El amor en tiempos coléricos: acerca de la reconciliación en Kierkegaard

“Primera luz de la mañana” de Manuel Lobos Ruiz, artista chileno que añade: “Pintura acrílica sobre papel inspirada en las reflexiones acerca de la reconciliación planteadas en este artículo.”

 

 

Resumen

Nuestro interés será indagar la relación entre tres situaciones del existir desde el pensamiento de Kierkegaard. Estas son el amor, la reconciliación y el/la cólera. Para tal efecto analizaremos algunos pasajes de La victoria de la reconciliación presente en Las obras del amor, con el fin de mostrar cómo el y la cólera pueden generar una situación para la reconciliación y el amor. El escrito tiene tres partes: 1.- La distinción entre perdón y reconciliación. 2.- El carácter oculto del amor. 3.- La posibilidad de la reconciliación en medio de tiempos coléricos. En el título de este artículo hay una clara referencia a la novela de García Márquez. Evidentemente esto no es casualidad. Nos referiremos a esta relación en el final del texto.

Palabras clave: reconciliación, cólera, amor, perdón, Kierkegaard, García Márquez.

 

Abstract

Our interest will be to investigate the relationship between three situations of existence that can be analyzed from Kierkegaard’s thought, These are love, reconciliation and anger. For this purpose, we will analyze some passages from The Victory of Reconciliation present in The Works of Love, in order to show how anger can generate a situation for reconciliation and love. The writing has three parts: 1.- The distinction between forgiveness and reconciliation. 2.- The hidden character of love. 3.- The possibility of reconciliation in the midst of angry times. In the title of this article there is a clear reference to the novel by García Márquez. Obviously this is no coincidence. We will refer to this relationship at the end of the text.

Keywords: reconciliation, anger, love, forgiveness, Kierkegaard, García Márquez.

 

 

I. El perdón y la reconciliación: dos miradas respecto de la victoria del amor.

Pareciera ser que de suyo el amor es una victoria. Sin embargo, vale preguntar ¿una victoria respecto de qué? Evidentemente aquel individuo que logra amar no es precisamente alguien que podríamos considerar como un derrotado. Mas toda victoria parece implicar por condición a algo o a alguien que es derrotado. ¿Qué es lo derrotado cuando se ama? ¿Es el desamor? ¿Es el odio?

Uno podría pensar en una persona que logra amar y es correspondida como un buen ejemplo. Esta persona supera el desamor, supera el claustro del ego. Su yo ensimismado es supeditado al nosotros comunitario, haciéndose uno parte del otro. No obstante, esta victoria no es el final de la lucha y el error más catastrófico podría ser pensar que haber logrado amar es un medio para asegurar la plenitud. Una vez que se ha ganado el amor se entra en un nuevo campo de batalla más arduo, el conflicto de mantenerse en el amor. Kierkegaard describe esto en los siguientes términos:

 

“Si tuviéramos, pues, que expresar en una definición conceptual el contenido de aquellas palabras apostólicas (mantenerse firme después de haber vencido todo), diríamos: entendiéndolo espiritualmente hay siempre dos victorias: una primera victoria, y después la segunda, que consiste en conservar la primera.”[1]

 

Las palabras apostólicas que aquí se referencian son aquellas con las que Pablo exhorta a los efesios, instándoles a mantenerse firmes luego de haber enfrentado todo aquello que nos sale al camino y nos abruma en la existencia finita. Es natural que una correcta exégesis del pasaje paulino busque interrogar qué es aquello que puede desbaratar a alguien que ya ha vencido. Kierkegaard lo dice, la segunda victoria consiste en conservar la primera[2]. En esta segunda batalla la cuestión no es tener que resistir los embates de lo externo, sino que se trata de insistir en lo interno.

Ahora bien, conservar el amor significa insistir en él, pero no al modo de quien criogeniza el presente para sacarlo a relucir en historias de hazañas pasadas o en un viejo álbum de recuerdos avivados por la distancia. De lo que se trata, más bien, es de intentar evitar sucumbir ante el peso que tiene la sensación del triunfo. Si asumimos que haber logrado amar significa que la tarea ha concluido, el castillo de naipes se caerá con el primer movimiento involuntario. En la primera contienda se suple la necesidad que provoca el desamor. En la segunda uno vuelve a sentirse necesitado. Así, nuestro interés es reflexionar acerca de la segunda contienda, pues la primera, la de la dialéctica entre el amor y el desamor, es un tema que excede las intenciones de este escrito.

