Apuntes contra el Duelo, por una ética radical de los cuidados compartidos

Memorias, 2020. Fotografía de Mayra Nava

 

 

Notes against grief: toward a radical ethics of shared care

 

 

Resumen:

 

Los conceptos de pérdida y duelo son hoy usados de manera indiscriminada, por lo menos en el lenguaje convencional. El duelo emerge como una noción que oculta la ausencia, la pérdida o el arrebato y homogeniza la experiencia. La banalización del dolor y la despolitización de este parecen estar detrás de los usos del duelo. En este escrito, pretendemos cuestionar el uso de la noción dominante de duelo, señalando algunos apuntes que permiten cuestionar sus efectos domesticadores en las relaciones sociales y, en cambio, apostar por otras formas de relacionalidad sostenidas en una ética radical de los cuidados compartidos donde nos esforcemos por instaurar otros modos de existencia.

 

Palabras clave: Duelo, domesticación, vulnerabilidad, ética del cuidado, modos de existencia.

 

 

Abstract:

 

The concepts of loss and grief are today used indiscriminately, at least in conventional language. Grief emerges as a notion that conceals absence, loss, or seizure and homogenizes the experience. The trivialization of pain and its depoliticization seem to be behind the uses of grief. In this writing, we intend to challenge the use of the dominant notion of grief by pointing out some notes that allow us to question its domesticating effects on social relationships and, instead, advocate for other forms of relationality grounded in radical ethics of shared care, where we strive to establish alternative modes of existence.

 

Keywords: Grief, domestication, post-pandemic, ethics of care, modes of existence.

 

 

Introducción

 

Reflexionar en torno a la noción del duelo resulta importante en nuestros tiempos, sobre todo, ante el permanente bombardeo de prescripciones de cómo vivirlo que inundan no solo los medios de comunicación y las diversas redes sociales, sino en casi cualquier espacio de conversación cotidiana donde se refiera algún asunto relacionado con la pérdida, es posible escuchar alguna referencia al duelo como algo por lo que forzosamente se tiene que pasar o se tiene que superar. Cualquier rasgo de desajuste ante una pérdida, es enseguida nombrado una falta de trabajo de duelo; si alguien se muestra demasiado triste, demasiado enojado, demasiado callado, se activan alrededor los mecanismos para gestionar las maneras adecuadas de vivirlo. Maneras generalmente estandarizadas que son impuestas por quienes se nombran expertos en el tema, tanatólogos, coaching, psicólogos, terapeutas, que aseguran tener la verdad al respecto de cómo vivir una pérdida, porque como sabemos, en el actual contexto bio y psicopolítico, no somos dueños de nuestra forma de vivir, pensar o sentir y todo tiene que ser dispuesto por las autoridades en el tema. Ni pensar en atrevernos a asumir colectivamente el agenciamiento respecto nuestros sentires, en lugar de eso que venga algún experto a entrenarnos.

 

No solo eso, los conceptos de pérdida y duelo son hoy usados de manera indiscriminada, por lo menos en el lenguaje convencional. El duelo emerge como una noción que oculta la ausencia, la pérdida o el arrebato y homogeniza la experiencia; da lo mismo perder un smartphone que vivir la muerte de un amigo, la pérdida por desplazamiento de un territorio, la desaparición de un familiar, etc. La banalización del dolor y la despolitización de este parecen estar también detrás de los usos del duelo. Esta junto con otras categorías del argot psicologizante (autoestima, resiliencia, por poner algunos ejemplos) se imponen como una verdad última y universal de la cual parece imposible dudar. En este escrito, pretendemos cuestionar el uso de la noción dominante de duelo, señalando algunos apuntes que permiten cuestionar sus efectos domesticadores en las relaciones sociales y, en cambio, apostar por otras formas de relacionalidad sostenidas en una ética radical de los cuidados compartidos donde nos esforcemos por instaurar otros modos de existencia.

