Sentido y redención (atisbos)

 

1. Voy a partir de una premisa tentativa: la poesía y la filosofía son el mayor logro en los afanes del ser humano por existir con sentido.

 

2. Entiendo la palabra ‘poesía’ en su significación amplia, griega: como poíesis: como modo de la acción humana destinada a generar obras artísticas, es decir: obras comprometidas con determinada función estética, no solo las de carácter literario.

Además, advierto en la base de ese modo de actividad, una disposición espontánea a la humanización del mundo, a conferir sentido al ámbito mundano, en que el ser humano despliega su existencia. No podemos vivir sino en clave poética. En último término, nuestra representación del mundo es prosopopeya y metáfora sin fin.

 

3. Propongo estipular una definición de filosofía que considere las siguientes facetas: (a) un logos milenario, un discurso –razón, pensamiento, palabra– que articula con sentido la representación del mundo (saber) y sustenta la acción humana con sentido en el mundo (sabiduría), (b) un registro de los procederes que hacen posibles ese saber y esa sabiduría, (c) una forma de existencia poético-teórica, por ende, comprometida con la labor sistemática de ‘poetizar el mundo’ y de pensar –verbo que significa un uso de la razón motivado por una irreductible voluntad de sentido (disposición en la que cabe incluir la demasiado humana voluntad de verdad)–, (d) un modo de vida que equilibra la autonomía personal con el compromiso comunitario, (e) una vía de consuelo emocional, (f) una senda de eudaimonía: un estado anímico permanente, malamente expresado por el vocablo ‘felicidad’ y (g) una vía de redención existencial: expresión culminante del sentido de la filosofía.

En lo que hace a su faceta de logos, de lenguaje teórico, la tradición filosófica se configura como una cauda de razones siempre tentarivas y en perpetua reinvención, que procuran dar cuenta de las dimensiones ontológica, epistemológica, antropológica, ética, política, poética, pedagógica de la vida y presencia humanas en este mundo. Ese acervo lingüístico no tiene carácter poético, debido a que no se propone una función estética, aunque es indisociable de la creatividad poética: la poíesis. De maneras que solo el riguroso diálogo ‘interior’ reflexivo y el diálogo dialéctivo permiten desentrañar, poísesis y nóesis lucen como procesos indisociables. Esto implica una singular relación del logos filosófico con el sentido, en cuya configuración la poíesis desempeña una función decisiva. Cabría hablar, pues, de un ‘sentido lógico’ –esto es: relativo al logos– colateral al ‘sentido poético’. En este punto, asumo que la máxima realización del sentido lógico radica en la experiencia noética: la contemplación unitiva, conciliadora, del alma ‘dialectizada’ –con perdón por este adjetivo temerario– con lo real.

La experiencia noética implica una superación de la función significativa del lenguaje con vocación de sentido –que también es, en último análisis, prosopopeya y metáfora; es decir: poíesis–, en la medida en que termina siendo inefable. En consecuencia, aun cuando en última instancia, los humanos, en general, vivimos en clave poética, podría considerarse al discurso teórico, a la retórica filosófica, una variación del lenguaje siempre poético, que se niega a sí mismo como tal, por mor de su vocación de verdad noética. Esto permite advertir que, a fin de cuentas, la existencia humana con sentido se sostiene en las dos claves mencionadas: la poética y la filosófica.

 

4. Por su parte, la noción de ‘sentido’ remite a determinado sistema de correspondencias, en cuyo seno adquieren pertinencia representaciones, procedimientos práctico-poéticos, expectativas, decisiones y actos diversos; en definitiva: todo el extenso y complejo ámbito de cosas que motivan intencionalmente la praxis y la poíesis humanas y/o que justifican sus frutos. El sentido de algo da la pauta de la ‘razón de ser’ de ese algo.

En último análisis, la poíesis: (a) genera las referencias metafóricas y, en general, estéticas de la existencia humana con sentido y, de ese modo, (b) impone el orden del sentido. Así es como lo bueno, lo bello y lo verdadero operan como los límites y las coordenadas de la espontánea tendencia humana a existir: constante ‘salir de sí’ del humano, para permanecer conforme con un mundo poetizado –esto es: convenientemente ‘simbolizado’–[1] y realizarse existencialmente en él.

