La antigüedad fragmentada

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La selva, de Tomás Villegas Mariscal. Col. Leobardo Villegas

 

 

Resumen

 

Este artículo expone una visión fragmentada de la antigüedad. Aborda temas diversos: el gnosticismo, la mística, la filosofía presocrática, la historia de las civilizaciones, etc. Es un experimento de escritura asistemática en el que se da vida a ciertos aspectos del pasado, como serían las vidas de ciertos emperadores romanos o de algunos padres del desierto. Su objetivo central es mostrar que, siguiendo una lógica errática, es posible configurar una imagen parcial con sentido en torno a temas como los anteriormente señalados.

 

Palabras clave: gnosticismo, historia, antigüedad, mística, fragmento, escritura.

 

 

Abstract

 

This article presents a fragmented vision of antiquity. It deals with various subjects: Gnosticism, mysticism, pre-Socratic philosophy, the history of civilizations, etc. It is an experiment in asystematic writing in which certain aspects of the past are brought to life, such as the lives of certain Roman emperors or some desert fathers. Its central objective is to show that, following an erratic logic, it is possible to show a partial image with meaning around subjects such as those mentioned above.

 

Keywords: gnosticism, history, antiquity, mysticism, fragment, writing.

 

 

I

 

Empédocles o El delito de escribir

 

En el tiempo de Filolao, la secta de Pitágoras se dividía entre matemáticos y acusmáticos. Unos decían que la íntima realidad del universo son los números, otros entendían que el alma es inmortal y postulaban su transmigración incluso en el reino animal y vegetal. Ambos grupos postulaban el más alto pensamiento de toda la filosofía presocrática: “todo es uno”. A su vez, ejercían la práctica de ciertos preceptos, como no comer carne de animales y abstenerse de las repulsivas habas, algo que Heródoto suponía heredaron de los antiguos egipcios.

 

Empédocles formó parte de los adoradores del filósofo del muslo de oro. Probablemente, se abandonó con admiración a las enseñanzas de los acusmáticos. Creyó en la reencarnación; afirmaba haber vivido otras vidas: “Yo fui antes un muchacho y una muchacha, un arbusto, un pájaro y un mudo pez en el oleaje marino” (Hipólito)[1]. Creyó que la más alta dignidad era reencarnar en el rudo león que habita la soledad de los campos, o en el fresco laurel que crece entre árboles de hermosa melena. Algunos doxógrafos le adjudicaron el poder de manipular el rumbo de los vientos, ahuyentar las pestes y resucitar a los difuntos. Era tenido por un mago, un médico… un ser divino: “Vestía de púrpura y llevaba una cinta de oro, y calzado de bronce, y corona délfica. Su cabellera era abundante y marchaba con un séquito de niños”.[2] Como Parménides, afirmó que la verdadera realidad era una esfera perfecta e inmóvil; concibió al furioso odio como una de sus emanaciones: primer motor de todos los fenómenos que acaecen en el universo. Cabe añadir que, con el paso del tiempo, los seguidores de Pitágoras le reprocharon haber traicionado la sabiduría de su maestro al comunicarla por medio de su poesía filosófica. Acaso haber escrito el poema de las purificaciones fue, desde la perspectiva de los acusmáticos, su mayor delito, lo cual le llevó a ser tenido por un plagiario, un traidor a los secretos y a los misterios.

 

 

II

 

El llamado de la eternidad

 

Ra y Horus (hijo de Osiris), las dinastías faraónicas computadas por Manetón, el misterio de los jeroglíficos, la infinita arena del desierto, Hermes Trimegisto y la alquimia, la idea de la inmortalidad del alma, la magia, los escribas, Alejandría y el gnosticismo, la fe islámica… el devenir de los siglos: el Nilo.

 

Con admiración, el viajero observa la desmesura de las pirámides. Recuerda la afirmación de Hegel: “piedras que guardan muertos”.[3] Rememora el libro segundo de la Historia de Heródoto, cuyas páginas delatan los trabajos forzados a que fueron condenados los esclavos para edificar esos altos monumentos. Queops; multitudes bajo el furor de los látigos, ante la mirada del ardiente sol: “Unos arrastrando bloques de piedra, desde las canteras existentes en la cordillera arábiga, hasta el Nilo, otros haciéndose cargo de esos bloques arrastrándolos a la cordillera líbica. Trabajaban permanentemente en turnos de cien mil hombres a razón de tres meses por turno”.[4] El llamado de la eternidad. Los faraones preparándose para el otro mundo.

 

 

III

 

El llamado de este mundo

 

El lector indaga en las historias de la civilización los misterios del Egipto faraónico. Llama su atención que en esos libros se pone especial énfasis en la obsesión de la vida después de la muerte que tenían los habitantes del Nilo; embalsamamientos, sarcófagos, pirámides, conjuros conservados en papiros, dan prueba de ello. No obstante, hay un momento, en la descripción de Egipto que ofrece Heródoto, que hace posible mirar en una dirección distinta, es decir, no en la atracción del otro mundo, más bien en el llamado de esta vida. Es el siguiente: “Por cierto que en los festines que celebran los egipcios ricos, cuando terminan de comer, un hombre hace circular por la estancia, en un féretro, un cadáver de madera pintado y tallado en una imitación perfecta y, al tiempo que lo muestra a cada uno de los comensales, dice: «míralo y luego bebe y diviértete, pues cuando mueras serás como él». Eso es lo que hacen durante los banquetes”.[5]

¿Epicuro en el país de los jeroglíficos? ¿Omar Khayyam en el reino de Micerino?

 

 

IV

 

Micerino desmintiendo al oráculo

 

El temor de la muerte transfigurado en delectación de los sentidos, el florecer de la vida en las almas convertidas en ruinas. Pensemos, al respecto, en Micerino, constructor de pirámides, quien reinara alrededor del año 2700 a. de C. Fue desahuciado por un oráculo; la voz del dios sentenció que no le quedaban más de seis años de vida: “Al oír esta respuesta, Micerino, como si estas palabras le hubiesen ya sentenciado, se hizo fabricar gran cantidad de lámparas y, cuando llegaba la noche, las hacía encender y se dedicaba a la bebida y a la buena vida, sin cesar ni de día ni de noche. Y puso en práctica esta idea -en su deseo de demostrar que el oráculo estaba equivocado- para tener 12 años en lugar de seis al convertir las noches en días”.[6]

 

La fiesta de los moribundos; la algarabía en los ocasos del tiempo.

