“Vecinos”. Una lectura kierkegaardiana de un cuento de Raymond Carver

Ilustración de Jean Lagarrigue para el cuento “Neighbors”, de Raymond Carver, publicado en Esquire Classic, (https://classic.esquire.com) el 1° de junio de 1971

 

Resumen

La desesperación y la angustia constituyen dos aspectos centrales en la filosofía de Søren Kierkegaard. Nuestro trabajo procura establecer un diálogo entre el cuento “Vecinos” del escritor estadounidense Raymond Carver y el citado concepto de “desesperación”. Los protagonistas del relato realizan acciones y tienen actitudes que se pueden vincular con una de las categorías que el filósofo danés desarrolla en La enfermedad mortal. El texto propone, a partir de un tramo de la vida un hombre y una mujer reconocibles en una sociedad contempóranea, la vigencia de los análisis de Kierkegaard en la actualidad, desde una perspectiva tanto psicológica como filosófica.

Palabras clave: Literatura, filosofía, Raymond Carver, Søren Kierkegaard, desesperación, relaciones de pareja

 

Abstract

Despair and anguish constitute two central aspects in Søren Kierkegaard’s philosophy. Our paper seeks to establish a dialogue between the short story “Neighbors” by the American writer Raymond Carver and the aforementioned concept of “despair”. The protagonists of the story perform actions and have attitudes that can be linked to one of the categories that the Danish philosopher develops in The Deadly Disease. The text proposes, from a section of the life of a man and a woman recognizable in a contemporary society, the validity of Kierkegaard’s analysis in the present day, from both a psychological and philosophical perspective.

Keywords: Literature, philosophy,  Raymond Carver,  Søren Kierkegaard, despair, relationship

 

 

En el libro tercero de La enfermedad mortal Søren Kierkegaard clasifica las diferentes formas de la desesperación. En el comienzo del capítulo II, titulado “La desesperación considerada bajo la categoría de la conciencia”, afirma: “Cuanta más conciencia, tanto más intensa es la desesperación”.[1] Se trata de un dato relevante para categorizar la desesperación como característica que define la condición humana y que el individuo debe atravesar y que atraviesa, ignorante o no, acerca de sus efectos y posibilidades.

Es decir, el examen reflexivo sobre sí mismo es un movimiento que, lejos de atemperar o ser un consuelo mediante una explicación racional, intensifica esta condición y la lleva a sus límites.

Ahora bien, existen seres humanos que no han llegado aún a ese estado. En tal sentido, el filósofo danés comienza analizando “La desesperación de no querer ser uno mismo o la desesperación de la debilidad”, de la que distingue dos formas: “La desesperación por lo terrenal, o por algo terrenal” y “La desesperación en torno a lo eterno o por uno mismo”.

En cuanto a la primera, Kierkegaard menciona al “hombre inmediato”, quien se halla ligado al conjunto de la “temporalidad” y a la “mundanidad en estrecha independencia con lo otro”. El filósofo lo caracteriza como alguien que conoce sólo “la dialéctica” de “lo agradable y lo desagradable” y cuyos “conceptos favoritos” son la “dicha, la desgracia y el destino”.[2]

Kierkegaard profundiza en el concepto y afirma:

 

“Esta forma de desesperación consiste en que uno no quiera ser sí mismo; o consiste, lo que es todavía más bajo, en que uno desesperadamente no quiera, en general, ser un yo; o consiste, cosa la más baja de todas, en que uno desesperadamente quiera ser otro distinto; anhelando con sus fuerzas un nuevo yo. La inmediatez de la vida no comporta propiamente ningún yo, ningún conocimiento propio y, en consecuencia, tampoco encierra ninguna capacidad de reconocimiento de uno mismo. Esta es la razón de que en la inmediatez todo termine sin pena y sin gloria, en la farsa y en las aventuras. Y mientras uno vive desesperado en la inmediatez no tiene ningún arresto personal para desear y ni siquiera soñar que se ha llegado a ser lo que nunca se fue. El hombre inmediato cubre su déficit de otra manera, es decir, anhelando ser otro distinto.”[3]

 

A la luz de estas reflexiones, veamos lo que sucede en el cuento Vecinos, de Raymond Carver (1939-1988). Se trata de un escritor estadounidense que publicó en vida cuatro libros de relatos y un quinto que apareció en forma póstuma. Además, se dedicó a la poesía y el libro Todos nosotros reúne la mayoría de sus producciones en ese género. El cuento mencionado integra ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, el primer volumen de relatos, editado en 1976.

