La escritura como un guardián celoso

Ningún escritor, tal vez, ha sido capaz de describir con tanta exactitud y tanta agudeza lo que son los celos en una relación apasionada y tumultuosa.[1] Sabemos que Françoise Sagan prescribía recomendaciones literarias a sus amigos en casos de desamor, y Proust ocupaba un lugar especial entre ellas. Una anécdota personal va en este sentido: después de una ruptura sentimental muy dolorosa, un amigo escritor y filósofo, Mehdi Belhaj Kacem, también me recetó leer Proust en la mañana, en la tarde y en la noche, y en particular La prisionera y La fugitiva (Albertine desaparecida). Lo hacía todos los días y recuerdo cómo, en la clara luz blanca de mis mañanas de lectura, sentado religiosamente en la mesa, vivía esos momentos con un doble sentimiento: las palabras de Proust me dolían y al mismo tiempo me tranquilizaban. En Proust hay lo que Platón llama en el Fedro: un pharmakon.[2] El En busca del tiempo perdido es al mismo tiempo un remedio y un veneno; un remedio porque un veneno. Los celos del amor encuentran allí a la vez el consuelo de una descripción quirúrgica por la que el amante celoso se siente menos solo, y la incomodidad de recordarnos ese mal que nos carcome sin saber realmente por qué.

Albertine asume así los rasgos de la amada, a quien se ha amado demasiado como para no odiar; y nuestro sufrimiento psicológico se consuela con el hecho de que alguien antes que nosotros ha sentido el mismo dolor, que supera en todos los aspectos todos los manuales de psicología. ¿Quién no puede reconocerse en el grito inicial de Albertine desaparecida: “¡Mademoiselle Albertina se ha marchado!”? ¡Qué lejos va el dolor en psicología! Más lejos que la psicología misma!”[3] Y más lejos, con el bisturí proustiano: «Pero aquellas palabras-“mademoiselle Albertina se ha marchado” acababan de herirme con un dolor tan grande que no podría, pensaba, resistirlo mucho tiempo. Así que lo que pensé que no era nada para mí, simplemente era mi vida entera. ¡Cómo nos ignoramos unos a otros! »[4] Nietzsche decía que todo lo que sabía sobre la psicología lo había aprendido de Dostoievski. Cualquier filósofo posterior, naturalmente de acuerdo, podría añadir al escritor ruso cualquier otro maestro, en el estado de Proust. Así nos enseña Proust la lógica misma de los celos: al perder al otro, nos perdemos a nosotros mismos; de modo que mantener celosamente al otro cerca de uno es ante todo querer conservarse a uno mismo. Protégete de cualquier herida narcisista, mantén la compostura, evita cualquier colapso psicológico. Lo contratio de los celos es el egoísmo. Es el caso del narrador de En busca, que quería abandonar a Albertina, ya no amándola ni creyendo amarla, y que, cuando ella desaparece, se da cuenta milagrosamente de que la adoraba hasta el punto de experimentar un sufrimiento hasta entonces desconocido. Es que no amaba a Albertina: se amaba a sí mismo en ella. Le gustaba la imagen que ella le daba, le gustaba la idea de la idea que ella tenía de él. Ella justificaba su existencia por la gloria de las cualidades prestadas que le había prestado. Incluso en su mente surge la pregunta: “Pero¿sería por el hecho de que yo no me creía más importante que ella, porque cuando la amaba, me amaba más a mí mismo? »[5]

Vayamos más allá. ¿Y si la obra maestra de Proust fuera sólo una cuestión de celos? ¿No es En busca del tiempo perdido una manera de guardar celosamente el tiempo dentro de uno mismo, cerca de uno mismo? El tiempo pasa, cada momento suprime al otro. Como decía San Agustín en Las Confesiones,[6] el tiempo tiende a no ser. Está atrapado entre dos nadas: el pasado y el futuro. El presente es un regalo, un presente, una ofrenda, que tardamos poco en captar y recibir. Proust buscará en el arte –y en la literatura, en particular– la posibilidad de recuperar ese bloque de tiempo e intensidad definitivamente perdidos, así como buscará recuperar a Albertina con un último mensaje desesperado. Albertina, por desgracia, ha desaparecido para siempre. Ella murió al caerse de un caballo. La recuerda, pero su memoria se desvanece, o al menos teme que así sea, igual que olvidó a Gilberte, a Madame de Guermantes y a su abuela. Quisiera hacer de estos momentos de la vida prisioneros de su ser, de su fuero interior.