Podríamos decir que la segunda lucha enfatiza el hecho de que la tarea de amar es en un más acá y no en un más allá. Esto quiere decir que la posibilidad de que ocurra la reconciliación no debe ser vista a partir de su consumación definitiva y abstracta. Su efectividad está en la labor constante de no arrojarse al aparente descanso de ya haber ganado el amor, sino en seguir sintiéndose necesitado del otro y para el otro. He ahí la dificultad: tener que enfrentarse a los propios sentimientos cambiantes que siempre requieren de nuestra preocupación, incluso para aquel que vive evadiéndose. Esta segunda batalla es eterna en el tiempo, o dicho al modo de Kierkegaard, una batalla que se da en el instante en que lo eterno toca al tiempo[3]. La intersección entre el tiempo y la eternidad indica aquella experiencia en que la existencia individual no sufre por un futuro prefijado al cual se busca llegar, sino que su telos se funde en la realización actual de la vida. Así, por ejemplo, alguien puede pensar que por haber encontrado el amor en otra persona ha obtenido un logro definitivo. Sin embargo, la tediosa cotidianeidad posterior demuestra la invalidez de dicho pensamiento.

Ahora bien, Kierkegaard, en Las obras del amor, propone que el mantenerse en el amor puede ser analizado a partir del contraste entre perdonar y reconciliar:

 

“Mas ¿no será esto pedir demasiado?; ¿quién es entonces el que tiene necesidad del perdón: el que procedió injustamente o el que sufrió la injusticia? Sin duda es aquel que procedió injustamente quien tiene necesidad de él. Ah, pero el amoroso, que sufrió la injusticia, tienen necesidad de perdonar, o de reconciliación, de reconciliarse (Forsoningen). ¡Qué palabra, no como la palabra perdón (Tilgivelse), que discrimina evocando la justicia y la injusticia, sino que tiene amorosamente tras de ella el hecho de que ambos son unos necesitados! No es reconciliación, en un sentido pleno, el que se perdone cuando se ha implorado el perdón; sino que reconciliación es tener la necesidad de perdonar ya incluso cuando el otro ni por lo más remoto ha pensado quizá en buscar el perdón.”[4]

 

Al entregar el perdón (Tilgivelse), uno mismo, de una u otra manera, se relaciona con el otro desde una condición de superioridad. Aquel que cometió la injusticia tiene que estar luchando en la palestra por el perdón, mientras que el justo decide su futuro desde el palco. El dañado otorga el perdón “por algo”, se trata de una relación cosificada. Por el contrario, en la reconciliación (Forsoningen), aquel que fue atacado busca situarse al lado del injusto como si se tratara de un igual, pero no con la intención de mostrarse misericordioso ante la audiencia. La lucidez de aquel que habiendo sido dañado sigue necesitado del otro no tiene que ver tan solo con querer remediar un pasado traumático, sino que lo que se busca es considerar al otro como un compañero de yugo. Esto es lo realmente absurdo del amor. Así, podrá decir Kierkegaard que el vencedor supremo no es el que supera al vencido, sino que es aquel que gana para sí y para el otro la comunidad que se edifica en un encastre mutuo, es decir, aquel edificio hecho con ladrillos que están vivos[5]. La particularidad de los encastres en las estructuras de madera radica en que una pieza requiere de la otra para evitar el colapso de la construcción erguida.

