Caruso, Santiago, Libros del zorro rojo, Barcelona, 2009
Resumen
En el presente artículo nos hemos propuesto indagar sobre algunas variables de análisis vinculadas al complejo melancólico, desde una perspectiva positiva (de solución), es decir, a partir de la posibilidad o función de sostenimiento con la que la melancolía opera sobre algunas personas. Para ello hemos articulado discursos literarios (pizarnikianos) y psicoanalíticos (postfreudianos). Esperamos que esta exploración del mundo del sujeto melancólico nos permita aprender algo más sobre esta problemática y que nos impulse hacia el encuentro de nuevas preguntas, siempre con el horizonte puesto en la producción de nuevos y más efectivos abordajes psicoterapéuticos.
Palabras clave: melancolía, lenguaje, erotización, Alejandra Pizarnik, psicoanálisis, pulsión textual.
Abstract
In the present article we have proposed to investigate some variables of analysis linked to the melancholic complex, from a positive perspective (of solution), that is to say, from the possibility or sustaining function with which melancholy operates on some people. For this purpose, we have articulated literary (Pizarnikian) and psychoanalytic (post-Freudian) discourses. We hope that this exploration of the world of the melancholic subject will allow us to learn something more about this problematic and that it will push us towards the encounter of new questions, always with the horizon set on the production of new and more effective psychotherapeutic approaches.
Key words: melancholy, language, eroticization, Alejandra Pizarnik, psychoanalysis, textual drive.
Gran parte del desarrollo de la tesis Melancolía, disolución y muerte en la obra de Alejandra Pizarnik[1] ha estado abocado a la descripción de algunos de los aspectos más característicos del complejo melancólico a partir de valiosos aportes psicoanalíticos (Freud, Kristeva, Green, Mazzuca). Allí, se ha intentado hacer visibles algunos fenómenos que podríamos denominar elementales, los cuales nos permitieron ir entendiendo la posición melancólica, encuadrándola dentro del ámbito de las psicosis y en clara oposición con las paranoias. Al mismo tiempo, hemos vinculado e ilustrado estas primeras conceptualizaciones psicoanalíticas con pasajes relevantes de la obra diarística de la poeta argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972). En lo que sigue, invertiremos los términos del análisis y abordaremos la cuestión melancólica partiendo de las palabras pizarnikianas para luego articularlas con aportes psicoanalíticos y, en tal sentido, Pizarnik nos acompañará aquí como guía y colaboradora para complementar la ya iniciada exploración del universo melancólico, solo que ahora a partir de una perspectiva más vinculada hacia el rescate de sus aspectos positivos o de estabilización anímica y existencial.
Por lo tanto, para dar continuidad a este desarrollo utilizaremos, como material de base, no solo la producción diarística de Pizarnik, sino principalmente uno de los capítulos de su texto titulado La condesa sangrienta[2], obra publicada originalmente en 1966 –en las revistas Diálogos y Testigo, ambas de México–, con la que la poeta inaugurará un nuevo recorrido literario, ahora de la mano del recurso de la prosa poética, la cual será un intento más para la consolidación de esa muralla lingüística que hasta ese momento le había servido como instancia de contención y de amparo existencial, como refugio y morada, como antídoto contra su propia e inminente disolución.
Se trata, precisamente, del capítulo titulado “El espejo de la melancolía”, un apartado sumamente interesante y altamente disruptivo donde Pizarnik reflexiona –a partir de un magistral juego de espejos–[3] con mayor profundidad sobre la melancolía en general y sobre sus propios rasgos melancólicos más sobresalientes en particular. Este carácter narrativo especular –que asimismo se despliega a lo largo de toda la obra pizarnikiana–, tiene en este libro –y en el capítulo señalado– un alcance que se distingue no solo por el efecto propio de las múltiples identificaciones resultado de la reflexión especular, sino además por el impacto que dichas identificaciones producen tanto en Pizarnik como en sus potenciales lectores. Se trata, pues, de un efecto de espejos de múltiples reflexiones.
Brevemente, señalaremos que el excepcional juego de espejos que aquí se plantea responde a una arquitectura literaria que se encuentra sostenida sobre un texto de la autora francesa Valentine Penrose[4] –una especie de biografía novelada–, quien a su vez en su libro recupera y describe la vida de la condesa húngara Erzsébet Báthory[5], quien a su vez actúa metafóricamente como alter ego de la propia Alejandra. En realidad, todo el texto La condesa sangrienta resulta una especie de adaptación reseñada de la obra original de Penrose –que fue publicada por primera vez en Francia en 1962 y, en buena medida, funciona como vestuario y enmascaramiento para una Alejandra Pizarnik que está proponiendo una nueva forma de hacer frente a aquello que psicoanalíticamente podríamos presentar como lo real imposible de ser tramitado: la muerte y la sexualidad–. Y, tanto es así que, en definitiva, este libro de Pizarnik resultará prácticamente inclasificable, pues no sabremos si se trata de un ensayo, una novela o una autobiografía simulada. Seguramente, parte de su encanto resida en esta ambigüedad estilística indescifrable; reflejo y metáfora, quizá, de la propia poeta.
