La ética de la singularidad. Del conócete a ti mismo al elígete a ti mismo

Primera edición de Enten Eller (O lo uno o lo otro), de 1843, firmada por el pseudónimo Victor Eremita en calidad de editor. Libro encuadernado en dos tomos que perteneció a la Biblioteca de Jay Michael Haft y ya fue subastado y vendido por Barneby’s.

 

Resumen:      

Este artículo indaga en la noción de deber ético como incumbencia en la obra de Søren Kierkegaard, especialmente en O lo uno o lo otro II y en La enfermedad mortal. A través de los pseudónimos B y Anti-Climacus, Kierkegaard propone una perspectiva ética que privilegia la interioridad y la singularidad. Quien se elige a sí mismo es aquel que, habiéndose vuelto transparente para sí mismo, decide asumir su condición relacional y espiritual. El modo en que decide relacionarse consigo mismo determina el modo en que se relaciona con el mundo, con los demás y con lo Absoluto. Elegirse a sí mismo significa amarse a sí mismo en sentido auténtico y abrirse a la experiencia de la verdadera belleza de la vida.

Palabras claves: sí mismo, singularidad, deber ético, incumbencia, autoconocimiento, autoelección

 

Abstract:

This article inquires in the notion of ethical duty as incumbency in Søren Kierkegaard’s work, especially in Either/Or II and The Sickness unto Death. Through the pseudonyms B and Anti-Climacus, Kierkegaard proposes an ethical perspective that privileges interiority and singularity. The self who chooses itself is the one who, having become transparent to itself, decides to assume its relational and spiritual condition. The way it chooses to relate to itself determines the way it relates to the world, to others and to the Absolute. Choosing oneself means loving oneself in an authentic sense and opening oneself to the experience of the true beauty of life.

Keywords: self, singularity, ethical duty, concern, self-knowledge, self-election

 

 

Introducción

En un estudio introductorio titulado Søren Kierkegaard, pensador de la subjetividad[1], Darío González señala dos de los motivos fundamentales que justifican la importancia y la radicalidad del pensamiento kierkegaardiano: en primer lugar, el especialista argentino radicado en Dinamarca refiere al nivel de profundidad de la pregunta que Kierkegaard instala en el ámbito filosófico de su época; en segundo lugar, subraya la intención fundamental del danés de instarnos a reflexionar, desde su posición singular en la historia de Occidente, sobre aquello que toda indagación filosófica presupone, a saber: “la incertidumbre del ser humano con respecto al sentido último de la existencia”[2]. La propuesta kierkegaardiana se opone a la comprensión filosófica de la época, según la cual la filosofía era concebida como ciencia y, por lo tanto, con pretensiones de sistematización objetiva del conocimiento y fundamentación de la realidad moral. Por el contrario, Kierkegaard pretende remitir su propuesta filosófica a los orígenes del filosofar reflexivo y asistemático, evocando la figura de Sócrates, a quien se refiere con frecuencia como “el sencillo sabio de la Antigüedad”, considerándolo un pensador silencioso, capaz de admitir su propia ignorancia, incomprendido y condenado por sus contemporáneos. Todo el pensamiento kierkegaardiano está centrado, podríamos decir, en la irreductibilidad de la singularidad de la existencia concreta. En efecto, Kierkegaard responde “al intento de ‘pensar la subjetividad’ en su situación constitutiva: no ya el sujeto en general como soporte del saber o como dueño soberano del universo que él mismo crea, sino el ser humano en la finitud de sus relaciones vitales”[3].

Apropiándome de la intención kierkegaardiana de reflejar una subjetividad singular y concreta a la vez que universal, intentaré aquí dar respuestas provisionales a la cuestión de la subjetividad ética y elección de sí que me interpela de manera personal. Pues, “¿de qué me serviría (…) poder esclarecer numerosos fenómenos particulares, si aquél no tuviera para mí mismo y para mi vida un sentido profundo?”[4]. Esta búsqueda ha estado cargada de esa pasión que sólo puede suscitar aquello que nos incumbe, que nos concierne y que nos interpela de modo particular a quienes nos consideramos incluidos dentro del grupo de aquellos a quienes Kierkegaard llama mi querido lector. La tesis principal ‒a la vez que provisional‒ que aquí propongo tiene que ver con la comprensión de la asunción de la condición ontológica de espíritu y la realización del deber propio ‒que sólo es posible para el individuo que se decide por una existencia ética‒ como modo auténtico de amor propio. En esta misma línea, el objetivo principal consiste en mostrar que aquel que se relaciona consigo mismo de modo propio, es decir, aquel que se elige a sí mismo como el espíritu singular que él es, cumpliendo de este modo con el deber propio que le incumbe en tanto individuo particular, es aquel que experimenta la belleza y la alegría de la existencia en su plenitud.

Dos han sido las obras kierkegaardianas que, en esta ocasión, me han servido de inspiración: O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida II (1843) y La enfermedad mortal (1849). De igual modo, dos han sido también las investigaciones complementarias que me han ayudado a reflexionar sobre estas cuestiones suscitando una pasión similar a la que sólo Kierkegaard es capaz de suscitar en mí. Me refiero a la tesis doctoral Søren Kierkegaard: una teoría del cielo, cuya autoría pertenece al Dr. Ángel Viñas Vera, y al artículo que lleva por título “La auto-relación auténtica en O lo uno o lo otro II de Kierkegaard: el amor a sí mismo como superación ética de la desesperación”, cuya autoría corresponde a Pablo Uriel Rodríguez. Ambos trabajos han resultado especialmente iluminadores en mi camino de dilucidación.

Para alcanzar la meta que me he trazado, seguiré el siguiente camino: en primer lugar, intentaré profundizar en la comprensión kierkegaardiana del deber ético como incumbencia, es decir, como lo que me incumbe en mi más absoluta singularidad, en O lo uno o lo otro II. En segundo lugar, explicitaré el carácter paradójico de la noción existencial de autoconocimiento como comienzo ‒en tanto fundamento‒ y fin ‒en tanto consumación de una meta ideal‒ de la existencia ética. En tercer lugar, abordaré la condición ontológica espiritual del sí mismo e intentaré probar que dicha condición constituye el fundamento de la existencia ética, en tanto todo individuo singular que ha cumplido con su deber ético es aquel que originariamente se ha relacionado consigo mismo de un modo propio, y que ha elegido, en consecuencia, conocer, asumir y consumar su propia singularidad. En cuarto lugar, intentaré analizar y trazar una relación entre la noción ética de la autoelección como apropiación de la propia interioridad con el modo auténtico del amor propio. Finalmente, en quinto y último lugar, me referiré brevemente a la experiencia de la belleza a la que se abre aquel que, conociéndose a sí mismo y relacionándose consigo mismo de modo activo, decide elegirse a sí mismo y amarse en un sentido auténtico, deviniendo así el espíritu singular que ha de llegar a ser.