 

II. El carácter oculto del amor, esto es, aprender a mantenerse en la tensión.

Distinguir teóricamente a la reconciliación como una segunda victoria en la cual uno se enyuga al otro volviéndose un necesitado es solo el inicio del problema. La cuestión decisiva es ejecutar vivencialmente aquella reconciliación. Dicho esto, ¿cómo nos acercamos a ella? ¿Cuál es en el fondo la reconciliación de la que aquí habla Kierkegaard? ¿Se trata de una mera consigna moralista, que nos llama a cancelar toda competencia entre pares, pues es más ético aparentar que se necesita del otro? Nos parece que aquí no está en juego una ley moral, pues esto no significaría ninguna novedad. Deben de ser muchas las personas que reconocerían sin haber leído a Kierkegaard, o a tantos otros autores, que reconciliarse con el derrotado es algo loable. Por otro lado, podríamos enfrascamos en distinciones conceptuales respecto del amor, diciendo que hay uno que se comprende a partir del vocablo griego ágape. Podríamos afirmar que este tipo de amor es redentor y se diferencia del filiar y del erótico por tales y cuales razones. Realizar este tipo de aclaraciones teóricas no nos lleva a la reconciliación, pues puede significar un mero juego de palabras. Tampoco será de suyo un triunfo de la reconciliación el que elevemos el discurso de la otredad como si el solo hecho de enunciarlo inquisitivamente significara la superación de la ontología tradicional que se funda en el yo. Dicho de forma aún más concreta: qué absurdo sería pensar que, producto de que les enseñemos a los partidos políticos, a las ideologías y a los individuos el significado de la reconciliación desde el punto de vista de Kierkegaard, estos dieran un salto renunciando a sus diferencias. Y así con tantos otros ejemplos. La reconciliación jamás será algo que surja de la imposición moral, ni del conocimiento teórico. Por el contrario, en la existencia concreta y diaria, el acto de reconciliarse no ofrece ningún triunfo épico. Lo único que puede ofrecerle a una persona es la promesa de la espera. La espera de una tierra de la que se dice que en ella la leche y la miel emanan desde todas partes.

Ahora bien, podemos tomar otro camino en el intento de comprender la reconciliación, el cual parece ser más lúcido. Esta vía consistiría en afirmar que el amor y la reconciliación son problemas existenciales difíciles de asir teóricamente. Este camino daría la impresión de una loable humildad intelectual, pero también puede ser que en el fondo estemos enarbolando una sutil estratagema que termine por eludir el problema. ¿Cuál es este problema del que hablamos? Es aquel que anuncian Climacus en el Post scriptum, a saber, que terminemos pensando tan abstractamente que olvidemos la dificultad de indagar la existencia en su devenir[6]. De forma similar, Climacus dirá en Migajas Filosóficas que la existencia es algo desde lo cual se inicia y no a lo que uno llega de manera contemplativa y teórica[7]. Esta antecedencia es praxis, en nuestro caso, la acción de tener que enfrentar la reconciliación.

Entonces, para Kierkegaard, el comienzo de la reconciliación tiene residencia en el accionar del yo individual. En este accionar, aparece la interioridad del yo que no debe confundirse con la contemplación racional de la esencia del ser humano ni con una introspección meditativa. Esto se explicita en El concepto de angustia en los siguientes términos:

 

“El contenido más concreto que puede tener la conciencia es la conciencia acerca de sí misma, acerca del individuo mismo, no la autoconciencia pura, sino esa autoconciencia que es tan concreta, que ningún autor, ni el más rico en palabras ni el más prolífico, ha logrado jamás describir una semejante, y que todo ser humano, sin embargo, es. Esa autoconciencia no es contemplación, y el que crea que es así, no se ha entendido a sí mismo como para advertir que, estando él al mismo tiempo en el devenir, no puede llegar a estar consumado ante la contemplación. Esa autoconciencia, por tanto, es un obrar (Gjerning), y ese obrar es, a su vez, interioridad, y cada vez que la interioridad no responde a esa conciencia, hay una forma de lo demoníaco, pues la ausencia de interioridad se expresa como la angustia de adquirirla.”[8]

 

