Banco en llamas. El cine como lengua débil

Still de filme “Lo que arde”, Oliver Laxe (2019).

 

Resumen

Contrastaremos la imagen del mundo formada por la epistemología tradicional, contra la imagen del mundo que produce la imagen fílmica. La primera desecha la contingencia por considerarla inmanejable, incapaz de ser almacenada en el “banco” de la trascendencia, misma que se aparece como su opuesto o negación, resultando en un mundo del que cualquier evento específico será expulsado. El cine, por el contrario, no encontrará oposición o contradicción alguna entre trascendencia y contingencia, puesto que su naturaleza misma proviene de una identificación paradójica entre ambas. El cine será entonces un objeto que reúne paradójicamente a la regla y al accidente en una sola cosa, permitiendo producir una imagen del mundo como “banco incendiado”, donde el accidente sea norma y la norma sea accidental.

Palabras clave: cine, epistemología, paradoja, incendio, banco.

 

Abstract

We will contrast the image of the world formed by traditional epistemology with the image of the world produced by the filmic image. The former rejects contingency as unmanageable, incapable of being stored in the “bank” of transcendence, which appears as its opposite or negation, resulting in a world from which any specific event will be expelled. Cinema, on the contrary, will not find any opposition or contradiction between transcendence and contingency, since its very nature stems from a paradoxical identification between the two. Cinema will then be an object that paradoxically brings together the rule and the accident in one thing, making it possible to produce an image of the world as a “bank on fire”, where the accident is the rule and the rule is accidental.

Keywords: cinema, epistemology, paradox, fire, bank.

 

Siendo por definición incendiario, aleatorio, excesivo y deforme, el gozo no puede, no “debe” nunca repetirse. Será cada vez un gesto inesperado, o formado al mismo tiempo que aquello que contiene. Hay algo, pues, perverso en la repetición del “gozo”, en la idea de un “gozo en proyecto”, diseñado, medido, reproducible, que eludiría la naturaleza íntima del evento al que persigue. No el gozo ideal, general y platónico, más allá de los fenómenos, sino el gozo como evento singular, irrepetible y espontáneo: idéntico a su “estructura”, misma que nace y muere con él cada vez y se resiste a ser disecada por cualquier clase de acercamiento analítico a priori o a posteriori.

No ha de ser sino a este gozo en combustión, ajeno a toda narración, traducción o legalización, a lo que los cineastas Costa y Straub se refieren cuando dicen “Si no hay algo quemándose en la toma, entonces no vale nada. En algún lugar de cada plano algo debe estar incendiándose. Este incendio debe siempre estar en la imagen, como una carta de amor siendo redactada por confusión al interior de un banco”[1]; Y no ha de ser sino el mismo impulso, elemental y telúrico, el de aquel pirómano existencial de Oliver Laxe que nos recuerda que no es sino la materia seca la que más fácilmente prende en llamas: que esa materia seca, muerta e infinitamente repetible de la imagen fílmica no es otra cosa que un banco que no se ha enterado que lo único que almacena es combustible.

Toda imagen fílmica es, pues, a la vez un banco y un incendio. Y no es sino esta tensión entre la dimensión bancaria y la incendiaria su encantadora paradoja transgresora. Reproducible y específica. Trascendente y contingente. Historizada y pos-histórica. Momificada pero incapaz de contener cualquier cosa que no sea variación constante, especificidad intraducible. En ella, aquel banco legal y calcificado de la trascendencia es entonces dinamitado por el troyano del evento específico, afectivo e inalienable que, a la vez, y a la inversa, se ha abierto camino hacia la legalidad.

No ha sido sino aquella triste tradición de los bancos no incendiarios, por otro lado, el lugar al que ha ido a alojarse nuestra afición por la certidumbre. La olimpiada de la certidumbre se repite una y otra vez a intervalos cuidadosamente convocados, en sedes escrupulosamente elegidas, administrando elegantemente el erario público alrededor de una serie de eventos competitivos donde el motivo parece repetirse: proezas dancístico-bancarias, inventores de normas sin aplicación, diseñadores de mapas sin territorio, competencias de dexteridad sin manos. A través de estas tiernas kermesses competitivas hemos instituido a la certidumbre como el único deporte digno de producir y legislar realidad, nos hemos convencido de que sólo sobre la certidumbre es posible edificar cualquier cosa. De que sólo la certidumbre es habitable.