 

1. Vida ética: el deber como incumbencia

La dimensión ética de la existencia tiene, para Kierkegaard, un rol decisivo. En oposición a una comprensión de la vida ética que asocia ésta al deber [Pligt] como multiplicidad de principios abstractos y universales, externos al individuo, que él mismo califica de “fea” y “aburrida”[5], el filósofo danés propone, a través de la voz de B, autor pseudónimo de “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad”, una vida ética en la que el deber aparece asociado a la interioridad del individuo singular [Den Enkelte]. El deber ético se funda en el interior del individuo. En este sentido, una vida ética auténtica es el reflejo de la particularidad y originalidad del existente singular.

La intención principal de B no es presentar la inmensa diversidad de imperativos abstractos que intentamos imponernos a partir de nuestra relación con nosotros mismos, con Dios y con nuestro prójimo, sino que él se muestra especialmente interesado por lo que considera el verdadero origen del deber ético, por un lado, y por el grado de intensidad con el que el deber es vivido, por el otro. Respecto de lo primero, B sostiene que el origen de la vida ética auténtica es la interioridad. Por lo tanto, “…en lo ético no se trata jamás de lo exterior, sino de lo interior. Por mucho que lo exterior se modifique, el contenido moral de la acción puede seguir siendo el mismo”[6]. Respecto de lo segundo, B afirma que “la cuestión principal […] no es que el hombre sepa contar con los dedos cuántos deberes tiene, sino que haya sentido de una vez por todas la intensidad del deber”[7], intensidad que determina el nivel de compromiso del individuo con su propio ser.

El deber es, pues, incumbencia. Lo que debo es aquello que me incumbe en mi más propia singularidad, aquello que me concierne como el sí mismo particular que soy. Por esto puede decir B: “nunca digo que un hombre cumple con el deber o con los deberes, sino que cumple con su deber; digo que yo cumplo con mi deber, y que tú cumplas con tu deber”[8]. Como ya ha sido dicho, vivir éticamente no es vivir de acuerdo con un conjunto de normas abstractas impuestas desde afuera, sino vivir intensamente aquello que me concierne, que me incumbe y que surge como deber desde mi propia interioridad. Por eso el deber ético es también concreto, pues a toda persona humana “el deber nunca le resulta abstracto, primeramente, porque no le es exterior, pues de serlo, sería siempre abstracto, y además porque ella misma es concreta, pues al haberse elegido de manera ética se ha elegido en toda su concreción, y ha renunciado a la abstracción de lo arbitrario”[9].

Pero ¿cómo puedo estar seguro de que estoy viviendo una vida ética? La señal de que el individuo vive una vida ética es la calma, la paz interior, la seguridad, pues éste “no tiene el deber fuera de sí mismo”[10], y por eso no se ofusca por cumplir leyes impuestas desde afuera, no se pregunta constantemente a sí mismo y a los demás, desde su propio estado de angustia y desesperación, si lo que hace es correcto o no. El deber inalcanzable que proviene del afuera causa frustración, angustia y desesperación, por dos razones: en primer lugar, porque me resulta ajeno; en segundo lugar, porque jamás podré alcanzarlo completamente. Por el contrario, quien vive una vida ética auténtica encuentra la paz y la seguridad en su interior, porque el deber ético surge de su propia interioridad como aquello que le incumbe de manera esencial y a lo que puede aspirar con cierta paz interior y seguridad, pues su deber no le resulta inalcanzable, ya que no se apoya en sus propias fuerzas ‒imperfectas y finitas‒, sino que “cree también en la existencia de una providencia, y el alma descansa confiada en esa convicción”[11]. Por esa misma razón, apoyado con confianza firme en la seguridad de que su vida está éticamente fundada “no se atormenta ni atormenta a otros con la sutil congoja respecto de esto o aquello”[12].

Sin embargo, el deber no pierde su carácter normativo por estar fundado en el interior del individuo. Tampoco se reduce a un mero relativismo o subjetivismo, en el que el cada individuo se daría a sí mismo sus propias leyes de acuerdo con sus intereses personales. Por el contrario, llevar a cabo aquello que me incumbe en mi propia singularidad no anula la diferencia ética fundamental entre el bien y el mal objetivos. Pues en la conciencia interior “la diferencia entre el bien y el mal subsiste siempre[13], así como también la responsabilidad y el deber, por más que a otro le resulte imposible decir cuál es mi deber”[14]. Es justamente esa conciencia ética de la diferencia entre el bien y el mal la que libera al individuo ético de todo radicalismo revolucionario. En la existencia ética, la conciencia de la diferencia entre el bien y el mal abre al individuo a la posibilidad de compartir con los demás en un marco legítimo de normatividad.

Pero, además, no se trataría de un relativismo ético, porque “el individuo es a la vez lo general y lo particular”[15]. De acuerdo con Kierkegaard, “cuando la personalidad es lo absoluto, entonces es ella misma el punto arquimédico a partir del cual se puede alzar el mundo entero”[16]. La paradoja reside en que el individuo “sólo es lo absoluto en cuanto es lo particular”[17]. La universalidad del deber ético se funda, pues, en la particularidad de mi deber. En otras palabras, que el individuo sea a la vez lo general y lo particular significa que él es este y no otro individuo, y en tanto tal, le corresponde este y no otro deber, pero que esto es posible para todo individuo singular en tanto que singular. La paradoja de lo general y lo singular de la existencia no anula uno u otro polo de la síntesis, sino que, por el contrario, habilita la coexistencia de ambos en el cumplimiento del deber ético singular. En el cumplimiento del deber ético, lo particular no es anulado por lo universal, sino, por el contrario, quien se conoce y se elige a sí mismo como aquel que él es se impone a sí mismo la tarea de “transformarse a sí mismo en el individuo general”[18]. Transformarse en el individuo general supone que el deber ético que me incumbe a mí mismo en tanto individuo singular incumbe también a todo sí mismo en tanto sí mismo singular. Ahora bien, hay en dicha transformación una condición previa: “esa transformación de sí mismo en el hombre general sólo es posible si ya lo tengo γνῶθι σεαυτόν en mí. En efecto, lo general puede existir junto con lo particular sin consumirlo; es como esa llama que ardía sin consumir la zarza”[19].