De modo tal que muerte y erotismo se manifestarán a través de La condesa sangrienta de una manera absolutamente enlazada; pues, como refiere Depetris: “En La condesa sangrienta, la vivencia erótica de la muerte es tan intensa que, en este texto, Pizarnik consigue no solo que la muerte ilustre el significado absoluto del erotismo, sino que el erotismo apuntale la carga significativa de la muerte”[6]:
“Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo. Pero, ¿quién es la Muerte? Es la Dama que asola y agosta cómo y dónde quiere. Si, y además es una definición posible de la condesa Báthory. Nunca nadie no quiso de tal modo envejecer, esto es: morir. Por eso, tal vez, representaba y encarnaba a la Muerte. Porque, ¿Cómo ha de morir la Muerte?”[7].
Ahora bien, aunque no son pocas las alusiones sexuales en el texto de Penrose, en el escrito de Pizarnik las menciones a la sexualidad de la condesa cobran un volumen destacado, sobre todo en cuanto a las posibles relaciones que la condesa mantenía con las adolescentes y a ciertas torturas con un marcado carácter sexual. De esta manera, el tema del sadismo, ahora sí, comienza a ser tratado en su poesía como una cuestión que irá sufriendo un paulatino desenmascaramiento. De hecho, Erzébet y Alejandra se irán fusionando para llegar a transformarse en personajes melancólicos por excelencia que encuentran en lo sádico una forma de expresión que les permitirá ir saliendo de ese deambular perdido entre sombras y espejos, porque “(…) nadie tiene más sed de tierra, de sangre y de sexualidad feroz que estas criaturas que habitan los fríos espejos”[8].
Como ya podemos intuir, tanto en el texto de Penrose como en el de Pizarnik la condesa es considerada una melancólica. Esta caracterización, más allá de ser un posible diagnóstico psicopatológico, nos invita a reflexionar acerca de las condiciones sociales que provocan y propician la melancolía[9]. Sigamos a Alejandra, el capítulo comienza de esta manera:
“Vivía delante de su gran espejo sombrío, el famoso espejo cuyo modelo había diseñado ella misma… Tan confortable era que presentaba unos salientes en donde apoyar los brazos de manera de permanecer muchas horas frente a él sin fatigarse. Podemos conjeturar que habiendo creído diseñar un espejo, Erzébet trazó los planos de su morada”[10].
Creemos así que, como todo aquel que se contempla, nuestra condesa pizarnikiana se buscaba a sí misma. Pero para encontrarse necesitaba verse tal como era; y la Condesa/Alejandra, siendo una niña/mujer, no fue vista. Ni su madre, ni su padre, ni su hermana mayor, ni sus amistades repararon en ella[11]. Veamos de qué manera esto se manifiesta en algunas entradas de su Diario: “Ahora sé, ahora conozco la soledad de mi infancia. Como si hubiera nacido del aire, como si hubiera quedado huérfana el día de mi nacimiento. Por eso mis padres me son extraños. Y todavía exigen de mí. Ellos, que nada han sido para mí”[12].
“¿He tenido yo una infancia? No, creo que no. No tengo ni un recuerdo bueno de mi niñez (…) El solo hecho de recordarla me cubre de cenizas la sangre”[13]. “Entre otras cosas, mis padres son culpables de mi sensación de abandono. No solo me abandonaron en mi niñez, sino que ahora manifiestan disgusto cuando estoy sola, sin amigas, sin nadie con quien hablar y comunicarme”[14].
“Creo que todo terminó la mañana, aquella en que me miré en un espejo y aprendí mi cara. A pesar de todo, mi infancia fue horrible y aun libre, sufría y sabía que sufría. Debo repetir por milésima vez que mis padres se esmeraron en arruinarme. Y lo lograron. Por ignorancia, por estupidez y por falta de afecto”[15].
“Retrato de una dama”, Anthonie Blocklandt van Montfoort, 1580, posiblemente la condesa Elisabeth Bathory.