La literatura es esta captura del tiempo vivido que regresa como un fantasma:

 

“En cambio, la grandeza del arte verdadero, del que monsieur de Norpois hubiera llamado un juego de dilettante, estaba en volver a encontrar, en captar de nuevo, en hacernos conocer esa realidad de la que vivimos, lejos de la cual vivimos, de la que nos apartamos cada vez más a medida que va tomando más espesor y más impermeabilidad el conocimiento convencional con que sustituimos esa realidad que es muy posible que muramos sin haberla conocido, y que es ni más ni menos que nuestra vida. La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista.”[7]

La “verdadera vida,” la que ha sido “vivida realmente,” aquella de la que el hombre se guarda con mayor frecuencia, defendiéndose de ella y reprimiéndola, el escritor, por su parte, querría revivirla eternamente. Según lo que Nietzsche llamó “el eterno retorno,” que consistiría en decir “sí” al propio pasado como si pudiera volver indefinidamente, tanto los buenos como los malos momentos. Esta grandiosa declaración es la del artista que atrapa el pasado justo a tiempo para devolverle su esplendor. Cuando para algunos el pasado es un recuerdo opaco, al que no se debe regresar para no tener que revivir el sufrimiento que ha pasado por él, el escritor, como el pintor, atrapa la amplitud de un recuerdo a través de palabras, curvas o colores. La reminiscencia, voluntaria o no, nos hace contemporáneos de lo que ya no está presente.

Si Proust quiere liberar el tiempo pasado de su caparazón para poder vivirlo de nuevo, al mismo tiempo mantiene a Albertina prisionera en su apartamento por miedo a que ella vaya a ver a otras mujeres; el que sospecha que ella es lesbiana. Sin embargo, esto no es incoherente. El tiempo que Proust libera en el arte, lo aprisiona inmediatamente. Escribir es tener celos. Escribir es la sublimación de todos los celos. En el sentido que Freud dio a esta palabra: la desviación del fin de la pulsión hacia otro fin. De esta manera uno purga sus sentimientos de todo lo que es bajo, feo y malo; los hacemos brillar, los purificamos, mostrándonos a través del arte más bellos de lo que somos. En lugar de tomar al ser querido como rehén, lo atrapamos en nuestros recuerdos. Los celos son más nobles cuando se transforman en una obra de arte. La prisión dorada de un libro es más gloriosa que la cámara de un secuestro.

En 1896, Proust publicó, a la edad de 23 años, en Les Plaisirs et les Jours, un cuento titulado El fin de los celos. Allí desarrolla una psicología del amor que será desarrollada aún más en el En busca, a saber, la de una relación fusional y devoradora, en la que el amor es enteramente consumido por los celos. Esta relación es la apasionada entre Honoré de Tenvres y Françoise Seaune, ya casada con Monsieur Seaune. El comportamiento voluble de Françoise conmociona a Honoré. Sobre todo cuando que este comportamiento le es confirmado por Monsieur de Bruives, quien le cuenta de una noche en la que Françoise se dejó llevar. Honoré entonces cayó en un profundo desconcierto. Llega incluso a considerar el suicidio, como si la muerte pudiera resolver las contradicciones de un ser que, amando a la mujer de otro, se da cuenta de que ella ni siquiera le es fiel a él, sino fiel a su infidelidad que se extiende más allá de su simple amante.