Pero ¿de qué se trata dicho deber ético singular? ¿cuál es mi deber? ¿Qué es eso que me incumbe en lo particular pero que es igualmente válido para todo individuo singular en tanto que singular? El deber del individuo ético es el de elegirse a sí mismo [vælge sig selv] y, a partir de dicha elección, llegar a ser el sí mismo que él ha de ser. Por eso, B sostiene que “el que vive de manera ética se tiene a sí mismo como tarea”[20]. Tenerse a sí mismo como tarea significa hacer ser el propio ser. Asumir la propia condición interior y las circunstancias exteriores en las que se está arrojado. Dicha asunción no se realiza de una vez y para siempre, sino que debemos asumirnos como los que somos a cada instante. Por eso el individuo ético es aquel que “se elige en continuidad, y así se tiene a sí mismo como una tarea determinada de múltiples maneras”[21]. Elegirse a sí mismo supone continuidad e historicidad no sólo porque debo hacer ser mi ser a cada instante, sino porque en cada elección pongo en juego todo mi ser y me comprometo de forma total con aquello que elijo. En cada relación arriesgo mi ser entero y cada relación modifica y construye mi historia personal.

 

2. Del conócete a ti mismo al elígete a ti mismo

Pero para poder asumir el propio deber de aquello que me incumbe en mi más absoluta singularidad, es necesario que antes me conozca. Pues sólo en cuanto me conozco a mí mismo soy capaz de realizar el deber ético que se me impone: llegar a ser el que he de ser. Por el contrario, si no conozco quién soy, no soy capaz de asumir mi propio ser como tarea. Por lo tanto, el autoconocimiento es condición necesaria de toda elección ética.

El individuo que se decide por una existencia estética no está determinado por su interioridad, sino por la exterioridad. Es el acontecer del mundo el que marca el rumbo de su existencia. Su meta última en la vida consiste en alcanzar el gozo anhelado, consumado ya sea en su relación con las cosas mundanas o en su relación con el gozo en sí mismo. Determinado por tal exterioridad, el esteta se muestra desinteresado por conocer y hacer crecer su propio interior. No se detiene a preguntarse por sus propios deseos o por su propio acto de desear. Su querer es esclavo de la mera satisfacción de sus deseos. En cambio, “el que vive de manera ética se ha visto a sí mismo, se conoce a sí mismo, penetra con su conciencia su entera concreción […]. Se conoce a sí mismo”[22]. El individuo ético conoce sus vivencias internas y se relaciona de modo activo con ellas: acepta, rechaza, discute, modifica, elimina o corrige sus sentires, sus pasiones, sus ideas, sus hábitos, sus deseos, sus voliciones. Así, pues, “el que se ha elegido y hallado a sí mismo de manera ética, se tiene a sí mismo en tanto que determinado en toda su concreción. Se tiene, pues, como el individuo dotado de estas facultades, de estas pasiones, de estas inclinaciones, de estos hábitos, que está sometido a estas influencias externas, que es afectado de esta manera en un sentido, de esta manera en otro”[23]. En una palabra, quien se ha elegido a sí mismo, “se posee a sí mismo […] como elegido por él mismo”[24]. Pues se ha apropiado de su propia interioridad, a la que conoce y de la que es existencialmente consciente. Aludiendo a una expresión alemana típica, Kierkegaard deja en claro la diferencia: “el individuo ético es transparente para sí mismo y no vive, como el estético, ins Blaue hinein [a la ventura]”[25].

Volverse transparente para sí mismo no es otra cosa que verse a sí mismo, es decir, conocerse, volverse consciente de sí mismo. En efecto, “para que un hombre pueda vivir de manera ética, es necesario que se haga consciente de sí”[26]. Conocerse y hacerse consciente de sí mismo es, para Kierkegaard, ser existencialmente consciente de la propia singularidad, de la particularidad de la propia interioridad. El individuo ético es existencialmente consciente de que tiene éstas y no otras capacidades, éstas y no otras pasiones, éstas y no otras inclinaciones, y que la vida que lo rodea lo afecta de un modo particular y diferente al modo en que afecta a los demás. No se trata, entonces, de un conocimiento teórico, puro y abstracto de sí mismo, ni tampoco de una mera contemplación pasiva del propio ser, al modo de una autoconciencia cartesiana. Kierkegaard se refiere, más bien, a un conocimiento existencial que se funda en la conciencia individual de la propia singularidad. Dicho autoconocimiento existencial supone, además, cierto grado de actividad, en tanto el individuo se conoce a sí mismo en su relación consigo mismo. A partir de su relación consigo mismo, es capaz de conocer e intervenir en su propia interioridad, en sus deseos, sentimientos, pasiones, voliciones e ideas, modificándolos y haciéndolos crecer a lo largo de la existencia.

Conocerse a sí mismo, por lo tanto, resulta una condición necesaria para quien se decide por una existencia ética. Conocerse a sí mismo es, pues, necesario no sólo como meta o fin, sino también como condición previa a la elección ética de sí. Me convierto en individuo ético cuando, conociéndome a mí mismo, asumo mi deber ético y me realizo. Sin embargo, el autoconocimiento del individuo ético es insuficiente por sí mismo. Siguiendo las palabras de Ángel Veras Viñas, es en este sentido que Kierkegaard afirma que “no se trata sólo ni radicalmente de repetir el conócete a tí mismo, sino de ir más allá, al elígete a ti mismo[27]. Quien se decide por una existencia ética es, pues, aquel que ha decidido dar un paso más: luego de conocer e incluso modificar su propia interioridad, se elige a sí mismo como el que es. Elegirse a sí mismo implica, por lo tanto, asumir la propia realidad interior, “esta” realidad que es particular, única, original, concreta, que me pertenece y me incumbe a mí, no a otros.

 

“La expresión γνῶθι σεαυτόν (conócete a ti mismo) se ha repetido con frecuencia, y se ha visto en ella la finalidad de todo esfuerzo del hombre. Y eso es muy exacto, pero también es cierto que no puede ser el fin sin ser además el comienzo. El individuo ético se conoce a sí mismo, pero ese conocimiento no es una mera contemplación, pues de ese modo el individuo se determina según su necesidad; es un recapacitar sobre sí mismo que es de suyo un actuar, y por eso me tomé el cuidado de utilizar la expresión ‘elegirse a sí mismo’ en lugar de ‘conocerse a sí mismo’ (…) de ese conocimiento surge el individuo verdadero”[28].