En este sentido, podríamos vincular estos registros con las ideas de Donald Winnicott[16] cuando enfatiza el papel del rostro de la madre como acto psíquico precursor del espejo, pues aquellas nos permiten comprender lo que a Erzébet-Alejandra le sucedía: se miraba, pero no se veía a sí misma. Porque, como plantea Winnicott, cuando un niño no puede verse en los ojos de su madre, tampoco podrá verse en ningún otro espejo. Hacerlo significa reconocer su existencia; no hacerlo, negársela. Por otro lado, Diana Bellessi[17], refiriéndose al drama de la mujer, nos dice que “lo que el espejo le devuelve es el discurso de una madre que, cuando niña, le decía: Que seas linda, suave, coqueta, femenina, para gustar, para seducir. ¿A quién? A él”; y, de esta forma, “el filo de una hoja invisible le rebana la cabeza”. Así, con la cabeza rebanada, uno de los recorridos posibles desemboca en la melancolía y otro en la esquizofrenia. Dice Alejandra:
“Continúo con el tema del espejo. Si bien no se trata de explicar a esta siniestra figura, es preciso detenerse en el hecho de que padecía el mal del siglo XVI: la melancolía.
Un color invariable rige al melancólico: Su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia. Éste quisiera liberar al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa, como hubiera fracasado Teseo si, además de ser él mismo, hubiese sido, también, el Minotauro; matarlo, entonces, habría exigido matarse”[18].
Por lo tanto, cuando Pizarnik afirma que “podemos conjeturar que habiendo creído diseñar un espejo, Erzébet trazó los planos de su morada”, de lo que nos está hablando es de un espejo que no es otra cosa que su lenguaje, su palabra, su poesía. Pues Alejandra no deja de buscarse y de construirse a través de las palabras, y este lenguaje entendido desde la melancolía no es otro que el de la pérdida y el extravío, el de la orfandad y el del encierro. Un espejo-lenguaje sobre el cual esa “nada que duele”, pessoana[19], que se vuelve tan familiar como extraña, se refleja y se proyecta ilusoriamente sobre el propio yo, extenuado y ensombrecido, encapsulado en sí mismo, que al mismo tiempo funciona como guardián de una cárcel-espejo-lenguaje que no es otra cosa que ese mismo yo.
Y si la poesía de Fernando Pessoa nos resulta tan familiar cuando de desasosiego se trata, ¿cómo no pensar también en Borges[20], cuando aquí estamos observando que esta dialéctica que se establece entre la cárcel y el carcelero, sin poder diferenciar quién es una y quién el otro, no es más que un juego laberíntico? ¿Y cómo no remitirnos a Carroll[21], o acaso aquí no estamos también en presencia de una Alicia-Alejandra-Erzébet intentando atravesar ese espejo-lenguaje para pasar a otro mundo-realidad? “Me compré un espejo muy grande. Me contemplé y descubrí que el rostro que yo debería tener está detrás –aprisionado– del que tengo. Todos mis esfuerzos han de tender a salvar mi auténtico rostro. Para ello es menester una vasta tarea física y espiritual”[22].
Erzébet mantenía con el espejo y el retrato relaciones inversas a las mantenidas por Dorian Gray[23]. Mientras que a este el retrato le mostraba su inevitable envejecimiento, el espejo le devolvía una imagen siempre joven. La condesa, en cambio, veía en el espejo el paso de los años y en el retrato su perenne juventud:
“Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya «la farsa que todos tenemos que representar». Al melancólico el tiempo se le manifiesta como suspensión del transcurrir -en verdad, hay un transcurrir, pero su lentitud evoca el crecimiento de las uñas de los muertos- que precede y continúa a la violencia fatalmente efímera”[24].
Llegados a este punto, se nos hace necesario recuperar algunas ideas desarrolladas en el trabajo de tesis que dio origen a este artículo y al que ya hicimos referencia al comienzo[25]; ya que, si hablamos de melancolía, estamos haciendo referencia a la pérdida del objeto o, mejor dicho, a la pérdida de algo que por definición resulta irrepresentable, algo enigmático. Pero también nos referimos a la creación y, en este caso, a la creación de un mundo alternativo –que a través del recurso poético se constituye como algo bello–, con el que el sujeto melancólico intenta recuperarse, como explica Kristeva, con “melodías, ritmos, polivalencias semánticas y la forma llamada poética –que descompone y rehace los signos”[26], algo que psicoanalíticamente se suele definir como proceso sublimatorio[27]–.