 

 

V

 

Vendrá una guerra dórica y con ella una peste

 

En el verano del año 430 a. de C. las armas peloponesias invadieron el Ática. Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los lacedemonios, estaba al frente de los ejércitos. Su misión era vencer las murallas atenienses y devastar la ciudad. La peste se le adelantó en esa empresa temeraria. Apareció de manera repentina, sembrando el terror y la muerte entre los habitantes del Pireo y de la Acrópolis. Presas del temor, las víctimas pensaban que los enemigos espartanos habían envenenado el agua en los pozos. La epidemia, demonio implacable, avanzó por todos sitios. Venía de Etiopía, Libia y Egipto. Tucídides, en el libro segundo de Historia de la guerra del Peloponeso, refiere los síntomas de la temible enfermedad: ojos rojizos e inflamados, dolor de cabeza, fétido aliento, agitada respiración, estornudos, ronquera, tos persistente, vómitos, espasmos, úlceras en todo el cuerpo, fiebres espantosas, sed insaciable, insomnio, diarreas, pudrimiento de brazos, manos y genitales. Quienes lograban sobrevivir, perdían la memoria; los muertos eran repudiados incluso por las aves carroñeras. Ningún remedio, ninguna dieta sirvió como paliativo. Los cadáveres yacían dispersos, contaminando las intemperies; muchos morían abandonados, en largas agonías. Las súplicas en los templos, las consultas en los oráculos, resultaron inútiles. En esa situación de aciaga calamidad, los mayores se refugiaron en el destino, evocando un verso de los antiguos: “Vendrá una guerra dórica y con ella una peste”.[7] Otros simplemente se dieron a la inmoralidad: “Buscaban, tan solo, el provecho pronto y placentero, pensando que sus vidas y sus riquezas eran igualmente efímeras. Ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía…”.[8]

 

 

VI

 

En cualquier pájaro está todo el universo

 

(Anaxágoras)

 

En el año 480 a. de C., cuando los ejércitos del rey aqueménida Jerjes asolaron el Ática y devastaron a los dioses de la Acrópolis ateniense, en la Segunda Guerra Médica, Anaxágoras tenía, acaso, veintisiete años. Por esas fechas, la ciencia del cielo era ya una de sus pasiones. Le obsesionaba la predicción de los eclipses y el origen de los meteoros. Veía en el sol y en las estrellas enormes piedras llameantes. Decía que su patria era el firmamento. Sus estudios astronómicos los expuso, probablemente, en un libro plagado de dibujos de figuras geométricas, principalmente círculos. El costo de cada ejemplar, en las librerías, era a lo mucho de un dracma.

 

Anaxágoras fue, también, el promulgador de una filosofía conforme a la cual en el principio, antes de la existencia del movimiento, las cosas estaban juntas en una especie de todo indiferenciado, el cual yacía en un reposo infinito. Fue entonces que el nous, un intelecto que, a decir de Aristóteles, en su Metafísica, era como una especie de “máquina teatral”[9] intervino en la mezcla originaria de lo indiferenciado, creando las cosas individuales, haciendo posible la multiplicidad. Esto implicó una fragmentación en la continuidad inicial que dio origen al movimiento. Resultado: todo existe en todo. En una cosa hay cosas de todas las cosas. Un pájaro, una flor, son, de algún modo, una síntesis del universo. Cabe añadir que este nous estaba solo, existía consigo mismo, fuera de la mezcla originaria de lo indiferenciado. Y más: como Empédocles, Anaxágoras entendió que las plantas son seres que tienen inteligencia, sienten, sufren y son propensas a la felicidad. Son hijas de la tierra y el sol; la primera es su madre y el segundo su padre. Fue discípulo de Anaxímenes y maestro de Demócrito, Eurípides y Pericles. De su muerte se dice que, siendo anciano, tras ser desterrado por el delito de irreligiosidad, es decir, por indagar los misterios del cielo y poner en duda a los dioses locales, se dejó intencionalmente morir de hambre. Algunos intérpretes refieren que, al igual que Demócrito, creía en la existencia de otros mundos.

 

 

VII

 

Carpócrates

 

En Alejandría (siglo II) predicó estas creencias que, a los ojos de Ireneo de Lyon e Hipólito de Roma, resultaron abominables: Dios, en su perfección, yace oculto en el cielo luminoso; los creadores del mundo son diablos deficientes; Jesús fue un ser humano, ciertamente superior en virtud a todos los hombres, pero al fin y al cabo un ser humano que habló en secreto a sus discípulos; el camino de la salvación es la fe.

 

Entre sus seguidores, una secta que, a decir de sus enemigos, tenía el hábito de la lujuria y de todo tipo de depravaciones, proliferó la idea de la transmigración de las almas, la cual heredaron, probablemente, de los acusmáticos seguidores de Pitágoras, o de las enseñanzas mágicas de Empédocles. En efecto, para que el alma fuera salva y pudiera ascender a la región divina, tenía que haber vivido muchas vidas en distintas existencias. Y más: “Tienen la costumbre de emplear artes mágicas, encantamientos, filtros y ágapes, invocan demonios y acuden a evocadores de sueños. Afirman que la cárcel es el cuerpo”. (Ireneo de Lyon).[10]

 

 

VIII

 

El agua turbia de la rabia (Isaías: 34)

 

El hedor de los cadáveres insepultos asfixia las auroras. El cielo se cierra, como un ataúd al caer en la tumba. Las manos rencorosas de Jehová empuñan la espada salpicada de sangre de corderos y machos cabríos. Arde la tierra; las humaredas ahogan los horizontes y las alturas. Los campos y las ciudades son asolados. Hierbas inmundas se apoderan de los palacios y las fortalezas. La luna es presa de pesadillas en el lomo de los chacales. Ya solo hay ulular de búhos y apareamiento de buitres. Es la hora de la venganza en que los cuervos chapotean en el agua turbia de la rabia.

 

 

IX

 

El enigma del llanto

 

Del gusano al elefante, ningún animal llora. Es claro que las existencias animales conocen el temor, el sufrimiento, incluso la tristeza; no obstante, son ajenas al llanto. Ciertamente, una sensibilidad poética podría hablar del “llanto de las flores”, pero serían solo palabras. El llanto tampoco existe en el reino vegetal. Llorar es algo meramente humano. Incluso Dios lloró como hombre. Recordemos el llanto de Jesús ante la muerte de Lázaro, o ante Jerusalén en manos de los inicuos. Todos los hombres han llorado alguna vez.

 

Con frecuencia, en momentos silenciosos y reflexivos, mirando sin ver a través de la ventana, pienso en los llantos infantiles de Gengis Kan, en los lloros preadolescentes de Carlomagno. También suelo evocar las lágrimas en los claustros, los sollozos de los santos padres, quienes asumían que el llanto continuado lleva a Dios. Nietzsche lloró al ver un caballo fustigado con el látigo; Ulises al contemplar Ítaca una vez vencidos los peligros del mar. No obstante, a veces me asaltan otros llantos: lágrimas de las que no tenemos memoria. Las puedo escuchar: lágrimas de los sacrificados a Tezcatlipoca… lágrimas de las ciudades prehispánicas devastadas.

 

 

X

 

Zacatecas 1

Aquí, en el desierto, la eternidad se oculta en el polvo. Y la noche es un esclavo azotado por la sequía. Y las vacas mueren de sed. E imploramos la lluvia, aquí, llamándola con el deseo de la antigua sangre sacrificial. Y las chicharras aúllan en los montes, y las vegetaciones y los animales son comidos por el sol, ese sol que parece diablo. Y los nopales son fantasmas que trepan las miradas secas de los llanos. Y los burros cargan áridas súplicas silenciosas por agua de los cielos. Y los aguaceros no llegan… no llegan. Acaso la brujería de nuestras abuelas nos ayude; así como partían las culebras con machete y sal en cruz, así pueden soltarlas en los horizontes. Yo lo creo; yo tengo fe…

 

 

XI

 

Zacatecas 2

Lagartos negros sobre el desierto rojo: nubes. Lluvia sobre una brujería verde: pirules. Nieblas sobre un ejército de fantasmas: nopales. Pájaros que duermen en las azoteas de casas en ruinas. Gatos buscando el calor de su cuerpo en rincones secretos. Perros desaparecidos en el gris húmedo de la tarde. Zacatecas: hormiguero atravesado por la lluvia eterna. Zacatecas: las flechas y los arcos de tu pasado buscan a las liebres huidizas… y yo me pierdo en la palidez de tus difuntos de hace mil años.

