La paciencia como obra de amor de sí en Kierkegaard.

Filósofo en meditación (Philosophe en méditation). Rembrandt

 

Resumen

La propuesta kierkegaardiana reivindica el lugar del individuo mediante una interioridad vinculada al cristianismo, para ello remite al versículo bíblico de Mt. 22, 39: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” y enfatiza el supuesto del amor de sí. No obstante, el planteamiento de Kierkegaard respecto al amor de sí queda implícito o como un aparente faltante. Las presentes reflexiones tienen por objetivo analizar y postular la paciencia como una obra de amor de sí en la reflexión kierkegaardiana. Para lograrlo se desarrollará el supuesto (irónico) del apropiado amor de sí, la paciencia como obra de amor hacia sí y algunas notas sobre la paciencia. Lo anterior abonará a explicitar uno de los aspectos de un apropiado amor de sí ante su aparente faltante

Palabras clave: Paciencia, Discursos edificantes, Las obras del amor, amor de sí, amor, ironía

 

Abstract

The Kierkegaardian proposal vindicates the place of the individual through an interiority linked to Christianity, for this it refers to the Biblical verse of Mt. 22, 39: “You shall love your neighbor as yourself” and emphasizes the assumption of self-love. However, Kierkegaard’s approach to self-love remains implicit or apparently missing. The purpose of these reflections is to analyze and postulate patience as a work of self-love in Kierkegaardian reflection. To achieve this, the (ironic) assumption of appropriate self-love, patience as a work of love towards oneself and some notes on patience will be developed. The foregoing will contribute to make explicit one of the aspects of an appropriate self-love given the apparent lack of approach in Kierkegaard’s works.

Key words: Patience, Upbuilding Discourses, Works of Love, self-love, love, irony

 

 

Introducción

La propuesta de Kierkegaard emergió lejos de la filosofía de su época, con la cual no compaginaba. Entre otros aspectos, esto se hace evidente al ser presentada por medio de obras seudónimas, muchas de las cuales ironizan el quehacer filosófico que le era contemporáneo. Su distancia del proceder académico también se evidencia a través de la exposición de su pensamiento en diarios, en las diversas series de discursos, sean edificantes o cristianos, y en meditaciones que todavía parecen generar escozor si consideramos la menor atención que ha habido sobre dichos trabajos[1]. Pese a su diversidad, sus obras mantienen un eje que el autor clarifica al señalar “que soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad mi trabajo como escritor se relaciona con el cristianismo, con el problema de ‘llegar a ser cristiano’”[2] y encuentra en el amor uno de sus núcleos, siendo este considerado a partir de la lectura bíblica, especialmente en el versículo de Mateo 22, 36-39 en que Jesús “dijo «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente». Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas»”.

En el presente trabajo, se remitirá a una lectura del amor de sí como supuesto del amor al prójimo a la luz de las reflexiones de Kierkegaard sobre la paciencia, esto con la finalidad de plantear a esta última como una obra de amor hacia sí mismo. El amor de sí, en el danés, puede presentarse como un ethos, sin embargo, a diferencia de la ética griega clásica que remitía a la felicidad del ciudadano[3], aquí ha de considerarse la aspiración a la beatitud[4], pues antes que suponer al individuo aislado, Kierkegaard asume una condición relacional subyacente que vincula al individuo con Dios, el prójimo y el mundo. De este modo, el amor ha de mediar la existencia del individuo en su dimensión relacional y, si retornamos al versículo bíblico, tanto como lo hace Kierkegaard en Las obras del amor, “en el texto objeto de nuestra conferencia se halla contenido un presupuesto que, aunque viene al final, es no obstante el comienzo. El caso es que al decir «amarás al prójimo como a ti mismo», ya está contenido ahí lo que se presupone: que todo ser humano se ama a sí mismo”[5], lo cual nos permite plantear la pregunta ¿cómo ha de abordarse la obra de amor hacia sí mismo?

El hincapié en el presupuesto del amor a sí mismo, que a su vez remite a Dios como antecedente[6], plantea una doble lectura. Por una parte, se posiciona ante las filosofías, en especial de corte hegeliano, que niegan todo presupuesto[7] y, por otra, permite explicitar la exigencia de un “legítimo amor de sí”[8]. Sin embargo, el “legítimo amor de sí” como presupuesto conlleva una ironía de Kierkegaard quien, aunque señala el supuesto, no implica su correcta reduplicación existencial. Por el contrario, es en “«el prójimo» […en] lo que los pensadores llamarían lo otro, […donde] ha de verificarse lo egoísta del amor de sí”[9]. En otras palabras y como sucede en su crítica a diversos puntos de su filosofía, de la afirmación del presupuesto teórico de amarse a sí mismo no se deriva una práctica existencial apropiada (“un legítimo amor de sí”)[10]. Como presentaremos en las líneas siguientes, asumir la apropiada práctica del presupuesto ha de considerarse como una ironía, pues la obra de amor hacia sí necesita de la paciencia.

Para el desarrollo de esta propuesta se abordará en primera instancia el matiz irónico del presupuesto de saber amarse a sí mismo que abre el cuestionamiento por la obra de amor hacía sí. En una segunda parte, se planteará la consideración de la paciencia como esta obra de amor que el individuo ha de alzar hacía sí. En una tercera parte, se presentarán algunas notas sobre la paciencia, para cerrar una reflexión sobre las implicaciones de esta para el individuo. Con ello, el presente tiene por objetivo considerar la paciencia como amor de sí en Kierkegaard, con la finalidad de brindar luces sobre el supuesto del (correcto) amor a sí mismo.

 

I. El presupuesto de amarse a sí mismo

Si bien Kierkegaard parece dar por hecho que sabemos lo que es el amor a sí mismo cuando señala: “al decir «amarás al prójimo como a ti mismo», ya está contenido ahí lo que se presupone: que todo ser humano se ama a sí mismo”[11], cabe interrogarnos por el trasfondo de esta presunción, pues al cuestionar la rectitud del amor de sí, parece desmentir, o por lo menos delimitar, los alcances de su afirmación. En este sentido, el mismo autor nos advierte de manera directa sobre el amor de sí impropio que reviste e invalida un supuesto amor al prójimo, inseparable de la predilección, que cantan los poetas[12]. Sin embargo, esta negativa aparece también de modo indirecto e irónico al asumir el amor de sí como algo dado por hecho, aspecto que es preciso clarificar.

La ironía kierkegaardiana guarda proximidad con la propuesta socrática. En Mi punto de vista señala dos criterios significativos del proceder irónico: uno es la afirmación (irónica) de la posición del otro, tal como hiciera Sócrates, para luego aproximar su concepción del mundo al límite y, según el análisis de Sobre el concepto de ironía…, descubrir ahí “el germen de su caída”[13]. En Las obras del amor, este aspecto es más notorio en lo relativo a la obra de amor al prójimo, pues tras ganar la simpatía de quien se acerca a su lectura a través de rasgos con los que cualquiera pudiera identificarse, avanza a desmontar dicha posición al revelar cómo, tras esas primeras afirmaciones, se oculta un amor preferencial inapropiado, y la obra de amor ha de comprenderse de otra manera). Este proceder permite iluminar el segundo criterio pues, según la descripción expuesta en Mi punto de vista, la ironía permite un abordaje indirecto, ya que “[u]n ataque directo sólo contribuye a fortalecer a una persona en su ilusión, y al mismo tiempo le amarga”[14]. Bajo la consideración de los elementos previos, puede plantearse que las expresiones relativas al (correcto) “amor a sí mismo” suelen ser una ironía que habría que depurar.