El texto comienza así:

 

“Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de cuando en cuando tenían la sensación de que en su círculo de amistades se les había relegado –y sólo a ellos– un tanto, y que tal actitud había hecho que Bill se entregara a su trabajo de contable y que Arlene se dedicara a sus tareas de secretaria. Hablaban de ello a veces, sobre todo comparando su vida con la de sus vecinos Harriet y Jim Stone. A los Miller les parecía que los Stone llevaban una vida más llena y excitante. Los Stone salían mucho a cenar fuera, o recibían a amigos en casa, o viajaban por el país aprovechando los desplazamientos de Jim por motivos de trabajo.”[4]

 

Los Stone van a emprender uno de sus viajes habituales y les piden a los Miller –quienes viven enfrente‒ que en su ausencia cuiden de su departamento, den de comer a Kitty, la gata de la pareja, y rieguen las plantas. Los Miller, por supuesto, acceden.

El primero en entrar a la casa es Bill quien, al ingresar, respira “hondo” y siente que el aire “ya estaba cargado” y era “tenuemente dulce”. Luego de darle de comer al animal, se dirige al baño. Relata Carver:

 

“Se miró en el espejo y cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el botiquín. Vio un frasco de píldoras y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según prescripción. Y se metió el frasco en el bolsillo […]. Regó las plantas, dejó la jarra sobre la alfombra y abrió el mueble bar. Buscó en el fondo la botella de Chivas Regal. Bebió dos tragos de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a dejar la botella dentro del mueble […]. Bill apagó las luces y cerró la puerta despacio, asegurándose que quedaba cerrada. Tenía la sensación de que se había dejado algo.”[5]

 

Cuando Bill regresa, Arlene le pregunta por qué había tardado tanto y él le contesta que se había entretenido con la gata.

A partir de esa primera visita, la relación de la pareja Miller comienza a cambiar. Al otro día Bill sale antes del trabajo y se produce el siguiente diálogo:

 

“‒¡Bill! Dios, me has asustado. Llegas pronto‒ dijo Arlene

Bill se encogió de hombros.

‒No había nada que hacer en la oficina‒ dijo.

[…]

‒Vámonos a la cama‒ dijo él.

‒¿Ahora?‒dijo ella riendo‒. ¿Qué mosca te ha picado?

‒Ninguna. Quítate el vestido.”[6]

 

El ingreso a la casa de los Stone parece haber devuelto a la pareja la pulsión sexual. Pero es una de las primeras manifestaciones de lo que Kierkegaard denomina como el hombre inmediato, atado a los avatares de la temporalidad y que parece creer que, a partir del contacto con otra realidad –la de la vida de los Stone‒ se está produciendo un verdadero cambio en su vida. Es revelador en tal sentido que, en la primera visita, Bill se observe en el espejo, cierre los ojos y vuelva a mirarse: allí parece que está naciendo la nueva posibilidad.

Después de hacer el amor, Bill vuelve a la casa de los Stone y, luego de dar de comer a la gata, abre todos los armarios y observa los alimentos, va hacia el dormitorio y abre el cajón de la mesita de luz. De allí, agarra un paquete de cigarrillos a medio terminar y oye que golpean a la puerta. Va hacia el baño y aprieta el botón del inodoro. Cuando sale, Arlene le vuelve a preguntar por qué tarda tanto y él le miente: “He tenido que entrar al baño”. Esa noche vuelven a tener relaciones.

Al otro día, por la mañana, realiza una tercera visita. Cuando entra al dormitorio, se queda acostado, no recuerda el día que era y piensa si los Stone habrán de regresar. Luego abre el ropero, se prueba primero las ropas de Jim, va hacia la cocina y, cuando vuelve, se quita el traje que se había puesto y se pone las bragas y el sostén de Arlene. Luego, se quita las prendas, pone todo en su lugar y vuelve.

Tanto Bill como luego Arlene en una posterior visita entran a la casa de los Stone y se demoran. Tienen la intención de que todo aquello que forma parte del mundo de los Stone los impregne y pase a ser parte de sus vidas. En ese proceso, dejan de ser ellos y procuran ser otros. Como ha sido citado anteriormente, Kierkegaard afirma: “La inmediatez de la vida no comporta propiamente ningún yo, ningún conocimiento propio y, en consecuencia, tampoco encierra ninguna capacidad de reconocimiento de uno mismo.”[7]. Es por ello que al ingresar a la casa de los Stone se va produciendo una suerte de borramiento de esos yoes inestables y precarios de los Miller y el intento de sustitución de esas personalidades endebles por lo que se cree más excitante, poderoso y prometedor como lo constituye la vida de sus vecinos.

Las diferencias con lo propio forman parte de esa transformación que no deja de tener un hálito de misterio. “El apartamento de los Stone le pareció más fresco que el suyo y más oscuro”[8] cuando ingresa Bill por última vez. Ello se acentúa en la visita que realiza Arlene en el último tramo del relato, cuando encuentra fotos en un cajón. Bill pregunta y se genera este diálogo:

 

“‒¿Qué clase de fotos?

‒Vas a verlo por ti mismo‒ dijo Arlene y se quedó mirándole.

‒¿En serio?‒ Sonrió abiertamente ‒¿Dónde?

‒En un cajón– dijo Arlene.

‒¿En serio?‒ dijo Bill.