 

 

Inmunidad, pandemia y postpandemia

 

Las intensificaciones de las prescripciones del duelo no son un accidente, aunque las teorías del duelo se colocaron de manera clara en el siglo pasado gracias a la obra de Freud Duelo y melancolía, es hasta hace unas décadas que han tomado fuerza. Esto no es casual, la reconfiguración hegemónica del mundo, su tendencia biopolítica de gestionamiento poblacional de las formas de vida y las actuales formas psicopolíticas y tecnológicas que controlan y producen un sujeto pasivo, emprendedor y esclavo de sí mismo son el terreno idóneo para la producción de discursos psicologizantes. Como señala Byung Chul-Han: “Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la especial inteligencia del sistema neoliberal”.[1]

 

Esa es la lógica actual de la administración y producción de la subjetividad, donde los individuos no solo nos sentimos agotados y deprimidos, sino que nos esforzamos cada día por seguir siendo productivos, sin detenernos, donde el ocio es la otra cara de la misma moneda del rendimiento. Continuando con Chul-Han, no hay espacio para la integración de la negatividad, todo está cada vez más dominado por el régimen de la positividad, donde el manejo emocional se subordina al imperio del me gusta. Enojo, ira, frustración, conflicto, tristeza; todas aquellas tonalidades emocionales que no entren la lógica de la positividad son oscurecidas a toda costa, el sujeto emprendedor necesita estar bien, feliz, contento, resiliente para seguir autoexclavizándose. ¿Cómo darle lugar al dolor y a la vulnerabilidad de la pérdida profunda de un vínculo, de una condición, de una compañía, en mundo que se ha esforzado por anular esas disposiciones afectivas?

 

La configuración de este tipo de coordinadas emocionales tiene un efecto inmunitario en la producción de relaciones sociales. Alain Brossat atribuye estas formas de organización de la vida actual a la democracia inmunitaria contemporánea, donde lo que prevalece es la lógica del no ser tocado, noli me tangere, como mecanismo que sostiene a las sociedades actuales que excluyen a través de la inclusión; es decir, no solo somos capaces de presenciar aún con formas violentas la persecución de la diferencia, de lo otro, sino que presenciamos la anulación de esas otras formas de vida a través de la inclusión de unas cuantas, a costa de despojarlas de su radical diferencia, esto es, convirtiéndolas cada vez más en forma de vida hegemónicas. La producción de esferas de identidad cada vez más separadas, supuestamente puras, es otra forma en que ha devenido la lógica inmunitaria, la defensa de una diferencia generalmente performática por encima de las condiciones comunes que nos unen; o la aparente protección de los vulnerables, desde infantes, enfermos, minorías sociales, que en realidad terminan excluyéndolos de una participación en el mundo. Esto, lo advertía Brossat desde el 2003 como una tendencia global:

 

“Lo propio del paradigma inmunitario, cuya eficiencia se impone de un modo siempre creciente en las sociedades democráticas, es relacionar sólidamente una parte jurídica con una parte biopolítica, ese “nudo” que toma la forma de una norma percibida como índice de civilización o marca de civilidad ilustrada. Los seguros y garantías que se vinculan remiten al derecho (interpondremos una denuncia al magistrado si sufrimos “tocaciones” abusivas), pero también a la noción de una disciplina de los cuerpos, de sus justas reparticiones a reglas higiénicas y sanitarias (no hacer más el amor sin precauciones en tiempos del SIDA), esta doble red que se establece sobre un fondo de sensibilidades que anuncian lo que es correcto e incorrecto, lo ilustrado y lo retrógrado, lo aceptable y lo intolerable, o lo escandaloso.”[2]

 

Roberto Espósito, también ha apostado al paradigma biopolítico-inmunitario como representación de la sociedad contemporánea, colocando especial énfasis en la protección inmunitaria de la vida, de ciertas formas de vida, a costa de suprimirlas de su potencia:

 

“[…] el mecanismo de inmunidad presupone la existencia del mal que debe enfrentar. Y esto no solo en el sentido de que deriva de aquel su propia necesidad-es el riesgo de infección lo que justifica la medida profiláctica-, sino también en el sentido, más comprometido, de que funciona precisamente mediante su uso. Reproduce en forma controlada el mal del que debe proteger. Ya aquí empieza a perfilarse esa relación entre protección y negación de la vida que constituye el objeto de este ensayo: mediante la protección inmunitaria la vida combate lo que niega, pero según una ley que no es la de contraposición frontal, sino la del rodeo y la neutralización. El mal debe enfrentarse, pero sin alejarse de los propios confines, al contrario, incluyéndolo dentro de estos.”[3]

 

