La leyenda de Odiseo se construye en torno a la seducción. Dotado de una agudeza mental sin igual, el primero entre los mortales por su inigualable destreza, domina todos los matices del lenguaje, todos sus resortes ocultos, siendo capaz de moldear la palabra de tal manera que obtiene acceso a las profundidades más íntimas del alma, esclavizando así la mente de todos aquellos que están a su lado o en su contra, ya sean hombres o mujeres, son monstruos o dioses. Nada resiste a su persuasión demoníaca, los reductos caen sin lucha, oponerse es inútil, porque siempre encuentra la brecha, la mínima debilidad, la herida invisible, clavando el puñal afilado de su intelecto justo donde es necesario para obtener la rendición. Es la razón por la cual el mundo se postra a sus pies, mientras los olímpicos lo envidian, urdiéndole trampas a cada paso. Con todo esto, él no es feliz, siempre busca el enfrentamiento, el torneo lógico, el abismo de la dialéctica, impulsado por una misteriosa intranquilidad que lo obliga a someter, una y otra vez, a otros oponentes. En última instancia, se despierta prácticamente sin rivales, proclamado campeón absoluto de la virtuosidad, poseedor del cinturón de diamantes de la inteligencia en todas las categorías de peso, imposible de destronar. Sin embargo, él tiene necesidad de una confirmación más, así que vuelve a la lucha, esforzándose por inventar otros desafíos, aunque los posibles enemigos no son muy numerosos en un mundo donde Hércules, Aquiles, Teseo o Meleagro, imponen la ley, golpeando disciplinadamente a monstruos mitológicos, artefactos mágicos o tiranos insolentes. Se siente tentado a probar sus poderes con la Esfinge, el distribuidor infinitamente sofisticado de acertijos y enigmas, sin embargo, Edipo le toma la delantera. Solo le quedan las sirenas y, para que el encuentro con estas parezca más dramático, presenciamos una cuidadosa dirección, una refinada construcción de la situación. Mástil, tapones en los oídos, cuerdas ajustadas alrededor del cuerpo, la tentación empalagosa de las criaturas marinas, el anhelo del abismo, la resistencia lograda solo gracias a la previsión y la ayuda de sus hombres, la superación amarga del obstáculo, la plausible infiltración del arrepentimiento detrás de la máscara del irresistible héroe, la preciada victoria, Ítaca. El escenario había sido preparado mucho antes de que se produjera el encuentro, su astucia insuperable hacía que su victoria fuera imposible de revertir, los bardos del lugar ya tenían copias de los discursos pronunciados, así como descripciones precisas de los protagonistas, lo que iba a suceder parecía ya no importar, porque la historia ya estaba escrita y nos iba a ser transmitida por Homero. Odiseo llegó al lugar establecido para enfrentar la tentación, se dejó atar según las instrucciones que él mismo había dado a los marineros y comenzó a esperar. Las sirenas aparecieron a tiempo y todo parecía desarrollarse según la minuciosa planificación, confirmando la maestría y el autocontrol del héroe. Sin embargo, las sirenas no dijeron una palabra, se contentaron quedándose en un silencio escrutador e indiferente. Al inicio, creyó que sus camaradas habían olvidado quitarle los tapones de los oídos, luego, que había perdido la audición, finalmente, que estaba soñando. Ninguna palabra se desprendía de los labios herméticamente cerrados, ningún rastro de sonido atravesaba sus fabulosos pechos. Odiseo comenzó a retorcerse, a espumar, a amenazar, a gritar. Decía palabras, insinuaciones, argumentos irrefutables, revelaciones profundas, soluciones a enigmas. Se sentía engañado, despreciado, transformado en un ridículo bufón, lloraba de impotencia, mientras sus camaradas sonrientes, portaban dócilmente los tapones en los oídos, lo miraban con admiración, apreciando su habilidad de comediante y considerando que todo estaba sucediendo según lo escrito y muy cerca de la victoria. Las sirenas permanecían impasibles, agotadoramente rígidas, pero sus miradas no lo debilitaban ni por un momento, parecían escrutar los rincones más recónditos de su mente. Finalmente, la nave se alejó, la lucha de Odiseo cesó, fue liberado de las cuerdas y sus camaradas lo llevaron en brazos, celebrando el triunfo más preciado, sin saber que precisamente acababan de presenciar su humillante derrota.
Sin sospecharlo, Kierkegaard explicó de manera más exacta el significado de la verdadera historia del encuentro de Odiseo con las sirenas: “El delincuente incorregible no quiere confesar (precisamente en esto radica lo demoníaco, que no quiere —comunicándose con el bien— expiar su castigo). Contra semejante hombre, existe un método, aunque raramente se usa. Es el silencio y el poder del ojo. Un inquisidor dotado de la fuerza física y la elasticidad espiritual para resistir, sin relajar su tensión, si es capaz de resistir, aunque sea 16 horas, finalmente logra hacer que la confesión salga involuntariamente. Nadie que tenga remordimientos de conciencia puede soportar el silencio […]. El único que puede forzar al recluso a hablar es un demonio más alto (porque cada diablillo tiene su propio tártaro) o el bien, que sabe guardar absoluto silencio”.