Sin duda, pues, los celos, o algo parecido a los celos, actúan sutilmente en la escritura de Proust, no sólo en sus temas recurrentes, desde los inicios de su obra (a partir de 1896) hasta su finalización (en 1922), sino también en su esencia misma. Como si ella fuera el motor oculto, inconsciente. Así, haciendo una especie de psicoanálisis de los síntomas de Proust, signos visibles de una enfermedad o infección invisible, veríamos aparecer una especie del “yo profundo,” un yo creador, tal como él mismo lo entendía, fuente de las razones de su creación, y que volvería a ese deseo de registrar en sí mismo tanto el ser amado como el momento en que el ser amado estuvo presente para nosotros. Reencontrarse con el tiempo, en la memoria o en los recuerdos escritos, calma el sentimiento de celos. El afecto es como si estuviera desafectado. Transformamos el trauma en memoria.

¿Psicólogo Proust? Todo lector lo sabe. Esto no es ninguna novedad. No sólo porque disecciona el alma humana para revelar todas sus bajezas, sino también porque saca a la luz uno de los objetivos de la psicología (del psicoanálisis o de la psiquiatría; en este punto no hay diferencia alguna), a saber, la modificación del trauma en un recuerdo soportable. Cuando hemos estado expuestos a una situación traumática, la excitación que se sintió (miedo, ansiedad) queda impresa en nosotros. De tal manera que cada vez que nos enfrentemos a una situación similar, repitiendo la escena inicial del trauma, la reviviremos. Esto es lo que llamamos: la reviviscencia. La persona traumatizada revive el trauma y la emoción sentida durante el evento: miedo, ansiedad, ideas morbosas. En tales casos, y Honoré, en El fin de los celos,[8] lo atestigua: la angustia –ese afecto que nos sitúa frente a la nada y a la vanidad de la existencia– puede encontrar liberación en el suicidio o en la muerte. Las tensiones orgánicas son tales que la muerte puede ser esperada como la salida a este callejón sin salida, donde la vida parece agotada en todas sus posibilidades; como la disminución absoluta de esta tensión que nos desgarra desde dentro; como la paz interior y definitiva de una interioridad lacerada y tensa hasta el punto de romper consigo misma.

Sólo la sublimación del trauma, la sublimación de la excitación asociada a él, puede permitir que el trauma se transforme en recuerdo. A partir de ese momento, el episodio traumático regresa a nuestra memoria, descargado de su carga negativa. No lo volvemos a ver, lo recordamos. La reviviscencia da paso al recuerdo. Y tal vez toda la escritura proustiana contribuya a ese cambio. En este pasaje, donde el recuerdo convoca la escena dolorosa para evitar la réplica de este temblor.

No existe una escala para medir qué es del orden del traumatismo y qué no lo es. La desaparición de Albertina podría ser tan cierta como la de un sobreviviente de una guerra o de un atentado. El sufrimiento es absoluto. Sólo porque “hay cosas peores”, como dicen, no significa que lo que hemos experimentado no sea lo peor para nosotros. Una ruptura romántica, demuestra Proust, puede ser tan trágica como una muerte. O si lo preferimos: la muerte de Albertina no es más dolorosa que su repentina desaparición del apartamento del narrador. Es que la psicología humana es tal que la huida del ser amado afecta sobre todo a nuestro ego. La muerte corta todos los celos. La persona verdaderamente celosa –terrible confesión– seguramente prefiere la muerte del ser amado que su huida hacia otro. La psicología, por desgracia, no está ahí para halagar el alma humana. Constituye su humillación, la exhibición de lo que hay de vil y oscuro en ella. Proust, en el contexto de La prisionera y Albertina desaparecida, descubre esto mejor que nadie.

Esto no podría ilustrarse mejor que relatando un famoso episodio de Por el camino de Swann. Swann se reúne con Odette en su apartamento después de un banquete con amigos. Alrededor de las once llega por fin a su cama, pero Odette está sufriendo. Ella sufre de fuertes dolores de cabeza y se siente cansada. Ella se niega a “hacer catleyas” esa noche. Entonces Swann se va de nuevo, después de haberla arropado. Pero una vez que llegó a casa, empezó a pensar que tal vez Odette le había mentido, que le había pedido que se fuera para poder invitar a alguien. Entonces tomó un taxi para ir a su casa, espiando su ventana desde afuera, atento a cualquier movimiento, aguzando el oído para detectar la voz de un hombre que no fuera él mismo. Entonces, sin poder contenerse, golpeó las persianas. Se abrieron. Vio a dos hombres y una habitación que no reconoció. En efecto, se había dirigido a la ventana equivocada. La de Odette, justo al lado, no estaba iluminada. Se sintió avergonzado y luego se fue aliviado.