El sujeto no se ama correctamente, de ahí que tienda a una negación del prójimo, que es donde habría de verificarse su egoísmo. Sin el otro, no habría forma de constatar el correcto amor de sí, pues, como ya se ha indicado, “«el prójimo» es lo que los pensadores llamarían lo otro, aquello en lo que ha de verificarse lo egoísta del amor de sí”, mas continúa la cita, “En vista de lo cual, si por los pensadores fuera, no sería necesario siquiera que existiera el prójimo”[15]. Si un apropiado amor de sí pudiera ser supuesto, no tendría que ser confrontado con el amor al prójimo y, como se muestra respecto a la obra de amor al prójimo, es probable que su análisis nos revele que aquello con lo que compaginamos y damos por hecho inicialmente no sea sino una forma de egoísmo. El olvido del prójimo que se ha consolidado en una filosofía centrada en la identidad da cuenta de cómo, en efecto, el amor de sí tiende a coincidir con un egoísmo que concluye en la supresión del otro.

De ser correcto lo anterior, la afirmación sobre el amor de sí apropiado resultaría una exposición irónica que abre el cuestionamiento por la forma en la que ha de comprenderse el amor a sí mismo. En este sentido, tanto el encuentro con el otro como el encuentro consigo mismo presentan cierto paralelismo, uno expuesto desde el amor; el otro, desde la paciencia, y en ambos casos se trata de obras de amor, una hacia el prójimo, la otra hacia sí. Kierkegaard enfatiza: “Mi prójimo es aquel respecto del cual tengo un deber, y al cumplir mi deber manifiesto que yo soy el prójimo. En realidad, Cristo no habla de conocer al prójimo, sino de llegar a ser uno mismo el prójimo, de dar pruebas de ser el prójimo”[16] del otro, por lo que, en paralelismo, debemos preguntar si el autoconocimiento, como una acción meramente teórica, supone el “conocimiento del yo” o si, por el contrario, también respecto de sí mismo se trata de cumplir un deber y dar pruebas de ser un yo para sí mismo. Si se plantea una alternativa al conocimiento como forma de asumir la interioridad del individuo (más que la identidad del sujeto) y la posibilidad de fundamentar la existencia, ¿cuál es, entonces, la obra de amor hacia sí?

Partamos, así sea de manera sucinta, del encuentro con el prójimo como vía para vislumbrar el encuentro consigo mismo. A través de lo que Johannes Climacus señala en Migajas filosóficas como el pathos de la reminiscencia, Kierkegaard apunta una de sus críticas más fuertes a la tradición filosófica, pues, en ella, el otro (así se trate del maestro) deviene “algo contingente, algo fugaz, una ocasión”[17]. Si bien podrían cuestionarse estas líneas por tratarse de un seudónimo, Las obras del amor hacen eco de estas en las líneas ya citadas y, según las cuales, “si por los pensadores fuera, no sería necesario siquiera que existiera el prójimo”[18]. De esta manera, Kierkegaard constata que, para el sujeto, el prójimo carece de significación en la medida en que la verdad, asumida como presente o posible en el sujeto y accesible por sus propios medios, hace irrelevante al otro y lo que éste pueda presentarle, ¿qué significación le queda al otro si la verdad ya está en el sujeto? Incluso, cabe pensar que el prójimo se torna peligroso por guardar la posibilidad de alejar de la identidad y, en consecuencia, de la verdad.

Para Johannes Climacus sólo puede darse un encuentro significativo con el otro si se supera la dimensión epistémica, pues permanecer en ella lo convierte en irrelevante, incluso en un estorbo, para la relación con una verdad ya poseída o por poseer. Para que el encuentro con el prójimo sea posible, la razón habrá de intentar ir más allá de sí misma y su dimensión epistémica, lo cual conlleva la posibilidad del escándalo, en especial, si se da el encuentro en el que se revela “lo absolutamente diferente para lo cual no hay indicio alguno. Definido como lo absolutamente diferente, parece estar revelándose, mas no es así, ya que la inteligencia no puede ni siquiera pensar la diferencia absoluta”[19]. Este “absolutamente diferente” es la forma en que Climacus nombra a Dios y, en Kierkegaard, es el garante de la posibilidad de un encuentro con el prójimo, pero, a su vez, del surgimiento del individuo como un yo, como espíritu. Sea en relación con Dios como con el prójimo, o incluso, consigo mismo, el individuo habrá de considerarse más allá de su dimensión de sujeto que, al modo moderno, se encuentra determinado en la medida en que fija objetos del conocimiento. La relación es posibilitada por Dios quien otorga la condición[20] que la hace posible y, con ello, se asienta la posibilidad de una verdad allende lo epistémico, en la relación, en el instante, es decir, “el instante (…) esa cosa ambigua en la que el tiempo y la eternidad se tocan”[21], y “¿qué es aquello que une lo temporal con la eternidad, ¿qué otra cosa sino el amor, que cabalmente por eso existe antes que todo y permanecerá cuando todo haya pasado?”[22]

En consonancia con lo anterior, más allá de un supuesto reconocimiento en el plano racional, el reconocimiento habrá de devenir del amor y, éste, expresarse en obras. En paralelo a lo que se indica en la Epístola de Santiago donde “una fe que no produce obras está muerta” (2, 26), Kierkegaard indica respecto del amor que ha de concretarse en la obra de amor al prójimo, pues el amor tiene la “capacidad de ser cognoscible por los frutos”[23], aunque no de manera indubitable. Tras la mediación de Dios que permite el surgimiento del yo y del prójimo, restan las obras de amor que eviten la construcción del ídolo en la autocomplacencia del espíritu, por lo cual el danés indica: “cuando abras la puerta que cerraste para rezar a Dios y salgas, entonces el primer ser humano que te topes será tu prójimo a quien has de amar”[24]. En otras palabras, si hay un encuentro con el prójimo, éste se verifica en la obra de amor que se dirige a él. Ahora bien, ¿cómo plantear el encuentro consigo mismo?, ¿cuál es la obra de amor que nos permite verificar el encuentro consigo mismo?

En los Cuatro discursos edificantes de 1844, Kierkegaard parece darnos la respuesta cuando analiza el versículo “Que uno adquiera su alma en la paciencia”[25], pues señala que es en la paciencia donde “uno se adquiere solamente a sí mismo”[26]. En este sentido, en la paciencia se da el encuentro de la interioridad consigo misma y, nos atrevemos a señalar, a tal podemos denominarla una obra de amor hacia sí. Respecto a la paciencia, en el discurso se nos señala: “la condición [es decir, la paciencia] es además el objeto, y no depende de nada exterior. Por eso la condición, una vez que ha servido para la adquisición, permanece como lo adquirido”[27]. El yo surge entonces en la paciencia y tal es la obra de amor a través de la cual emerge la interioridad vinculada, de manera indisociable, con Dios y el prójimo.