 

El conocimiento de sí mismo es el comienzo y el fin de la vida ética, pues elegirse a sí mismo supone un conocimiento existencial de la versión actual, real y concreta de uno mismo, y al mismo tiempo, implica realizar dicha versión como aquella versión ideal a la que uno aspira, es decir, como el fin al cual se quiere llegar cada vez en la consumación del propio ser. En este sentido, el carácter paradójico del autoconocimiento en su relación con el deber ético reside en que el sí mismo ideal se encuentra ya en el interior de cada individuo singular. En efecto, “ese ‘sí mismo’ que el individuo conoce es a la vez el sí mismo real y el sí mismo ideal que el individuo tiene fuera de sí como la imagen a cuya semejanza debe formarse y que por otro lado tiene, sin embargo, en sí, ya que es él mismo. Sólo en sí mismo tiene el individuo la meta a la que debe aspirar, y, sin embargo, tiene esa meta fuera de sí, pues aspira a ella”[29]. El sí mismo que uno ha de llegar a ser en la existencia ética surge del interior de cada sí mismo, en tanto se funda en él, y al mismo tiempo, se halla fuera de su interior, como meta ético-existencial a la cual el individuo ético orienta toda su existencia: “pese a ser él mismo su objetivo, éste es al mismo tiempo otro, ya que el ‘sí mismo’ que es el objetivo no es un ‘sí mismo’ abstracto, adecuado a cualquier situación y, por tanto, a ninguna, sino un sí mismo concreto que se encuentra en viviente interacción con este entorno determinado, con estas circunstancias de vida, con este orden de cosas”[30], y no otro. Por lo tanto, su singularidad es, al mismo tiempo, el punto de partida y el fin de la realización de su propia existencia. “De ahí la ambigüedad de la vida ética, según la cual el individuo se tiene a sí mismo fuera de sí mismo en sí mismo”[31]. En palabras de Kierkegaard: “es cierto que eso que el individuo quiere realizar es él mismo, pero es su sí mismo ideal, el cual, sin embargo, no puede hallar en otra parte que en sí mismo. Si no se admite que el individuo tiene en sí mismo el sí mismo ideal, sus afanes y designios resultan ser abstractos”[32]. Por lo tanto, el deber o la tarea ética propia de aquel que se decide por una existencia ética consiste, pues, en consumar un anhelo interior: llegar a ser el individuo singular que se es.

Ahora bien, elija lo que elija, lo importante es que lo haga con intensidad. Lo importante en la elección no es el qué sino el cómo. En este sentido, la elección es decisiva: implica toda mi existencia, compromete todo mi ser. En palabras de Viñas Vera, “este movimiento de libertad, siendo relativo en su concreción, en lo que elige, no debe serlo en el cómo se elige. O se elige como si se nos fuera la vida, con un para siempre, como le aconseja el magistrado al autor de los papeles de A en O lo uno o lo otro, o no se alcanza nada que merezca la pena”[33]. En la elección de mí mismo se juega por entero mi subjetividad, mi interioridad. Por eso, la elección ética es decisiva: afecta y compromete a toda mi existencia. Sólo en tanto me elijo a mí mismo de este modo, puedo consumar la tarea ética de asumir la propia condición que me ha sido dada.

 

3. Sí mismo como relación

Pero ¿en qué consiste exactamente la consumación del deber ético? ¿Qué significa concretamente asumir la propia condición y, por lo tanto, llegar a ser el sí mismo que he de ser? De acuerdo con la propuesta kierkegaardiana, el individuo singular se enfrenta de manera constante a la posibilidad de asumir la propia condición ontológico-existencial de ser espíritu [at være Aand]. Pues el existente humano, en tanto sí mismo [sig selv], es espíritu. Y ¿qué significa ser espíritu? En el comienzo de La enfermedad mortal, cediéndole la palabra a Anti-Climacus, Kierkegaard escribe: “El hombre es espíritu. Insistamos, ¿qué es el espíritu? El espíritu es el yo. Pero ¿qué es el yo? El yo es una relación que se relaciona a sí misma, o bien es lo que, en la relación, hace que ésta se relacione consigo misma. El yo no es la relación, sino el hecho de que la relación se relacione consigo misma”[34].

Luego de la pregunta por el ser del espíritu, Anti-Climacus afirma: “el espíritu es el yo”. Tal como sostiene Annemarie Pieper, “el ‘es’ en esta primera oración no tiene la mera función formal de una cópula, como si fuera una cuestión de definiciones abstractas, sino que ‘es’ significa, además, un ser real, un existente, es decir, el hombre, que, en cuanto es verdaderamente hombre, existe como espíritu, como sí mismo”[35]. La determinación del sí mismo como espíritu revela un sí mismo concreto, relacionado con el mundo que lo rodea. El yo [selv][36] es entendido aquí no como mera reflexión abstracta, sino como relación reflexiva consigo mismo a partir de su relación con el mundo. En este sentido, que el hombre exista como yo quiere decir que existe como espíritu, como sí mismo, y, por lo tanto, como individuo singular. Por lo tanto, el sí mismo se realiza como espíritu, esto es, como agente de la relación a sí.