Odette está sufriendo, pero los celos son más fuertes que todo. Swann no se preocupa por su amada, postrada en cama y enferma; no, lo que le preocupa es que Odette haya mentido, obligándolo a salir a medianoche para encontrarse con otro hombre. La pasión anula toda compasión. El patetismo de los celos aniquila toda empatía. Tal vez preferiría que ella estuviera muerta antes que imaginarla viva con otro hombre. En la muerte, al menos, ya no hay traición. La persona celosa siempre está delirando sobre los sentimientos que pueda tener la otra persona. Sobre el perjurio, no sólo del corazón, sino también del cuerpo. En resumen, sobre el placer que siente el amado que ama, en ese momento, a otro y lo que el otro puede hacerle al tocarlo – en todos los sentidos de esta palabra:

 

“Lloramos al ver que la persona que amamos no tiene ya con nosotros aquellos arrebatos de simpatía, aquellos gestos amorosos del principio, y nos duele más aún que habiéndolos perdido para nosotros los tenga para otros; después, de este sufrimiento nos distrae un nuevo mal más atroz, la sospecha de que nos ha mentido sobre la noche de la víspera, y seguramente nos ha mentido; esta sospecha se disipa también, el cariño que nos demuestra nuestra amiga nos tranquiliza; pero entonces nos viene a la mente una palabra olvidada: nos dijeron que era ardiente en el placer, y sólo la hemos conocido tibia; intentamos imaginar lo que fueron sus frenesíes con otros, y sentimos lo poco que somos para ella, observamos un gesto de aburrimiento, de nostalgia, de tristeza mientras hablamos, vemos como un cielo negro los vestidos descuidados que se pone cuando está con nosotros, guardando para los demás aquellos con los que al principio  nos halagaba. (…) Los celos son también un demonio al que no se puede exorcizar, y reaparece siempre, encarnado bajo una nueva forma. »[9]

 

¡Ah!, sólo nos quedan los ojos para llorar cuando imaginamos lo que pudo sentir nuestro ser querido en “frenesíes con los demás”. Peor aún, la imaginamos como “ardiente de placer”. El viejo odio al cuerpo heredado del cristianismo ha quedado grabado en nuestro cerebro arcaico: el pecado de la carne es difícilmente perdonable. “Lo terrible es lo que no podemos imaginar.”, escribe Proust en Por el camino de Swann. Entonces la imaginación se desata. Nos convertimos en los mejores cineastas. Nos hacemos una novela, como dicen coloquialmente. Los escenarios pasan uno tras otro. Imaginamos lo peor. Desenrollamos películas; los más mínimos encuentros entre el amado y otro se transforman en escenas melodramáticas, donde el desbordamiento de sentimientos compite con la fusión de cuerpos. “Es asombroso cómo los celos, que pasan el tiempo haciendo pequeñas suposiciones sobre lo falso, tienen poca imaginación cuando se trata de descubrir la verdad.”[10] Lo peor de los celos es que tienen más imaginación que la vida.

Sin embargo, al sostener que para Proust, y sin duda para cualquier escritor, escribir es guardar celosamente el tiempo tan amado y el ser amado cerca de uno, se olvida que Proust efectivamente mata a Albertina en su escritura. Su caída del caballo es una sentencia de muerte. Una ejecución.[11] ¿En qué medida Proust se diferencia de su narrador? ¿Hasta qué punto Proust no dice nada sobre su relación con el otro y con los celos a través de esta sentencia de muerte? Un amor sólo puede durar para siempre si muere. La muerte lo devuelve a la eternidad. “Pues la posesión de lo que se ama es un goce más grande aún que el amor.”[12] Los clásicos de la literatura nunca han dejado de girar en torno a este leitmotiv.

