Resumen
El artículo responde a la necesidad de valorar el libro-álbum narrativo desde un horizonte que contemple la cualidad multimodal de su lenguaje artístico, más allá de su observación como objeto útil en el ámbito escolar o la consideración de su estudio con fines didácticos. Presenta un panorama de sus antecedentes y tres ejemplos de relación multimodal, bajo la observación del excedente de sentido característico en las construcciones del lenguaje artístico en relación con la cualidad de sinergia entre texto e imagen; donde se abre la significación de un discurso y se rebasa la pura efectividad de lo retórico.
Palabras clave: libro-álbum, sinergia, sentido excedente, lenguaje artístico, multimodalidad, imagen.
Abstract
This article responds to the need to evaluate the narrative book-album from a horizon that contemplates the multimodal quality of its artistic language, beyond its observation as a useful object in the school ambit or the consideration of its study with didactic purposes. An overview of its background is also presented as well as three examples of multimodal relation, under the surplus meaning, in the constructions of the artistic language, in relation to the synergy quality between text and image; where the meaning of a discourse is opened, and the unalloyed effectiveness of the rhetoric is exceeded.
Keywords: book-album, synergy, surplus meaning, artistic language, multimodality, image.
Proveniente de añejas tradiciones de la cultura impresa, el libro-álbum infantil es hoy un producto editorial en auge que se sirve de lo literario y lo visual para conformar discursos destinados a fines diversos. Los hay informativos, lúdicos, poéticos o narrativos, y, aunque en ciertos ámbitos suele restársele importancia, más allá de su acotada idea como instrumento didáctico o recurso para entretener a los niños, el libro-álbum es un poderoso vehículo de acceso al lenguaje del arte. Su variedad de estilos y propósitos ha planteado en más de un aspecto la duda sobre lo que es o no un libro-álbum, por ejemplo, respecto al total de la literatura infantil y juvenil ilustrada, o frente a productos que comparten su lenguaje multimodal como el cómic y la novela gráfica. Pero, además, y tal vez más acucioso sea, su creciente demanda acarrea el problema de discernir y valorar las cualidades de su discurso estético, más allá de una ilustración efectiva o del hecho de privilegiar una enseñanza útil, que no necesariamente alcanzan la propiedad de lo sutil o el golpe de lo extraordinario. Su dinamismo objetual y discursivo en relación a su valoración como objeto artístico no resulta un aspecto menor si entendemos que una formación sensible integrada a la facultad del intelecto es necesaria desde que se es niño; además, se debe considerar el papel que el álbum ha cumplido desde antaño como soporte para la extensión de una cultura literaria y visual en el contexto de la infancia y la juventud. En razón a lo anterior, extenderé un breve comentario sobre los antecedentes del libro-álbum (el de carácter narrativo en particular), seguido de una observación sobre las cualidades del lenguaje artístico y su pronunciamiento en las relaciones texto-imagen del álbum, señalando cómo una relación de sinergia, especialmente, suscita experiencias lectoras de considerable valor estético.
“El eterno sentido de lo maravilloso”
Desde el fondo de la literatura popular y su devenir en las ediciones de cuentos clásicos para niños, el libro infantil ha sido acervo de imágenes reveladoras de lo humano y ventana hacia hondos misterios de la existencia. Así lo comenta Maria Tatar, quien también observa la importancia de los cuentos tradicionales tanto por la oportunidad que extienden al magnificar deseos y proyectar o confortar temores infantiles, como por ser vehículos de mediación en los que el niño puede “navegar a través de la realidad”. Y también desde antaño, como Tatar nos muestra en su edición de “Los cuentos de hadas clásicos anotados”, el poder de las narrativas se ha mezclado con el aporte de los discursos visuales que se han incorporado a los relatos, cuando la incursión de artistas memorables como Gustave Doré o George Cruikshank apuntalaron un crisol donde, en palabras de Walter Benjamin: “[…] a espaldas de los pedagogos, los niños y los artistas se encontraron”.[1] Pues bien, es a través de este legado de historias e imágenes que el libro-álbum se ha ido constituyendo a lo largo del tiempo, en un libro de corta extensión y enunciaciones provistas de síntesis, ilustrado de principio a fin. Siendo también producto de inevitables influencias entre géneros discursivos del arte, pues el diálogo que históricamente se desarrolló entre los géneros de la literatura popular y los del lenguaje plástico (la gráfica en particular) se imbricó en tal forma que originó el surgimiento de un nuevo género, cuya totalidad discursiva se compone de palabras e imágenes. Como sucedió tras la mancuerna entre editores, poetas, pintores o músicos, en el llamado libro de artista, afín al lenguaje del álbum.