Vemos así cómo Erzébet-Alejandra fue construyendo en el frío espejo su morada, la que podríamos decir que fue su refugio-prisión; pues, si bien en ella lograba permanecer resguardada del afuera, absurdo e irreal, también allí vivía condenada y recluida en su propio ensimismamiento. Pues, como asevera Isabel Monzón: buscándose, ella no se encontraba, ya que al no haber sido vista por su madre tampoco había sido eróticamente narcisizada[28]; a lo que podemos agregar que nuestra condesa-poeta permanecía presa de una falla original en su configuración narcisística, lo que aquí –utilizando un concepto del psicoanalista francés André Green[29]– denominaremos narcisismo de muerte.
Con respecto a su posición femenina, la máxima valoración de este esfuerzo sublimatorio no recayó en la adopción del rol materno, sino que estuvo direccionada hacia otros ideales: belleza y juventud, cualidades encargadas de sostener su lastimado narcisismo. Ahora bien, para Pizarnik el alcance de ambos ideales resultó una empresa no poco conflictiva: “Me duele hasta morir que no sea bella. Y yo tuve que haberlo sido. De muy niña lo fui. Todo estaba preparado para una realización maravillosa. Hasta que me negaron la bicicleta y comencé a sufrir, a engordar, a destruirme y enloquecerme”[30].
“Quisiera retornarme la vieja mirada: escribir poemas como cuando dibujaba un árbol, una casita, un caballo y un pájaro. O sea: actuar sin destinatario mental o real. Sin finalidad. Sin para qué ni por qué. Como cuando estoy ebria, exactamente como cuando ando ebria, sin tiempo, en un presente imaginario que no me importa. (…) Esto deseo: salir por la puerta trasera de este súbito mundo adulto en el que me introduje a causa de mi cédula de identidad, del espejo y de los valores vigentes[31].
He dicho que estoy vencida: sí, he salido, visto muchachas hermosas. No hay excusa posible. Una mujer tiene que ser hermosa. Y yo soy fea. Esto duele más de lo que yo creo. Tal vez por eso piense que jamás me amarán. ¿Estoy errada? No”[32].
Como ya señalamos, Alejandra Pizarnik reescribe la vida de la cruel condesa húngara cuya obsesión por la belleza femenina la lleva a los límites del sadismo y el crimen; y así logra disimular su fascinación e incluso su identificación con ciertos aspectos de esta figura mítica e histórica que con el paso del tiempo ha sido recuperada como ícono de los feminismos y lesbianismos radicales[33].
Lo cierto es que la condesa Báthory tiene una vinculación erótica indescifrable con las jóvenes supliciadas, pues nunca llega a hacerse explícito que copule con ellas. En cierto punto, allí radica la clave de la identificación entre autora y personaje, que no es otra que la misma fascinación que Pizarnik ejerce en la actualidad y que puede traducirse en términos de “un cuerpo, una vida y una obra que conectan sexo, placer, dolor y muerte, Eros y Tánatos”[34], así como de una libertad sexual que se resiste a cualquier encasillamiento. Veamos cómo hace funcionar todo esto, la propia Pizarnik, dentro de El espejo…
“Pero hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y de espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta pueden iluminar ese recinto enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente. Luego, cuando se acabe la cuerda, habrá que retornar a la inmovilidad y al silencio. La cajita de música no es un medio de comparación gratuito”[35].
Como bien señala Pizarnik, dentro del complejo melancólico también es preciso tener en cuenta los intentos reparadores, es decir, aquellos aspectos que –sin llegar a convertirse en una compulsión maníaca– funcionan como andamiaje o sostén para evitar la caída fulminante e irreversible. La psicoanalista Haydée Heinrich lo plantea de este modo: “Uno de los recursos a los que puede aferrarse el sujeto melancólico es a la ilusión de encontrar su salvación mediante un amor pasional: ilimitado, fusional, absoluto, que tendría como misión redimirlo de tanta tristeza, injusticia y soledad. La pasión como intento de curación de la melancolía, como señala Jacques Hassoun”[36]. Por su parte, Hassoun[37] analiza tanto el rol que juega la pasión dentro del complejo melancólico como sus características: la describe como insaciable y canibalística, a punto tal que el objeto, convocado a sostener el narcisismo herido del melancólico, se revela siempre como insatisfactorio[38]: “Pero por un instante —sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia—, el ritmo lentísimo del melancólico no solo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes”[39].
