Mário de Sá-Carneiro

Cuando comencé la Facultad de Filosofía en Timișoara, en octubre de 1992, ya llevaba casi 12 años de lecturas intensas y desordenadas. Había leído no solo todo lo que encontraba a mi gusto en las bibliotecas de mis abuelos, padres y tías, sino que también buscaba presas en las bibliotecas de amigas cercanas a mi abuela materna; mamá Zina, que me quería más allá de cualquier límite y estaba dispuesta a acompañarme a cualquier lugar y en cualquier momento en búsqueda de libros. Además, como no encontraba todo lo que quería leer en estas bibliotecas, frecuentaba con asiduidad la biblioteca de mi Liceo, el Liceo de Economía de Arad, así como la Biblioteca del Distrito, que estaba muy cerca del apartamento de mis abuelos en la calle Cloșca.

Al llegar a Timișoara, comencé a explorar ávidamente los recursos bibliográficos de la ciudad. Me hice amigo inmediatamente de las señoras de la Biblioteca de la Universidad del Oeste (como lo haría en todo el mundo con los bibliotecarios), quienes estaban fascinadas por mi apetito por la lectura. Muchas veces tuve el privilegio de llevar a casa no solo libros únicos, sino también espléndidos álbumes de pintura que normalmente solo se podían consultar en la sala de lectura. Sin embargo, cuanto más leía, más deseaba leer, así que también me acostumbré a pedir libros prestados a los profesores que apreciaba. Y en uno de mis primeros cursos de Literatura comparada, Adriana Babeți quien estuvo con nosotros, los estudiantes de Filosofía, me instó en ir a la Biblioteca del Centro Cultural Francés en la calle C.D. Loga. Seguí su recomendación al día siguiente y obtuve una tarjeta rectangular marrón del tamaño de un carné, válida para la maravillosa biblioteca de allí, que frecuentaría cada semana, durante cerca de tres años; hasta que gané la beca que me permitió ir a París en 1995.

Descubrí a Mário de Sá-Carneiro precisamente en la Biblioteca del Centro Cultural Francés de Timișoara. Hasta entonces, apenas si había leído nada de la Literatura portuguesa, solo “Os Lusíadas” de Camões y algunos poemas de Pessoa. No tenía ni la más mínima sospecha de la existencia de “Livro do Desassossego”, la obra maestra que me obsesionó tan pronto como la descubrí, llevándome a leerla innumerables veces; tanto en la traducción al francés de Françoise Laye como en la traducción al rumano de Dinu Flămînd. No había leído a Antero de Quental, ni a Eça de Queiroz, ni a António Lobo Antunes, ni a José Saramago, por no mencionar a Lidia Jorge o Agustina Bessa-Luís. Pero, en ese día de octubre, me encontré con “Céu em Fogo”, un volumen publicado apenas dos años antes por la editorial parisina La Différence. La portada me intrigó, el nombre del autor también, Mário de Sá-Carneiro, pero decidí que debía leer ese libro solo cuando supe que era obra de un suicida.

 

En mi adolescencia, tenía un auténtico culto por los artistas suicidas, que de mi parte gozaban de una verdadera presunción de genialidad. Sucedía a menudo que, en las estanterías de la Biblioteca del Distrito de Arad, descubría escritores de los que no sabía nada, así que decidía si estaba interesada o no en un libro, en función de la información sobre el autor que se ofrecía en la cuarta de forros. Ver que el escritor había puesto fin a su vida no dejaba lugar a dudas que debía leerlo, así que de inmediato tomaba la decisión de llevarlo prestado. Estaba convencida de que los suicidas habían descubierto un sentido más profundo de las cosas, que se nos escapaba, y que el mero hecho de poseer ese oscuro secreto los impulsaba a poner fin a sus vidas. Para mí, estaba claro que ellos habían descubierto algo raro y valioso, algo terrible e insoportable, y que su obra contenía las huellas de esa experiencia que les había cambiado el destino, convirtiéndolos en verdaderos muertos vivientes que decidían, al final, que debían elegir la nada. Al leer a los suicidas, estabas siguiendo el rastro del misterio, y podías esperar descifrarlo algún día, incluso si lo hacías consciente de los peligros, arriesgándote a ser atraído en cualquier momento por el abismo que podía abrirse a tus pies.

