Los tiempos del desamor y la plenitud de los tiempos

“Bartolomé Esteban Murillo: Adoración de los Magos (Adoration of the Magi- Google Art Project)”

 

Resumen

Todos los tiempos pueden ser buenos o malos, de acuerdo al modo en que se posiciona cada individuo singular frente a aquél en el que le toca vivir. A lo largo de su obra, Kierkegaard define y aclara tres aspectos de la existencia en que se articulan lo temporal y lo eterno: el tiempo breve de nuestra vida (el de la rebeldía y el destierro), la plenitud de los tiempos (el de la primera venida de Cristo) y el de la Parusía (o segunda venida o vuelta de Cristo en majestad) que los cristianos esperamos y aún no aconteció. Cada cual está llamado a decidir si quiere habitar en el lugar sagrado o perderse en el tumulto del mundo.

Palabras clave:

Temporalidad, eternidad, amor, Cristo, creer, desesperar

 

Abstract

All times can be good or bad, according to the way in which each singular individual is positioned in front of the one in which he has to live. Throughout his work, Kierkegaard defines and clarifies three aspects of existence in which the temporal and the eternal are articulated: the brief time of our lives (that of rebellion and exile), the fullness of time (that of the first coming of Christ) and that of the Parousia (or second coming or return of Christ in majesty) that Christians wait for and has not yet happened. Each one is called to decide if he wants to live in the sacred place or get lost in the tumult of the world.

Key words:

Temporality, eternity, love, Christ, believe, despair.

 

 

“De nuevo estoy de vuelta”, como dice la zamba “Luna cautiva”, que el folclorista argentino Chango Rodríguez compuso, justamente, en una cárcel.

Y tan cautivos estuvimos en estos años de pandemia que muchas veces me venían a la mente estos versos que me enseñó un gran amigo, apodado Mister Hughs (Hugo Murdoch), a quien le debo junto a Juan Pablo Young (el Joven Young, como le decíamos en broma) el haber conocido a todos mis compañeros de la Biblioteca Kierkegaard Argentina.

Los versos en cuestión decían así:

 

De banda en banda,

el mundo qué mal que anda;

pero hay un consuelo:

que nunca fue bueno;

y hay otro mejor:

que irá peor.

 

Este dicho popular (dichos a los cuales, por otra parte, también era muy afecto Kierkegaard) viene a cuento porque la idea generalizada es que el tiempo que vivimos es el peor de los tiempos, de ahí lo de “todo tiempo pasado fue mejor” o, si seguimos el dicho, todo tiempo futuro será peor.

El apóstol Pablo habla de un tiempo que es corto (1 Corintios, 7, 29), el tiempo breve de nuestra vida. Pero también habla de la plenitud de los tiempos (1 Corintios, 10, 11), el de la venida de Cristo, y de un tiempo que esperamos, el de la segunda venida de Cristo o Parusía, que en griego significa “presencia”, “venida” o “llegada” (1 Corintios 16, 22).

Vamos a ver de qué modo Kierkegaard hace referencia a esta triple articulación del tiempo.

Al tercer tiempo, el de la segunda venida de Cristo, lo trata extensamente el seudónimo Anti-Climacus de Kierkegaard en su obra Ejercitación del cristianismo.

En la primera parte de ese libro, habla de una invitación. ¿Cuál es esa invitación? “Venid a mí todos los que estéis atribulados y cargados, que yo os aliviaré” (Mateo, 11, 28). ¿Y quién la hace? Jesucristo. Esa invitación no la hace desde la altura o la alteza, desde la majestad o el encumbramiento, no. La hace desde la condición más paradójica de Dios: la de haber tomado la figura de siervo y haberse humillado, la de haberse abajado hasta morir en la cruz. Claro que, dice Anti-Climacus, Él es también el que dijo que vendrá nuevamente en majestad al final de los tiempos.

En efecto, Él es a la vez el humillado y el exaltado; no hay que elegir entre ambos, porque en su vuelta en majestad seguirá siendo el mismo Jesucristo. Por lo tanto, respecto de su segunda venida, no hay nada que pueda saberse; el cristiano sólo lo puede creer y esperar. Su humillación sólo se cambiará en majestad cuando vuelva, y eso todavía no aconteció. Por ahora, vamos a concentrarnos en los otros dos tiempos que sí se presentan ante nosotros.