Para reforzar esta idea –que retoma lo que ya fue planteado en la introducción de la tesis referida[40], cuando consignábamos que el rasgo distintivo de la melancolía era su carácter ambiguo, es decir, que mientras en ella se ponía en riesgo la propia supervivencia del sujeto melancólico (disolución) al mismo tiempo funcionaba como resguardo vital (solución)–, además de los pasajes citados pertenecientes al capítulo “El espejo de la melancolía”, introduciremos algunos registros diarísticos y poéticos que contribuirán a darle contenido a este aspecto central del complejo melancólico. Primeramente, entonces, recuperaremos algunas entradas de los Diarios pizarnikianos a partir de las cuales ya se puede ir notando esa desmesura de la que habla Pizarnik, la que le permite establecer contacto con el mundo exterior haciendo que su propio yo se perciba dichoso y animado por energías delirantes:
“Es muy tarde. Estoy excitada. Deseo un cuerpo junto al mío. ¡Cualquiera! Cualquier sexo, cualquier edad. ¡Eso es lo de menos! Basta un cuerpo a quien tocar y que me toque. ¡Mi sangre galopa! ¡Ah! Deseo fervientemente. Me disuelvo en deseos eróticos. Nada de amor. No. Nada de eso. ¡Sí!
Mi sexo gime. Lo mando al diablo. Insiste. Insiste. ¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio! Sexo. Todo cae ante él. Fumo para ver si se calma. Produce un alegre cosquilleo que recorre mi cuerpo. Dan deseos de tocarlo, de mirarlo, de ver de dónde sale ese latir tan independiente de mi querer. ¡Es tan dueño de sí! Cruzo las piernas. Se calma un tanto. Sexo. El eterno sexo”[41].
Creo que necesito satisfacer cuanto antes mis deseos sexuales, que son enormes[42].
Estos primeros registros dan muestra, entonces, de qué manera la sexualidad irrumpe en intensas oleadas, que acrecientan el ritmo lento propio del estado melancólico transformándolo en vertiginosos espasmos corporales, pues se trata de salir al encuentro de otro cuerpo, algún cuerpo, algo que no sea ella misma, un espejo otro, ahora sin palabras. Pero, como dice Pizarnik, no se trata simplemente de tener sexo, se trata de consumar “el acto sexual en su máxima violencia”. Notemos cómo lo plantea ella misma con sus palabras:
“Usted vive una vida doble: por un lado, las orgías, o los deseos de orgías, por el otro un ascetismo, un estudiar y crear en el silencio y en lo humilde, o por lo menos, un deseo de ello. Si me dieran a elegir, elegiría lo segundo. Mi lado orgiástico proviene de mi carencia de ternura materna, que a veces me angustia como un cuchillo envenenado en el cerebro. Abrázame, penétrame, hazme llenar la noche con gritos de mi cuerpo; dame tu luz, tu sexo real en la cercanía salvaje. Húndeme, empálame, dame tu sexo, vertiginosamente, dame tu sexo, mójame, delírame. (…) Desgárrame. (…) Llévame en vilo en tu sexo por los tejados de la ciudad[43].
Y también añade después:
Desde una semana ya no siento la conocida y habitual disposición vaginal que me hizo sentir el acto sexual como única respuesta a mi melancolía”. Creo que mi perpetua tentación del suicidio viene de no encontrar a alguien que sienta lo sexual como yo y creo que mi enorme facilidad por el placer meramente físico tanto en relaciones heterosexuales como homosexuales es, en el fondo, algo que impide lo otro”[44].
Si bien estos registros nos muestran que existe en Pizarnik un empleo sublimatorio singular –ya que no se trata aquí de desplazar aquello conflictivo que se aloja en el ámbito de la sexualidad para convertirlo en algo menos problemático, sino que resulta ser precisamente la sexualidad la instancia a través de la cual se intenta sublimar el sufrimiento producto del desamparo y la orfandad melancólica– y que esta operatividad sublimatoria ya se encuentra instalada en ella desde muy temprana edad, lo que también merece señalarse es que es a partir de La condesa sangrienta cuando comienza a percibirse en Alejandra un rechazo mucho más explícito a todo lo institucionalizable, sobre la base de una nueva estrategia creativa que se irá consolidando a través de un contra-lenguaje cruel, desgarrado y sexual[45].
Por otro lado, tampoco queremos dejar de observar que, desde la publicación de La condesa sangrienta, comienza en Pizarnik un acelerado proceso de desenmascaramiento; sobre todo en cuanto a sus tendencias homosexuales, que hasta aquí solo podían encontrarse en su obra publicada como referencias veladas, huellas sutiles muy difíciles de captar para el lector. Izquierdo Reyes[46], analizando este cambio de actitud que tiene Alejandra con respecto a hacer pública su vida sexual, rescata una significativa entrada diarística:
“Diferencias entre las orgías de C. B. [Condesa Báthory] y el placer –las “orgías comunes”: beber, cantar, hacer el amor-. El primero. Ante todo: su infinita, inenarrable tristeza (voir melancolía). Baudelaire, Bataille, Starobinski. La soledad. La pura bestialidad. Se puede ser bella condesa y a la vez una loba insaciable. En verdad, la tendencia al mal es común a todos. En lo que respecta a mi imaginación, su única característica –no mía exclusivamente- es su desenfreno”[47].