 

 

XII

 

Zacatecas 3

 

Las torcazas cantan en los bosques del tiempo matinal. El sol recorre los arrabales con timidez transparente. Un vendedor, custodiado por un perro blanco, grita a las ventanas sus tunas y sus nopales, provocando el ladrido de otros perros deseosos de una adversidad, una disputa. Y el camión del gas aparece transfigurado en una pesadilla auditiva. Atrás quedó el horrible sueño que floreció en el desierto blanco del insomnio: el ahorcado en la aurora fría y difunta. Atrás, en esa gran sepultura que es el tiempo precedente. Y es así como me dispongo a perderme en la cotidianidad asombrosa de este Zacatecas inmortal.

 

 

XIII

 

Zenón, sofista y escéptico

 

A los filósofos es posible juzgarlos por los problemas a los que se enfrentan. En el caso de Zenón, yo le concedo los más altos honores. Como un general que conduce sus ejércitos con valor en la ardua batalla ante enemigos peligrosos y temibles, así el pensador itálico proyecta sus argucias dialécticas contra las grandes murallas de la metafísica. Tras esas murallas aguardan los ilusorios espectros: la multiplicidad, la unidad, el espacio, la percepción sensible, el tiempo, el movimiento. Zenón los acorrala… los hunde en la irrealidad.

 

No repetiré aquí sus argumentos. Pueden encontrarse en Platón, en Aristóteles, en Simplicio, en Sexto Empírico. Lo que sí criticaré es la visión oficial que lo sitúa como un simple discípulo de Parménides. Y es que Zenón, al desmentir la existencia no solo de la multiplicidad, sino también de lo uno, deja atrás la afirmación capital de la metafísica de su maestro, es decir, el ser es, para pasar a la certidumbre conforme a la cual, en realidad, nada es. En otras palabras: “Si creo a Parménides, nada existe, excepto lo uno; si creo a Zenón, ni siquiera existe lo uno” (Séneca).[11] La cuestión es simple: si algo es, necesariamente debe tener magnitud, al tenerla, es susceptible de ser dividido, luego entonces, no es uno, sino muchos. Conclusión: no existe lo uno. Y si la multiplicidad implica la pluralidad de lo uno, y este no existe, entonces la multiplicidad tampoco es posible. En suma: no hay nada; nada existe.

 

Entiendo que la preocupación de Zenón, al ensayar estos intrincados razonamientos, es postular lo que podría denominarse “defensa de los discursos dobles”, prefigurando, con ello, al pensamiento sofístico. Se trata, entonces, de asumir que de todo es posible decir una cosa y su contraria, precepto central del relativismo. Es así que, en mi perspectiva, Zenón debe ser asumido como un sofista y un escéptico. No un discípulo: un eleático hereje.

 

 

XIV

 

El enigma psicológico de Calígula

 

Suetonio, hacia el final del libro IV de Vidas de los doce césares, refiere que el emperador Calígula era alto, pálido, calvo, de ojos hundidos y cuerpo desproporcionado. Y añade: “Procuraba dar a su rostro, ya de por sí horrible y repulsivo, un aspecto aún más fiero ensayando ante el espejo todo tipo de expresiones tremebundas y espantosas”.[12] ¿Qué pasaba por la mente de ese monstruo al contemplar la fealdad de sus gesticulaciones? La respuesta nos proyecta, sin duda, ante un enigma psicológico, propio de un enfermo… de un loco. Según su biógrafo: “Hasta él mismo se había dado cuenta de su desequilibrio mental, y más de una vez pensó en retirarse a aclarar su cerebro”.[13] No lo hizo. Por el contrario, hay que imaginarle (vestido con llamativos atuendos femeninos) entregándose al furor de la depravación y del crimen. Es así que, lo que probablemente este homosexual sin escrúpulos disfrutaba en su semblante desfigurado en el espejo era el placer de saberse un espantajo al que todo le estaba permitido. Prueba de ello es el “romanticismo” manifestado a sus concubinas con palabras lentas y silenciosas conforme al cual les comunicaba que su cabeza rodaría en el momento en que él lo deseara. O su determinación de atacar incluso a los muertos, tramando destruir la poesía de Homero y prohibiendo en las bibliotecas las obras de Virgilio y de Tito Livio, simplemente por no ser de su agrado.

 

 

XV

 

El templo de Calígula

 

Imponer la propia voluntad a escala universal, amar la tortura como medio eficaz para convertir los propios dictámenes en decretos inviolables, elevarse al rango de dios son, en suma, algunas características que definen a quien es presa de la tentación de la tiranía. Al respecto, Calígula es el ejemplo perfecto, él, que afirmaba que todo le estaba permitido y contra todos; él, que se sentía orgulloso de su desvergüenza; él, un insomne desequilibrado que vagaba por los corredores de su palacio a altas horas de la noche implorando la luz del día para perpetrar sus crímenes. Según Suetonio, mandó quitar las cabezas de las estatuas que representaban a los dioses del imperio y, en su lugar, poner la suya. Más aún: “Creó asimismo un templo especial para su divinidad, y sacerdotes y víctimas rarísimas. En este lugar se alzaba una imagen suya en oro, de tamaño natural, que era cubierta con una vestidura como la que él llevaba. Las víctimas eran flamencos, pavos reales, urogallos y faisanes que se inmolaban cada día por especies”.[14]

 

Y es así como imaginariamente salto por encima de los siglos, y entro en el templo de Calígula, y veo su estatua, siniestra e inmóvil, en el altar, adornada con una peluca colorida, vestida con un manto púrpura, portando zapatillas de mujer. Y escucho los chillidos de las víctimas sacrificiales. Y contemplo, entre las humaredas que ascienden de las hierbas aromáticas, la horrible liturgia en honor de este travesti del espanto.

 

 

XVI

 

Los lados tiernos de Calígula

 

Cuando en la sangre se agitan los demonios, cuando se advierten malezas repletas de víboras en la mirada, cuando el corazón es un nido de buitres, pudiera pensarse que no hay lugar para el amor. No es así. Los grandes monstruos no fueron ajenos a ese sentimiento. También ellos amaron hasta lo profundo de sus entrañas. Pensemos, al respecto, en Calígula, en la pasión amorosa que le despertaba su hermana Drusila. Siendo jovencitos, la hizo su amante; luego, una vez instalado en el trono, la tomó públicamente como su esposa. Posteriormente, al ser presa de una grave enfermedad o, lo que es lo mismo, al presentir su propia muerte, le heredó el imperio. La elevó al rango de diosa, y cuando murió, a manera de luto, decretó que reír o bañarse eran delitos que debían pagarse con la propia vida. Y más: “Incapaz de soportar la tristeza, huyó una noche de Roma, de manera repentina, y se dirigió a Siracusa, de donde regresó con la barba y el cabello sin cortar”.[15] Los lados tiernos de Calígula no terminan aquí. Amaba con locura al bailarín Mnéster, al grado de mandar azotar a todo aquel que interrumpiera su danza, incluso con un mínimo ruido; la misma suerte corrían los que turbaban el sueño de su adorado caballo Incitatus. Esto prueba que incluso en el interior de una arpía hay vestigios de sensibilidad.