Al primero de los tiempos mencionados, a veces, Pablo lo llama “otro” tiempo. Es el tiempo en que no conocemos a Dios, el tiempo de la esclavitud, del destierro, de la separación, el tiempo incluso de la rebeldía contra Dios, el tiempo en que, como necios, decimos en nuestro corazón “no hay Dios”. Y no lo decimos en nuestra mente (que, en general, nos lleva a esa conclusión), sino que lo decimos en nuestro corazón, esto es, no queremos que haya Dios.

¿Por qué no? Oigamos cómo sigue el salmista:

 

“Se han corrompido, hicieron cosas abominables, no hay quien haga el bien. Se inclina Yahvé desde los cielos hacia los hijos de los hombres para ver si hay algún cuerdo que busque a Dios. Todos se han descarriado y a una se han corrompido; no hay quien haga el bien; no hay ni uno solo.” (Salmos 14, 1-3).

 

Por eso, preferimos llamarlo no “el tiempo” del desamor, como si hubiera uno solo, el nuestro, sino “los tiempos” del desamor, que son todos los tiempos en que vivimos apartados del amor a Dios y al prójimo. Es el tiempo que empieza con Adán y Eva, cuando el tentador se enroscó en su corazón, los sedujo con lo placentero (la ciencia) y luego se lo estrechó, se lo angostó, de donde viene angustia, y eso ya no pudo detenerse; se repite en cada generación y en cada individuo singular y hace que el hombre imagine que puede por sí mismo triunfar sobre sí mismo.[1] En este malentendido se afirma el hombre por no tener el coraje de comprender la verdad.

El segundo de los tiempos, el que Pablo llama la plenitud de los tiempos, se ha manifestado una sola vez, con la primera venida de Cristo, y trae la Palabra viva de Dios,

 

“más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón.” (Hebreos, 4, 12).

 

Respecto de esa Palabra vivificadora de Dios, que ya era en el principio (Juan, 1,1) y se hizo Luz en la plenitud de los tiempos, también había una expectativa: la de poder ver ese día. Esa expectativa, dice Kierkegaard, “estuvo en el mundo desde el momento en que el hombre fue capaz de comprenderlo, y se hizo más nítida y precisa mientras pasaba el tiempo, mientras que los escogidos de entre las razas se regocijaban en la visión y desde muy lejos saludaban al futuro, cuya ausencia los hizo peregrinos y huéspedes sobre la tierra.”[2]

Pasaron los siglos y “entonces vino la plenitud del tiempo”. Los testigos de ese acontecimiento único (Simeón y Ana) pudieron ver la hora en que la expectativa de las generaciones alcanzaba su cumplimiento.

Ellos sabían que las múltiples y variadas expectativas temporales no son la expectativa. No se dejaron enredar en “el tumulto del mundo”, sino que esperaron sin impaciencia alguna, en “el lugar sagrado”, porque comprendieron que, como dice Santiago, “todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba”.

Ahora bien, cuando un hombre se impacienta y cree que va a poseer el mundo si sus deseos se cumplen (ya sea uno solo o infinitos, en el tumulto del mundo el deseo no tiene límite), lo único que logra es engañarse a sí mismo, porque en realidad no es él quien posee el mundo, sino que el mundo lo posee a él, mientras él va perdiendo su alma. ¿Y cuándo pierde su alma? El Gran Danés responde: “Cuando no está en buenos términos con Dios y con los hombres en el amor, entonces ha perdido su alma.”[3]

Cuando un hombre se deja arrastrar por sus pasiones, dudas, preocupaciones, por pensamientos desafiantes y soberbios, quiere que los deseos de Dios se ajusten a sus deseos y que se cumplan a como dé lugar. De lo contrario, la desesperación le hiela el espíritu y la muerte de Dios se aloja en su corazón. Quiere que no haya Dios. Los que debieran ser prójimos se convierten en estorbos, enemigos a quienes hay que evitar, someter o incluso destruir. La vida se vuelve un discurso oscuro y difícil y el hombre, “irresoluto e inconstante en todos sus caminos” (Santiago, 1, 8).