Se enfatiza aquí que la autoconciencia de la existencia es un obrar y que el concepto no puede anteceder jerárquicamente a dicho obrar. Puede verse que la idea de interioridad kierkegaardiana se comprendería mal si la identificáramos con una especie de interioridad cerrada, radicalmente ensimismada. El mismo Virgilio Haufniensis afirma que su posición está alejada de cualquier pelagianismo[9]. La interioridad no hace referencia a una región autónoma diferenciada de la exterioridad, sino que la interioridad indica una acción, un verbo, una labor. Es una labor que se realiza con el fin de realizarse, no con el de agotarse. Es lo que Kierkegaard decía acerca del significado de la ironía para Sócrates, a saber, que ésta no consistía en alcanzarla sino en siempre estar alcanzándola[10]. Este talante característico de la existencia puede compararse con lo que ha explicado de manera magistral Hannah Arendt, al indicar, entre otras cosas, que la labor se diferencia de las demás actividades humanas en que ésta se basta en su realización y no en el producto que puede llegar a generar:

 

“[…] En efecto, signo de todo laborar es que no deja nada tras de sí, que el resultado de su esfuerzo se consume casi tan rápidamente como se gasta el esfuerzo. Y no obstante, dicho esfuerzo, a pesar de su futilidad, nace de un gran apremio y está motivado por su impulso mucho más poderoso que cualquier otro, ya que de él depende la propia vida.”[11]

 

Nos parece que la lucidez de nuestro pensador respecto de pensar a la existencia en su devenir se materializa en sus aclaraciones metódicas. Estas nos indican que su pretensión no es explicar la existencia, sino poder mencionarla de tal manera que el que la escuche pueda tener la ocasión de intuirse a sí mismo[12]. Así, una primera cosa que habría que destacar es lo que Kierkegaard dice, al inicio de Las obras del amor, respecto de que el amor posee una vida oculta[13]. La vitalidad del amor es algo celado. No obstante, el amor sí puede ser cognoscible mediante sus frutos. La afirmación de que el amor se conoce a través de sus frutos, según Kierkegaard, puede ser interpretada al menos de dos formas. La primera es aquella que asume que el fruto del amor es como la desembocadura de un río, la cual puede ser explorada a la inversa para así descubrir la fuente. Esto quiere decir que se podría analizar un fruto particular del amor con la intención de aprehender retrospectivamente la esencia del amor. La segunda vía es la de asumir que el fruto no debe entenderse como un pasadizo que nos lleva a lo celado, sino como algo que es delicioso en sí mismo, en su opacidad, y que dicha brumosa experiencia debe bastar. Esta segunda forma es la que asume Kierkegaard.

El problema de la primera vía, la de querer acceder a la fuente del amor y la reconciliación, es que no se encarga de pensar al existente en su devenir. Pensar al individuo, según Climacus, requiere de una preocupación irrestricta, esta es, la de cuidarse del lenguaje de la abstracción:

 

“En el lenguaje de la abstracción, nunca se manifiesta propiamente lo que es la dificultad de la existencia y del existente, cuando menos se transfigura la dificultad. Precisamente porque el pensamiento abstracto es sub specie aeterni (bajo la forma de lo eterno), desatiende lo concreto, lo temporal, el devenir de la existencia, y la difícil situación del existente al estar compuesto de lo eterno y lo temporal hallándose en la existencia.”[14]

 

Evidentemente aquí no se está refiriendo a una vida supraterrenal, sino a la idealidad abstracta del pensamiento. Pensar estando cimentados en el lenguaje de la abstracción significa olvidar la tensión de la vida, un olvido que se esconde de maneras muy sutiles. Por ejemplo, un bello y emotivo discurso acerca de lo importante que es reconciliarse puede terminar siendo una muy linda ocasión (Anledningen) para conmoverse. Pero aquel que se conmueve, por más atento que esté a lo que se dice sobre la reconciliación, puede estar sumido en la más pura abstracción. Está abstraído de sí mismo habitando en el discurso.

El principio matriz de Las obras del amor consiste en que el amor debe mantenerse en lo celado para que el fruto tome primacía. Lo edificante que pueda tener el pensamiento de Kierkegaard, por lo tanto, debe incorporar esta ceguera fundamental. Vale recordar aquí lo que se dice en El concepto de angustia respecto de aquellos términos que se refieren a la existencia:

 