 

 

XVII

 

Calígula o las desventajas de la prosperidad

 

¿Qué es una época sin desastres, un tiempo sin guerras, sin hambres, sin pestes? La respuesta de Calígula era simple: algo destinado al olvido. Por ello se sentía envidioso de las tragedias pasadas, por ello añoraba carnicerías militares, incendios, terremotos… ¡Quién sabe! Acaso su inclinación por el derroche, su habilidad para dilapidar los tesoros del imperio en poco tiempo, era algo planeado cuyo objetivo era potenciar la ruina de Roma y, con ello, suscitar revueltas, hacer correr la sangre, todo con el único objetivo de que su mundo perdurara en la memoria de los hombres.

 

 

XVIII

 

El cinismo de los emperadores

 

Si Nerón abarrotaba los teatros en que cantaba con cientos de aplaudidores pagados para alardear de sus habilidades artísticas, o mandaba amaestrar leones para derrotarlos en los espectáculos del circo romano y, de esa manera, pasar por un gran gladiador, Calígula hacía algo parecido en el ámbito de las empresas militares. Solía vestirse con la armadura de Alejandro Magno, que había sustraído de su sepulcro, para suscitar la impresión del valor guerrero. Harto del vicio y la molicie en que vivía, tramó una expedición en contra de los germanos. Reclutó legiones, reunió abastecimientos, y se puso en marcha. Para mitigar el cansancio, una vez que había ordenado barrer los caminos por donde pasaría para no ser incomodado por el polvo, se hizo trasportar en una litera. En los campamentos, con gesto adusto, a la manera de los grandes generales, se mostró riguroso con los centuriones; luego, con total cinismo, se inventó enemigos. Ordenó que unos germanos atravesaran el Rin y se ocultaran en los bosques, a continuación, fue tras ellos y los “venció”; de igual manera, tramó una fuga de rehenes a quienes persiguió en la caballería como si se tratara realmente de prófugos, los detuvo y los reinstaló, cargados de cadenas, en el cautiverio. De todo ello se jactaba en los momentos de descanso, en las noches (en las carpas), ante las luces vacilantes de las antorchas. Y si se busca, en la historia de la cobardía, un ejemplo digno de la memoria humana, el mismo Calígula está ahí, hace veinte siglos, para sacarnos de apuros. Escribe Suetonio, quien nos ha transmitido los detalles anteriores: “A pesar de todas sus amenazas contra los bárbaros, cuando a un individuo se le ocurrió comentar, mientras él atravesaba en carro un desfiladero al otro lado del Rin entre las apretadas filas de su ejército, la gran confusión que se produciría si el enemigo apareciera por algún lado, montó inmediatamente a caballo y regresó a la carrera hacia los puentes; al encontrarlos totalmente ocupados por los ciervos y los bagajes, incapaz de soportar la demora, se hizo trasladar al otro lado pasando de unos brazos a otros por encima de las cabezas de los hombres”.[16]

 

 

XIX

 

La huida de Nerón

 

El imperio había sido arruinado luego de una serie sucesiva de infamias. La vida del emperador corría grave peligro. Faetone, su liberto fiel, le ofreció su finca situada a las afueras de Roma como última posibilidad de un lugar en el cual mantenerse a salvo. Fue así que montó a caballo y emprendió la huida. Le acompañaban unos pocos fieles, entre ellos Esporo, su adorado amante al cual, en los tiempos de gloria, había cubierto con vestidos nupciales y paseado amorosamente en una litera por los mercados de Grecia. El trayecto fue apresurado, sombrío; antes de llegar a la finca, Nerón y su decrépita cohorte recorrieron furtivamente veredas sinuosas, se arrastraron entre malezas para no ser vistos, tropezaron con un cadáver putrefacto. Por fin, presas del temor, llegaron a su destino. Pero todo fue inútil. Habían sido descubiertos. Fue entonces que Nerón rememoró las altas palabras de la Ilíada: “El galope de caballos de ágiles pies golpea mis oídos”.[17] Sus súbditos le animaban a que se suicidara y, de esa manera, poder escapar al odio de las chusmas. “Señor, no les des el gusto de caer en sus manos. Mátate”,[18] le dijo uno de sus esclavos. “Mátate tú primero, para darme valor”,[19] fue la respuesta, mientras le ofrecía un puñal entre sollozos.

 

Suetonio refiere los detalles anteriores. Acaso los inventa. Poco importa.

 

 

XX

 

Grafito de Alexámenos

 

La mano burlona delinea en el yeso de la pared de la casa arruinada la figura de un hombre con cabeza de burro clavado a una cruz. Y surgen las palabras: “He aquí tu dios, Alexámenos, tú, que idolatras a las bestias y que te reúnes con los que comen panes ensangrentados y carne de muertos, tú, que acudes a las cloacas a venerar, bajo las lóbregas luces de las antorchas, un cadáver colgado en un palo. He aquí tu ridícula creencia salida del basurero de las supersticiones”.

 

Vislumbro, en ese remoto pasado, el rostro sonriente del autor de este escarnio. El nuevo dios precisa de calvarios sucesivos para elevarse sobre los otros dioses, para adquirir el matiz de la seriedad. Los mártires, las persecuciones, aguardan.

 

 

XXI

 

Habla Vario Avito Basiano

 

(Inicio del siglo III)

 

El infame Macrino y su repulsivo hijo Diadumeniano han muerto. Ahora el poder me pertenece. La sangre de los traidores escurre sobre mi daga. Soy una víbora sin remordimientos. Lo sé, no tengo aptitudes para los asuntos de la administración del imperio; no me importa. Soy un sacerdote, no un político y mucho menos un hombre de armas. De hecho, ni siquiera soy un hombre; viciosas putas sirias habitan en mi interior. Por ello maquillo mis mejillas con carmín, por ello me cubro con vestidos de color púrpura, por ello uso pelucas, diademas y joyas de oro.

 

Me gustan las rosas, los jacintos y el olor del azafrán; en mis palacios deambulan leones y leopardos, en mis mesas proliferan los más variados platillos dignos de Marcus Gavius Apicius. Amo el derroche, tanto que acostumbro a hundir navíos cargados con mercancías valiosas como prueba de mi magnanimidad. Por lo demás, tengo distintos amantes con quienes sacio mis lujurias; me entrego a ellos en públicas alcobas nupciales, en floridos jardines, en frescas piscinas de agua cristalina rociadas con agradables perfumes. Mi dios es Heliogábalo. Muchos días, en el amanecer, le mato reses y ovejas en sacrificio, le canto y le prodigo encantamientos, le ofrendo plantas aromáticas y cráteras repletas de dulce vino; luego me pierdo en danzas orgiásticas al ritmo frenético de címbalos y tambores. En pleno éxtasis escucho su voz, fresca como la nieve en verano, implacable como el estruendo de un rayo en la noche.