Hay un tremendo texto de uno de los Discursos edificantes de 1843 que sintetiza con una analogía la postura del hombre forjado en los tiempos del desamor:

 

“el rocío y la lluvia es una dádiva buena que viene de arriba, pero si la hierba dañina se comprendiera a sí misma y pudiera hablar, tal vez diría entonces: «¡Oh, detente, retorna de nuevo al cielo para que yo pueda perecer en la sequía, no refresques mis raíces, para que no crezca y prospere y me vuelva aún más dañina!»”.[4]

 

Podríamos decir: la antítesis de Job, figura a la que Kierkegaard vuelve en diferentes obras, pero que en el primero de los Cuatro Discursos edificantes de 1843, titulado “El Señor lo dio, el Señor lo ha quitado, loado sea el nombre del Señor”, eleva a la categoría de maestro de la humanidad, arquetipo para la especie, guía para cada ser humano, aliento para quienes son puestos a prueba, vanguardia de la humanidad, y “cuya importancia no consiste en modo alguno en lo que dijo, sino en lo que hizo”.[5] “Nadie sabe cuándo sonará para uno la hora de la desesperación”, pero una vez que sabe cuánto horror puede contener la vida, entonces, como el joven La repetición, se vuelve a Job, busca a Job, se refugia en Job y en él encuentra sosiego. Oigamos un párrafo de ese discurso:

 

“En tiempos tumultuosos, cuando los bastiones de la existencia vacilan, cuando el instante zozobra en la angustiosa expectativa de lo que ha de venir, cuando toda explicación se desvanece ante la visión de un atroz sacudimiento, cuando lo más íntimo de un hombre gime en la desesperación y clama al cielo «en la amargura del alma», entonces Job anda a la par de la generación y garantiza que hay una victoria, garantiza que, por más que el individuo [Enkelt] pierda el combate, sigue habiendo un Dios, y que éste, así como ha hecho que toda tentación sea humana aun cuando un hombre no supere la tentación, también ha de ponerle fin para que podamos sobrellevarla, y ello de un modo más magnífico de lo que el hombre puede esperar. Sólo el rebelde podría desear que Job no estuviese allí, para poder liberar totalmente su alma del último resto de amor que quedara tras el grito de queja de la desesperación, para poder lamentarse e incluso maldecir la vida de tal manera que no hubiese siquiera una consonante de fe y de confianza y de humildad en su discurso…”[6]

 

Detengámos en el pasaje donde dice “para poder liberar totalmente su alma del último resto de amor que quedara tras el grito de queja de la desesperación, para poder lamentarse e incluso maldecir la vida”. Igual que la hierba dañina, así vivimos en tiempos de desamor.

En cambio, cuando en medio de la alegría y la abundancia, llegaron los cuatro mensajeros, uno por vez, para anunciarle a Job cada una de las desgracias que se habían abatido sobre su casa, cuando vino a enterarse de que lo había perdido todo, Job no dijo primero “el Señor lo ha quitado”. Lo que dijo primero fue “el Señor lo dio”, es decir, primero agradeció lo que el Señor le había dado y ahora le quitaba. Sí, el Señor ahora se lo quitaba. A nosotros, aun a los creyentes, el hecho de que sea el Señor el que quita nos resulta impensable y así nos consideramos más buenos o más piadosos que Job. Sin embargo, Job sabía (cada mensajero se lo había dicho) que eran personas del reino de Saba, eran sabeos los que habían atacado a sus siervos y a su ganado, que el fuego de un rayo mató a sus pastores y a las ovejas, que unos escuadrones de caldeos mataron a filo de espada a sus criados y camellos, que un huracán desmoronó su casa y sepultó a sus hijos. Pero Job refirió todo al Señor, un modo de decir que ningún agresor puede nada y que, en realidad, es el Señor quien quita lo que había dado.