El filósofo danés concibe al espíritu como una relación que no se relaciona originariamente con algo externo, sino que es autorreflexiva. En efecto, tal como lo señala Ángel Garrido-Maturano, “el sí mismo no es el mero hecho de relacionarse con el mundo. El sí mismo o espíritu es el hecho de que esa relación es reflexiva: el hombre se relaciona o realiza a sí mismo en esa relación”[37]. En tal sentido se orienta la aclaración de Arne Grøn, quien sostiene que, siguiendo la determinación kierkegaardiana del sí mismo como espíritu, “un hombre no es meramente una relación, él es también una relación consigo mismo [Selbstverhältnis]”[38]. El espíritu no es una mera relación entre dos elementos, sino que es la condición que hace posible la relación que él ya es. En este sentido, el espíritu es la capacidad o posibilidad del hombre de ser un yo agente que se relaciona a sí y que, por medio de esa relación, hace ser o devenir su ser como una particularidad no sustancial ni genérica. En otras palabras, el sí mismo es el resultado del devenir del existente particular por la capacidad del espíritu de hacer entrar en relación consigo misma a la relación que él mismo es a través de la actividad del yo agente. Podría decirse, entonces, que el hecho de que el espíritu no sea la relación, sino lo que en la relación hace que ésta se relacione consigo misma, significa que el hombre está determinado como relación en un doble sentido: “por un lado, él mismo, es decir, su sí mismo es ya una relación en sí misma y, por el otro, se relaciona a esa relación”[39]. Annemarie Pieper va un poco más allá: “Existir quiere decir: relacionarse. Por ‘relacionarse consigo mismo’ no se entiende ‘reaccionar ante’ [algo externo], sino una actividad, un referirse a algo [interior] de tal forma que el ‘algo’ sea determinado por esa referencia en un sentido originario”[40]. La relación autorreflexiva del sí mismo no supone un acto meramente reactivo o pasivo frente a la acción externa, sino más bien una actividad que implica la asunción y elección de mi sí mismo por mí mismo, constituida como origen y fin de mi relación con lo otro y con los otros. Así, pues, visto desde esta perspectiva estructuralmente dinámica y relacional, el espíritu no es una mera relación entre dos elementos externos ni tampoco es una mera reflexión solipsista, sino que es la condición por la cual el sí mismo se relaciona activamente con su ser interior como posibilidad, de acuerdo al modo en que se relaciona con el mundo y con los demás. Dicha condición constituye una categoría ontológica de la existencia en tanto el hombre no puede renunciar a ella, incluso cuando la rechazara o la negara. Pues no puede dejar de ser el que es: una relación consigo mismo. En efecto, tal como lo señala Thonhauser, “precisamente porque él [el sí mismo] es siempre esta relación, no puede salir de sí mismo y ubicarse en un punto externo a la relación”[41].

De igual modo, ya en O lo uno o lo otro II, Kierkegaard deja entrever el carácter fundamental de la determinación del sí mismo como autorrelación en el cumplimiento del deber ético. En efecto, allí B sostiene que “aquello que me incumbe a mí, no como este individuo accidental, sino de acuerdo con mi verdadera esencia, se encuentra en la más íntima relación conmigo mismo”[42]. Aquello que me incumbe es mi propia interioridad. Por lo tanto, si lo ético “es aquello por lo cual un hombre llega a ser lo que llega a ser”[43] y el deber ético es aquello que me incumbe en mi más absoluta singularidad, entonces lo determinante en la consumación del deber ético es la posibilidad de realizar el propio ser singular. Dicha realización se vuelve posible a partir de la asunción de la propia interioridad. En este sentido, el individuo ético es aquel que asume y realiza su existencia en la medida en la que se conoce a sí mismo, conoce su interioridad, y se relaciona con ella de manera activa. Siendo existencialmente consciente de su interioridad, relacionándose con ella y asumiéndola como propia, cumple con el deber ético, a saber: llegar a ser el que ha de ser.

Tanto en La enfermedad mortal como en O lo uno o lo otro II, la comprensión del sí mismo como relación consigo mismo y con su propia interioridad, respectivamente, es determinante. La comprensión ontológico-fundamental del sí mismo como autorrelación funda la comprensión ética del sí mismo como individuo singular capaz de elegir, asumir y realizar históricamente su ser a partir del modo en que se relaciona consigo mismo y con los demás. En efecto, a diferencia de otros seres cósicos, el espíritu tiene la posibilidad de existir como individuo ético. No está necesariamente determinado a realizarse en sentido ético. Puede elegir. Pues encierra en su interior la posibilidad de elegirse y asumirse como aquel que le ha sido dado ser, o no elegirse y vivir una vida entregada al afuera. Esa posibilidad de elegirse se funda en la constitución ontológica de su ser como relación. Según el modo en que el individuo elija relacionarse consigo mismo ‒de acuerdo con el modo en que elija relacionarse con los otros‒, cumplirá ‒o no‒ con su deber ético. Lo que no puede negarse es que, incluso en el modo estético de relacionarse consigo mismo ‒en el que no asume su condición de espíritu‒, el sí mismo se relaciona consigo mismo.

 

Imagen tomada en el Jardín de la Biblioteca Real (Det Kongelige Biblioteks Have). Por María Cielo Aucar. 23.05.22

 

4. La elección ética de sí mismo como amor propio

Existir significa, de manera fundamental, relacionarse consigo mismo de un modo u otro. Quien se relaciona consigo mismo de modo propio, se elige a sí mismo. Y elegirse a sí mismo significa asumir la propia condición, sabiéndose existencialmente implicado en ella. Al mismo tiempo, la elección de uno mismo supone un conocimiento o una consciencia existencial de las propias vivencias internas, fundada en su relación activa con ellas. Quien se conoce a sí mismo, en este sentido, es capaz de consentir, anular, promover, rechazar, discutir o corregir sus propios deseos, sentimientos, voliciones e ideas. Si bien sus vivencias internas le han sido dadas, y por lo tanto no las produce, sino que las padece, no se limita a padecerlas, sino que las asume como propias, es decir, las vuelve suyas. Apropiarse de la propia interioridad: en esto, y sólo en esto, consiste la elección auténtica de sí mismo de todo individuo ético.

Partiendo de todo lo dicho, puedo afirmar aquí que aquel que se conoce a sí mismo y, conociéndose existencialmente, se elige a sí mismo, cumpliendo el deber ético que se funda en su interior, es aquel que ha de amarse a sí mismo en sentido auténtico. El individuo singular que orienta su vida hacia el cumplimiento de sus principios éticos es aquel que se relaciona consigo mismo de manera auténtica. Entonces, elegirme no es otra cosa que amarme en un sentido auténtico.

En O lo uno o lo otro II, en el final de su carta, B retoma una idea que había puesto sobre la mesa al comienzo pero que luego pareciera descartar. Allí había aceptado que, con su teoría ética del deber como elección de sí, exigía al individuo que se amara a sí mismo. Más adelante vuelve a retomar esta idea, evocando las nociones de duda autopática y duda simpática:

 

“Solo en la concepción ética de la vida se alivia la duda autopática [autopathiske Tvivl] y la duda simpática [sympathiske Tvivl]. Por cierto, la duda autopática y la duda simpática solo pueden aliviarse en un mismo punto, dado que son esencialmente la misma duda. La duda autopática no es, pues, una expresión de egoísmo [Egoisme], sino una exigencia del amor propio [Selvkjerlighed], que es igualmente una exigencia para el propio sí mismo y para el sí mismo de todos los demás. Esto, en mi opinión, es de gran importancia”[44].