 

 

XXII

 

Maquillaje y prostitución

 

En Historia romana, Dion Casio refiere que el emperador Heliogábalo solía frecuentar por la noche las tabernas portando una peluca y vestido de mujer, ejerciendo, en esos paseos nocturnos, el papel de prostituta. Dice, además, lo siguiente: Acondicionó una recámara en su palacio y allí cometía sus indecencias, permaneciendo siempre desnudo a la puerta de la habitación, como hacen las putas, y agitando las cortinas que colgaban de anillos de oro, mientras que, con voz suave y meliflua, con una red que le sujetaba el pelo y con los ojos maquillados de blanco, solicitaba a los que pasaban por ahí que entraran y yacieran con él. Hubo, desde luego, hombres especialmente instruidos para cumplir esa petición.[20] El historiador romano menciona, de igual modo, la afición del emperador de permitirse ser encontrado por su “esposo” teniendo relaciones sexuales con alguno de sus amantes y, debido a ello, ser golpeado por él hasta quedar con los ojos morados. Esto, lejos de humillarle, le hacía amarle con gran intensidad, al grado de planear elevarlo a la dignidad de César. Por su parte, la Historia augusta, obra de autor desconocido, señala que Heliogábalo mandó reunir a todas las meretrices que frecuentaban los lugares públicos para exaltar sus liviandades y dialogar con ellas, estando vestido con “atuendo afeminado y las tetillas al aire”, sobre los distintos tipos de posturas y placeres. A continuación, las premió con sumas sustanciosas por el bien que hacían a la ciudad. Finalmente, Herodiano, quien lo describe siempre ocupado en danzas orgiásticas en honor del dios solar sirio El-Gabal, escribe sobre él: “Aparecía en público con los ojos pintados y con carmín en sus mejillas, afeando su rostro, hermoso al natural, con maquillajes lamentables”.[21]

 

(Sardanápalo, adorador de Salambó, no habías cumplido veinte años cuando fuiste muerto, siendo arrastrado por las calles y arrojado al río Tíber. Esto no fue suficiente para arrojarte al agujero del olvido).

 

 

XXIII

 

Heráclito

 

Si comparamos la filosofía con un territorio geográfico, y pensamos en el mapa de ese territorio, lo que el estudioso observa en él son unas zonas que aparecen más claras que otras; de hecho, partes significativas de este mapa se advierten borrosas, otras roídas por el paso del tiempo, otras decididamente abandonadas a la especulación, pues nadie ha visitado los parajes que difusamente representan. En este último caso, el estudioso del mapa que es la filosofía está en la situación de esos cartógrafos que se demoran analizando viejos mapas de viajes a lugares ignotos en los que se señalan territorios inexplorados en los cuales se fabula están habitados por gigantes y caníbales, entre otras criaturas asombrosas.

 

Heráclito está en la zona borrosa del mapa. Los doxógrafos antiguos se percataron de ello y sintieron vértigo. Aristóteles se quejó de la ausencia de signos de puntuación en su escritura, Demetrio de Falero, primer bibliotecario de la Biblioteca de Alejandría, de la ausencia de partículas unitivas, lo cual la vuelve terriblemente confusa. Timón de Fliunte y Simplicio le adjudicaron el calificativo de “enigmático”; Juan Tzetzes, el de “asombroso”. La tradición filosófica en general, el de “oscuro”. Afirmó la eternidad del universo: “es un fuego siempre vivo”. Postuló el devenir universal: “todas las cosas se mueven como corrientes; son inestables, al igual que los ríos”. Exaltó la guerra; es el logos que rige el universo, por ello manifestó gran admiración por los caídos en los combates. Su arrogancia lo llevó a odiar a Homero, a Hesíodo, a Pitágoras, a Jenófanes, a Arquiloco y a todos los que tenían fama de sabios. Aseguró no haber tenido maestros, haberse enseñado los secretos de las cosas a sí mismo. Repudió a los miserables adoradores de Dionysos, adeptos de repulsivas concupiscencias nocturnas. Despreció los sacrificios a los dioses, las supersticiones y la magia. Sintió la repulsión de los seres humanos, por ello se dio a la soledad de los montes en donde se alimentó únicamente de raíces. Según los autores citados por Diógenes Laercio (Hermipo, Naento de Cízico) murió de hidropesía y su cuerpo fue devorado por los perros.[22]

 

Es imposible saber si esta información es verídica en su totalidad. Y es que el pensamiento presocrático aparece ante nosotros solamente por medio de las descripciones de autores antiguos que lejanamente pudieron vislumbrar algo de sus ruinas. Este es el caso de Heráclito, a quien los siglos han condenado a ser un monstruo de ambigüedad, casi diluido en los trazos dañados del mapa de la filosofía. ¿Debemos lamentarnos por ello? No. El equívoco es una suerte para la obra de un filósofo. ¿Qué mejor que sobrevivir a los milenios teniendo el estatus de una gran paradoja?

 

 

XXIV

 

Satornilo

 

Siglo II; Alejandría. Arriba, en el reino de la luz, un dios extraño a este mundo. Abajo, en el reino de la oscuridad, una divinidad deficiente. Primera creación: un aborto, un hombre que se arrastra a la manera de un gusano. Y la procreación: aberrante. Y el matrimonio: diabólico. Y la alimentación: vegetarianismo radical. Mirada de Ireneo de Lyon e Hipólito de Roma: teología perversa. Satornilo, al igual que Marción: “ladrón de doctrinas”. En breve: el error de existir. Mejor: el inconveniente de haber nacido. El reino del demonio.

 

 

XXV

 

Habla Marción; siglo II

 

Abomino del antiguo testamento y de su demonio Jehová. Asumo la degeneración, la corrupción esencial del mundo. Veo con horror el matrimonio, las madres preñadas, los niños recién nacidos. Predico un dios extraño: un dios lejano. Predico otro dios: deficiente, fracasado, responsable de esta creación. Soy el fautor de una teología dualista. Asumo que nacimos aquí abajo, en este calabozo. Afirmo que somos hierbas inmundas que crecen en la tierra del pecado. Todo está manchado por el pecado: los pájaros, las tardes, las intemperies sucesivas, incluso el aire.

 

¡Dios de allá arriba, Tú, que nada tienes que ver con nosotros, Tú, Dios de la luz, mandaste a tu hijo a sufrir humillación para salvarnos a nosotros, que no somos tus hijos, a nosotros, criaturas erradas, ¡gusanos en una carroña! ¿Cómo podemos pagarte este gran acto de amor? Nos rescatas de nuestro padre el demonio, nos salvas de esta paternidad disoluta. Casi nada está en nuestras manos, solamente tener fe en ti.