Esta definición del conocimiento en tanto captación de universales y la inmediata definición de los universales como aquello que hace manejable o “habitable” la diversidad, no ha hecho sino despojar a lo diverso de su derecho a la legalidad. Así, “el conocimiento” que en su centro no habría de ser otra cosa que la fascinación por lo diverso, se ha visto obligado a liberar al mundo de toda diversidad (de aquello cuya legalidad sea contingente, aquello cuya “regla” sea específica (Kant)), en aras de fundar relaciones y realidades manejables. Si en su hábito más ingenuo e irresponsable (por contraste con aquella definición rigurosa y estructurada) el verbo conocer pareciera acudir al llamado de nuestra curiosidad por lo otro, la egregia erudición ya nos ha dolorosamente corregido, avisándonos que el conocer sólo parece estabilizarse en tanto que curiosidad por lo uno: por el hábito de “subsumir” al mundo en nosotros mismos.

Luego entonces, si lo específico es medular al conocer –después de todo “no conozco lo que no puedo contemplar o resentir de algún modo”, aquello de lo que no he “tenido una experiencia personal y directa”, aquello con lo que no he estado nunca “en contacto”[2] –el conocer no es otra cosa, valga la contradicción, que el proceso para deshacernos de lo específico. Mientras el incendiario encuentro no sea “integrado en una unidad” y sometido a un acto de “ordenación y síntesis, mediante reglas generales aplicables a toda la experiencia” no será conocimiento más que en un sentido “superficial”[3]. Lo conocido por lo tanto es específico, pero el conocer, por oposición, se estabiliza sólo cuando ha logrado deshacerse de toda especificidad. El conocer sólo es reconocible ya que ha mutado en empresa generalizadora, inventora de legalidad, en confiado taxidermista con credenciales. Lo específico quedará entonces no sólo reducido a su representación correcta para algo, sino a las condiciones necesarias para su repetición, inaugurando un carnaval de doppelgangers interminable. Los doppelgangers, por su parte, alfombrarán el camino al interés, ese fetichismo que toma lo relevante por lo revelado. Lo relevante relevando a lo revelado. ¿Pero relevante para qué? ¿En función de qué? ¿Con qué objetivo que está más allá de lo que a sí mismo se revela y entonces se rebela (toda revelación es también necesariamente una rebelión, una aserción de independencia)? Y luego entonces relevancia que releva a lo revelado relegando a lo rebelado (¿Será en este burocrático traspapelar de reses donde la tremenda confusión del “conocer” viera su origen?).

Los aspectos “relevantes” del objeto, pues, serán aquellos que permitan predecirlo (anunciar su repetición), suprimiendo el aspecto más fundamental de aquel conocimiento “superficial” pero incendiario: su especificidad. Bajo esa premisa mi encuentro con el objeto y el propio objeto nunca son un fin en sí mismos, sino un medio para otra cosa. El objeto de conocimiento desaparece por completo en la normatividad y la in-dignidad de su repetición. Todo aquello que no se repita no es manejable, pero todo aquello repetible ya no es jamás algo específico. Hemos creado, así, un mundo que a menudo parece un mercado de fantasmas, de objetos extraídos de su eterna contingencia para ser condenados al cementerio de nuestras representaciones. Y frente al gozo como incendio espontáneo e irrepetible, opondremos al banco como su explicación o justificación[4]: ese doble conceptual que extrae del primero aquello que le es útil (conforme a fines) y, al hacerlo, hiende el cuchillo separando al evento y a su “estructura”, al banco y al incendio, como si se tratara de dos entidades distinguibles que existen en un constante e inevitable desfase, moviéndose infinitamente hacia algo que está más allá de ambos (aquellos “universales” sólo ilusoriamente habitables, nunca realmente habitados). La aparente dominación del incendio ha resultado ser sólo su evasión. Y a medio desfile entre doppelgangers, relevancias y relevos nos descubrimos entonces como Estado legislador sin habitantes en lugar de ser habitantes nosotros mismos de una legislatura misteriosa y descentrada. Luego entonces nos hemos dedicado a producir un mundo habitado por los bancos, en lugar de un mundo lleno de bancos habitables (en y a través de su misterio). Pero en nuestra gran revelación de la relevancia bancaria (y la cómoda “manejabilidad” que la acompaña) hemos olvidado que la única verdadera revelación posible es necesariamente rebelde, que lo único realmente habitado es lo específico, y que lo específico es sólo legal en la medida en la que su legalidad sea excepcional, es bancario en la misma medida en la que está prendido en llamas.