Ese orden del sentido se articula a la manera de un conjunto de determinaciones regidas por un específico modo del principio de necesidad –debido al cual se entiende que todo acontecimiento es el efecto de un antecedente de carácter ‘causal’–. Dicho principio se expresa, básicamente, como el cumplimiento de causalidades eficientes en función de causalidades finales, que operan como tendencia, como el ‘hacia dónde’ apunta la realización última de lo que acontece. Para decirlo en un tono más clásico, hablamos de ‘sentido’ cuando los acontecimientos que tienen un ‘porqué’ adquieren una sobrejustificación en un ‘paraqué’. Esta dimensión teleológica decisiva del sentido no se coloca en el plano de la realidad natural ni en el de la actividad humana instrumental, pragmática, sino en el de lo ético y soteriológico; esto es: no se ocupa en establecer para qué sirve un martillo o el fenómeno cotidiano de la iluminación de la superficie terrestre por la luz solar, sino en el escrutinio de la razón última de ser de realidades como el sufrimiento, el libre albedrío, la existencia humana… y otros de tenor similar.

En lo personal, me inclino por una concepción poeticista e inmanentista del sentido. La Tierra basta para que la poeísis imponga las referencias necesarias de sentido y, así, poder dar con la razón de ser de lo que pasa y nos pasa. No requiero ir más allá; no viene al caso un referente ultraterrenal y sobrehumano, para instalarse y vivir en el orden del sentido.

Acaso en esa idea del sentido subyace la doctrina estoica de la oikeíosis: la disposición anímica a una familiaridad con o a una pertenencia a la Tierra, al mundo, vistos como ‘la casa’ que configuramos poéticamente y asumimos como algo propio. Esta conciencia-sentimiento de apropiación de lo que nos es ontológicamente afín comporta una identificación, una des-enajenación, de modo tal que todo lo que pensemos –tanto en clave poética como filosófica– debe ser lo apropiado de cara al mundo objetivo y a los dominios del éthos. Lo cual podría dar cumplimiento, tal vez, a la intuición de raigambre pitagórica de que lo semejante procura y capta lo semejante (similia similibus percipiuntur).

 

5. Una vida sin una finalidad asumida no tiene sentido. Nuestras representaciones –tanto en el terreno poético como en el teórico– y nuestros actos requieren una justificación, que viene a ser el orden de fines hacia el que tendencialmente apuntan. Dado que defiendo una idea poeticista-inmanentista del sentido, esa justificación teleológica no tiene por qué ser trascendente, no tiene por qué operar como una meta o un haz de metas que se sitúen más allá de lo mundano y lo humano. Según mi concepción de este asunto, no es que los poetas-filósofos debamos transitar existencialmente hacia referencias extra-terrenales para vivir con sentido, sino que, en todo momento, desde el comienzo de nuestras existencias hasta el término de estas por obra de la muerte, generamos y renovamos el orden del sentido y permanecemos alojados en él. Tomar conciencia de esto y proyectarla en la conciencia de los demás, la gente común, es ya una finalidad que ‘plenifica’, sustrae de la vacuidad, llena de sentido y justifica nuestras vidas. ¿Para qué hemos ‘caído’ en este mundo? Para despertar y mantenernos en la luz siempre renovada del sentido y para inducir a nuestros/as congéneres a vivir la misma experiencia, al margen su inalienable libertad de que la acepten o no. La generación poético-teórica de sentido no es obra de humanos solitarios, sino de ‘gente’ –en realidad de los poetas-pensadores que somos todas/os– en coexistencia dinámica. En su expresión más compleja y desarrollada, el sentido es sentido común.

