Conservar o perseverar

La “revolución conservadora”, ya sea la que forjó su sintagma en los 20 o la que fue bautizada, en los 80, basándose en la primera, consiste en asumir la paradoja de dos términos, uno de los cuales anuncia supuestamente un cambio mientras que el otro requiere una preservación y una continuidad profunda.[1]

Dentro de la constelación bastante dispersa que correspondió al nacimiento de la expresión se podían encontrar todas las variantes posibles de esta presunción. Para algunos, la fidelidad a un gran pasado podía por sí sola permitir la importante renovación que requería el estado de Europa; para otros, el verdadero desafío era restaurar o incluso revivir el pasado para contrarrestar un declive del cual la otra “revolución” era un síntoma importante. Entre estos dos esquemas, eran posibles muchas declinaciones.

Sin embargo, no se excluyó el hecho de invertir la expresión, ya que algunos prefirieron hablar de “restauración creativa” sin lograr imponer realmente esta fórmula. El contraste de las dos expresiones permite delimitar mejor las cuestiones de la que se impuso: por un lado, la “revolución” parece asegurar el cambio y la innovación integral que debemos prometernos si queremos poner fin a un determinado estado de cosas. En contraste, la “restauración” tiene una pésima pinta si se limita a restaurar y amenaza, por el contrario, si su intervención es más activa, a traicionar lo restaurado adaptándolo a otro gusto en lugar de preservar su espíritu. Los debates abiertos desde el siglo XIX sobre el patrimonio artístico han ilustrado en gran medida las dificultades y tensiones que surgen entre “conservación” y “restauración”.

Al menos podemos recordar esto: en la medida en que se opone a la restauración, la conservación está ligada al pasado como tal. Quiere preservar el pasado como tal. Tendencialmente conserva la ruina en su estado de ruina.

La restauración, por el contrario, quiere revivir el monumento en su estado naciente. Como esto supondría que el mundo en el que nace estuviera él mismo presente, la operación está condenada al fracaso. Sabemos lo casi insoportable que es restaurar –incluso con extrema precisión– los colores de un templo griego o de un fresco románico. Nuestros ojos ya no son aquellos a los que alguna vez se les presentaron estos colores. Por lo tanto, la restauración puede pretenderse ser “creativa”, pero sea lo que sea, esta creación cubre la verdadera posibilidad de ex nihilo (lo inédito o inaudito, el nacimiento conjunto de una forma y una sensibilidad). De hecho, esta posibilidad confina con lo imposible: el nihil de una novedad efectiva no puede ser captado, es necesariamente desconocido para él mismo.

Sin duda, esta es la razón por la que la “revolución conservadora” tuvo un éxito inmediato: no propuso nada imposible o insostenible. Afirmó -aún afirma- que una conmoción debe proceder de una fidelidad preservada al pasado, de modo que esta preservación misma asegure una inauguración, es decir, el nacimiento renovado de un estado de cosas original y como tal natural o divino, pero siempre esencial, orgánico o destinal. El verdadero estado primordial de las cosas, su naturaleza y su orden es tan primordial que su presuposición sólo puede mantenerse. Mejor aún, reafirmándolo podremos revolucionar el curso olvidadizo y debilitante de los asuntos humanos.

De hecho, sólo conservamos lo que ya se conservaba y esta conservación muchas veces es ya muy antigua (tan antigua que a veces no sabemos hasta dónde debemos retroceder: a una República sana o al antiguo Régimen, y ¿por qué no a una cristiandad?…) se ha conservado tan bien que es ella quien sobrevive más que los contenidos (formas, virtudes, valores) lo que se supone que debe preservar.

Como señaló Nietzsche, no queremos saber que nos hemos acostumbrado y que el hábito exige espontáneamente su mantenimiento, como es cierto que sin hábito no podemos vivir el paso de los días. Pero no siempre se trata de vivir el día a día. Ni los pensamientos ni las emociones pueden quedar limitarse a esto: a veces es necesario liberarlos de los hábitos, lo que no siempre es fácil. Si no podemos aceptar estas sorpresas, trabajamos para encontrar razones más profundas para los hábitos que queremos conservar. Es esta “mentira retroactiva” la que Nietzsche atribuye a “la improbidad de los conservadores de todas las épocas.”[2]

Esta mentira, por supuesto, tiene sus motivos y la mayoría de las veces se ignora a sí misma como mentira (excepto, por supuesto, entre los capitanes de empresas industriales o políticas). Se ignora porque depende de una incapacidad visceral para afrontar la novedad. Esta incapacidad se debe al considerable peso que asume un hábito que se ha convertido en una segunda naturaleza. Una segunda naturaleza significa el peso del apego a los orígenes o la imposibilidad de aceptar su distancia irreversible.

A esto se le llama melancolía: la fijación en la representación o en la fantasía de un estado primario, de un ser primitivo e inocente (de una infancia y la protección que ésta supone). Hay melancolías que alimentan el genio, como dicta la tradición (quizás ella misma melancólica y algo improbable). Éstas se saben apegadas a la perseverancia de un ser en su ser (según la fórmula spinoziana), de modo que este ser no es en ningún modo una sustancia ni siquiera un sujeto, sino que se confunde con la puesta en juego de su existencia misma (Nietzsche él mismo es un ejemplo, como Faulkner o Artaud entre muchos otros). Las melancolías conservadoras, por el contrario, se engañan sobre el ser que imaginan original. Le dan sustancia, identidad, figura.

Luego experimentan resentimiento por lo que nubla su certeza. Estas personas melancólicas desconocen su propia existencia en favor de un ser imaginario, dotado de propiedades conocidas y reconocibles. No pueden dejarse llevar por el sentido, es decir, por lo que siempre excede lo dado y lo identificado.

Es cierto que no es fácil confiar en este estallido del sentido. Además, a menudo es una forma de inconsciencia o de confianza ingenua la que lo permite. Pero es muy posible que una cierta ingenuidad por sí sola, con los evidentes riesgos que conlleva, sea capaz de deshacer el vínculo que une al pesado bloque original. Perseverar en el ser –en el sentido de que el “ser” se supera a sí mismo- no es guardar nada: es no tener nada que conservar –y todo para llevar…

 

Notas

[1] Texto inédito. Agradezco a Jean-Luc Nancy por haber enviarme el texto original en francés intitulado “Conserver ou persévérer” por correo electrónico el 2 de noviembre de 2019.
[2] Friedrich Nietzsche, Le Gai Savoir, § 29. El autor no proporciona más detalles bibliográficos.