¿Podemos entonces creerle al narrador que llora por la muerte de Albertina? Nada es menos seguro. Su desaparición repentina y abrupta quizá sea un alivio. Estas frases son quizá sólo una negación, en el sentido que Freud daba a ese término, el de negarse a conocer los propios pensamientos, los propios sentimientos:

“Para que la muerte de Albertina hubiera podido suprimir mis sufrimientos, habría sido preciso que el choque la matara no sólo en Turena, sino en mí. En mi nunca estuvo tan viva. Para que un ser entre en nosotros tiene que tomar la forma, adaptarse al marco del tiempo; como no se nos aparece más que en minutos sucesivos, nunca puede presentarnos de él sino un solo aspecto a la vez, entregarnos una sola fotografía. Gran debilidad, sin duda, para un ser, consistir en una simple colección de momentos; gran fuerza también; depende de la memoria, y la memoria de un momento no sabe todo lo que pasó después; ese momento que la memoria dura todavía, vive aún, y con él el ser que en él perfilaba. Y ese desmenuzamiento no sólo hace que la muerte viva: la multiplica. Para consolarme, hubiera tenido que olvidar no a una, sino a innumerables Albertinas. Cuando hubiera llegado a soportar la pena de haber perdido a ésta, tendría que volver a empezar con otra, con otras cien.” [13]

Albertina permanece viva en el interior del narrador. Pero ¿esta vida sigue siendo una vida? Ella vive en él, ciertamente, y al hacerlo, sobrevive. Pero esta sobrevivencia es desencarnada, en desuso, demacrada. Albertina ya no tiene cuerpo. Y al no tener más cuerpo, ya no puede hacer sufrir al narrador. Ya no se trata de celos sino de la rememoración de un recuerdo. De algo que no se puede olvidar, porque el recuerdo le recuerda constantemente a sí mismo. Este recuerdo es, sin embargo, más soportable que la idea de que, viva, en carne y hueso, Albertina hubiera podido entregarse a las emociones carnales. Muerta, ella lo persigue, pero ya no lo destruye.

El deseo es el deseo de todo amante celoso, un deseo morboso, incluso mortal: la prefiero muerta a mi lado, a que viva lejos de mí. El sueño, en Proust, proporciona la clave de esta trama. Si la muerte no fuera tan deseada por el amante celoso, ¿cómo podría entenderse el apacible placer que siente el narrador al ver a Albertina durmiendo? Cito:

“Al cerrar los ojos, al perder la conciencia, Albertina se había desprendiendo, uno tras otro, de aquellos diferentes caracteres de humanidad que me decepcionaron el día mismo en que la conocí. Ya no quedaba en ella más que la vida inconsciente de los vegetales, de los árboles, vida más diferente de la mía, más ajena y que, sin embargo me pertenecía más. (…) Lo que yo sentia entonces era un amor tan puro, tan inmaterial, tan misterioso como si estuviera ante esas criaturas inanimadas que son las bellezas de la naturaleza. »[14]

El sueño, en el sentido freudiano, es un retorno a lo inorgánico. Está del lado de la pulsión de la muerte. Sabemos por experiencia que cuando nos sentimos desanimados –o peor aún deprimidos– dormir nos calma. Ya no sentimos nada. Y no sentir nada más, es estar como muerto; finalmente se encuentra descanso para el alma. Lo que el narrador confiesa al final de En busca: “Albertina profunda a quien vi durmiendo y que estaba muerta”.[15] Ya muerta mientras dormía; ya cumpliendo la fantasía de todo celoso: prefiero morir antes que verte viviendo feliz lejos de mí. Lo que el narrador describe aquí es la alegría malsana -y sin embargo tan clásica en el amor- de poseer al amado, quien, con los ojos cerrados, semejante a un tocón de árbol, le pertenece más que vivo. Porque la vida vegetal no es vida humana: casi no hay estados de conciencia de una planta que se nos puedan escapar, y el escaparse de nosotros podría actuar sobre nosotros desde dentro, darnos celos. Albertina, reducida a un estado “vegetal,” por así decirlo, está a merced del narrador, que prefiere ver su conciencia abolida antes que ser libre de escapar de ella. Si Albertina es prisionera, si es “La” prisionera de esta historia, es en el sentido de que su vida social e interior debe ser alienada por su amante, en lugar de ser libre para actuar y pensar. Porque pensar es ya engañar; y actuar es hacer realidad los propios pensamientos adúlteros.