Cuando Pilato se impacientó ante el silencio de Cristo y le dijo: “¿A mí no me respondes? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?”, Jesús le contestó: “No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto” (Juan, 19, 10.11).

Y una cosa más dice Kierkegaard sobre Job: que incluso aquél que no fue puesto a prueba y vivió en la mayor de las alegrías tiene en Job a un maestro a quien recurrir, ya que “ningún hombre sabe el día ni la hora en que los mensajeros han de venir a él, el uno más terrible que el otro”.[7]

Cuanto más en tiempos en que la vida entera parece un tropel de adversidades y parece un discurso oscuro que nadie es capaz de desentrañar, pues como señala Pablo: “no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.” (Efesios, 6, 12)

En consonancia con Pablo, dice Kierkegaard:

 

“El pensamiento del hombre conoce caminos que conducen a muchas cosas en el mundo, penetra incluso allí donde hay oscuridad y donde está la sombra de la muerte, en el interior de las montañas, conoce el camino hacia ese sitio que ningún pájaro conoce […]; pero el camino hacia el bien, hacia el escondite del bien, ése no lo conoce, pues no hay camino alguno hacia allí, sino que toda dádiva buena y perfecta desciende de arriba.

Tal vez digas: ¿quién negaría que todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba? Pero el no querer negarlo es todavía algo muy distinto de querer comprenderlo, y querer comprenderlo es todavía algo muy distinto de querer creerlo y de creerlo.”[8]

 

En ese sentido, la fe es algo originario en cada uno de los hombres, y Kierkegaard señala como excelencias de la fe estos tres rasgos:

  1. que todos pueden poseerla por igual,
  2. que ningún ser humano puede dársela a otro, ya que no sabe si, al hablarle de la fe, el alma del otro se obstinará aún más, si será para su salvación o su perdición, y,
  3. que es el único poder que puede triunfar sobre el porvenir, el único combate que es victoria.

El bien es Dios —dice— y quien lo da a todos es Dios desde lo alto; no nosotros, que siervos inútiles somos. Aunque la duda no llegue a comprenderlo, el hecho mismo de que no pueda comprenderlo interrumpe la duda, “le quita las armas” y hace posible un comienzo nuevo.

El apóstol Santiago afirma en su carta: “Sabéis que todo hombre debe ser pronto para escuchar”. Y Kierkegaard pregunta: “¿Qué será lo que debe aprestarse a escuchar? ¿Serán los largos discursos de la duda, o las opiniones de los hombres, o las ocurrencias de su corazón?”[9]

Y a continuación, responde: “Finalmente, ni siquiera dirá, como David: ¡Señor, apresúrate a hablar!, sino que dirá en su propia alma: ¡apresúrate, tú, apresúrate a escuchar!”[10]

La clave para salir, paradójicamente sin tener que salir, del tumulto del mundo y entrar en el lugar sagrado consiste en necesitar de Dios, que es la suprema perfección del hombre. Tanto Santiago como Pablo, Pedro, Juan, en distintas ocasiones, reiteran que “Dios no hace acepción de personas”. ¿Qué significa esto? Que el Señor no favorece a unos en detrimento de otros por ningún motivo. Su llamado se dirige a todos. Oigamos cómo lo expresa Kierkegaard:

 

“… en el mundo, las diferencias trabajan ardua e incansablemente para embellecer y para amargar la vida con metas que convocan, con las recompensas de la victoria, con cargas difíciles de llevar, con las secuelas de la pérdida; en el mundo, la vida exterior se ensoberbece vanamente en las diferencias o suspira preocupada y cobardemente al someterse a ellas. Pero en el lugar sagrado, allí la voz del amo se oye tan poco como en la tumba; allí, como en la resurrección, no hay diferencia entre varón y mujer; allí no se escuchan las arrogantes exigencias del saber, no se ve la pompa y la opulencia del mundo, pues ésta se ve como aquello que no se ve; allí, incluso el maestro es siervo, y el más grande es el más humilde, y el más poderoso del mundo, aquel que necesita de la oración más que cualquier otro; allí, todo lo exterior es desechado como lo imperfecto, y la igualdad es verdadera, salvífica e igualmente salvífica para todos.”[11]