Alejandra Pizarnik (1936-1972)
Y a continuación observa lo siguiente: ¿Qué esconde la imaginación de Alejandra para relacionarse, de manera directa, con el mal y, de forma algo más general, con la Condesa Báthory? Quizás la respuesta se halle, nuevamente, en sus diarios[48]: “Soy masoquista. Descubrimiento de ello. Ayer, cuando de pronto cayó la imagen: me pegaban con un palo. Tuve un orgasmo. No comprendo”[49].
“Pero pasa que me asusta la palabra “homosexual”. Prejuicios viejos en mi vida joven. Posiblemente, lo que me dejó más contenta ayer fue la normalidad de mis reacciones, saber que puedo gozar con un hombre como cualquier mujer, pero no debo engañarme, en un momento dado, en que no podía llegar al orgasmo, cerré los ojos e imaginé que A. me violaba, por lo que tuve un placer inenarrable. A. me decía “no quiero hacerte daño”, y yo le decía “pero yo quiero que me hagas daño”[50].
Pero veamos ahora de qué manera se articulan estos comentarios y estas entradas diarísticas con el propio texto pizarnikiano. Promediando el capítulo, nuestra condesa pizarnikiana expone lo siguiente:
“Y a propósito de espejos: nunca pudieron aclararse los rumores acerca de la homosexualidad de la condesa, ignorándose si se trataba de una tendencia inconsciente o si, por lo contrario, la aceptó con naturalidad, como un derecho más que le correspondía. En lo esencial, vivió sumida en su ámbito exclusivamente femenino. No hubo sino mujeres en sus noches de crímenes. Luego, algunos detalles, son obviamente reveladores: por ejemplo, en la sala de torturas, en los momentos de máxima tensión, solía introducir ella misma un cirio ardiente en el sexo de la víctima. También hay testimonios que dicen de una lujuria menos solitaria. Una sirvienta aseguró en el proceso que una aristocrática y misteriosa dama vestida de mancebo visitaba a la condesa. En una ocasión las descubrió juntas, torturando a una muchacha. Pero se ignora si compartían otros placeres que los sádicos”[51].
Llegados a este punto, y sin ánimo de entrar en una discusión sobre su lesbianismo, nos preguntamos: ¿en qué medida Pizarnik habla de sí misma cuando retrata y describe algunos de los comportamientos de la Condesa Báthory? ¿Los agregados y los cambios que ella introduce respecto al texto de Penrose reflejan una mirada sobre sí misma? En su contemplación especular, Pizarnik ¿a quién veía? ¿Esa criatura hambrienta de sexualidad feroz, lésbica, sádica y masoquista, es ella misma? Posiblemente. Más aquí, lo que nos interesa, es poder identificar esta dialéctica que se manifiesta en la condición melancólica y que se sostiene a partir de una dinámica especular ambigua que posibilita en considerable medida el arraigo hacia la vida, entreteniendo al menos por momentos el acuciante acecho de la muerte.
Se trata, en suma, de una dialéctica de la transgresión; pues, el sádico melancólico es un transgresor en esencia, y en su figura sexo y muerte se alían con el propósito de producir la emergencia de fantasías prohibidas –destructivas y autodestructivas– que permiten atravesar ese más allá de todo deseo, ese vacío fundacional, que en Pizarnik se cristaliza en la falta de ser y de sentido de la existencia: “hablo de la concha y hablo de la muerte, todo es concha, yo he lamido conchas en varios países y solo sentí orgullo por mi virtuosismo – la Mahatma Gandhi del lengüeteo, la Einstein de la mineta, la Reich del lengüetazo, la Reik del abrirse camino entre pelos como de rabinos desaseados – ¡oh el goce de la roña!”[52].
Así pues, la toma de posesión por parte del registro obsceno dentro del discurso pizarnikiano, por un lado, inaugura una nueva forma de decir aquello que al comienzo de su obra se disputaba un lugar dentro del ámbito de la interpretación y que ahora, sencillamente, se presenta como descubrimiento de aquello que como real solo pretendía ocultarse –en particular, lo concerniente a la sexualidad–; y, por otro lado, nos permite intentar un nuevo acercamiento a la cuestión melancólica, ahora a partir de nuevas coordenadas: aquellas que dentro del psicoanálisis se encuentran vinculadas al territorio de lo pulsional. En este sentido, la sexualización del discurso y esta especie de perversión textual que ya notamos a partir de la publicación de La condesa sangrienta, nos habilitan a poder pensar en una nueva dimensión analítica para abordar esta estética del sufrimiento, de la cual el proceso de melancolización resulta su rasgo más cabal.