Podríamos tal vez, y provisionalmente, plantear el problema como una confusión semántica, una que resulta en una incapacidad: la de entender y tratar a cualquier cosa como un fin en sí mismo.[5] Esa aparente discapacidad traducida en confusión lingüística (o a la inversa), hace imaginar que la famosa estructura tripartita del signo Saussureano (referente-signo-significado) hubiera dejado de funcionar sólo como taxonomía del signo, para infiltrarse sigilosamente hasta ser tomada por afirmación ontológica. La primera y más obvia consecuencia de tal embrollo será entonces que su naturaleza impide a cualquiera de sus partes ser considerada en sí misma, sino sólo en y a través de su función para las otras (empresa de necios será imaginar que referente, signo y significado puedan ser considerados fuera de toda relación. Su definición es una relación). Mapear a la realidad entera a partir de ellos, volviéndolos entonces hábito epistémico, nos lleva a inventar un mundo en el que ninguna cosa puede ser considerada en sí misma y, ya encarrerados en la inercia de ese juego, sentido y significado sólo serán atendidos por el pequeño banquero burócrata encargado de la ventanilla de la dirección (del para qué, del para cuándo), y jamás en el departamento de la intensidad o la aserción. Ningún evento tendrá entonces derecho a ser, él mismo, sentido. Ningún sentido tendrá derecho a ser, él mismo, evento (y sobre todo si a la vez quieren ser miembros de otra cosa. Sobre todo, es decir, si quieren ser contemplados como parte de cualquier edificación, si quieren ser incluidos dentro del mausoleo del conocimiento).

Pero el sentido pertenece al juego del sentir antes que al juego del dirigir. Entendido no como “dirección” sino como aserción de existencia, es una intensidad antes que una orientación. Nuestros propios hábitos pueden tal vez convocarlo (engañosamente) como jurado del para qué y del para cuándo, pero su intención no reconocida (siempre secretamente presente) es deshacerse de para qués y para cuándos (“¡Hemos de terminar de una buena vez alguna cosa!” parece que el sentido nos increpa). Convocar al sentido sería insignificante (un sinsentido) si todo lo que en él viéramos fuera un “referir” interminable, que resultara en una cadena infinita de dobles conceptuales que jamás lograran satisfacerse ni a sí mismos ni a nadie (qué justifica a la justificación que justifica a la justificación que justifica a la justificación… etcétera. No es demasiado distinto al “porqué” ad libitum y sin contenido de los niños). El sentido será entonces, en primera y última instancia (más no en su uso intermedio de para qués y para cuándos) la aspiración simultánea al punto primero (una contingencia/incendio) y al último (una trascendencia/banco) a través del que logremos la proeza de que una cosa tenga, ¡al fin!, valor en sí misma (“Lo que de veras fue, no se pierde; La intensidad es una forma de eternidad”, dirá Borges)[6]. Lo que no es más, a final de cuentas, que la encantadora paradoja de lo específico: algo en erupción constante y constantemente terminado, siempre abierto y cerrado, y a lo que el lenguaje sólo en sus contradicciones (en sus límites) puede a veces aludir[7] (a riesgo de caerse a pedazos).