 

Esta fe que te prodigamos por tu generosidad hacia con nosotros implica que debemos pelear contra la sombra diabólica del deseo. Estamos dispuestos. Somos tus soldados aquí abajo; las armas del ascetismo harán posible oponernos a nuestra turbia naturaleza, al depravado influjo de nuestro padre. Su voz nos incita al vicio; nosotros la desobedecemos con el terrorismo del ayuno, del retiro y de la oración. Dios magnánimo, Dios bueno, Dios tierno y dulce: ¡es tan poco lo que podemos hacer para enmendar nuestra culpa! ¡Perdónanos, Señor, por ser vástagos del error!

 

 

XXVI

 

En el siglo II, en Alejandría, Basílides postuló la existencia de 365 cielos encima de este mundo. En el último de ellos habita el dios bueno; nuestro mundo es el último. Ha sido creado y regentado por ángeles deficientes. Según su teología, cuando Jesús apareció entre los hombres, engañó a los demonios, pues en realidad no fue crucificado. Hizo trampa. San Ireneo, en su Adversus Haereses, lo expresa así: “… y dicen que no padeció la pasión, sino que requisaron a Simón de Cirene para llevar su cruz y luego, por error e ignorancia, lo crucificaron creyendo que era Jesús, ya que había tomado su figura. Y Jesús, a su vez, asumió la figura de Simón, y estaba allí mofándose de ellos”.[23] Consecuencia: la cruz es un símbolo falso, resultado de la burla de Dios respecto de los demonios.

 

 

XXVII

 

La destrucción de la Biblioteca de Alejandría

 

Juan Filopono deseaba la biblioteca de Alejandría. Amrú, el jefe de los ejércitos árabes, sentía por él una honda amistad. Por las noches, en los campamentos, cuando los soldados y las armas tenían un poco de sosiego, ambos se entregaban a los misterios de la metafísica. Tomada la ciudad, luego de días de asedio, se dio lugar a los saqueos. Curiosamente, la biblioteca yacía ahí, intacta. Los pergaminos no despertaban ninguna codicia, salvo la del gramático y filósofo Juan Filopono. Amrú pensó en concederle su custodia, no obstante, antes lo consultó con el califa Omar. La respuesta fue implacable: “Si estos escritos de los griegos concuerdan con el libro de Dios, son inútiles y no necesitan ser conservados; si están en desacuerdo, son perniciosos y deben ser destruidos”.[24] La orden se cumplió cabalmente. Los volúmenes fueron entregados al fuego. Edward Gibbon, en Decadencia y caída del imperio romano, refiere los detalles anteriores.[25] Cada vez que se manifiestan a mi memoria, vislumbro la destrucción de las antiguas filosofías, de los mapas, de los textos herméticos, de las cavilaciones gnósticas y maniqueas, de las controversias heréticas, de la astrología y las matemáticas, de la magia y las supersticiones de los antiguos, etc. En esos momentos, humaredas imaginarias me destrozan los nervios. Es entonces que me entran deseos de saltar por encima de los siglos e inmolarme en defensa de la Biblioteca de Alejandría.

 

 

XXVIII

 

El desierto

 

¿Por qué se busca el desierto? ¿Por qué el desierto es un destino? La respuesta es simple: porque es el lugar donde es posible vencer a este mundo. Los santos padres lo supieron. Sus combates contra el demonio, su ejercicio de la soledad y del silencio, sus ayunos y sus vigilias, su quedarse en los huesos, fueron su fortaleza, la forma que tuvieron de elevarse hasta las tinieblas de Dios, hasta ese mar de la nada que está por encima de la divinidad, allí, donde el alma desaparece, y vaga en lo infinito de la noche negra. ¡Qué pobre es todo lo de aquí abajo cuando se han alcanzado esas alturas!

 

En el silencio del desierto, en el viento que aúlla en el desierto, en el polvo del desierto, ¿cómo no ser susceptible a la tentación de exiliarse de todas las cosas terrenales?

 

¿Dejarse morir de hambre y de sed para ganar el absoluto? Pensar en la ascesis de Pablo de Tebas y tener la sensación de poder desaparecer las estrellas y los astros.

 

 

XXIX

 

En la tierra de mis mayores

 

(Los montes de El Vergel, Villanueva, Zacatecas)

 

El arroyo parece casi muerto; pero no lo está: charcos de agua estancada lo habitan. Su sinuosidad abunda en piedras, pobres y maravillosas piedras. El campo está a punto de ser incapaz de saciar el hambre; dos coyotes erráticos (dos hambres en movimiento) buscan una presa; los nopales achaparrados y las intrincadas palmas los observan. El cielo es amplio y profundo, como la soledad circundante. Y las nubes: montones de blancura quietas. Y los cerros: criaturas enigmáticas que duermen bajo el sol cristalino de la tarde. Y el viento. Y el polvo. Y los matorrales. Y las gentes de La Quemada de hace mil años. Sus fantasmas…

 

 

XXX

 

A los monjes

 

En el margen ondulante del mediterráneo africano, en Alejandría, allí, donde las arenas salvajes del desierto egipcio agonizan en las brisas del mar, San Atanasio escribió, en la segunda mitad del siglo IV, La vida de San Antonio. Era un tiempo en que el arrianismo se extendía como una lepra, en que el paganismo estaba herido de muerte. Filón, Enesidemo, Orígenes y Basílides, quienes habían enseñado sus doctrinas en la misma ciudad, eran solo recuerdos.

 

En esa obra hagiográfica, en la que el silencio de los sepulcros y la soledad del desierto son el escenario en que aparece el personaje central, pueden ubicarse dos momentos. Uno atañe a la experiencia directa de los demonios por parte de San Antonio, el otro a su enseñanza a los monjes respecto de cómo vencerles. ¡Un currículum y una pedagogía en torno al diablo y a sus ministros!

 

Demorémonos en el primer momento. El demonio ataca de distintas maneras: se mete en los pensamientos para demeritar la vida ascética, luego incita a la fornicación y a la lascivia, a continuación, a la pereza y al hastío. Incapaz de lograr su objetivo, ensaya apariciones fantasmagóricas para radicalizar sus asechanzas: estruendos como si acontecieran terremotos, animales salvajes amenazadores, pandillas de diablos agresivos. Y más: “Cuando no pueden engañar el corazón con placeres abiertamente impuros, cambian su táctica y van de nuevo al ataque. Entonces fingen apariciones para espantar el corazón, transformándose e imitando mujeres, bestias, reptiles, cuerpos de gran tamaño y hordas de guerreros. […] Una vez llegaron con amenazas y me rodearon como soldados armados hasta los dientes. En otra ocasión llenaron la casa con caballos, bestias y reptiles”.[26]

 

Simulan profetizar para ejercer sus engaños, parecen más altos que el techo, ríen y silban como estúpidos, lloran y se lamentan. Simulan incluso el bien: aparecen como monjes, cantan salmos, citan la escritura, llaman a la oración y al ayuno, pero todo es falsedad. Y su jefe, el diablo: “De su boca salen antorchas encendidas, chispas de fuego saltan fuera. De sus narices sale humo, como de olla o caldero que hierve”.[27]

 

San Antonio triunfa sobre las tentaciones (los engaños) del diablo. Ahora el segundo momento: su enseñanza a los monjes. En ella el demonio y su cohorte aparecen como criaturas débiles y ridículas que solamente tienen fantasmas para engañar. Están en todas partes, incluso en el aire. Son impotentes, por ello atacan en manada, en apariciones, en griterío… en jaurías salvajes. Son payasos, ridículos, insignificantes. En consecuencia: “No debemos tenerles miedo, aunque aparezcan para atacarnos y amenazarnos con la muerte. En realidad, son débiles y no pueden hacer más que amenazar”.[28]

 

Este currículum y esta enseñanza son envidiables, tanto que el mundo de los filósofos parece tan poca cosa en comparación suya. ¿Qué son los silogismos cuando, en mitad de las vigilias nocturnas, se tienen disputas de otro mundo? ¿Qué vale un razonamiento cuando el alma está perdida en visiones que vuelven ridícula toda lógica? Uno siente que el mismo diablo ha trabajado para consumar la gloria de este santo. Y entonces le entran a uno deseos también de irse a los sepulcros y a las arenas del desierto.