 

6. Activar nuestra creativa, poética, voluntad de sentido, vivir con sentido, orientar nuestras vidas conforme con determinada finalidad existencial, comporta el consuelo de una justificación, el goce de haber realizado un designio pletórico de dignidad y de otros valores ético-espirituales de la más alta estima. Entre las acepciones de la voz ‘consuelo’ que registra el Diccionario de la Real Academia Española, me fijo en la segunda: “gozo (alegría)”. No concibo la vida poético-filosófica, si no me depara justo esa clase de frutos: un sentimiento de júbilo discreto pero sólido, que compensa las inevitables fatigas y las determinaciones no siempre gratas del simple hecho de existir (privaciones, agresiones, frustraciones, negaciones… siempre en trance de emerger en nuestro hábitat existencial y siempre propensas a desestructurar el sentido).

Como es bien sabido, Boecio debe buena parte de su justa fama a su procura de alivio emocional en la filosofía. Pero su actitud es la de quien busca compensar, echando mano de prestigiosas doctrinas de cariz dogmático –por ende, cosificadas, petrificadas–, un estado de infortunio. Según sus propias palabras, en De consolatione philosophiae –título que conviene traducir como “sobre el consuelo por (obra de) la filosofía” y no como casi siempre se traduce– Boecio se duele de que “se me destierra a casi quinientos mil pasos de distancia, no se quiere oír mi palabra ni mi defensa y se me condena a la confiscación y a la muerte, por haber demostrado a favor de los senadores el interés más celoso.”[2] La quejumbre del filósofo y poeta romano, ante el giro terrible que ha dado su vida, es persistente y se condensa, en toda su magnitud, en esta frase: “[…] me he visto privado de mi fortuna, arrojado de todos los cargos, manchada mi reputación y todo por haber hecho el bien.”[3] La obra de Boecio abrió cauce a todo un género de retórica filosófica: el de la consolación compensatoria ante las amargas arremetidas de ‘el mal’.

No participo de esa tradición. Tampoco coincido con las tesis de Schopenhauer y Nietzsche en torno a presuntas compensaciones ‘metafísicas’ de cariz ascético y estético, de cara a la difícil tarea de vivir en clave humana. Ya el propio Schopenhauer advierte la paradoja del genio –esto es: el prototipo del artista–: ser capaz de superar las determinaciones de la voluntad, sin que ello suponga réditos eudemonológicos. Visión que, se diría, refuta avant la lettre la concluyente intuición nietzscheana de la justificación estética del mundo, registrada en El nacimiento de la tragedia. No se puede negar la eficacia tónica de doctrinas como estas, de cara a los sinsabores y dolores que comporta nuestro simple hecho de ser humanos. Pero también se debe reconocer la posibilidad del consuelo como alegría de vivir, no como phármakon en un ámbito existencial en el que las experiencias de lo bueno, lo bello y lo verdadero se pagan ciertamente al precio del alma –para decirlo a lo Heráclito–. Sin embargo, por muy alto que sea ese costo anímico, no alcanza a anular el doble consuelo –estético y teórico– que depara el entrevero de la poesía y la filosofía, asumidas como fuentes y potencias de sentido –de humanización radical de lo real, tanto como de realización raigal de lo humano– y, así, de vitalidad y plenitud personal y colectiva.

 

7. El consuelo jubiloso implicado en la vida poético-filosófica, comporta una dimensión soteriológica. Participar del humano poder poético y teórico de imponer el orden del sentido se traduce, justamente, en la superación de los visos de sinrazón, de sinsentido, de absurdo… que entornan prima facie, en la superficie, nuestro ser y estar en el mundo. Ese acto de elevación salvífica es un modo de redención.

La quinta acepción de la palabra ‘redención’ registrada por el DRAE dice: “Poner término a algún vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o molestia.” Esa definición no se aviene con la economía escatológica más exigente. Veamos los reparos que suscita: (a) las diversas promesas de salvación no se refieren a cualquier dolencia o tribulación, sino al desasosiego existencial yacente en las almas que están a merced de un mal radical, universal y poco menos que insuparable a escala humana, a causa de una ruptura con las expectativas y la voluntad divinas y (b) según el mismo DRAE, redimir también implica granjearse “remedio, recurso, refugio”: logro afín al referido estado de consuelo y en todo divergente de la sustracción de la vida mundana, en favor de un paraíso ultraterreno o por causa del ansia de renunciar a un hábitat que comúnmente es figurado, de manera unilateral, reductiva, como algo hostil, cosificado, signado por una obstancia impenetrable y una alteridad infranqueable.