 

Si eso sucede, entonces llegaremos a ver, dice unos renglones más abajo:

 

“… que el hechizo del mundo ha sido roto, que su ley ha desaparecido como una sombra y ha sido olvidada como algo aprendido en la infancia, y todo ha sido perfeccionado bajo «la ley divina» de la igualdad, la de «amar a su prójimo como a uno mismo», de modo que ningún ser humano es tan encumbrado como para no ser tu prójimo, exactamente en el mismo sentido en que ninguno es tan pobre o tan humilde como para no ser tu prójimo, y la prueba incontrovertible de la igualdad es que lo amas como a ti mismo.”[12]

 

Pensar que amar al prójimo consiste en rebajar lo que está más arriba y elevar lo que está debajo es “mundano apresuramiento” y, lejos de traer paz, sólo trae confusión, pestes y guerras, lo cual no quiere decir que la injusticia humana deje de ser injusticia: “ese sería un discurso malsano y necio”. Se alude, más bien, a que no se trata de mera exterioridad, sino de una conversión total de la interioridad del hombre.

Tú “estás plantado entre su humillación, que queda atrás, y su majestad”, que todavía no viste, dice Anti-Climacus en Ejercitación del cristianismo.[13] El que sólo puede amarlo en su elevación no conoce a Cristo y tampoco lo ama, porque en realidad sólo ama la verdad si triunfa. Pero, cuando la fe combate, es escándalo para los judíos, locura para los griegos, y absurdo para la diosa razón de los tiempos nuestros. Y si sólo puede amarlo en su humillación y no quiere saber nada de su poder, honor y gloria, tampoco lo conoce ni lo ama. Ambas perspectivas encierran la misma mundanidad, están igualmente lejos de Cristo, ambas necesitan la misma conversión.

En cuanto a la expectativa de la fe en la segunda venida, igual que en la primera, “el tiempo no puede ni demostrarla ni impugnarla, pues la fe espera una eternidad”.[14] Al cristiano le queda esperar con la misma paciencia con que Simeón y Ana esperaron la plenitud de los tiempos: esperar que el cielo sea retirado como un libro que se enrolla y decir con Juan el evangelista “Sí, vengo pronto.” y en seguida pedir como él: “¡Ven, Señor Jesús!”.

Por supuesto, queda el interrogante de si queremos o no aceptar que estos diversos tiempos: el de la separación y la esclavitud, el de la plenitud y el cumplimiento, el de la expectativa del regreso del Señor como relámpago que sale del oriente y brilla hasta el occidente, si queremos o no aceptar que todos estos tiempos son nuestros tiempos.

 

Bibliografía

  • Kierkegaard, Søren, Discursos edificantes – Tres discursos para ocasiones supuestas, traducción de Darío González, Editorial Trotta, Madrid, 2010.
  • Kierkegaard, Søren, con el seudónimo Anti-Climacus, Ejercitación del cristianismo, traducción de Demetrio Gutiérrez Rivero, Editorial Trotta, Madrid, 2009.
  • Nácar – Colunga, Sagrada Biblia, traducida de los originales hebreo y griego por Eloíno Nácar Fuster y Alberto Colunga Cueto, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1944.

 

Notas
[1] “Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba”, en Discursos edificantes – Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 140.
[2] “Paciencia en la expectativa”, en Discursos edificantes – Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 213.
[3] “Que uno preseve su alma en la paciencia”, ibidem, p. 202.
[4] “Toda dádiva buena y perfecta viene de arriba”, ibidem, p. 67.
[5] “El Señor lo dio, el Señor lo ha quitado, loado sea el nombre del Señor”, ibidem, p. 126.
[6] Ibidem, pp. 127-128.
[7] Ibidem, p. 139.
[8] “Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba”, ibidem, p. 148.
[9] Ibidem, p. 150.
[10] Ibidem, pp. 150-151.
[11] Ibidem, p. 154.
[12] Idem.
[13] Ejercitación del cristianismo, ed. cit., p. 161.
[14] “La expectativa de la fe”, en Discursos edificantes – Tres discursos para ocasiones supuestas, ed. cit., p. 50.