su sencillo y profundo ensayo titulado “El arte de Narrar”, el escritor y crítico argentino Ricardo Piglia trata de abordar este problema:
“Las grandes tradiciones narrativas a veces ligadas a tradiciones religiosas, a veces ligadas a tradiciones laicas, como los relatos bíblicos o Las mil y una noches, están fundadas en la noción del relato como un modo de transmitir una verdad que siempre es enigmática, que siempre tiene la forma de epifanía, de la iluminación. Un relato es algo que nos da a entender, no nos da por hecho el sentido, nos permite imaginarlo.”
Piglia distingue claramente, recordando a Leo Strauss, que hay dos grandes tradiciones culturales que se identifican con dos ciudades, Atenas y Jerusalén: la tradición filosófica del concepto, la argumentación conceptual de la tradición griega, la invención de la filosofía y la tradición narrativa de la Biblia: la experiencia narrativa de la revelación. Cristo, con las parábolas, las fábulas y los relatos, da a conocer la verdad de una manera distinta al modo en que la verdad se da a conocer a través del concepto, ligado a la tradición filosófica.
Si, como afirma Piglia, la narración es un modo de dar a entender, mostrar y no cerrar la significación, podríamos decir que hay una tradición conceptual que ha pensado el conocimiento en términos de conceptos y de categorías, y que hay otra tradición que se funda en los relatos: la tradición de argumentar con una narración, enseñar con una narración un sentido que no está cerrado nunca. El saber circula ahí de otro modo, no se niega el sentido de lo que dice porque es incorrecto, no se enfrenta una significación equivocada con una significación cierta. Como solía decir Puig, “narrar es un modo de conocer” y, sin duda, un modo muy potente.
Eso es lo que entendemos que funciona tanto en Puig como en Kierkegaard, en el dispositivo narrativo que utilizan para comunicar su singularidad. Desde afuera de la filosofía, repensar la filosofía; desde materiales no literarios, escribir una novela. Usar retazos de vida, relatos de otros, discursos religiosos, monólogos y cavilaciones; extraer, de lo que escapa a la academia y a la tradición consagrada, lo que resulta vital para decir algo nuevo, algo fresco.
O en palabras del mismo Puig:
“Cuando digo que siento haber tocado una verdad es que logré contacto con algo mío muy profundo y en relación con un inconsciente colectivo. Ahí, si consigo deslindar mi inconsciente del plano del inconsciente colectivo, lograré una visión de la realidad que será mía, única.”
La autenticidad de la palabra está en la forma de su expresión.
Otro aspecto que consideramos que permite este cruce puigeano-kierkegaardiano está presente en la relación entre forma y contenido.
En su ensayo crítico “Manuel Puig: La conversación infinita”, Alberto Giordano apunta la insistencia de Puig en suscitar en el espacio de la narración el encuentro singular de una voz en la que lo trivial se transmuta en extraño, abriendo desde la singularidad de la palabra el peso de las convenciones. Puig propicia, según Giordano, un encuentro entre singularidades.
En una coincidencia que resulta fascinante, lo mismo se podría decir de Kierkegaard. El encuentro de singularidades se da entre los seudónimos, los personajes de sus obras y el lector al que todo el tiempo se dirige Kierkegaard. Esa cercanía con el lector está puesta en el estrechísimo vínculo entre la forma y el contenido. El contenido está expresado en la forma misma, por eso sentimos que estos autores nos están hablando a nosotros y están hablando de nosotros.
Pongamos un ejemplo. Sobre Boquitas Pintadas, el mismo Puig nos cuenta:
“A mí me interesaba un aspecto en especial: esta gente había creído en la retórica del gran amor, de la gran pasión, pero no habían actuado de acuerdo a ella. Es decir, por un lado, creen en las letras de las canciones y, por el otro, una conducta de cálculo frío, una típica actitud de clase media ascendente. Yo quise reproducir esa contradicción en la forma dada a la novela, contar una historia de cálculos fríos en términos de novela apasionada, dar esta contradicción en la forma misma, que lo que estaba en el contenido se hiciera forma.”
Ahí tenemos otra característica de la palabra que transforma: que lo que está en el contenido se haga forma. Veamos otro ejemplo.
En un tempranísimo ensayo sobre La Traición de Rita Hayworth, de Puig, Piglia afirma que en el espacio del cuerpo del protagonista de esta primera novela se cruzan las verdades del mundo y sus terrores. Como “las seguridades de la razón nunca solucionan los problemas de la existencia”, la novela se despliega como una pura interioridad sin cuerpos puestos en relación. No hay otra cosa que conciencias. El espesor de los personajes, de sus conciencias, son sólo palabras. La única acción que despliegan los personajes de esta novela es hablar o escribir, existir desde el lenguaje:
“[…] la novela no es otra cosa que una toma de conciencia: de su cuerpo, de su familia, de su clase. La novela es ella misma una respuesta. Al escribirla, Toto prueba que es capaz de realizar la única empresa que le estuvo prohibida desde el principio: elegir. Fiel a sí mismo y a su clase, realiza esta elección con ambigüedad, en lo imaginario.”
Conclusión: el verbo ¿se hace carne?
Se pueden señalar más simetrías entre el pensamiento kierkegaardiano y la propuesta literaria de Puig, pero eso excede los límites de este ensayo. Para ir finalizando, queremos sugerir que la corporización de la palabra está en la insinuación, en el silencio, en la ruptura, en la novedad, en la cercanía que se produce con el lector a partir de la escucha y la entonación que se abre desde la propia interioridad hacia él. Quien lee se va comprometiendo (y se ve comprometido, consciente o inconscientemente) tanto en la acción de la lectura como en su experiencia vital.
La carne se hace verbo en la traducción de la experiencia más íntima a través del lenguaje y la lectura, en la que el papel del lector es fundante del texto y de sus derivas. Como lo expresa el mismo Puig: “El lector debe tener espacio para resolver por sí mismo” y ese protagonismo del lector no es casual: exige el compromiso de éste hacia una vida más auténtica. Ésa es la palabra que transforma: la que se hace cuerpo, que atraviesa el cuerpo, la palabra que se escribe para ser leída por un oído atento con una entonación adecuada. La palabra que carga con una gran fuerza transformadora es la que genera una apertura radical al otro y a su experiencia. De ahí que esa fuerza es siempre instituyente, nunca instituida. Eso es lo que vuelve posible la(s) historia(s).
Bibliografía
Notas:
[1] Las conversaciones entre nosotros siempre fueron “mate de por medio”. En Argentina toda conversación suele estar mediada por el ritual del mate. Así surgieron estas reflexiones, en una de las casas en las que vivió Manuel Puig en General Villegas, donde actualmente vive Patricia. Ambos vivimos en General Villegas y la pasión por la literatura en general, la de Puig en particular, y la reflexión filosófica nos ha conectado profundamente.