Cualquier parecido con lo recientemente vivido a partir del 2020 con la pandemia por SARS-COVID, no es una coincidencia, es intencional. Aunque la lógica biopolítica-inmunitaria es parte constitutiva de la modernidad, su arraigo en las formas democráticas es un asunto más reciente, particularmente a partir de la configuración del mundo unido, esto es, después de la caída del muro de Berlín. Sin embargo, la experiencia global de este paradigma, con toda su claridad e implantación, la hemos vivido a partir del 2020, donde el centro de operación de esta no es el Estado moderno, sino la gobernanza mundial. Lo inmunitario como modo de gestionar a la población mundial se impuso partir de la construcción del enemigo entre nosotros, ya no solo esos enemigos socialmente construidos y asentados en figuras específicas como el terrorista, el crimen organizado, los migrantes; sino un enemigo oculto entre nosotros, en nuestros propios cuerpos. No estamos con esto ignorando las anteriores pandemias que se tienen registradas en la historia de la humanidad, sino que apuntamos al paradigma que se perfecciona y justifica ante el supuesto control sanitario de una enfermedad, aislando la vida y reduciéndola a sus cualidades biológicas escindiéndola de su forma política.

 

Los efectos de todas las medidas anticontagio las podemos hoy no solo observar, sino experimentar en cualquier espacio social en el que participemos: escuelas, espacio público, al interior de las familias, en el transporte, etc. El aislamiento y la construcción de un enemigo entre nosotros, más los dispositivos tecnológicos que mediaron esta situación, nos arrojan hoy a un imperativo de nueva normalidad en el que la indiferencia, la falta de atención y memoria, el incremento de interacciones hostiles, la dificultad para construir sentido y significado en el mundo en el participamos son cada vez más presentes. Ante esto, volvemos al cuestionamiento anterior, ¿es posible en los escenarios sociales actuales dar lugar al dolor, acompañarlo, reelaborarlo? ¿Es posible una interpelación ante lo que entiende como duelo en un mundo cada vez más anestesiado e inmunitario?.

 

Byung Chul-Han nos da algunas pistas más. En el 2020,[4] en medio de la pandemia, publica su libro La sociedad paliativa, en el que actualiza su diagnóstico respecto de una obra anterior, La sociedad del cansancio. Lo que el autor sostiene es que además de ese régimen de rendimiento que produce sujetos cansados y autoesclavizados, se suma la tendencia algofóbica, es decir, el miedo y la evitación del dolor y todo aquello que trastoque nuestra condición, nuevamente tenemos aquí el noli me tangere. Que nada me perturbe, violente, interpele, contagie, enferme, en síntesis, que nada me afecte. El paradigma inmunitario se sostiene en esa ficción de seguridad y protección de unos a costa de la exposición de otros; decimos ficción porque no hay posibilidad de un espacio seguro, cien por ciento sanitizado, pues no depende de la infraestructura, ni de la logística, ni de la voluntad, estar en el mundo y participar de él supone siempre estar expuesto. Sin embargo, esta ficción ha creado una subjetividad domesticada y cerrada, cristalizada, de piel suave.

 

Chul-Han, define a la sociedad paliativa como aquella en que la vida es reducida a la lógica del bienestar y la salud de corte occidental, cualquier justificación para nuestra existencia parece que tiene que pasar por el estar bien, por el sanar, por el estar feliz, por el estar activo y productivo. Nuestra alimentación, los encuentros sexuales, nuestras emociones, cualquier tipo de ejercicio físico o espiritual tiene que ser regido por el bienestar simplista e instrumental. Ante esto, las teorías del duelo resultan particularmente eficientes, al reducir lo que llaman duelo a una serie de etapas por las cuales es obligatorio pasar, si es que no se quiere recibir algún diagnóstico de duelo no trabajado o una negación del duelo:

 

“La histeria por sobrevivir hace que la vida sea radicalmente pasajera. La vida se reduce a un proceso biológico que hay que optimizar. Pierde toda dimensión meta-física. El self-tracking o autorastreo, acaba convirtiéndose en culto. La hipocondría digital, la permanente automedición con aplicaciones de salud y fitness, degrada la vida a una función. La vida es despojada de toda narrativa que le otorgue sentido. Ya no es lo narrable, sino lo medible y numerable. La vida se queda desnuda y hasta se vuelve obscena. Nada promete duración. También se han desvanecido por completo todos aquellos símbolos, narrativas o rituales que hacían que la vida fuera más que mera supervivencia. Prácticas culturales como el culto a los antepasados dan una vitalidad también de los muertos. La vida y la muerte se asocian en un intercambio simbólico. Como hemos perdido por completo esas prácticas culturales que dan estabilidad a la vida, impera la histeria por sobrevivir. Si hoy nos resulta especialmente difícil morir se debe a que ya no es posible hacer que el final de la vida llene a la muerte de sentido.”[5]

 

Parece entonces que ese mandato del duelo no es algo que pueda a reducirse a una prescripción de etapas, ni siquiera es algo que ocurra en sí mismo, el duelo es una categoría que responde a un entramado teórico-epistemológico y, por lo tanto, no puede ser asumido como un hecho natural y universal que ocurre automáticamente en el momento de alguna pérdida dolorosa, aunque hoy se nos coloque como un mandato.