El encuentro y reconocimiento del prójimo se haya mediado tanto por la superación de una relación objetual de corte epistémico como por la presencia de lo divino, para concretarse en el mandato de amor y, por ende, de obras. Sin embargo, el surgimiento del prójimo y el amor a él mandado poseen el supuesto del encuentro, reconocimiento y amor del individuo hacía sí. En igual medida, esto ha de conformarse por obras de amor, en concreto, por la paciencia como obra de amor de sí, como es la propuesta de este trabajo. La paciencia, entonces, es una obra de amor hacia sí mismo que posibilita al individuo concebirse más allá de, por ejemplo, el sujeto, y de su dependencia de los objetos y las formas de racionalidad propuestas por la filosofía moderna. En la paciencia, la existencia deviene subjetiva y supera el mero dato que plantea la (auto)consciencia al permitir la relación consigo mismo, con Dios, con el prójimo y con el mundo; asimismo posibilita una protección contra la desesperación desde “el Poder que lo fundamenta”[28]. Sin embargo, ¿a qué se refiere Kierkegaard con la paciencia y cómo comprenderla en tanto una obra de amor hacia sí?

 

II. La paciencia como obra de amor hacia sí mismo

El abordaje del mandato de amar al prójimo como a sí mismo ha de comprenderse desde la obra de amor en tanto praxis, en paralelo a lo establecido en la Epístola de Santiago respecto a la fe[29], por lo cual surge el cuestionamiento por la obra del amor, en este caso, hacia sí. La obra de amor (hacia sí o hacia al prójimo) ha de ser edificante, pues, para Kierkegaard, “el amor edifica”[30] y “edificar significa levantar algo en altura desde los fundamentos (…) el acento de edificar viene a descansar en el construir desde los fundamentos (…); pues edificar es construir desde los fundamentos”[31]. Por lo cual, la pregunta por la obra del amor lleva a la pregunta por los fundamentos, por lo más propio y, desde ahí, por aquello que el individuo puede hacer por sí mismo, ya que ahí ha de encontrarse la paciencia.

El fundamento del individuo se encuentra en el espíritu, en su condición relacional y en la dialéctica entre lo finito y lo infinito[32]. Tras los discursos dedicados a la paciencia, en los Tres discursos edificantes de 1843, Kierkegaard apunta a una reconsideración del individuo. En el primero de ellos (“Acuérdate de tu Creador en tu juventud”), su autor cuestiona el ímpetu de la juventud, para luego (en “La expectativa de una beatitud eterna”) dirigir el deseo y las aspiraciones hacia la beatitud eterna. Que lo anterior sea posible exige de una condición que es la que intitula el tercer trabajo: “Preciso es que él crezca y yo mengüe”. Sin embargo, ante nuestra temática, estos discursos hacen de preámbulo al trasfondo último de la dialéctica kierkegaardiana, pues, en los Cuatro discursos edificantes de 1844 que les suceden, aparecen con plenitud los polos de lo finito e infinito que sus predecesores preparan. Así, ante la finitud, asumida de modo radical por Kierkegaard, más que el menguar, al individuo le queda la aceptación de que “lo más alto es que se convenza plenamente de que él mismo no puede nada, absolutamente nada”[33], pues “el hombre es grande y cobra su mayor altura cuando es adecuado a Dios al ser, él mismo, nada en absoluto”[34] y en ello consiste el conocimiento de sí.

A diferencia del reconocimiento de la ignorancia socrática o la gestación del conocimiento como el punto más alto posible para lo humano que concluye, irónicamente, con el conocimiento del todo (divino) al que se identifica[35], con Kierkegaard se constata el reconocimiento de la incapacidad, del ser nada en absoluto, como el conocimiento de sí cristianamente más alto: “el conocimiento más profundo de sí comienza con aquello que el que se niega a comprenderlo calificaría como un angustioso desengaño: en vez de obtener el mundo entero, obtenerse a sí mismo; en vez de llegar […a] ser un señor, llegar a ser un necesitado; en vez de ser capaz de todo, no ser capaz de nada en absoluto”[36]. Este conocimiento de sí es el que permite asumir la finitud, mientras que la infinitud se encontrará, a partir de la fe, en Dios, para quien “todo es posible”[37]. Con ello, los polos de la dialéctica entre lo finito y lo infinito están dados y aparece la relación en la cual se constituye el yo[38].

Que el individuo se reconozca como “nada en absoluto” podría asumirse como el contenido de un arrebato de fe, sin embargo, es expuesto por Kierkegaard como una constatación que, por el contrario, en su radicalidad habría de ser de una obviedad: “nadie es más fuerte que sí mismo. Cuando se dice, entonces, que uno por sí mismo se sobrepone a sí mismo, esto último se refiere, en realidad, a algo exterior”[39], pues el individuo “no es capaz de sobreponerse a sí mismo en su intimidad. (…) a lo sumo sólo es capaz, y sólo esforzándose hasta el extremo, de oponerse a sí mismo, y eso no es sobreponerse a sí mismo”[40], en otras palabras, respecto de sí mismo, el individuo no es capaz de nada en absoluto, acaso de oponerse, mientras que su acción se encuentra en relación con lo exterior. Bajo este supuesto, habría que replantear la condición activa del individuo y sus alcances[41].

La incapacidad para sobreponerse a sí mismo parece dejar al individuo kierkegaardiano desamparado, incluso de sí mismo. El carácter melancólico del danés, así como la desesperación y la angustia de sus planteamientos, a lo que ha de sumarse la tematización de la insanidad mental vinculada a las formas del capitalismo contemporáneo que subyacen a la depresión, la ansiedad y los síndromes de déficit de atención, entre otras[42], contravienen las esperanzadoras imágenes de una “superación personal” de Best sellers que se rige por el principio de que el individuo es capaz de sobreponerse a sí mismo y, siendo más fuerte que sí mismo, puede alcanzar su sanidad. Esta imposibilidad, que evidencia la incapacidad de ser más fuerte que sí mismo, da la razón al planteamiento kierkegaardiano, incluso si se considera a distancia de una fe subyacente y es, precisamente, por lo cual la paciencia ha de ser una, acaso la primera, obra de amor hacia sí mismo: porque el individuo no puede sobreponerse a sí mismo y, en su interioridad, no es capaz de nada, por eso ha de tenerse paciencia para no quedar en el desamparo, pero también a distancia de la autocomplacencia egoísta que negaría su condición.

Si el fundamento del individuo se encuentra en la dialéctica entre lo finito (no ser capaz de nada en absoluto) y lo infinito (que para Dios todo es posible), la obra de amor que edifique ha de partir desde ese fundamento: que el individuo no es capaz de nada en absoluto. El reconocimiento de la nulidad propia involucra la fuerza y exigencia del discurso, de la edificación, que el consuelo no deberá negar. En “El que ruega rectamente, combate en la plegaria y vence –al vencer Dios”, el último de los Cuatro discursos edificantes de 1844, Kierkegaard condena “todo discurso vago, que tiene la forma del consuelo pero no su fuerza”[43], y, en este sentido, condena el discurso del sujeto que proclama el consuelo que supone brindar el poder a Dios, pero guarda sus fuerzas para mantenerse en el engaño de que le fuera posible hacer algo por sí mismo, con lo cual demuestra la ausencia de fuerza en sus palabras.