 

 

XXXI

 

El lado diabólico de la soledad

 

Algunos místicos refieren, verbigracia el Maestro Eckhart, que el ejercicio de la soledad es una condición necesaria para encontrar a Dios, incluso para elevarse por encima de Él, ahí, en el desierto de su nada… en el temblor de sus tinieblas. Siguiendo su teología, la soledad, más que la piedad, es la mayor virtud. Porque la piedad es, a fin de cuentas, una atadura con el mundo, y la soledad, junto con su correlativo, el silencio, suponen la anulación de todo lo que existe aquí abajo.

Pero esta es solo una manera de concebir la soledad. Hay otra en la cual el diablo tiene su reino. Y es que el espíritu solitario, no importa si vaga por una selva, o está perdido en una ciudad extraña, al no hablar con nadie, al no tener ningún vínculo con nadie, cae en la soledad como un animal salvaje en una trampa, salvo que, al tener conciencia, forcejeando en la nada, siendo nadie, se ve a merced del demonio. Y entonces pacta con él, se pasa a su bando. Lo reconoce como su padre. Es su manera de pudrirse en el silencio.

 

 

XXXII

 

Los Himalayas de Dios

 

Proyectado sobre la inmensidad, avanza hacia las montañas de la nada. Alpinista de las alturas divinas, Dios mismo se pierde en el abismo. ¡Cuán lejos ha quedado el lenguaje humano! Y ahí, en los parajes insondables de las bóvedas celestes, sepultado en el silencio y en la más absoluta soledad, se descubre extraviado en las tinieblas, muy lejos de la cercanía de los ángeles. Luego se diluye; ya no es. La fulgurante turbulencia de la noche oscura le cerca. Y tiembla. Y manotea sobre el espantajo que es su cuerpo. Y grita en la soledad de su claustro y en el desierto de la eternidad: ¡Dios, bájame de tus hombros, devuélveme a la tierra, que no puedo con este espanto de ya no ser!

 

 

XXXIII

 

Animales

 

En un mercado de libros prescindibles encuentra el volumen que sabe que no recorrerá: En la jungla de Gabón. Cacerías y aventuras. Autor: Pierre Weité. Lo sustrae del sucio anaquel para ojearlo. Se demora en la portada: un gorila con mirada humana en un fondo negro. Lo abre un poco; el tema y lo andrajoso de las páginas le incitan a dejarlo. Sale a la calle. Un gato duerme en el alfeizar de una ventana, una multitud de pájaros surca el cielo. Piensa, entonces, en los animales. Es presa de una extraña sensación, expresada en una página de Schopenhauer que no recuerda: “el hombre es su demonio”. No puede dejar de pensar en ello mientras recorre las calles, ante los perros escuálidos que deambulan, sin rumbo, por los callejones, a merced del hambre y la sarna.

 

 

Llega a su casa. Abre Historia del imperio romano después de Marco Aurelio, de Herodiano. Se detiene en el libro I, en la parte en que se describe la afición del emperador Cómodo por matar animales mandados traer de todas las provincias del imperio para su diversión. Gacelas, panteras y avestruces no escapan a su certera puntería: “En una ocasión cien leones soltados al mismo tiempo salieron de los subterráneos y con idéntico número de flechas acabó con todos”.[29] Cierra el libro y abre Historia Romana, de Dion Casio. La página que cuenta el festejo del travestido Heliogábalo conforme al cual “varias bestias salvajes fueron asesinadas, incluido un elefante y cincuenta y un tigres”[30] para festejar uno de sus falsos matrimonios le agobia, como si hubiera estado presente en esa celebración de hace dieciocho siglos. Cierra el libro. Se recuesta en la cama. En el techo una diminuta araña sueña el horrible devenir de este mundo.

 

 

XXXIV

 

Los incendios

 

Se extendieron por las malezas, bajo soles devoradores. Arrasaron los templos, en noches negras. Quemaron los libros considerados sacrílegos: la magia, la astrología, la alquimia, los mapas… las costumbres de gentes ignotas. Redujeron ciudades a cenizas, asfixiaron los campos con blancas humaredas, provocaron huidas repentinas. Y esos otros incendios: el que devoró Roma a manos de Nerón, según refiere Tácito, o aquel que consumió la aldea luego de la furia de las lanzas en el sueño del alba. Y ese incendio final: el de los últimos crepúsculos humanos.

 

 

XXXV

 

Gallo

 

Los hadices árabes son relatos considerados absolutamente verdaderos que versan sobre los dichos y hechos del profeta Mahoma; han sido transmitidos de manera oral, luego se han puesto por escrito. Una recopilación de estos relatos se encuentra en El libro de la escala de Mahoma, obra que narra, entre otras cosas fabulosas, la configuración de los cielos y los infiernos que nos aguardan tras la muerte. Su versión latina estuvo a cargo, en el siglo XIII, de San Buenaventura de Siena. En una de sus páginas puede leerse lo siguiente: “Dios, Alá, tiene un gallo enorme. Su cresta y su cabeza llegan al cielo. Es uno de los ángeles de Dios. Sus alas son tan largas que atraviesan todos los cielos y las tierras. Todas las madrugadas, este gallo agita sus alas y dice, en su canto: ‘le halla hililla’. No hay más dios sino Dios. Al terminar su canto, todos los gallos que hay en la tierra cuando lo escuchan se despiertan para cantar, anunciando a los hombres que es hora de levantarse y practicar la oración”.[31]

 

La imagen de un gallo cantando en el crepúsculo matutino es en sí misma fascinante. En diversas fuentes árabes se adjudica a este animal el poder de comunicarse con los ángeles y de ser, como se muestra en las palabras precitadas, el despertador natural de los hombres para que acudan a la oración, según los preceptos de la religión musulmana. Por su parte, en Occidente el gallo es símbolo de valor, de potencia sexual. Borges le adjudica mucho del honor militar, en tanto que acostumbra a pasear alrededor del cuerpo muerto o agónico de su oponente, manifestando respeto por el coraje mostrado en el combate. No es todo: en el alba del pensamiento filosófico, Heráclito (el oscuro) decía que los dioses destinaban los más grandes honores a los caídos en las guerras; el gallo merece, sin duda, la misma admiración.