Y, después de unos instantes, Arlene dijo:

‒A lo mejor no vuelven‒ Y acto seguido se quedó asombrada de lo que había dicho.

‒Es posible ‒dijo Bill‒, todo es posible.”[9]

 

Pero esta revelación y la reflexión acerca de la probabilidad de que los Stone no regresen se ve truncada. Es el comienzo del desenlace del cuento:

 

“‒La llave ‒dijo Bill‒ Dámela.

‒¿Qué? ‒dijo Arlene. Se quedó mirando la puerta.

‒La llave ‒dijo Bill‒ La tienes tú.

‒Dios mío ‒dijo Arlene‒. Me la he dejado adentro.

Bill tentó el pomo. La puerta estaba cerrada. Luego lo intentó Arlene. El pomo no giraba. Arlene tenía los labios abiertos y su respiración era pesada, expectante. Bill abrió los brazos y Arlene se fue hacia ellos.”[10]

 

Tengamos en cuenta esta imagen y lo que afirma Kierkegaard con relación a esta clase de seres humanos que buscan ser otros:

 

“Es un espectáculo lastimoso, pero en todo caso es imposible contener la risa cuando se contempla a semejantes seres desesperados los cuales, humanamente hablando, además de ser unos desesperados son unos inocentones. Por lo general, un tal desesperado es infinitamente cómico. La comicidad estriba en que uno está pensando habérselas con un yo –y después de Dios nada hay tan eterno como un yo‒ y resulta que ese yo tiene la ocurrencia de estar pensando si no será factible llegar a ser otro distinto.”[11]

 

La ilusión terminó para los seres humanos inmediatos. La pareja que había comido, bebido, se había probado la ropa de sus vecinos y había hurgado en su intimidad no ha logrado la metamorfosis porque irónicamente otro objeto, una llave, se ha perdido: lo material no puede producir ningún cambio. Ese caparazón de lo exterior que recubre los movimientos impotentes de los personajes ha dejado paso a la desesperación. Kierkegaard señala:

 

“Desde luego, el hombre inmediato no se conoce a sí mismo; sólo se conoce literalmente, por la ropa que lleva, o le atribuye –lo que es, una vez más, el colmo de la comicidad la posesión de un yo a la mera exterioridad.”[12]

 

Bill es quien habla a continuación: “‒No te preocupes ‒le dijo Bill al oído‒. Por el amor de Dios, no te preocupes.”[13].

En el final, la pareja está perpleja y desorientada: “Se quedaron allí, quietos. Abrazados. Se apoyaron contra la puerta, como en contra de un viento, el uno en brazos del otro”[14]

La puerta asimilada al viento es la metáfora de una estéril lucha por negar al propio yo: no podemos ser otro, como no podemos oponernos a un fenómeno de la naturaleza. Estamos condenados a la desesperación, seamos conscientes o no, pero aquí la falta de reflexión, el vano intento del reemplazo de un yo por otro hace más patética nuestra condición. Bill y Arlene sólo atinan a quedarse quietos y abrazados, a ser pasivos espectadores de sus propias vidas negadas hasta el punto de llegar a pensar en forma alucinatoria que sus vecinos no habrán de volver y que ellos tomarán su lugar. Como había señalado Kierkegaard, todo termina “sin pena y sin gloria”. En palabras del filósofo, es el final de la “aventura” que no es más que una “farsa”.

Afirma el filósofo danés:

 

“Por eso cuando a nuestro hombre se le tuercen las cosas del mundo exterior y la desesperación está inevitablemente con él, se pone en seguida a hacer cábalas y todos sus deseos se cifran en la siguiente exclamación: ¿Por qué no llegué a ser otro distinto? ¿Por qué no conseguí para mí un nuevo yo?”[15]

 

Los personajes de Vecinos permanecen todavía en el umbral de la puerta formulándose, quizás, estas preguntas.

 

Bibliografía

  1. Carver, Raymond, Todos los cuentos. ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? De qué hablamos cuando hablamos de amor. Catedral. Tres rosas amarillas. Si me necesitas, llámame, de Jesús Zulaika Goicoechea, Anagrama, Barcelona, 2016.
  2. Kierkegaard, Søren. La enfermedad mortal o De la desesperación y el pecado, trad. directa del danés de Demetrio. G. Rivero, Sarpe, Madrid, 1984.

Notas
[1] Kierkegaard, La enfermedad mortal…, op. cit., p. 75.
[2] Ibidem, p. 86.
[3] Ibidem, p. 88.
[4] Carver, Raymond, Todos los cuentos, op. cit., p. 16.
[5] Ibidem, p. 17.
[6] Ibidem, p. 18.
[7] Kierkegaard, op. cit, p. 88.
[8] Carver, op. cit., p. 19.
[9] Ibidem, p. 21.
[10] Ibidem, pp. 21-22.
[11] Kierkegaard, op. cit., p. 89.
[12] Ibidem.
[13] Carver, op. cit., p. 22.
[14] Ibidem.
[15] Kierkegaard, op. cit., p. 89.