En Migajas filosóficas o un poco de filosofía, bajo el seudónimo de Johannes Climacus, Kierkegaard cuestiona a quien “solo ama (…) al omnipotente que hace milagros, no a quien se humilló a sí mismo en igualdad contigo”[44] (114), sin embargo, ante el conocimiento de sí, habría que considerar la analogía hacia el individuo quien es capaz de amarse en la creencia de que es capaz de algo, pero no cuando ha reconocido que no es capaz de nada en absoluto. Amarse, para evitar caer en la desesperación y la angustia, tanto como sucede en quien es incapaz de sobreponerse a su depresión o ansiedad, supone la paciencia como una obra de amor de sí, pues habría relativa facilidad en amarse en las mejores condiciones, mas no cuando se padece y se es incapaz de sobreponerse a sí mismo, cuando se abre la disyuntiva de caer en la desesperación que se niega a ser sí mismo (aceptar la condición propia) o amarse, en paciencia, en la condición propia. La paciencia, como obra de amor a sí mismo, permite que el individuo en la constatación de su condición pueda agenciarse del amor que le es dado.

Que la paciencia sea una obra de amor hacia sí mismo es el consuelo cuya exaltación no debe negar la fuerza desafiante y el espanto que estas palabras dan al individuo. Para que sea posible encontrar edificación en ellas, el individuo ha de confrontarse en algún momento con que no es capaz de nada en absoluto y tal no es como una condición accidental o contingente, sino lo más propio del yo. No obstante, éste, que es el reconocimiento último del individuo sobre sí, atraviesa por otros de igual o mayor dificultad, debido a la incapacidad de ocultamiento ante su aparición en la vida, bien que se les pueda negar y aquí, como sucede con la desesperación y la angustia, que se tornen evidentes, no plantea su emerger, sino que constatan su presencia previa. Consideremos de manera sintética los siguientes rasgos en los cuales el individuo necesita de la paciencia como una obra de amor hacia sí mismo.

El primer rasgo y del cual se desprenden los siguientes, abordado ya en las líneas previas, constata que el individuo no es capaz de nada en absoluto: este es el espanto que subyace a la edificación. De tal deriva el segundo pues, pese a tal incapacidad, el individuo se encuentra atravesado por el mandamiento de amor, sea a Dios o al prójimo, fundado en el amor a sí mismo; empero, el amor no está en sí mismo y es incapaz de alcanzar su origen. El amor ha de atravesar de sí hacia al prójimo y, de esta manera, retornar a Dios. Para Kierkegaard, en continuidad con I Jn. 4, 10, el mandato de amor surge de que Dios nos amó primero y se encuentra enfrentado a que el sujeto suele cubrirlo de preferencias que lo desvirtúan, de ahí que el autor apunte a que “las virtudes de los paganos son vicios espléndidos”[45]. Que la paciencia sea una obra de amor hacia sí mismo es necesario por la incapacidad del individuo de amar y de amar correctamente por sí mismo (como extensiones de que no es capaz de hacer nada en absoluto), por lo que la paciencia lo salvaguarda en la incapacidad de llevar a cabo lo que sería lo más propio, amar como se ama a sí mismo, en especial, cuando esto último no se realiza correctamente y cuando, además, se constata que dicho amor no surge de sí, sino que se es vehículo de este.

En tercer lugar, aunque el amor parte de Dios, esto no significa que el individuo sea capaz en todo momento de eliminar la preferencia que impone en sus obras; además, cabe la posibilidad de que el sujeto, en su egoísmo, intente imponerse ante Dios. El individuo necesita de la paciencia ante el bien que pueda hacer, sea o no un autoengaño, para evitar imponer su acción como criterio. Debe asumir que sus motivaciones e intenciones no son las del bien perfecto y, tanto como “El amor cubre la muchedumbre de los pecados”[46] y no ha de asumir el mal en el actuar del otro, deberá limitar en un mismo sentido los alcances del bien que supone hacer. Sin la paciencia que nos recuerda que no somos capaces de nada en absoluto, el sujeto caerá en autocomplacencia y exaltación de sí, en cuyo extremo se rivalizará con Dios con tal de imponer la razón y el “bien” propios. Que la paciencia sea una obra de amor hacia sí mismo es necesario porque incluso en el bien que el individuo realice a través del amor divino (y más cuando es un supuesto bien que intenta imponer) ha de recordar que siempre es posible la presencia del egoísmo, pues no es capaz de nada en absoluto y tiende a la nada de la que fue creado, por lo cual la paciencia puede salvar de una autocomplacencia desmedida como de las “atenuaciones culpables”[47] que le justifiquen con miras a un vacua exaltación de sí que oculta el desafío[48].

Si la paciencia como obra de amor de sí es precisa ante la posibilidad del bien, tanto más se la precisa en relación con el mal, en el pecado. Esta sería la cuarta consideración: constatar que el individuo no es capaz de nada en absoluto, no solo ante el (posible) bien, sino también cuando ha atravesado por el pecado que le arrojaría en dirección a esa finitud que lo conforma e, incluso, en dirección a la nada que siempre se encuentra amenazante. Si ante el (supuesto) bien realizado se abre la posibilidad del infinito, aquí la finitud y la nada hacen su aparición radical, en ambos casos se hace presente la desesperación y, ante la disyuntiva, encalla en el “vértigo de la libertad”[49], la angustia. Que la paciencia sea una obra de amor hacia sí mismo es necesario porque, ante la finitud y nada que se hacen patentes en el pecado y en sus yerros, el individuo no debe quedar arrojado a la desesperación y la angustia, porque el fallo no es lo determinante y, arropado por el amor, habrá de alejarse de las atenuaciones culpables, pero recordar que el amor cubre la muchedumbre de pecados, por lo cual es posible acudir al perdón divino, tras haberse perdonado a sí mismo.

Un quinto aspecto, la paciencia como obra de amor hacia sí propicia el recogimiento, el cuidado de sí que protege al individuo del arrojo a la inmediatez del erotismo al modo de Don Juan. Como es sabido, en la obra de Mozart (tal como resalta el seudónimo A en sus estudios) Don Juan muere al ser alcanzado por el silencio; en este sentido, ante la incapacidad de aceptar que no es capaz de nada en absoluto y constatarlo, muere rodeado de desesperación, angustia y culpa. La paciencia, como obra de amor de sí mismo, permite al individuo contemplar su finitud, su nada e incapacidad, pero también (y principalmente) vivir. Este reconocimiento es el que permite conocer a Dios[50] y que “Necesitar de Dios es la suprema perfección del hombre”[51]. Ante la mortal huida de sí mismo que concluye en la muerte cuando se es alcanzado por aquello que se intenta negar a toda costa, la paciencia permite el recogimiento y la reconciliación consigo mismo en la medida en que propicia el reconocimiento de que el individuo no es capaz de fundamentarse a sí mismo, sino que el yo es sostenido en la relación[52]. La paciencia propicia, entonces, la posibilidad de la paz ante la muerte.