 

Tal como puede verse, en este pasaje la noción de amor a sí mismo aparece acompañada por las expresiones de duda simpática y duda autopática. Mientras que con la primera Kierkegaard pareciera hacer referencia a la preocupación por el malestar del prójimo, con la segunda pretende aludir a la preocupación por el propio malestar. Como queda claro en este pasaje, B no concibe la preocupación por uno mismo como una expresión del “egoísmo”, sino más bien como una exigencia del amor a uno mismo, y agregaría: del amor propio auténtico.  Elegirse a sí mismo es, por lo tanto, amarse a sí mismo en sentido auténtico. El pasaje culmina con la afirmación de que la exigencia de amor propio es aplicable a todo sí mismo en tanto que sí mismo. Por lo tanto, quien vive un modo de vida ético “ve en el amor una revelación del hombre genérico”[45]. Pues, tal como lo afirma a mi modo de ver acertadamente Pablo Uriel Rodríguez, “el amor a sí mismo es lo que posibilita la transición de lo general a lo particular; solo el amor a sí mismo permite la singularización de lo universal”[46].

En La enfermedad mortal, en cambio, el amor propio auténtico es abordado de modo negativo a partir de la superación del fenómeno ontológico de la desesperación [Fortvivlelsen]. Quien se relaciona consigo mismo de modo auténtico, por la elección de sí mismo, es capaz de superar las distintas modalidades de manifestación que adquiere el fenómeno de la desesperación ‒es decir, el desesperado no querer ser sí mismo y el desesperado querer ser sí mismo‒, y se reconoce como el individuo particular que es, puesto delante del Poder que lo fundamenta. Elegirse a sí mismo y superar la desesperación ontológica que afecta a todo sí mismo no es más que amarse a sí mismo de modo auténtico, pues quien se elige a sí mismo no se ama de modo excesivo ni se ama menos de lo que debería. Por el contrario, se afirma a sí mismo como el espíritu que él es y reconoce su estar puesto frente a Aquel que lo ha creado y lo mantiene en la existencia.

Así como la elección de uno mismo no está dada de antemano ni se realiza de una vez y para siempre, sino que debe actualizarse a cada instante, así también sucede con el amor propio. Siguiendo las palabras de Rodríguez, cuando Kierkegaard afirma, a través de B, que el amor a sí mismo es un deber, “da a entender, de modo implícito, que la auto-relación positiva no es algo dado. Amarse a sí mismo exige la transformación de una actitud previa insatisfactoria”. Esa actitud previa puede ser la que Kierkegaard asume como modo inauténtico del amor propio en O lo uno o lo otro ‒la del desinterés o indiferencia‒ o en La enfermedad mortal ‒la desesperación consciente e inconsciente en sus distintas modalidades‒. El amor a sí mismo inauténtico en O lo uno o lo otro pertenece al individuo estético, quien, entregado a los objetos mundanos, pretende consumar en esa entrega su anhelo insaciable de gozo, no se preocupa ni mucho menos se ocupa de su situación y condición. Por otro lado, en La enfermedad mortal, el modo inauténtico del amor a sí mismo está asociado a los distintos modos que puede adquirir la desesperación (consciente o inconsciente) de acuerdo con el modo en que me relacione conmigo mismo. Estos constituirían los modos inauténticos del amor propio, y por lo tanto, los modos impropios de relacionarse consigo mismo, a saber: no querer o querer ser sí mismo de modo absoluto[47]. En un caso se trata del rechazo del sí mismo que se es. En el otro caso, de una afirmación excesiva de sí. Pero en ambos, la realidad ha decepcionado a quien ha decidido no elegirse a sí mismo de modo auténtico, pues el individuo no ha podido crear ni determinar todo lo que sucede fuera de sí. Por eso, desespera. Pero la desesperación es usada por Kierkegaard como clave de acceso a una realidad aún más profunda del sí mismo: el estado de desesperación nos muestra que hay algo más allá de esa realidad exterior que no podemos determinar. Se trata de una condición que, aunque sí podemos modificar y transformar, no podemos crear ni eliminar: nuestra propia realidad interior. Podemos decidir relacionarnos con ella de un modo auténtico ‒amándola‒ o inauténtico ‒evitándola‒. Pero decidamos lo que decidamos hacer con ella, ella no dejará de acompañarnos la vida entera.

Ahora bien, el amor propio concebido de modo auténtico no sólo determina mi relación conmigo mismo, sino también mi relación con los demás. Siguiendo la propuesta de Rodríguez y sus análisis del amor propio en La enfermedad mortal, el amor a sí mismo en el modo auténtico “será concebido como uno de los pilares fundamentales del amor al prójimo […] la relación del yo con el otro está condicionada por la relación del yo consigo mismo; por lo tanto, cuando el yo toma como objeto de su reflexión el carácter del amor que se profesa a sí mismo, lo que hace, a su vez, es tematizar el modelo de auto-relación que él reproduce en sus distintos vínculos intersubjetivos”[48]. El modo en que me relacione con mi prójimo estará determinado por el modo en que me relaciono conmigo mismo. Por lo tanto, si me amo a mí mismo ‒siempre de un modo auténtico‒, asumiendo aquello que vivo interiormente, entonces seré capaz de amar de igual modo a mi prójimo.

Kierkegaard va incluso un poco más allá: el amor propio auténtico determinaría también mi relación con el Absoluto. En La enfermedad mortal, Anti-Climacus deja en claro que sólo aquel que se elige a sí mismo de modo auténtico, es decir, todo aquel que asume su propia condición y se ama a sí mismo, es capaz de reconocer su estar puesto frente a Dios: “la fórmula que describe la situación del yo una vez que ha quedado exterminada por completo la desesperación es la siguiente: relacionándose consigo mismo y queriendo ser sí mismo, el yo se apoya lúcido[49] en el Poder que lo ha fundamenta”[50].