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Notas
[1] Cf. Diego Rodríguez Puig, Melancolía, disolución y muerte en la obra de Alejandra Pizarnik, ed. cit.
[2] Cf. Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, ed. cit. La primera versión del texto se publicó como larga reseña-artículo en la revista Diálogos (México, 1965), un año más tarde fue publicada en la revista Testigo, año 1, núm. 1 (Buenos Aires, enero-marzo de 1966). Seguidamente, ya en forma de libro, fue publicada por la editorial Aquarius (Buenos Aires, 1971). También fue incluida en El deseo de la palabra, Ocnos (Barcelona, 1972), con el título «Acerca de la condesa sangrienta». La edición de La condesa aquí referenciada viene acompañada de las ilustraciones de Santiago Caruso. El relato original sobre la condesa húngara Erzébet Bathory es de la escritora francesa Valentine Penrose (1898-1978), y en él se narra cómo una misteriosa mujer pasa sus días asesinando y torturando a muchachas jóvenes y virginales de las maneras más atroces y perturbadamente posibles. Del relato de Penrose, Pizarnik extrae imágenes, palabras, fragmentos, que narra y va explicando a lo largo de su versión, y así, el texto inicial funciona como fuente original sobre la que ella comenta. A grandes rasgos, se puede pensar que Erzébet Bathory le permite a Alejandra poner en juego lo que cuesta el acto de escribir y la relación entre obra, literatura y lenguaje. Por otra parte, con la publicación de La condesa sangrienta por primera vez se ponen de relieve aspectos de la íntima conflictividad pizarnikiana, que hasta ahora había sido solo insinuados, por ejemplo, en lo que se refiere a los rasgos de su sexualidad lésbica –y sádica. Por eso es que, aquí consideramos que con La condesa sangrienta se inaugura dentro del corpus pizarnikiano una serie de textos de sombra contranormativos y rebeldes, que ponen en evidencia el comienzo del proceso de disolución que finalmente desencadenará en la muerte -textual y biológica- de Alejandra.
[3] El epígrafe que da comienzo a este capítulo pertenece al escritor Octavio Paz, y dice: “¡Todo es espejo!”. En cuanto a lo que aquí se ha intentado señalar respecto a la arquitectura literaria de carácter especular de este libro y en particular del capítulo apuntado, es que se trata de una narración poética de Alejandra que se encuentra sostenida sobre un texto de la autora francesa Valentine Penrose titulado Erzsébet Báthory, la Comtesse sanglante, ed. cit., quien a su vez en su libro recupera y describe la vida de la condesa húngara Erzsébet Báthory, quien a su vez termina funcionando metafóricamente como alter ego de la propia Alejandra.
[4] Cf. Valentine Penrose, Erzébet Báthory: La condesa sangrienta, ed. cit.
[5] “Belleza y juventud: estos ideales, asociados a la condición femenina fueron baluarte en la vida de Erzsébet Báthory, la así llamada Condesa Sangrienta. Había nacido en Hungría en el año 1560, transformándose más tarde en figura mítica. Dice Penrose en los primeros párrafos de su Introducción: He aquí la historia de la condesa que se bañaba en la sangre de las muchachas. Una historia auténtica e inédita. Seiscientas cincuenta fueron las jóvenes que Erzsébet asesinó para utilizar su sangre. La Condesa Báthory era hija del tercer matrimonio de su madre, Anna. Ella y Gyorgy, el padre, eran primos hermanos. La vida de Erzsébet transcurrió, a partir de sus 10 años, en el Castillo de Csejthe, en Transilvania. Esa singular región rodeada por los Cárpatos que, por su fértil riqueza, fue siempre zona de conflicto entre Hungría y Rumania. En aquellos años, era húngara (…) “Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver”…. Los versos de Darío expresan precisamente aquello que Erzsébet no toleraba: el paso de los años y su ineludible acompañante, la vejez. Ella era hermosa y no renunciaba a serlo. La sangre de las muchachas sacrificadas le serviría para mantener eterna su belleza. Drácula, paradigma de varón, repudiaba la vejez en tanto se asocia a la muerte y a la pérdida de una posición omnipotente: el poder sobre la riqueza. Erzsébet, paradigma de mujer, se negaba a envejecer ya que eso significaba, según los ideales que ella había internalizado, dejar de ser hermosa perdiendo, así, la única forma de poder a la que 6 tuvo acceso. Al igual que la reina madrastra de Blancanieves, necesitaba una permanente confirmación de su belleza como forma de mantener la autoestima” (Monzón, Isabel, Báthory. Acercamiento al mito de la Condesa Sangrienta, ed. cit.).