En los casos previos, como en otros que puedan derivar de los mismos, la paciencia como obra de amor de sí permite edificar. Es decir, asume los cimientos y desde ellos construye, por oposición al sujeto vinculado a lo exterior, que parte del supuesto falso de su capacidad y desde tal intenta extenderse. La edificación, en este sentido, debe considerar lo propio con todo su espanto, pero también desde dicho abordaje eliminar aquello que se ha elaborado de forma espuria sobre bases infundadas. Edificar, entonces, tanto como “construir desde los fundamentos”, involucra destruir aquellos añadidos que ocultan lo más propio por lo que, en una paráfrasis (y contra la intención original levinasiana que suponía la denuncia de una violencia sin sentido en el danés), habría que señalar que Kierkegaard inaugura las posibilidades de edificar con el martillo[53].

 

III. Algunas notas sobre la paciencia en Kierkegaard

Retornemos a la epístola de Santiago, pues tanto como la fe, el amor sin obras perece. Al inicio de Las obras del amor, Kierkegaard nos presenta dos imágenes que es importante traer a colación. Por una parte, indica que el amor, como una fuente de agua, surge de un manantial oculto, inaccesible a cabalidad y, en igual medida, como el agua, de estancarse termina por quedar empantanado y apestarse. En el caso del amor, su fuente última es Dios, por lo que implica siempre un sustraerse en su posible definición y, de estar presente, ha de convertirse en obras o quedará estancado.

El amor, devenido en obras dirigidas al prójimo, es planteado por Kierkegaard (entre otros) en las meditaciones que conforman el libro recién enunciado. Por su parte, de la misma forma en que sucede con el amor hacia sí, que de tan próximo y dado por hecho suele escapar o reducirse a condiciones egoístas del sujeto, así sucede con la obra de amor que es la paciencia. Sin embargo, posee una notoria presencia y alta significación en la obra del danés. A juzgar por los títulos de los trabajos, Kierkegaard dedica a la paciencia tres discursos edificantes: “Que uno adquiera su alma en la paciencia” en los Cuatro discursos edificantes de 1843, y los restantes en los Dos discursos edificantes de 1844 intitulados “Que uno preserve su alma en la paciencia” y “Paciencia en la expectativa”, bien que existan notas significativas sobre el tema en otras obras, como en los dedicados (y compilados en español) bajo el título de Los lirios del campo y las aves del cielo.

Sin la intención de agotar los abordajes de Kierkegaard sobre la paciencia, señalaremos algunas notas al respecto. En primera instancia, indiquemos que la paciencia como una obra de amor de sí ha de diferenciarse de la paciencia como un atributo divino y la paciencia en relación con el prójimo. Respecto al último, la paciencia evita el juicio apresurado e, incluso, “aunque el juicio no fuera precipitado, el que juzga que el otro ser humano está carente de amor, elimina los cimientos y no puede edificar” [54], por lo cual, aquí “la paciencia consiste precisamente en el aguante al presuponer que el amor se encuentra, a pesar de todo, en el fundamento”[55] del prójimo, pues Dios (fundamento de todo) no lo abandona. La paciencia, vinculada al amor al prójimo, “presupone, en silencio total, que a pesar de todo el amor está suficientemente presente en el otro ser humano”[56]. Si bien, en todo caso la paciencia remite al amor (Dios) como el fundamento último que evita la condena del prójimo, no por eso habrá de asumirse en el individuo como una forma de negar el pecado propio, por el contrario, será motivo para reconocerse en su finitud, incluida su condición de pecado o de “no-verdad”[57]: “pues aún peor que la más tenebrosa de las propias culpas es la propia justificación”[58].

En el sentido de lo anterior, Kierkegaard reconoce “el consuelo de que precisamente el hombre más puro es el que más dispuesto está a captar la propia culpa con mayor profundidad”[59], mientras que “el que se confiesa busca a Dios en el reconocimiento de los pecados”[60], pensamientos en los cuales apunta a la relación con Dios y, podríamos señalar, a Su paciencia. Al modo bíblico, la paciencia divina se encuentra reflejada en la fidelidad a la alianza. Sin embargo, más que plantear una reflexión sobre Dios, estas consideraciones abordan el modo de relación que guarda con su creación y, en este sentido, incluso el mandato que de tal deriva. Así, de la fidelidad de Dios resulta el reconocimiento de cada individuo como pecador, en la medida en que el individuo relacional es un individuo ético que ha de responder de sí y del sufrimiento del prójimo, no sólo de las obras del amor, sino también del pecado que ha realizado. En este sentido, tanto como Caín, la filosofía cuestiona: “Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”[61], a lo cual Kierkegaard y la tradición del cristianismo asumen el mandato del amor al prójimo, esto es, de su cuidado y de las condiciones para el desarrollo de su vida, con lo cual la paciencia de Dios deviene el modelo de la acción humana[62].

Respecto a la paciencia para consigo mismo, Kierkegaard la caracteriza en relación a la interioridad y humildad: “la paciencia es un pájaro pobre que no viene con gestos y ademanes exteriores”[63]. Se la ha de apropiar existencialmente, antes que entenderse como un contenido epistémico, es decir, y parafraseando al mismo Kierkegaard: “Lo que importa es encontrar una paciencia que sea paciencia para [y hacia] mí (…). ¿De qué me serviría, entonces, encontrar la así llamada paciencia objetiva (…)? – ¿De qué me serviría que la paciencia estuviera delante de mí, fría y desnuda, indiferente a ser reconocida o no, produciéndome un angustioso estremecimiento (…)?”[64].

En igual medida, es la paciencia la que permite “dar a cada hombre su alma y el mundo entero como prenda”[65]; por el contrario, sin ella, cada cual quedaría como prenda del mundo, arrojado fuera de sí. Con propiedad, la paciencia es condición y objeto en esta búsqueda de sí, en este ganarse a sí mismo. Sin embargo, que la paciencia no sea adecuada también propicia que el individuo se pierda a sí mismo cuando se la vincula al anhelo mundano y, tanto la paciencia como el individuo, se pierden en la obtención de una recompensa externa.

En “Patience: The Critique or Pure Naïvite”, Harvie Ferguson apunta que la “paciencia genuina es una complicada combinación de valentía y humildad”[66], a lo que ha de sumarse que es igualmente combinación de actividad y pasividad[67]. Valentía activa, en cuanto implica una resistencia a la condición propia del individuo tendiente a la preferencia opuesta a la obra de amor, a la permanencia en la condición de no-verdad y en el intento de imponer sus condiciones de bien y verdad, pero, en igual medida, embebida de la valentía que exige asumir esa condición propia para oponerse a sí y a la locura del mundo, según la cual el sujeto es capaz de hacer algo por sí mismo y, en cuanto tal, es más fuerte que sí mismo. En su dimensión pasiva y humilde, la paciencia se vincula a la expectativa y a la esperanza, pues siendo incapaz de algo por sí mismo, espera aquello que no es posible por sí mismo[68].