“[…] por lo que respecta a los conceptos de la existencia, siempre es signo de buen tacto el abstenerse de las definiciones; de hecho, uno no podría nunca prestarse a concebir en la forma de una definición aquello que debe entenderse esencialmente de otra manera, aquello que uno mismo ha entendido de otra manera, aquello que uno ha amado de manera totalmente diferente, pues en tal caso se le volvería ajeno y se transformaría en otra cosa. El que ama de verdad no puede nunca encontrar alegría, satisfacción y menos aún provecho en ocuparse con una definición acerca de qué sea verdaderamente el amor.”[15]

 

El amor se obra, no se define y hay que cuidarse de caer en lenguaje de la abstracción haciendo de la practicidad del amor una mera consigna. La reconciliación es un fruto del amor. Si pensamos en una alegoría en la que nos comemos la fruta de un árbol, sería elemental afirmar que luego de comer la fruta ésta se acaba. Supongamos que luego de haber comido intentamos describir a un amigo la experiencia del sabor, del olor, de la textura que tenía la fruta. Por más que nos esforzásemos, la experiencia de disfrutar, de disponer de la fruta, no se agotaría en aquella descripción. Ahora, si nuestro amigo la probara podría decir “¡ah!, este era el sabor”. Luego, él también sufriría la dificultad de describir aquello que probó. Desde esta perspectiva, la reconciliación es cada vez que se experimenta. El que ama verdaderamente no se quiere llevar el secreto de la fruta para la casa para así nunca más tener que probarla. El secreto tiene que mantenerse en lo celado para que se pueda vivenciar.

De manera figurada, la acción de reconciliarse es similar a la de sumergirse en una niebla luminosa. En aquellas mañanas otoñales en las que la bruma es fulgurada por la luz del sol que la toca suele generarse una difuminación lumínica en la que podemos sumergimos. La característica de esta brumosa luminosidad se traduce en la vivencia de una atmósfera que nos rodea y nos acoge, permitiendo que lo externo y lo interno se vuelvan un solo ambiente encandilado. Así, caminamos por la ciudad sintiendo que el nuevo amanecer del nuevo día es más que un mero fenómeno astronómico. En medio de esta niebla centelleante, tomar un café caliente, por ejemplo, nos da la sensación de revitalización, de renovación, de reconciliación con la novedad que es la vida. De una manera semejante, el fruto que es la reconciliación también nos ilumina sin la necesidad de tener que conocer su origen. Si experimentamos la reconciliación nos sentimos como aquella niebla soleada y matutina. Nos revitaliza aun cuando no veamos lo suficientemente lejos para ver de dónde mana dicha experiencia. Esta bruma centelleante permite el aparecer, pero en ella no aparece nada. Al reconciliarnos aparecemos renovados, pero nada de lo que aparece agota el amor ni nos muestra su origen.

Ahora bien, ¿cuál es la particularidad que distingue a la reconciliación en tanto que fruto del amor? Parece ser, pensando en nuestras experiencias cotidianas, que la reconciliación es un fruto que no es tan común y, aun cuando su sabor es delicioso, lo evitamos constantemente guareciéndonos en el orgullo. El orgullo y el dolor producidos por una ruptura nos pueden hacer creer que seguir amando es una amenaza que, tal como la bruma, parece desorientarnos. Sin embargo, cuando probamos la verdadera reconciliación nos reorientamos vitalmente, aun cuando su apariencia se nos presentaba confusa. De forma similar, la habitualidad que se genera con los años puede derivar en un tedio abrumador que termine haciendo que dejemos de amar. La particularidad de la reconciliación consiste en que lo que ya se ha ganado y que está por caducar pueda ser vivido otra vez como una novedad. Se trata de una segunda novedad que nos llama a seguir luchando:

 

“Ahora cambia la situación; de ahora en adelante se hace suficientemente manifiesto que el que toma parte en la contienda es el amoroso, pues no lucha tan sólo para que el bien permanezca en él, sino que conciliadoramente lucha para que el bien salga victorioso en el que es poco afectuoso, o lucha para ganarse al vencido. La relación entre los dos ya no es una relación contenciosa, puesto que el amoroso lucha del lado del enemigo, en beneficios de éste, disputando la causa del poco afectuoso hasta la victoria. […] Mucho, muchísimo antes de que el enemigo pensara en buscar reconciliación, el amoroso ya se había pasado al campo del enemigo, luchando por su causa y trabajando allí, comprendido o incomprendido por éste, para llegar a la reconciliación.”[16]