Hay pues, en Proust o en el narrador, una escritura asesina. No tiene por qué ser juzgada moralmente. Proust no describe la masculinidad tóxica (como se piensa hoy), describe, no sólo qué es el amor celoso, sino también qué significa “escribir” para él. Escribimos como nos gusta: matando. Es decir, paradójicamente, manteniendo cerca de sí la eternidad redescubierta. El tiempo que encontramos en el arte es un tiempo fijo que nunca desaparecerá; Es un bloque de epifanías efímeras congeladas para siempre. De la misma manera, Albertina, al desaparecer, es asesinada por el narrador, porque para que el amor dure para siempre, ella debe morir. Albertina no es más que una metonimia del arte proustiano. Ir en busca de él es ir en busca del tiempo perdido. El “tiempo incorporado”[16] del que habla Proust proviene de una incorporación de lo amado, para no tener que separarse nunca más de ello. Pero ¿hasta qué punto esta incorporación no es una asfixia, una matanza? Escribir es pues conservar celosamente dentro de sí, cerca de sí, el objeto del propio amor: ya sea el tiempo perdido o el amado desaparecido. No soy yo quien lo dice, sino el propio narrador, como si confesara en un último suspiro: “Yo digo que la ley cruel del arte es que los seres mueran y que nosotros mismos muramos agotando todos los sufrimientos, para que nazca la hierba no del olvido, sino de la vida eterna, la hierba firme de las obras fecundas (…).”[17]

 

Notas

[1] El texto original en francés fue publicado como Husson, Valentin.“L´écriture comme garde jalouse.” Revue d´études proustiennes 20, no. 2 (2024): 159-168, número especial Les philosophes parlent de Proust bajo la dirección de Éduard Mehl. Agradezco a Valentin Husson por haberme mandado su texto y otorgarme el derecho de publicar su traducción en español aquí. Todas las citas de Proust son de las traducciones existentes de sus obras en español.
[2] Nota de la traductora: Aquí simplemente cito la nota original. Platon, Phèdre, traduction Luc Brisson, seguido de La pharmacie de Platon de Jacques Derrida (Paris: GF Flammarion, 1989.)
[3] Marcel Proust, Albertine desaparecida, ed. Santiago Rueda (Buenos Aires, 1929), 3. Libro descargado de www.elejandria.com
[4] Idem.
[5] Ibid, 201.
[6] Nota de la traductora: Aquí simplemente cito la nota original. Saint Augustin, Les Confessions, Livre XI, trad. Joseph Trabucco, (Paris: GF Flammarion, 2005.)
[7] Marcel Proust, El tiempo recobrado, 116.
Descargado de https://cesarcallejas.wordpress.com/wp-content/uploads/2018/11/el-tiempo-recobrado.pdf
[8] Nota de la traductora: Aquí simplemente cito la nota original. Marcel Proust, La fin de la jalousie (Paris: Folio, 2008).
[9] Marcel Proust, La prisionera, ed. Santiago Euedas (Buenos Aires: 1927), 85-6. Libro descargado de www.elejandria.com
[10] Ibid, 85.
[11] Nota del autor: “Debo esta idea a mi amigo Johan Faerber, quien me llamó la atención sobre este asesinato simbólico. La hipótesis se desarrolla en Proust à la plage : La Recherche du temps perdu dans un transat, (Malakoff: Dunod, 2018.)
[12] Marcel Proust, La prisionera, 40.
[13] Marcel Proust, Albertine desaparecida, 35.
[14] Marcel Proust, La prisionera, 56.
[15] Marcel Proust, El tiempo recobrado.
[16] Idem.
[17] Ibid, 193.