 

5. La belleza de la singularidad en la vida ética

Quisiera referirme en este apartado a la idea fundamental que el pseudónimo B repite una y otra vez ‒de manera explícita, pero sobre todo implícita‒ en su escrito: lo estético alcanza su punto culmen en lo ético, pero lo ético no anula lo estético. En palabras de B: “sólo cuando uno considera la vida éticamente, por tanto, alcanza ésta su belleza, su verdad, su sentido, su consistencia”[51]. Más adelante, aunque, con otras palabras, lo vuelve a decir: “Sólo cuando considero la vida de manera ética, por tanto, sólo entonces la veo en su belleza, sólo cuando considero mi propia vida de manera ética, sólo entonces la veo en su belleza”[52]. Y agrega: “La vida se me vuelve entonces rica en belleza […] No necesito recorrer el país para descubrir bellezas […] Se entiende que tampoco tengo tanto tiempo como tú, pues al ver mi vida en su belleza, con alegría, pero también con seriedad, tengo siempre algo que hacer”[53]. Como puede entreverse en cada uno de estos fragmentos, la belleza estética alcanza su punto culmen en el cumplimiento del deber ético, es decir, en la elección de uno mismo, que se manifiesta en el modo auténtico del amor propio. La vida ética, entonces, no supone una renuncia absoluta a la belleza del mundo. Por el contrario, “la existencia ética está guiada por el objetivo de lograr la mayor coincidencia posible entre el deseo y el deber”[54]. La mayor coincidencia entre deseo y deber es la que se da en la elección de uno mismo y de la propia interioridad.

El individuo singular que cumple con su deber general de llegar a ser el que es encierra, en su singularidad, cierta belleza. La belleza de la vida de aquel que se ha elegido a sí mismo radica en su singularidad y originalidad, que coexiste, al mismo tiempo, con lo universal. Pues, como hemos visto, el amor a sí mismo en sentido auténtico ‒en tanto es la elección de sí mismo por sí mismo‒ es lo único que posibilita la transición de lo general a lo particular o, en otras palabras, es lo que habilita la singularización de lo universal: “Aunque sea insignificante, aunque sea modesto, lo veo en su belleza, pues lo veo como este hombre particular que es a la vez el hombre general, lo veo como alguien que tiene esta tarea concreta en la vida”[55]. Se trata de una belleza que, lejos de ser pasajera y vana, se mantiene en el tiempo, pues brota de lo más originario del ser humano: su interioridad.

El individuo singular que, preocupado por su propia interioridad, consuma el deber ético que le incumbe de manera particular, es aquel que se abre a la experiencia de la belleza de la vida. Pues quien ha decidido amarse a sí mismo, eligiéndose a sí mismo como el individuo singular que ha de ser, ha cumplido con el deber ético de llegar a ser quien él mismo es: un espíritu singular.

 

Consideraciones finales

La introducción de una perspectiva novedosa respecto del deber ético como incumbencia, como aquello que me concierne como el sí mismo particular que soy, resulta vigente hasta el día de hoy. Pensar en el sí mismo como una relación que se relaciona consigo misma, y que, a través del conocimiento existencial y el interés activo por su propia interioridad, accede a la posibilidad de elegirse a sí mismo en el modo de existencia ético, pone de relieve, en último término, el rol fundamental de la singularidad y, en consecuencia, de la interioridad.

Como he intentado mostrar a lo largo del artículo, considero que tanto en O lo uno o lo otro II como en La enfermedad mortal, Kierkegaard funda la comprensión ética del individuo singular que es capaz de elegirse a sí mismo, asumiendo y realizando históricamente su ser, en el carácter ontológico-fundamental de la comprensión del ser del sí mismo como relación. Pues, de acuerdo con el modo en que el sí mismo se relacione consigo mismo, a través de su relación con los demás, consumará ‒o no‒ la vida ética a la que él aspira. En efecto, elegirse a sí mismo significa asumir la propia condición, sabiéndose existencialmente implicado en ella. La posibilidad de elegirse y asumirse como aquel que ha de llegar a ser ‒así como también la de no elegirse y vivir determinado por la exterioridad‒ está fundada, en último término, en la condición ontológica del sí mismo como relación. Dicha condición es ontológica en tanto que constituye el ser de todo individuo singular en tanto individuo singular. Todo existente particular es relación consigo mismo, y en consecuencia, tiene siempre la posibilidad de elegirse o no a través del modo en que se relaciona consigo mismo. Por lo tanto, si desde una perspectiva ontológica, mi ser está determinado por mi condición relacional y singular, desde una perspectiva ética, la realización de mi deber ético, de aquello que me incumbe, que me concierne en mi realidad más concreta, supone la consumación de lo que soy en sentido estructural: una relación activa conmigo mismo, con mi propia interioridad.

En esta misma línea, tal como lo he expuesto anteriormente, para poder acceder a la posibilidad de la autoelección ética, en la que nos elegimos como los individuos singulares que hemos de ser, es necesario volvernos transparentes para nosotros mismos. Aquel que ha de decidirse por su propio ser singular ha de tener previamente un conocimiento existencial de su propia interioridad. Pues de otro modo, ¿cómo sabe que está eligiendo? Quien se elige a sí mismo se ha visto a sí mismo, se conoce, se ha vuelto consciente de que es único e irrepetible, de que tiene habilidades que otros no, de que la vida lo afecta de un modo que a otros no, de que ella suscita en él pasiones que en otros no. Y a partir de ese conocimiento experiencial y existencial de su propia singularidad, actúa. Por lo tanto, conocerse a sí mismo es condición previa y necesaria para elegirse a sí mismo.

Elegirse a uno mismo significa amarse a uno mismo en sentido auténtico. Amarse a sí mismo en sentido propio está lejos de ser considerado como una manifestación del egoísmo. Más bien, expresa la preocupación y el interés por la propia interioridad que caracterizan al individuo de la existencia ética. Al mismo tiempo, explicita el movimiento de superación del fenómeno ontológico de la desesperación. Quien se ama a sí mismo en la medida justa es aquel que ha advertido que de nada vale intentar ser quien no se es ‒desesperación de la debilidad‒ o intentar afirmarse de modo excesivo ‒desesperación de la obstinación‒. Este amor propio auténtico determina toda su existencia: su relación consigo mismo, su relación con los demás y su relación con Aquel que lo ha creado. De acuerdo al modo en que se relacione consigo mismo, y por lo tanto, en que se elija a sí mismo ‒o no‒, se relacionará con su prójimo y con el Poder que lo fundamenta desde el amor auténtico o desde la desesperación. Si se decide por un amor auténtico, entonces podrá, por un lado, dar al otro el valor que le corresponde: el de otro individuo singular igualmente capaz de dar y recibir amor, y por el otro, abandonarse en los brazos de aquel Poder que lo ha puesto en la existencia y que la mantiene viva a lo largo de la historia.