 

Como decíamos, la palabra en la cual tenemos que detenernos es lucha (udkæmpe). Reconciliarse es volver a la lucha. Esto es lo complejo de esta acción, lo que hace que nos cueste tanto. Uno tiende a intuir que la reconciliación es un retroceso a un punto previo. Ahora bien, esta segunda lucha no es la misma que la primera, pues ya no se lucha contra el oponente sino con el oponente. Y justamente es el acto de volver a mantenerse juntos en la lucha de la tarea de vivir aquello que define a la reconciliación como tal. Por lo tanto, la victoria aquí no consiste en que juntos logremos vencer a un tercero, sino en que aprendamos a luchar en comunidad. No es la frase “aquí no ha pasado nada”, sino el intento de aprender el oficio de vivir juntos.

Reconciliarse, en términos kierkegaardianos, es una repetición, pero no la repetición estética que busca mantenerse en el placer. Tampoco es la repetición ética, pues ésta asume que la vida es un sacrificio cotidiano con miras a un bien mayor. La repetición de la reconciliación es aquella que es obra del amor. Una obra que consiste en decidir por uno mismo bajar la cuesta de Sísifo y ayudarle a cargar la roca con el único fin de acompañar fraternamente a este otro humano. Por ello, reconciliarse no es una mera acción reparatoria de los daños ocurridos en el pasado, sino que es una práctica anclada en la ejecución de la actualidad. Nos parece, visto así, que la reconciliación no es una mera reparación anecdótica, sino que es la condición sine qua non de la fraternidad humana.

Reconciliarse requiere de una decisión, pues consiste en lanzarse al “retroceso” existencial de aquella cuesta que se supone habíamos subido. Es pensar en cada persona con la cual tenemos mil excusas para no reconciliarnos, es decir, para ejercer fraternidad humana. Incluso con aquel individuo con el que no queremos asumir que hemos tenido un problema. También con aquel que piensa distinto ideológicamente y del cual tendemos a pensar que se trata de un mero ejemplar de una doctrina que nos parece equivocada. Y es en este tipo de ejemplos donde vemos la dificultad de la reconciliación, de la fraternidad, de volverse camarada de aquel que es un número más para nosotros. Y reiteramos, esto tiene que entenderse como una llamada de atención respecto de la vida, un “¡oye!”, y no como una imposición moral. La imposición normativa jamás logrará la reconciliación. ¡Qué absurdo y grotesco sería pretender predicar la reconciliación sin más a alguien que ha sufrido una violación, el asesinato de un familiar o la pérdida de un hijo producto de una detención política que terminó en la desaparición! La cuestión es más compleja y más difícil de resolver. En ninguna medida nuestra intención es marcar pautas, sino llevar a cabo un análisis de la existencia en su devenir. Aún más, la reconciliación, como fruto del amor, no está ahí para pesquisarla en los otros, sino para buscarla en uno mismo, en una autopsia[17]. Kierkegaard lo dice textualmente:

 

“Y, sin embargo, queda establecido que el amor ha de ser conocido por los frutos. Pero esas sagradas palabras de las escrituras tampoco han sido dichas para animarnos a encontrar ocupación en juzgarnos los unos a los otros; bien al contrario, han sido dichas exhortativamente a cada uno en particular, a ti, mi querido oyente, y a mí, animando a que no se deje uno estéril su amor y trabaje para que éste pueda ser conocido por los frutos, sean o no estos efectivamente conocidos por los demás.”[18]

 

Qué interesante es que se hable de la posibilidad de que el fruto finalmente quede en lo celado y de que nunca se descubra si es que aconteció o no la reconciliación. Es otra señal de que se trata de una tarea constante. La enemistad y la ruptura bien pueden suceder a la reconciliación, y uno se pregunta inquisitivamente: ¿no se supone que nos habíamos arreglado? La renovación de la comunidad humana no se descubre ante la luz cenital del mediodía, sino que se mantiene en la inminencia de la experiencia individual, en aquel lugar que no se puede ver por estar demasiado cerca.