Mi lista, en ese entonces, de suicidas incluía una serie de nombres ilustres: Otto Weininger, Georg Trakl, Heinrich von Kleist, Gérard de Nerval, Guy de Maupassant, Henri de Montherlant, Virginia Woolf, Primo Levi, Cesare Pavese, Ernest Hemingway, Yukio Mishima, Marina Tsvetaeva, Vladimir Maiakovski, Serguéi Esenin. La amplié más tarde: Gilles Deleuze, Guy Debord, Pierre Drieu La Rochelle, Romain Gary, Paul Celan, Gherasim Luca, Ilarie Voronca, Urmuz, Aglaja Veteranyi, Adalbert Stifter, Ferdinand Raimund, Stefan Zweig, Arthur Koestler, Bruno Bettelheim, Kurt Tucholsky, Philipp Mainländer, Klaus Mann, Walter Benjamin, Jean Améry, Stig Dagerman, Yasunari Kawabata, Ryunosuke Akutagawa, Carlo Michelstaedter, Stanislaw Ignacy Witkiewicz, Sylvia Plath, John Kennedy Toole, Alejandra Pizarnik, Horacio Quiroga, Sadegh Hedayat, József Attila, Antero de Quental y, por supuesto, Mário de Sá-Carneiro.

Cuando se suicidó Antero de Quental, el 11 de septiembre de 1891, Mário de Sá-Carneiro tenía solo un año y cinco meses, por lo que ese gesto radical, considerado legendario en el mundo de las letras portuguesas, no podía marcarlo directamente. En cambio, cuando su mejor amigo, Tomás Cabreira Júnior, con quien escribió la obra de teatro en tres actos, Amizade, se disparó en las escaleras del Liceo Camões de Lisboa el 9 de enero de 1911, Mário de Sá-Carneiro ya tenía 20 años, y esta muerte ostentosa no tenía cómo dejarlo indiferente.

Comenzó la Facultad de Derecho de la Universidad de Coimbra en 1911, pero la atmósfera le resultó aburrida en exceso, y resistió solo unos meses como estudiante. Con la esperanza de encontrar más dinamismo en Francia, se matriculó en la Sorbona en 1912, pero las clases no le apasionaron en absoluto, así que no volvió a la universidad, contentándose con una vida bohemia y haciendo reiterados viajes a Lisboa. También en 1912, entabló amistad con Pessoa, quien se convertiría en su confidente más cercano y lo introduciría en el círculo de los modernistas portugueses. Si hacemos abstracción de la pieza de teatro escrita con Tomás Cabreira Júnior, toda su obra, –que incluye dos volúmenes de relatos, una novela, dos volúmenes de poemas (uno publicado póstumamente), la correspondencia con Pessoa y otros escritores de la revista Orfeu– fue escrita entre 1912 y 1916.

De regreso en París en julio de 1915, después de una estancia más prolongada en Portugal, Mário de Sá-Carneiro cayó gradualmente en la trampa de una introspección delirante que lo llevó a una depresión severa. Al no encontrar la manera de conciliar su vasto reino de sueños con su cada vez más modesta capacidad para soportar la prosaica cotidianidad, decidió suicidarse, anunciando su decisión en una carta a Pessoa el 31 de marzo de 1916. Dirigió cuidadosamente su final: el 26 de abril de 1916, asistido por su amigo José de Araújo y vestido con frac, ingirió cinco frascos de estricnina en el Hôtel de Nice de Montmartre.

Pessoa lo describió así en el artículo que le dedicó en noviembre de 1924 en la revista Athena: “Genio del arte, Sá-Carneiro no conoció ni la alegría ni la felicidad en esta vida. Solo el arte, el que produjo o sintió, le trajo en ciertos momentos las emociones de un consuelo. Así son aquellos a quienes los dioses han marcado con su sello. A ellos, ni el amor quiere recibirlos, ni la esperanza quiere buscarlos, ni la gloria quiere conocerlos. O mueren jóvenes o sobreviven, seguidos por un cortejo de malentendidos e indiferencia. Él murió joven, porque los dioses lo amaron muchísimo”.