Para que lo anterior suceda, el individuo necesita de humildad y pasividad a fin de desprender la paciencia de la espera de la exterioridad y lo mundano, no sea que a la espera de la retribución material pierda la interioridad que le es propia. Sin nada que esperar de fuera, el individuo habrá de vérselas con lo único que le queda, la posibilidad de hacerse de un alma, una interioridad. No obstante, al hacerlo, enfrentará la condición propia de pecado e imposibilidad para cambiarlo. De este modo, los tres discursos dedicados a la paciencia citados con anterioridad entran en diálogo con la propuesta seudónima de Migajas filosóficas, donde de una consideración epistémica (la búsqueda de la verdad) se deriva el pecado (situarse en la no-verdad y tomar distancia de ella) para, en el caso de los Discursos edificantes, plantearnos la dimensión religiosa de esta propuesta: en la paciencia, el individuo se reconoce en su interioridad, en el mandato de amor y en pecado. La convergencia de actividad y pasividad, así como de valentía y humildad, se enfatizan en la interioridad de un individuo que, de esta manera, comienza a ganar su alma.

Como resultado del carácter dialéctico de la paciencia, el individuo ha de encontrarse amado y amable, sin la lisonja de la autocomplacencia y la preferencia, por lo cual ha de reconocer que, sin ser capaz de nada en absoluto (paciencia como actividad), Dios lo ha amado primero (paciencia como pasividad). Valentía para aceptar la condición propia y su incapacidad para cambiarla, humildad para recibir la condición que le permita cambiar, es decir, el amor y perdón que no se encuentran en él. No obstante, la condición moderna[69] (y, agregamos, posmoderna) apuntan en dirección al escándalo, es decir, a la negación de ese Dios que se aproxima y revela a lo humano, así como de que pueda haber pecado[70].

Así pues, para Kierkegaard la paciencia es la vía por la cual el individuo “pued[e] asir su alma”[71], pues “la paciencia es tan operante como padeciente, y tan padeciente como operante”[72], es una forma de confrontar el mundo, sabiendo que la ganancia es lo que, se supone, ya se posee, es decir, a sí mismo, por lo cual no se ha de esperar nada. Es la posibilidad de no desesperar, pues permite perder el mundo para ganarse a sí mismo en la libertad de, precisamente, liberarse de la dependencia del mundo y es, de igual manera, aceptarse en lo más propio, así esto sea el saber que no se es capaz de nada en absoluto… sin embargo, se encuentra sostenido, en lo más propio, porque al conformarse en la relación, esta tiene en su otro extremo a Dios, para quien todo es posible. De esta manera, la paciencia, como el amor, edifica e incluso consuela, sin por eso menoscabar su espanto o siquiera su exigencia.

 

Unas palabras finales sobre la paciencia en relación al consuelo.

A manera de cierre, remitamos a unos señalamientos de la paciencia como obra de amor hacia sí, en cuanto cobija al individuo en el consuelo al dotarle de una protección contra la desesperación. Es de nueva cuenta en Las obras del amor, donde Kierkegaard señala que “solamente cuando amar sea un deber, solamente entonces estará el amor (…) protegido (…) contra la desesperación[73]. La paciencia, más que suponer una mera inversión de la obra de amor dirigida al prójimo, delimita la forma de la obra de amor hacia sí. Sin esta delimitación, la inversión de Las obras del amor correría el riesgo de convertirse en meras “atenuaciones culpables” que, como parece implicar la crítica de Anti Climacus a la tradición filosófica, conllevan a la eliminación del pecado descrita en La enfermedad mortal[74] y, por ende, a la desesperación y desafío del sujeto que niega su finitud al desechar las posibilidades del pecado. Pero, por otra parte, la paciencia también le salva de una negación de la infinitud que le sumiría en el pesimismo, igualmente desesperado, de reducirse a su falta y nulidad. De manera que la obra de amor hacia sí permite la posibilidad de asumir una condición finita y falible, pero salva al individuo del reduccionismo pesimista que suele aparejarse a la misma.

Sin la aceptación del pecado, es decir, de la condición de no verdad propia, el sujeto se enaltece a partir de la construcción de castillos en el aire inhabitables por el individuo, pero, en igual medida, la mera aceptación de la finitud y del pecado lo reduciría al polvo del que proviene. La paciencia como amor de sí, al ganar y salvar el alma propia, da cuenta de la exigencia de humildad sin humillación o deificación propias al aceptar la necesidad de un menguar de sí sin la aniquilación pesimista.

Sin la paciencia y a causa del pecado propio, el individuo quedaría ante dos grandes polos: por una parte, la humillación pesimista que, sin humildad posible, socavaría las posibilidades de un amor propio, incluso de compasión alguna, y, por la otra, una indulgencia autocompasiva y permisiva, en igual medida carente de humildad, que lo exaltaría como señor único. En este sentido, la paciencia como amor de sí permite evitar el pesimismo recalcitrante, pero también el endiosamiento, rasgos que caracterizan a buena parte de la filosofía moderna y del pesimismo contemporáneo donde el sujeto se hace de la última palabra ante valores, situaciones y condiciones cualesquiera

Finalicemos con una paráfrasis de una de las citas que preceden a este cierre, y señalemos que “solamente cuando la paciencia sea un deber, solamente entonces estará el individuo (…) protegido (…) contra la desesperación a través de la obra del amor hacia sí”.

 

Bibliografía

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  27. Tutewiler, Corey Benjamin, “Patience” en Kierkegaard’s concepts. Tome V: Objectivity to Sacrifice, Ashgate, United Kingdom, 2015.

