Hadas de los silencios y las resonancias,
pequeñas y serenas como copos de nieve
que cayeran perennes sobre grandes campanas;
palabras que se piensan y al pensarlas producen
el ruido del papel al surcarlo el bolígrafo.
Los largos corredores, las salas, los desvanes
las acogen y ocultan
igual que a soledades que no se ven: se escuchan.
Pasan por un enjambre de abejas enfadadas
y acaso de murciélagos,
imitan al arroyo que afila los cascajos
o contienden con la brisa que al oído
dibuja leves faldas de tela almidonada.
Indefinidas como un concierto de John Cage,
todo interviene en ellas: las cucharas,
la gota de agua del grifo mal cerrado,
la carpintería del comején en las vigas torcidas
de las viejas cabañas
donde urde el hornillo el vapor del verano
que hace pitar temprano las teteras.
Oh hadas de la región del címbalo y el piano
y los barrios obreros,
ya no oigo sino la voz del viento que se escapa
con un poco de lluvia
sobre el inmediato y taciturno rededor de las cosas.
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