Quien se decide por este amor auténtico, además, se abre a la posibilidad de experimentar la belleza de la vida. Se trata de la belleza del mundo que alcanza su punto culmen en el modo de vida ético, pues quien se elige a sí mismo reconoce en él, en el mundo, en los otros y en el Poder que lo ha creado, la belleza de la singularidad de la creación.

 

 

Bibliografía

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  12. Thonhauser, Gerard, Über das Konzept der Zeitlichkeit bei Søren Kierkegaard mit ständigem Hinblick auf Martin Heidegger, Freiburg/München: Alber, 2011.
  13. Viñas Vera, Ángel, Søren Kierkegaard. Una teoría del cielo, Madrid, 2017.

Notas
[1] González, Darío, “Søren Kierkegaard, pensador de la subjetividad”, en: ed., cit., pp. IX-CXX.
[2] Op. cit., p. IX.
[3] Op. cit., p. X.
[4] Kierkegaard, Søren, Diarios, ed., cit., p. 80 / SKS 17, 24-
[5] Cf. Kierkegaard, Søren, “O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida II”, ed., cit., p. 228 /SKS 3, 242.
[6] Op. cit., p. 237 / SKS 3, 252.
[7] Op. cit. p. 238 / SKS 3, 253.
[8] Op. cit., p. 236 / SKS 3, 251.
[9] Op. cit., p. 242 / SKS 3, 257.
[10] Op. cit., p. 228 / SKS 3, 243.
[11] Op. cit., p. 231 / SKS 3, 245.
[12] Op. cit., p. 230 / SKS 3, 245
[13] Kierkegaard agrega más adelante el fundamento de esta diferencia que persiste: no existe ningún hombre que afirme que es un deber hacer el mal (p. 236 / SKS 3, 252). En cambio, suponer que el deber es algo externo al individuo singular, entonces la diferencia entre el bien y el mal es eliminada, pues si el individuo no es lo general, entonces sólo puede relacionarse con el bien y el mal de manera abstracta y, sin embargo, la diferencia entre bien y mal es inconmensurable respecto a una relación abstracta (p. 237 / SKS 3, 252).
[14] Op. cit., p. 236 / SKS 3, 251.
[15] Loc. cit.
[16] Op. cit., p. 237 / SKS 3, 253.
[17] Op. cit., p. 238 / SKS 3, 253.
[18] Op. cit., p. 234 / SKS 3, 249.
[19] Op. cit., p. 234 / SKS 3, 249-250.
[20] Op. cit., p. 230 / SKS 3, 245.
[21] Op. cit., p. 231 / SKS 3, 245-246.
[22] Op. cit., p. 231 / SKS 3, 246.
[23] Op. cit., p. 235 / SKS 3, 249-250.
[24] Op. cit., p. 202 / SKS 3, 214.
[25] Op. cit., p. 231 / SKS 3, 246.
[26] Op. cit., p. 227 / SKS 3, 241.
[27] Viñas Vera, Ángel, Søren Kierkegaard. Una teoría del cielo, ed., cit., p. 24.
[28] Kierkegaard, Søren, O lo uno o lo otro II, p. 231-232 / SKS 3, 246.
[29] Op. cit., p. 232 / SKS 3, 246-247.
[30] Op. cit., p. 235 / SKS 3, 249-250.
[31] Op. cit., p. 232 / SKS 3, 247.
[32] Loc. cit.
[33] Viñas Vera, Ángel, Søren Kierkegaard, p. 24.
[34] Kierkegaard, Søren, La enfermedad mortal, ed., cit., p. 33.
[35] Pieper, Annemarie, Søren Kierkegaard, ed., cit., p. 55.
[36] Debemos tener en cuenta aquí que el término castellano “yo” es traducido del término danés selv, que también podría traducirse por “sí mismo”. Ver: Ordbog over del danske Sprog, vols. 1-28, publicado por la Sociedad para la Lengua y la Literatura danesas, Copenhaguen: Gyldendal, 1918–1956, vol. 18, columnas 1004-18. Por lo tanto, cuando aquí se habla de “yo”, en realidad se hace referencia a la condición existencial de sí mismo.
[37] Garrido-Maturano, Ángel, “El amargo sabor de la eternidad. Dimensiones y praxis de la angustia en el pensamiento de Søren Kierkegaard”, en:  Søren Kierkegaard. Una reflexión sobre la existencia humana, ed., cit., p. 167.
[38] Grøn, Arne, Angst bei Søren Kierkegaard. Eine Einführung in sein Denken ed., cit., p. 23.
[39] Banser, Ann-Kathrin; Bode, Philip, Selbstwerden. Über das Selbst als Aufgabe und die Möglichkeiten seiner Realisierung bei Søren Kierkegaard, ed., cit., p. 27.
[40] Pieper, Annemarie, Søren Kierkegaard, ed., cit., p. 38.
[41] Thonhauser, Gerard, Über das Konzept der Zeitlichkeit bei Søren Kierkegaard mit ständigem Hinblick auf Martin Heidegger, ed., cit., p. 59.
[42] Kierkegaard, Søren, O lo uno o lo otro II, p. 228 / SKS 3, 242.
[43] Op. cit., p. 227 / SKS 3, 241.
[44] Op. cit., p. 242 / SKS 3, 258.
[45] Op. cit., p. 230 / SKS 3, p. 244.
[46] Rodríguez, Pablo Uriel, “La auto-relación auténtica en O lo uno o lo otro II de Kierkegaard: el amor a sí mismo como superación ética de la desesperación”, en: Revista de Filosofía y teoría política, n° 48, La Plata, 2017, p. 10.
[47] Lo que Kierkegaard llama desesperación de la debilidad y desesperación de la obstinación.
[48] Rodríguez, Pablo Uriel, “La auto-relación auténtica en O lo uno o lo otro II de Kierkegaard…”, en op. cit., p. 3.
[49] El término castellano “lúcido” es traducido del danés gjennemsigtigt, que significa “ver a través”.
[50] Kierkegaard, Søren, La enfermedad mortal, p. 72 / SKS 11, p. 130.
[51] Kierkegaard, Søren, O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida II, p. 245 / SKS 3, 261.
[52] Loc. cit.
[53] Op. cit.., p. 245 / SKS 3, 261-262.
[54] Rodríguez, Pablo Uriel, “La auto-relación auténtica en O lo uno o lo otro II de Kierkegaard”, en op. cit., p. 3.
[55] Kierkegaard, Søren, O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida II, p. 246 / SKS 3, 262.