Ahora, intentemos relacionar muy someramente lo que hemos dicho acerca de la experiencia de la reconciliación con los tiempos coléricos que vivimos.

 

III. La reconciliación en tiempos coléricos.

Vivimos tiempos de cólera. Dicho de mejor manera, ser humano significa vivir en cólera. Siempre nos falta reconciliación, pues no se trata de un recurso que nos sobre. Gabriel García Márquez habla en su novela de al menos tres tipos de cólera, pues juega con las sinuosas acepciones que poseen las palabras en la lengua española. Así, está el cólera como enfermedad infecto-contagios a. Luego, el hecho de montar en cólera, es decir, una rabia incontenible. En tercer lugar, como telón de fondo, está la cólera política, las guerras civiles que se terminan transformando en la cotidianeidad de una época encolerizada. En este escenario se desarrollan los cincuenta años y más que dura la historia de amores y desamores entre Florentino Ariza y Fermina Daza. Un amor que tuvo que esperar no solo la superación de la desilusión, sino también los significados ético y estético del amor. En la juventud, el amor entre ambos jóvenes se volvió imposible, pues Fermina se dio cuenta en algún momento de que realmente no lo amaba. Así, ella tomó la determinación de casarse con el doctor Juvenal Urbino por una convicción sustentada en la ética. Al doctor Urbino, en el fondo, no lo amaba, pero fue un compromiso que le permitió llevar una vida con propósito moral. Por otro lado, Florentino se lanzó a decenas de amoríos estéticos y pasajeros, con el fin de olvidar a través de la pasión la desilusión del pasado. Finalmente en la novela, y sin ánimos de destripe, Fermina, en su ancianidad, enviuda de su marido Juvenal. Por su parte, Florentino sabe que aún la ama, aun cuando ya tengan más de ochenta años. Así, luego de algunas escaramuzas, logra reconquistar el amor de Fermina. Se unen en amor pues se reconcilian, pero ya no es un amor que busca la victoria de la sensualidad ni cumplir con el deber moral, sino que se trata de que ambos se vuelvan una pareja con el único fin de acompañarse en la fraternidad de un amor íntimo.

De esta manera, al final de la novela aparece una cuarta forma de cólera, la cual, paradójicamente, refleja un acto de liberación. Florentino y Fermina se embarcan en un buque fluvial y elevan la bandera amarilla que indicaba que a bordo había contagiados de cólera. Esta falsa bandera que izan, anunciando la presencia de una enfermedad contagiosa que en realidad no padecían, les permite que nadie los moleste en su acompañarse, pues se trata de un barco encuarentenado. Así, en su ancianidad, comienzan a hacer la ruta del buque a través del río, de ida y de vuelta, en una repetición constante, solo con el fin de acompañarse. Y en la última escena, cuando el capitán del buque fluvial le pregunta a Florentino: “¿Hasta cuándo irán de ida y vuelta con la bandera de un cólera falso?”, el anciano le responde con un grito estruendoso: “!Toda la vida!”[19]. Parece ridículo, en términos cronológicos, que dos ancianos estén hablando de tener enfrente suyo “toda la vida”. Uno esperaría que hablaran de “lo que queda de vida”. Sin embargo, su lucidez radicó en haberse despojado de la visión teleológica del tiempo, estableciéndose radicalmente en la sincronía del acompañamiento, en una espera mutua. Atrás quedaría la desesperación estética de tener que aprovechar cada momento debido a que el tiempo se acaba. Atrás quedaría el tedio ético de resistir a la cotidianeidad con el fin de apuntar a un significado mayor. Así, Fermina y Florentino se reconcilian en amor, en una repetición en la cual se mantienen acompañados en la lucha de los días.