 

 

El efecto domesticador de las teorías del duelo

 

La referencia contemporánea del duelo más difundida, como referimos al inicio de este escrito, es el texto Duelo y Melancolía de Freud. En esa obra, sin pretender simplificarla, Freud establece la relación entre la falta de un duelo no elaborado[6] con un estado patológico de melancolía. Como sostiene María Inés García Canal, a partir de ese momento, la melancolía se convertirá en un estado patológico de la psiquis, ya no será ese espíritu melancólico del romanticismo que invitaba a la creación de arte, a la sublimación del sufrimiento, en tanto que Freud:

 

“[…] define a la melancolía por la obstinada y patológica estrategia de un sujeto que se resiste al necesario e inevitable trabajo de duelo con el cual podría resignar el objeto perdido y el dolor de su pérdida para abrirse su libido a una nueva búsqueda. Duelo y melancolía hallan, en Freud, sus puntos de conjunción, de distancia y de diferencia. A partir de aquí, esta configuración conceptual preside la comprensión de la melancolía, en tanto negación obstinada a la fuerza reparadora del duelo, a la capacidad de resignar lo perdido y emprender la búsqueda de nuevos objetos”.[7]

 

Sin quererlo, Freud instala a partir de ese momento la relación con la melancolía, o los afectos tristes, que se intensificarán durante las siguientes décadas y hasta el día de hoy, ese imperativo de huir de las tonalidades afectivas no positivas, de patologizar todo gesto de huelga humana, de no participación en el mundo, de dejarse afectar por una condición melancólica que hoy sería diagnosticada como depresión y si estuviera ligada a la pérdida de un vínculo, sería nombrado como un duelo no resuelto. Pero esto tiene más alcances, pues de acuerdo con García Canal, si la sola idea de suponer que es posible resignarse ante una pérdida o la muerte de alguien querido ya supone un problema ético, cuando las pérdidas son ubicadas histórica y políticamente, esto deriva en un problema ético y político mayor. La autora pone énfasis en las muertes y desapariciones forzadas en Latinoamérica, desde las dictaduras militares hasta los gobiernos democráticos y las actuales condiciones de violencia, donde el imponer un trabajo de duelo que lleve a la superación de la pérdida del objeto y a la resignación no es un asunto tan simple. En este sentido y siguiendo a Butler, María Inés García Canal plantea lo siguiente:

 

“¿Bajo qué marcos sociales de aprehensión y reconocimiento, ciertas vidas, al perderse, se hacen acreedoras de duelo, adquieren el derecho a ser lloradas? Los marcos interpretativos de “lo vivo”, para distinguir de manera clara quiénes poseen el valor mismo de “la vida”, exigiendo socialmente, se realice el trabajo de duelo por esas vidas al perderse; en tanto que hay otras vidas que no alcanzan ese valor, han sido llevadas casi al límite mínimo de lo puramente biológico, vidas que no valen la pena…”[8]

 

Siguiendo con esta crítica a las teorías del duelo, Vinciane Despret señala que las mismas están instaladas en la lógica positivista de herencia comtiana y secularizadora de que la muerte es el fin absoluto de la existencia, que después de ella no hay nada y que ese es el horizonte de la aceptación de la muerte de alguien, convencernos del fin, desencantar la vida y la muerte, reducir los rituales que hacen de la muerte otro modo de existencia, una forma de darle lugar a la ausencia a simples creencias, supersticiones, mitos y ficciones paranormales. Despret señala que la teoría del duelo genera una serie de prácticas orientadas a un trabajo intrapsíquico del doliente que permita convencerse de que todo ha terminado, decirle adiós a quien partió, cerrar, superar, clausurar. Las teorías del duelo hegemónicas solo han contribuido a generar una deuda con los ausentes. Los diálogos, cartas, sueños y una infinidad de rituales entre vivos y muertos son convertidos por los expertos tanatólogos en formas de despedirse, de ayudar a los vivos a superar el duelo y no como una forma de continuar vinculándose con quienes murieron.