[6] Carolina Depetris, Aporética de la muerte: Estudio crítico sobre Alejandra Pizarnik, ed. cit., p. 154.
[7] Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, ed. cit., p. 20.
[8] Ibidem., p. 33.
[9] Cf. Isabel Monzón, Báthory. Acercamiento al mito de la Condesa Sangrienta, ed. cit.
[10] Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, ed. cit., p. 33.
[11] Cf. Monzón, Isabel, Báthory. Acercamiento al mito de la Condesa Sangrienta, ed. cit.
[12] Alejandra Pizarnik, , Diarios, ed.cit., p. 199.
[13] Ibidem., p. 237.
[14] Ibidem., p. 317.
[15] Ibidem., p. 518.
[16] Cf., Marina Espada Vadillo, El fallo en el sostén y la pérdida de subjetividad en Alejandra Pizarnik. Un análisis desde la teoría psicoanalítica winnicottiana, ed. cit.
[17] Diana Bellessi, Un recuerdo suntuoso, ed. cit., p. 20.
[18] Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, ed. cit., p. 34.
[19] Cf. Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, ed. cit.
[20] Cf. Jorge Luis Borges, La casa de Asterión, ed. cit.
[21] Cf. Lewis Carroll, A través del espejo, ed. cit.
[22] Alejandra Pizarnik, Diarios, ed.cit., p. 250.
[23] Cf. Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, ed. cit.
[24] Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, ed. cit., pp. 34-35.
[25] Cf. Diego Rodríguez Puig, Melancolía, disolución y muerte en la obra de Alejandra Pizarnik, ed. cit.
[26] Julia Kristeva, Sol negro. Depresión y melancolía, ed. cit., p. 18.
[27] Cf. Jean Laplanche & Jean-Bertrand Pontalis, Diccionario de psicoanálisis, ed. cit.
[28] Cf. Isabel Monzón, Báthory. Acercamiento al mito de la Condesa Sangrienta, ed. cit.
[29] Cf. André Green, Narcisismo de vida. Narcisismo de muerte, ed. cit.
[30] Alejandra Pizarnik, Diarios, ed.cit., p. 306.
[31] Ibidem., p. 572.
[32] Ibidem., p. 271.
[33] Cf. Adrián Melo, Sexo, placer, dolor y muerte, ed. cit.
[34] Cf. Idem.
[35] Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, ed. cit, p. 34.
[36] Haydée Heinrich, Locura y melancolía, ed.cit., p.25.
[37] Jacques Hassoun, (1936-1999), fue un psicoanalista franco-egipcio y defensor de las ideas de Jacques Lacan. Desarrolló una teoría de la depresión y una teoría reparadora de la transmisión, entre otras contribuciones psicoanalíticas.
[38] Cf. Haydée Heinrich, Locura y melancolía, ed.cit.
[39] Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, ed. cit., p. 35.
[40] Cf. Diego Rodríguez Puig, Melancolía, disolución y muerte en la obra de Alejandra Pizarnik, ed. cit.
[41] Alejandra Pizarnik, Diarios, ed.cit., p. 161.
[42] Ibidem., p. 258.
[43] Ibidem., pp. 285, 451-452.
[44] Ibidem., pp. 790 y 1038.
[45] Cf. María Negroni, El testigo lúcido. La obra de sombra de Alejandra Pizarnik, ed. cit.
[46] Cf. Javier Izquierdo Reyes, Caminos del armario: El ocultamiento del estigma sexual en la obra de Alejandra Pizarnik, ed. cit.
[47] Alejandra Pizarnik, Diarios, ed.cit., p. 715.
[48] Javier Izquierdo Reyes, Caminos del armario: El ocultamiento del estigma sexual en la obra de Alejandra Pizarnik, ed. cit., p. 9.
[49] Alejandra Pizarnik, Diarios, ed.cit., p. 307.
[50] Entrada del diario íntimo del 25 de diciembre de 1960, en Alejandra Pizarnik Papers, Box 1, Folder 8; Department of Rare Books and Special Collections, Princeton University Library, citada en el libro La escritura invisible, de Patricia Venti, ed. cit.
[51] Alejandra Pizarnik, La condesa sangrienta, ed. cit., pp. 33-34.
[52] Alejandra Pizarnik, Poesía completa, ed. cit., p. 333.