Es verdad que hoy experimentamos tiempos coléricos. Los tres tipos de cólera que describe García Márquez los vemos: en la pandemia que nos ha afligido, en la rabia contenida a través de las redes sociales, en las guerras innecesarias que de tan largas terminan siendo parte del diario vivir. No obstante, siguiendo la exhortación de Kierkegaard, nos parece que sería un error pensar que el cólera y la cólera de nuestra época deben ser vencidos y que debemos buscar la supresión de todo conflicto como el telos de nuestra época. Más bien, parece que las épocas coléricas se vuelven una oportunidad, una oportunidad para los que vencen a la pandemia, los que vencen en política y los que vencen en las guerras, y también para todo individuo, pues todos en algún ámbito de la vida hemos vencido. Los tiempos coléricos se vuelven una oportunidad, pues intensifican el problema humano de manera mucho más enfática que los tiempos de aparente tranquilidad. Nos permiten fundirnos en el presente, sin que esto signifique la imprudencia de no intentar prever lo que viene. Fundirnos en el presente para acompañarnos fraternamente en medio del y de la cólera. Reconciliarse, quizás el don más bello que trae consigo el amor, requiere que nos mantengamos en la lucha del ahora. Y será una tarea constante, pues si nos reconciliamos es muy probable que a renglón seguido nos volvamos a enemistar. Así, tendremos una nueva oportunidad de reconciliarnos.

Ahora bien, para finalizar, ¿qué herramientas nos ofrece la exhortación kierkegaardiana, la de llamarnos a mantenernos en la lucha junto al otro en la tarea de pensar la existencia? Nos parece que como primera tarea tenemos que estar atentos al lenguaje de la abstracción presente en el nominalismo y en las cosmovisiones. Estar atento no significa decir que los demás están equivocados en sus convicciones, sino que es una invitación a cuidarse de no ser absorbidos y terminar transformados en individuos abstractos. Me parece que aprender del pensador danés es asumir su tarea de polemizar, con él, con uno y con la época presente. Polemizar y reconciliar, labores que requieren perpetua atención.

 

 Bibliografía

  • Arendt, Hannah. La condición humana, Editorial Paidós, Barcelona, 2015.
  • García Márquez, Gabriel. El amor en tiempos del cólera, Literatura Random House, Barcelona, 2019.
  • Kierkegaard, Søren. El concepto de angustia, Editorial Trotta, Madrid, 2016.
  • Kierkegaard, Søren. Las obras del amor, Editorial Sígueme, Salamanca, 2006.
  • Kierkegaard, Søren. Post Scriptum, no científico y definitivo a Migajas filosóficas, Editorial Sígueme, Salamanca, 2010.
  • Kierkegaard, Søren. Migajas filosóficas. Editorial Trotta, Madrid, 2016.
  • Kierkegaard, Søren. Temor y temblor. Editorial Trotta, Madrid, 2019.
  • Kierkegaard, Søren. Sobre el concepto de ironía. Editorial Trotta, Madrid, 2006.

Notas:
[1] Kierkegaard, Søren. Las obras del amor, ed. cit., pp. 398-399.
[2] Ibidem., 399.
[3] Cfr. Kierkegaard, Søren. El concepto de angustia, ed. cit., p. 202.
[4] Kierkegaard, Søren. Las obras del amor, ed. cit., p. 402.
[5] Ibidem., p. 403.
[6] Cfr. Kierkegaard, Søren. Post scriptum, ed. cit., pp. 300-303.
[7] Cfr. Kierkegaard, Søren. Migajas filosóficas, ed. cit., p. 57.
[8] Kierkegaard, Søren. El concepto de angustia, ed. cit., pp. 248-249.
[9] Ibidem., p. 153.
[10] Cfr. Kierkegaard, Søren. Sobre el concepto de ironía, ed., cit., p. 292.
[11] Arendt, Hannah. La condición humana, ed. cit., p. 102.
[12] Cfr. Kierkegaard, Søren. Post scriptum, ed. cit., p. 83.
[13] Cfr. Kierkegaard, Søren. Las obras del amor, ed. cit., p. 21.
[14] Kierkegaard, Søren. Post Scriptum, ed. cit., p. 299.
[15] Kierkegaard, Søren. El concepto de angustia, ed. cit., p. 252.
[16] Kierkegaard, Søren. Las obras del amor, ed. cit., p. 401.
[17] Kierkegaard, Søren. Migajas Filosóficas, ed. cit., p. 82.
[18] Kierkegaard, Søren. Las obras del amor, ed. cit., p. 31.
[19] García Márquez, Gabriel. El amor en tiempos del cólera, ed. cit., p. 399.