 

“Esta concepción oficial se convirtió entonces en la concepción “dominante”, o más bien deberíamos decir la concepción “dominadora”, en la medida en que aplasta a las otras y les deja poco lugar. Síntoma de esta dominación, la teoría del duelo se volvió una verdadera prescripción: “Debemos hacer el trabajo del duelo”. Fundada sobre esa idea de que los muertos solo tienen existencia en la memoria de los vivos, insta a estos últimos a cortar todos los lazos con los fallecidos. Y el muerto no tiene otro rol que jugar más que el de hacerse olvidar.” [9]

 

Ante estos apuntes planteados hasta aquí, el cuestionamiento acerca de cómo plantearnos una relación con la muerte, la ausencia, la pérdida y el dolor, todo aquello ante lo que hoy parecemos vacunados y pretendemos ser más inmunes.

 

 

Derivas más que conclusiones

 

Algunas décadas atrás, Judith Butler[10] colocó un llamado ante la urgencia de hacer del duelo una ruta para el trabajo ético y político ante las condiciones compartidas de vulnerabilidad, rutas que permitieran el reconocimiento de que en nuestros tiempos la muerte no es un acontecimiento que no esté enmarcado políticamente, que la muerte es gestionada y administrada, como lo son los rituales que emergen alrededor de una perdida. Actualmente, ante el imperio de la positividad, las condiciones para vivir los procesos dolientes son cada vez más frágiles, atravesar el umbral del dolor es un proceso que requiere detenerse en el tiempo y necesita de un acuerpamiento.

 

Acompañar, implicarse, detenerse es hoy cada vez más difícil, es algo para lo que no todos estamos preparados ni dispuestos. Nuestra subjetividad anestesiada, protegida en la esfera inmunitaria de la individualidad no es apta para abrirse al dolor y hacer de él un territorio que permita sostenernos, acompañarnos, dolernos. Consideramos, en ese sentido, que más que una nueva teoría del duelo, lo que necesitamos es asumir la urgencia de una ética radical del cuidado, que permita instaurar, en el sentido en que lo plantea Bruno Latour[11] siguiendo a Etienne Soreau, otros modos de existencia. Donde la muerte, la ausencia, la pérdida implique replantear nuestras formas de vida, nuestros mundos en común.

 

 

Bibliografía

 

  1. Butler, Judith, Vida Precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006.
  2. Brossat, Alain, Democracia inmunitaria, Palinodia, Santiago de Chile, 2008.
  3. Chul-Han, Byung, Psicopolítica, Herder, Barcelona, 2014.
  4. Chul-Han, Byung, La sociedad Paliativa, Herder, Barcelona, 2021.
  5. Esposito, Roberto, Immunitas. Protección y negación de la vida, Buenos Aires, 2005.
  6. Despret, Vinciane, A la salud de los muertos, Cactus, Buenos Aires, 2021.
  7. García Canal, María Inés, “El imposible duelo”, Revista Debate Feminista, Vol 50, pp. 19-31, 2014. Disponible en: https://debatefeminista.cieg.unam.mx/df_ojs/index.php/debate_feminista/article/view/1154/1024 Consultado el 20 de septiembre de 2023.
  8. Latour, Bruno, Investigación sobre los modos de existencia, Paidós, Buenos Aires, 2013.

 

 

Notas

 

  1. Byung Chul-Han, Psicopolítica, ed.cit. p.10.
  2. Alain Brossat, Democracia inmunitaria, ed.cit., pp. 33-34.
  3. Roberto, Esposito, Immunitas. Protección y negación de la vida, ed. cit., pp. 17-18.
  4. Byung Chul-Han, La sociedad paliativa, ed. cit.
  5. Byung Chul-Han, pp. 30-31
  6. Decimos duelo no elaborado, para no seguir contribuyendo a la mala interpretación de trabajo de duelo que ha señalado Jean Allouch en su libro Eróticas del duelo en tiempos de muerte seca.
  7. María Inés García Canal, El imposible duelo, ed. cit., p. 20.
  8. Ibid., p. 29.
  9. Vinciane Despret, A la salud de los muertos, ed. cit., p. 16.
  10. Judith Butler, Vida Precaria. El poder del duelo y la violencia,
  11. Bruno Latour, Investigación sobre los modos de existencia, ed. cit.