 

 

XXXVI

 

El jaguar y el lenguaje

 

Chapotea en el agua trasparente del lenguaje; juega el jaguar en el agua clara de las palabras. Vegetaciones de sueños lo miran. En las alturas, nubes yacen quietas en una planicie azul de sonrisas. El jaguar revolotea el agua; revolotea su cuerpo en las salpicaduras sonoras del agua perfumada. Pájaros de colores lo miran; saltan en las ramas del lenguaje; cantan en las vegetaciones del lenguaje; se reflejan en la transparencia soleada del agua clara. El jaguar, finalmente, duerme. Duerme en un lenguaje felino de sueños. Todo es lenguaje…

 

 

XXXVII

 

Los bárbaros

 

Vegetando en la plenitud, destinados a pudrirse en el refinamiento, los civilizados no suscitan ninguna fascinación. Otro es el caso de los bárbaros. Poseedores de la magia de lo imprevisible, pueden instalarse en lo esperpéntico con un desenfado admirable. Y los evoco migrando hacia los adentros de los imperios, con sus comidas, sus dioses, sus atuendos y sus fiestas salvajes. Los evoco, a ellos, que andan en mi sangre. Sin duda, estoy de su lado, como lo estoy de los parias de todos los tiempos.

 

 

XXXVIII

 

La Quemada, hace mil años

 

(Sala de las columnas)

 

La luz movediza del ocote escurriendo sobre el amplio salón, el rostro de las mujeres al moler, el nixtamal, los ídolos, los altares, los cuchillos de los sacrificios, el parloteo de los ancianos, el juego de los niños, la gravedad de los guerreros, las armas, los cautivos, las pieles de animales, las calaveras de los enemigos pendiendo de las estacas incrustadas en las paredes, la noche… la noche remota de hace mil años.

 

 

XXIX

 

El brujo

 

Hay noches en que convoco a los demonios; en otras, me convierto en búho, o en reptil, o en coyote. Mi magia es un relámpago, una nube temible, un derrumbe en el abismo. Por medio de mis conjuros todo lo puedo manipular: los afectos, las intemperies, las lluvias, la huida de los animales. Tengo instrumentos puntiagudos para atacar a mis enemigos: flechas, alfileres y huesos afilados. A veces sacrifico cuervos, o lagartijas, para extender mi poder más allá de las sombras. Y cuando vuelo, cuando vigilo a mis víctimas desde las alturas de los pirules, en el crepúsculo, adopto la figura de una forma aplanada, como si fuera la piel de un tigre blanco, o más precisamente una blancura aplanada con forma de tigre.

 

Tengo diversos talismanes; poseo los secretos de las hierbas; guardo ídolos que me cuidan. Y cuando me deslizo entre los sueños, escurridizo como una víbora, privo del habla por días. Entonces, en alucinaciones, precipito soles congelados en los desiertos; en ellos recluyo a las almas en fiebres voraces, en selvas de locura, a merced de fantasmas y caníbales.

 

 

XXXX

 

Escribir

 

Hay que escribir como si se tuviera un pacto con el diablo, o como si faltaran algunas horas para morir, o como si ya se estuviera muerto. Hay que escribir en el estado de los desequilibrados, de los poseídos, de los que tienen familiaridad con los demonios. Hay que enfrentar los folios en blanco como si se estuviera a punto del cadalso o del fusilamiento. Hay que escribir arremolinando el enigma y el silogismo, la brujería y la duda escéptica. Hay que escribir como si estuviéramos condenados a una reclusión de mil años. Hay que mezclar las palabras como si fueran filtros mágicos, como si poseyéramos el secreto de una alquimia secreta y devastadora. Hay que arrojar en nuestra escritura fuegos devoradores, borrascas congelantes y lluvias salvajes. Que en nuestras frases el universo se retuerza como una víbora. Que el látigo que hizo posible las pirámides de Egipto y el cuchillo que extrajo los corazones de Tezcatlipoca aparezcan en nuestros párrafos como el maullido siniestro de un gato que inquieta todos los tejados del planeta. O como una luna enferma que se pierde en selvas y desiertos de otro mundo. Yo lo intento, y no lo logro.

 

 

Bibliografía

 

  1. Aristóteles, Metafísica, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2006.
  2. Casio, Dion, Historia Romana, libros XXXVI-XLV, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2004.
  3. Gibbon, Edward, Decadencia y caída del imperio romano, vol. II, Atalanta, Barcelona, 2015.
  4. Hegel, G. W. F., Lecciones sobre estética, Akal, Madrid, 2017.
  5. Herodiano, Historia del imperio romano después de Marco Aurelio, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2008.
  6. Heródoto, Historia, Libros I y II, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2007.
  7. Laercio, Diógenes, Vidas de los filósofos más ilustres, Omega, Barcelona, 2003.
  8. Los filósofos presocráticos, vol. II, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 1994.
  9. Los gnósticos, I, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2001.
  10. Libro de la escala de Mahoma, Siruela, Madrid, 1996.
  11. San Atanasio, Vida de Antonio, Ciudad Nueva, Madrid, 2020.
  12. Suetonio, Vidas de los doce césares, II, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2017.
  13. Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, Libros I-II, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2008.

 

 

Notas

 

  1. Los filósofos presocráticos, vol. II, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 1994, p. 244.
  2. Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres, Omega, Barcelona, 2003, p. 329.
  3. G. W. F. Hegel, Lecciones sobre estética, Akal, Madrid, 2017, p. 263
  4. Heródoto, Historia, Libros I y II, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2007, p. 223.
  5. Heródoto, op. cit., pp. 204 y 205.
  6. Ibídem, p. 226.
  7. Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, Libros I-II, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2008, p. 358.
  8. Idem.
  9. Aristóteles, Metafísica, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2006, p. 86.
  10. Los gnósticos, I, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2001, pp.111-12.
  11. Los filósofos presocráticos, vol. II…, p. 41.
  12. Suetonio, Vidas de los doce césares, II, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2017, p. 57.
  13. Idem
  14. Ibídem, p. 31.
  15. Ibídem, p. 34.
  16. Ibídem, p. 58.
  17. Ibídem, p. 81.
  18. Ibídem, p. 180.
  19. Idem
  20. Dion Casio, Historia Romana, libros XXXVI-XLV, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2004, p. 269.
  21. Herodiano, Historia del imperio romano después de Marco Aurelio, Biblioteca básica Gredos, Madrid, 2008, p.152.
  22. Vid. Diógenes Laercio, op. cit., p. 338.
  23. Los gnósticos, I…, p. 110.
  24. Edward Gibbon, Decadencia y caída del imperio romano, vol. II, Atalanta, Barcelona, 2015, p. 2330.
  25. Ibídem, pp. 2329-332.
  26. San Atanasio, Vida de Antonio, Ciudad Nueva, Madrid, 2020, p. 58.
  27. Ibídem, p. 59
  28. Ibídem, p. 63
  29. Herodiano, op. cit., p. 66.
  30. Dion Casio, op.cit., p. 270.
  31. Libro de la escala de Mahoma, Siruela, Madrid, 1996, pp. 80-81.