Desde mi punto de vista, la redención poético-filosófica viene dada por el efecto simultáneo de significación y justificación de la existencia ejercido por la poíesis y por la nóesis. Efecto que deviene desenajenación ante una mundanidad que es genuinamente propia, puesto que somos nosotros quienes la forjamos e imponemos como orden del sentido y quienes la vivimos como salvación y razón de ser de la existencia. Así que se trata de un logro raigalmente humano y fluye en dos vertientes que se entretejen: la estética y la teórica: los dos flujos de acción humana que desembocan en obras con razón de ser y, con ello, bases y pruebas del orden del sentido.

Esa redención poético-filosófica –que no colide con ninguna economía religiosa de salvación ni precisa inexorablemente de ella– tiene un carácter personal y comunitario. La propia redención en el sentido adquiere sentido cuando se proyecta del plano individual al colectivo y viceversa. Es lo que permite captar el categórico mandato socrático-platónico de regresar a la gruta a quien, en algún momento, ha logrado liberarse de las cadenas y la falsía imperantes en su seno. Pero el cumplimiento de esa obligación, por parte del poeta-filósofo, no siempre es reconocido ni correspondido en su entorno comunitario. Ya en el mismo libro VII de República, donde Platón da cuenta de la Alegoría de la Caverna, se prevé el rechazo potencial de los conformistas habitantes de la oscuridad a la redención que ofrecen las filósofas y filósofos redimidas/os. La pre-visión de esa discordancia se eleva, acaso, a cotas más altas de intensidad trágica en un largo pasaje del libro VI de dicho diálogo (496b-497a). Allí, Sócrates ilustra a su interlocutor Adimanto, sobre las vicisitudes del “alma grande que nace en un Estado pequeño” y desdeña “los asuntos políticos”, como máxima expresión de vacuidad y sinsentido, en una cotidianidad opaca y sin relieve. Allí reivindica, una vez más, a su prodigioso daímon –por momentos, verdadero amo de sus a veces procelosas entrañas–, al tiempo que evidencia la fría conciencia de lo que comportan situaciones en que se impone “la locura de la muchedumbre”, en medio de la insania general de la realidad político-social, a la par de que resiente la dura certeza de que quienes captan y sufren tal estado de cosas, “no cuentan con ningún aliado con el cual puedan acudir en socorro de las causas justas y conservar la vida, sino que, como un hombre que ha caído entre fieras, no están dispuestos a unírseles en el daño ni son capaces de hacer frente a la furia salvaje y que, antes de prestar algún servicio al Estado o a los amigos, han de perecer sin resultar de provecho para sí mismos o para los demás”.[4] En fin, no son las únicas palabras que Platón pone en boca de Sócrates, para dar cuenta de las tensiones entre la praxis poético-filosófica y la gente sumida en diversos estados ordinarios de alienación. Desde luego, quien consagre su vida a la poesía-filosofía, a existir según su voluntad de sentido, no debe desvivirse por la recepción social de su labor; al contrario: habrá de afirmarse en su destino y asumirlo con el fervor que acompaña a toda promesa de redención.

 

Bibliografía

  • Boecio, La consolación de la filosofía, trad. de Pablo Masa, Buenos Aires, Aguilar, 5ª ed., 1977.
  • Platón, “República”, en Diálogos, vol. IV, int., trad. y not. de Conrado Eggers Lan, Madrid, Gredos, 1986. Ciudad de México, 25-4-20
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    Notas
    [1] ‘Simbolizar’ se limita a significar aquí (1) los procesos poético-teóricos de generación y asignación de sentido al hábitat normal de existencia humana y (2) los resultados de tales procesos: figuras de lenguaje, todo tipo de expresiones artísticas…. ¿Equivaldría a algo como ‘sentidizar’? ¿Y quién se atrevería a proferir esa cacofonía?
    [2] Boecio, La consolación de la filosofía, p. 41.
    [3] Ibid., p. 43.
    [4] Platón, República, passim, 496b-d.