Notas
[1] Aunque el trabajo de George Pattison, Kierkegaard’s Upbuilding Discourses de 2002 señaló esto hace ya dos décadas en la Introduction a su trabajo y, en igual medida, apuntó a una reconsideración debido a las investigaciones aparecidas en los Kierkegaard Studies Yearbook, la tendencia parece mantenerse pese a la existencia de señalamientos sobre la significación de estas obras en autores como Heidegger, bien que a un mismo tiempo desacredita los escritos “teoréticos, con la excepción del tratado sobre el concepto de la angustia” (Ser y tiempo, ed. cit., p. 251), de nuestro autor.
[2] Søren Kierkegaard, Mi punto de vista, ed. cit., pp. 27-28.
[3] En palabras de Giorgio Agamben “Ética significa aquí, sin embargo, en el sentido que la palabra tenía cuando hizo su aparición en las escuelas filosóficas griegas, ‘doctrina de la felicidad’” (La potencia del pensamiento, ed. cit., p. 268).
[4] En la lectura de Kierkegaard en español puede haber confusiones en la traducción de Salighed, pues si bien esta palabra involucra la felicidad, es planteada en el sentido cristiano de la felicidad vinculada a la vida eterna y la relación con Dios, por lo cual suele ser más apropiado el concepto de beatitud para su traducción. Por su parte Lykke se reserva para la felicidad, sin el trasfondo religioso. Tales parecen ser las implicaciones generales en el uso de estos conceptos que no siempre se entrevén en nuestro idioma y ni se clarifican, por ejemplo, en la compilación y traducción de Demetrio Gutiérrez Rivero de Los lirios del campo y las aves del cielo que, aunque muy buena, presenta la traducción de Salighed (beatitud) como felicidad. Sobre el abordaje de estos conceptos puede considerarse la entrada “Happinnes” (en Kierkegaard’s Concepts. Tome III: Envy to Incognito, pp. 137-143) de Benjamín Olivares Bøgeskov, así como del mismo autor el tema “La terminología de Kierkegaard” (en El concepto de felicidad en las obras de Søren Kierkegaard, ed. cit., pp. 34-39). Agradezco los comentarios y guía sobre el tema a Anna Fioravanti.
[5] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 35.
[6] Aparece en Las obras del amor (ed. cit.): “Si no hubiese manantial alguno en el fondo, si Dios no fuese amor, entonces tampoco existiría el pequeño lago ni el amor de un ser humano. Como el lago tranquilo se asienta oscuramente en el profundo manantial, así el amor de un ser humano se asienta enigmáticamente en el amor de Dios (…) el origen enigmático del amor en el amor de Dios te impide ver su fundamento; cuando crees que lo ves, se trata en realidad de un reflejo que te engaña” (pp. 26-27); mientras que en “El amor ha de cubrir multitud de pecados”, “el secreto del amor terrenal consiste en que lleva sobre sí el sello del amor de Dios, sin el cual sería una tontería, o una simple lisonja” (Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 95).
[7] “Pues esto es lo que presupone el cristianismo, que en modo alguno comienza, como esos filósofos fantasiosos, sin presupuestos, ni tampoco con un presupuesto halagüeño” (Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 35).
[8] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 37. No olvidemos, además, que la primera meditación de esta obra (“I. La vida oculta del amor y su capacidad de ser cognoscible en los frutos”) plantea que “engañarse a sí mismo en el amor es lo más espantoso que puede ocurrir” (Kierkegaard, S. Las obras del amor, ed. cit., p. 21; cursivas de la fuente).
[9] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 40.
[10] En Temor y temblor, bajo el seudónimo Johannes de silentio, Kierkegaard da cuenta de una situación próxima en lo relativo a la fe. Ahí señala: “Por más que se pudiera trasladar a la forma del concepto todo el contenido de la fe, de ello no se sigue que se tenga el concepto de la fe, el concepto de cómo se puede llegar a ella o cómo ella puede llegarle a uno” (ed. cit., p. 109), es decir, de la comprensión de lo que sea la fe no se deriva que se la posea existencialmente. En La dialéctica de la comunicación ética y ético-religiosa, crítica la falta de reduplicación en la comunicación donde “no llevo a cabo ninguna reduplicación, no ejecuto lo que expreso, no soy lo que digo, no doy a lo verdadero la forma más verdadera; esto es, ser existencialmente lo dicho. Yo solo hablo de esto” (Søren Kierkegaard, ed. cit., p. 73), para, por el contrario, señalar la necesidad de su reduplicación existencial. Lo mismo sucede con el amor, de que pueda ubicarse el amor de sí como trasfondo del amor al prójimo, no involucra que el supuesto sea llevado a cabo sin engaño.
[11] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 36.
[12] Por ejemplo, en la meditación “Tú «has de» amar” o, de manera directa, al señalar la posibilidad del engaño en el amor (Cfr. nota 8).
[13] Søren Kierkegaard, Sobre el concepto de ironía, ed. cit., p. 288.
[14] Søren Kierkegaard, Mi punto de vista, ed. cit., p. 48.
[15] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 40.
[16] Ibidem., p. 41.
[17] Søren Kierkegaard, Migajas filosóficas, ed. cit., p. 32.
[18] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 40.
[19] Søren Kierkegaard, Migajas filosóficas, ed. cit., p. 61.
[20] Todavía desde una dimensión epistémica que tiende más allá de sí misma, Johannes Climacus señala: “si el que aprende ha de recibir la verdad, será preciso que el maestro se la aporte; y no solo eso, sino que ha de darle también la condición para comprenderla, porque si el que aprende fuera por sí mismo la condición para comprender la verdad, entonces le bastaría con recordarla. La condición para comprender la verdad es la misma que para poder preguntar por ella: la condición y la pregunta contienen lo condicionado y la respuesta (si no fuera así, el instante solo podría comprenderse socráticamente)” (Søren Kierkegaard, Migajas filosóficas, ed. cit., p. 35).
[21] Søren Kierkegaard, El concepto de la angustia, ed. cit., p. 202.
[22] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 22.
[23] Cfr. Ibidem., pp. 21-34.
[24] Ibidem., p. 75; cursivas del original.
[25] El versículo proviene de Lucas 21, 19 y da título al último de esa serie de discursos edificantes. En Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., pp. 192-210.
[26] Ibidem., p. 171.
[27] Ibidem., p. 175.
[28] Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, ed. cit., p. 34.
[29] “Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta. / Y al contrario, alguno podrá decir: «Tú tienes fe? Pues yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin obras y yo te mostraré por las obras mi fe» (Sant. 2, 17-18), bien que la obra tampoco sea un indicio definitivo: “El caso es que igual que el amor mismo no se puede ver, y por eso hay que creer en él, así tampoco se le puede reconocer incondicional y directamente por ninguna expresión suya en cuanto tal. (…) No hay obra alguna, ni siquiera una sola, ni la mejor, de la cual podamos afirmar incondicionalmente que, quien hace tal cosa, sin lugar a dudas demuestra con ello amor. Esto depende de cómo se realice la obra” (Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 30).
[30] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 256.
[31] Ibidem., pp. 255, 256.
[32] Sobre el yo en cuanto espíritu y la condición relacional, puede considerarse lo planteado por Kierkegaard bajo el seudónimo Anti Climacus al inicio de La enfermedad mortal, mientras que su condición dialéctica, aparece (principalmente) de la mano de Vigilius Haufniensis, en El concepto de la angustia.
[33] Søren Kierkegaard, Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 303.
[34] Ibidem., p. 305.
[35] Cfr. Søren Kierkegaard, Migajas filosóficas o un poco de filosofía, donde indica, por ejemplo, “Desde la perspectiva socrática cada hombre es para sí mismo el centro y el mundo entero se centraliza en él, porque el conocimiento de sí es conocimiento de Dios” (ed. cit., p.33).
[36] Søren Kierkegaard, Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 307-308.