Por decidido contraste, y gracias a una incapacidad opuesta a la del lenguaje conceptual (el cine no “sabe” diferenciar al mundo de su estructura, es incapaz de explicar nada, de separar al mundo en eventos y conceptos, en definiciones y contenidos, en referentes y significados), al interior del cine lo específico persiste sin esfuerzo alguno y de manera natural. El cine es tan débil para “decir” cosas (para designar, abstraer, juzgar o determinar) que no tiene otra opción que resignarse a presentar al mundo en su eterna combustión, en su inagotable estado de gozo incendiario. Por más control que creamos que tenemos sobre una imagen, siempre hay algo en ella que se nos rebela, que se resiste, que se revela: tan “débil” como es, pues, para sustituir a los eventos específicos por el juicio que pretenda hacer de ellos, el cine es incapaz de “decir” definitiva y conclusivamente cosa alguna.

Pero dicha limitación lo dota de una habilidad mágica y extrañísima, gracias a que la imagen fílmica es a la vez y paradójicamente bancaria: hay algo en ella que almacena, que organiza, que repite, pero que no hace ninguna de esas cosas a expensas de lo específico, sino que las pone a su servicio. Si repite algo, lo repite en toda su singularidad. Si almacena algo, lo almacena sin tener las herramientas para distinguirlo de su naturaleza accidental. Si organiza algo, lo organiza sin que su organización sea otra que la del incendio inmerso en su propio devenir. Es incapaz, pues, de presentar a nada disociado de sí mismo, y luego entonces una discapacidad se traduce en capacidad insólita: la de tratar con algo que es en sí mismo evento y sentido, admitiendo tal monstruo abiertamente y sin, pese a todo, desbaratarse en el proceso:

Un banco incendiado.

 

 

 

Bibliografía

  1. Borges, Jorge Luis, “Las coplas de Jorge Manrique”, en El idioma de los argentinos. Seix Barral, Buenos Aires, 1994.
  2. Costa, Pedro, A door that leaves us guessing, Rouge Press: http://www.rouge.com.au/10/costa_seminar.html Consultado 7 de noviembre 2024.
  3. Villoro, Luis, Creer, saber, conocer. Siglo XXI editores. México, 2018.
  4. Kant, Immanuel, Crítica del juicio, Losada, Buenos Aires, 2005.
  5. Deleuze, Gilles, La filosofía crítica de Kant, Cátedra, Madrid, 1997.
  6. Deleuze, Gilles, Deleuze on Hegel. Intellectual Lecture. https://www.youtube.com/watch?v=wg-z0ENDRBE Consultado 7 de noviembre de 2024
  7. Metz, Christian, Film Language: A Semiotics of the Cinema, trans. Michael Taylor, New York, Oxford University Press, 1974.
  8. Jeong Seung-hoon, The Major Realist Film Theorists: A Critical Anthology (Cap 5: Multiple indexicality and multiple realism in André Bazin), Ian Aitken, compilador. Edinburgh, Edinburgh University Press, 2016.
  9. Wittgenstein, Ludwig, Comentarios sobre la rama dorada, Instituto de investigaciones filosóficas, UNAM, 1997.

 

Filmografía

  1. Laxe, O. Lo que arde, 2019, Miramemira producciones.

Notas

[1] Pedro Costa, A door that leaves us guessing, ed.cit., s/p.
[2] Luis Villoro, Creer, saber, conocer, ed. cit., p.198.
[3] Ibidem., p. 200.
[4] Frente al gozo, también, opondremos las otras cualidades y funciones del banco, que vuelven al “gozo” manejable: la capacidad de almacenar, negociar, la acumulación de bienes y la autoridad sobre sus usos y funciones.
[5] Como un fin en sí mismo y, también, como una finalidad sin fin: después de todo, la moral y la estética parecieran ambas desterradas del mundo inventado por el “Conocimiento”.
[6] Jorge Luis Borges, “Las coplas de Jorge Manrique”, ed. cit., p. 34.
[7] Como cuando nos damos cuenta, por ejemplo, de que hay una contradicción entre los términos aquí y ahora, “que quieren hablar de aquello que es lo más singular, mientras que la forma lingüística de «aquí-ahora» es la más puramente universal”. Gilles Deleuze, Deleuze on Hegel. Intellectual Lecture, ed.cit.