[37] Señalamiento que aparece en Mt. 19, 26 y es retomado por Kierkegaard entre otros, bajo el seudónimo Johannes de Silentio, en Temor y temblor (Søren Kierkegaard, ed. cit., p.138), de 1943. En continuidad con lo señalado en esta reflexión, la obra citada también indica que “los locos y los jóvenes afirman que todo es posible para un ser humano” (ed. cit., p.135), lo cual refuerza la consideración de la dialéctica aquí aludida, de manera que la existencia parece devenir entre la locura de suponer que para un humano todo es posible (aspecto que crítica el danés al pathos de la reminiscencia) o que no es capaz de nada en absoluto (acorde a la perspectiva del pathos del instante).
[38] Cfr. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal y El concepto de la angustia.
[39] Søren Kierkegaard, Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 312. Este planteamiento se encuentra ya de manera similar en “La expectativa de la fe” (parte de los Dos discursos edificantes de 1843) donde indica: “Un ser humano puede ser todo lo fuerte que quiera, pero ninguno es más fuerte que sí mismo. Por eso solemos ver en la vida a aquellos que vencieron en todas las batallas volverse impotentes cuando tienen que habérselas con un enemigo venidero” (ed. cit., p.42) y “Cuando un hombre, entonces, combate con el porvenir, aprende que, por muy fuerte que sea en otras circunstancias, hay un enemigo que es más fuerte, y es él mismo; un enemigo que no puede vencer por sí mismo, y es él mismo” (,ed. cit., p.43); o en “Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba” que “¿Y no consiste la astucia de la duda en hacer que un hombre imagina que puede por sí mismo triunfar sobre sí mismo, como si fuese capaz de hacer el milagro del que jamás se oyó ni en el cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra, que algo que combate consigo mismo pueda, en ese combate, ser más fuerte que sí mismo?” (Cfr., también, ed. cit., p.142).
[40] Ibidem., p. 313.
[41] Si bien el motivo de este trabajo está en relación con la paciencia como obra de amor hacia sí mismo, el planteamiento kierkegaardiano, incluso si se asume bajo una perspectiva secular, brindaría elementos para la crítica de la condición activa del sujeto que, según se lo suele considerar, no solo resulta ser interpretado como más fuerte que sí mismo, sin incluso capaz de realizar, por ejemplo, una transvaloración de los valores supremos. ¿Qué sucedería, por ejemplo, con la posibilidad de pensar un romanticismo, un nihilismo o una posmodernidad de la miseria, es decir, sin asumir la posibilidad de ser más fuerte que sí mismo para realizar la creación de sí como una obra de arte, la transvaloración de los valores o asumir algún tipo de fundamentación de sí mismo y la subjetividad propia? No obstante, dejemos el cuestionamiento hasta aquí como un señalamiento que, aunque escapa a nuestro objetivo, no por tal hemos querido dejar sin enunciar.
[42] Estos vínculos entre una dimensión existencial en la sociedad y políticas contemporáneas se encuentran presentes en, por ejemplo, los trabajos de Franco “Bifo” Berardi (Héroes: Asesinato masivo y suicidio), Mark Fisher (Realismo capitalista), o el más conocido Byun-Chul Han (La sociedad del cansancio), por enunciar algunos.
[43] Ibidem., p. 376; o como también señala “¡ay de aquél que quiere edificar sin conocer el espanto, pues no sabe lo que él mismo quiere!” (p. 334).
[44] Ibidem., p. 114.
[45] Las palabras de Kierkegaard (Las obras del amor, ed. cit., p. 77) son recuperadas de San Agustín.
[46] Kierkegaard dedicó a este versículo de 1 Pe. 4, 8, dos discursos edificantes publicados en 1843 y una meditación en Las obras del amor (1847)
[47] Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, ed. cit., p. 124.
[48] Para Anti-Climacus, “en esto consiste propiamente el desafío y la obstinación— a pesar de haber comprendido muy bien lo que es justo; o, viceversa, deja de hacer lo que es justo; sabiendo muy bien lo que es la justicia” (Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, ed. cit., p. 124), rasgos propios del cristianismo y que son excluidos por la tradición filosófica.
[49] Søren Kierkegaard, El concepto de la angustia, ed. cit., p. 176.
[50] Apunta el autor: “conocerse a sí mismo en su propia nulidad es la condición para conocer a Dios” (Søren Kierkegaard, Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 317).
[51] Ibidem., pp. 294-318
[52] Cfr. Especialmente Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, ed. cit., pp. 33-34.
[53] La exposición aparece en las dos versiones de Kierkegaard vivo que hay en nuestro idioma. En Kierkegaard vivo, dentro de la “Primera sesión del coloquio” (Emmanuel Levinas, ed. cit., p.177), del cual deriva el trabajo “Existencia y ética” (en Kierkegaard vivo: Una reconsideración).
[54] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 266.
[55] Ibidem., p. 266.
[56] Ibidem., p. 268.
[57] A través de Johannes Climacus, Kierkegaard aborda la dimensión del “pecado” como “no-verdad en Migajas filosóficas, especialmente en el apartado “B” (ed. cit., pp. 34 y ss.) del “Proyecto de pensamiento”, así como la dimensión cristiana del pecado, sin los elusivos artificios de la razón, en “La definición socrática de pecado” (ed. cit., pp. 116 y ss.), por vía de Anti-Climacus en La enfermedad mortal.
[58] Søren Kierkegaard, Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 395.
[59] Ibidem., p. 397.
[60] Ibidem., p. 394 y 397.
[61] Gen. 4, 9.
[62] En la entrada “Patience” Corey Benjamin Tutewiler concluye su trabajo al señalar que “El Dios inmutable, por el contrario, es infinitamente paciente con el esfuerzo de los seres humanos, lo cual a su vez moldea las relaciones entre humanos” (ed. cit., p.73, trad. propia, en el original: “The immutable God, by contrast, is infinitely patient with the striving of human beings, which in turn models the relationships human beings are to have with one another”). Lo anterior, en alguna medida empata con lo que Hermann Cohen expresa al indicar: “los atributos de la acción no son tanto las propiedades de Dios cuanto modelos ejemplares conceptualmente determinados que debe regir la acción del ser humano” (La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo, ed. cit., p. 72-73).
[63] Søren Kierkegaard, Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 168.
[64] Søren Kierkegaard, Los primeros diarios. Volumen I. 1834-1837, ed. cit., p. 80.
[65] Søren Kierkegaard, Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 169.
[66] Harvie Ferguson, “Patience: The Critique or Pure Naïvite”, ed. cit., p. 269. Traducción propia, en el original: “Genuine patience, which is a difficult combination of courage and humility”.
[67] En la traducción al español se encuentra expresado como “tan padeciente como operante” (Søren Kierkegaard, Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., pp. 197 y 206).
[68] La tematización de la esperanza en Gabriel Marcel apunta: “hablando metafísicamente, la única esperanza auténtica es la que se dirige a lo que no depende de nosotros, aquella cuyo móvil es la humildad, no el orgullo” (Posición y aproximaciones concretas al misterio ontológico, ed. cit., p. 56).
[69] Sobre el tema de la paciencia y la modernidad pueden considerarse las indicaciones al respecto en Harvie Ferguson, “Patience: The Critique or Pure Naïvite”, con las cuales compaginamos en una medida considerable respecto a la exclusión moderna de la paciencia.
[70] Ambos elementos son abordados por el seudónimo Anti-Climacus, el primero en Ejercitación del cristianismo (principalmente en “Exposición”, ed. cit., pp. 93 y ss.), el segundo en La enfermedad mortal (en especial en “La definición socrática de pecado”, ed. cit., pp. 116 y ss.).
[71] Søren Kierkegaard, Escritos 5. Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 178.
[72] Ibidem., p. 197.
[73] Søren Kierkegaard, Las obras del amor, ed. cit., p. 49.
[74] Ver la nota 69.