La convivencia de la imagen con la palabra acarrea un largo historial en cuanto a los contextos, soportes y propósitos en los que ha sido convocada a lo largo del tiempo, pero fue a partir del siglo XIX cuando la literatura impresa ensanchó el escenario para el desarrollo de la narrativa ilustrada destinada a niños y jóvenes. Algunos ejemplos, según lo registra Maria Tatar,[2] los Cuentos populares alemanes recopilados por los hermanos Grimm fueron ilustrados por George Cruikshank hacia 1823. Asimismo, los Cuentos de Mamá Oca, de Charles Perrault, donde figuran historias como “Barba Azul”, “Caperucita Roja” o “Pulgarcito”, fueron magistralmente ilustrados por Gustave Doré en 1861. En el género de la novela, Oliver Twist de Charles Dickens, apareció en 1837 ilustrada por George Cruikshank, y, más tarde, la extraordinaria Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, fue editada en 1865 con las memorables ilustraciones de John Tenniel. Retomando el género de narraciones breves, un caso peculiar de intención instructiva fue el libro: Struwwelpeter o Pedro Melenas (1845), del médico alemán Heinrich Hoffmann, quien —mediante “la pintura de la desgracia”— creó un álbum de versos cortos de intención aleccionadora y entreverado humor negro, con atractivas ilustraciones donde la desobediencia infantil se ve castigada en finales irreales y exagerados.[3] Al final del siglo, la inglesa Beatrix Potter, mujer pionera del libro ilustrado en tanto creadora de textos e imágenes, logra sortear las rígidas tradiciones victorianas y ya en 1901 consigue la publicación de su libro The Tale of Peter Rabbit, donde se narran las hazañas de un conejo carismático y osado, mediante un discurso paradójico de la obediencia y la desobediencia.
Pero las pautas más significativas en la configuración del libro-álbum fueron, por un lado, las adaptaciones que George Cruikshank realizó para The Fairy Library en cuentos como “Pulgarcito y las botas de siete leguas” (1854) o “El gato con botas” (1864), que el propio artista reescribió e ilustró a toda página. Y de manera fundamental, los llamados “libros-juguete”[4] que surgieron tras las innovaciones de la imprenta a color, cuando el artista y editor inglés Edmund Evans se propuso realizar volúmenes en gran formato de los cuentos clásicos para niños, cuyos primeros números se editaron entre 1873 y 1875, íntegra y magistralmente ilustrados por Walter Crane, un entusiasta artista que lideró junto a Morris y Ruskin el movimiento de Artes y oficios que elevó la calidad estética de los libros infantiles. Crane, llamado “padre de los libros infantiles ilustrados”, consideraba a los niños “[…] capaces de comprender la representación simbólica”, les tenía en gran estimación, amaba el arte de la ilustración y decía poseer en el fondo, el corazón de un niño.[5] Otro artista convocado por Evans aportó más tarde un giro fundamental en estos libros respecto al sentido y la intención de lo narrado: Randolph Caldecott que, hacia 1878, trabajó más allá de la representación literal y la decoración de textos, modificando el sentido de relacionar ambos lenguajes. En su serie Picture Books interpretó y aportó nuevos elementos estilísticos a las narraciones, convirtiéndose después en ilustrador-escritor.[6] Por su trabajo en obras como Hey Diddle Didle and Baby Buting, The House that Jack Built, y The Diverting History of John Gilpin, se le ha considerado el inventor de un género o padre del libro ilustrado moderno.[7] Así, con el desarrollo de un nuevo estilo para componer la imagen frente al texto, se innovó en el diseño del álbum y en la amplitud de sus posibilidades semióticas. Aspecto que, desde luego, modificó las posibilidades de su lectura.
A lo largo del siglo XX, se produjeron libros-álbum cada vez más innovadores donde se explotaron recursos empleados por la estilística literaria posmoderna, como la ironía y la pluralidad de voces, además del diálogo con estilos visuales derivados de las reconformaciones del arte entre los siglos XIX y XX como el Surrealismo, el Expresionismo, el Romanticismo, y la implementación de técnicas mixtas como el collage y los recursos del llamado arte informal. Con lo que el álbum transcurrió de su primaria función instructiva o pedagógica (que tendió a suponer un niño lector pasivo), a un discurso que dejaba espacio al diálogo y provocaba la confrontación con sus lectores.[8] Ejemplos de la renovada tradición del álbum, destacables por su uso del lenguaje gráfico y literario son: del francés Jean Brunhoff, Babar (1931-1937), del norteamericano Edward Gorey, El huésped dudoso (1957), del norteamericano Maurice Sendak, Donde viven los monstruos (1963), del norteamericano Chris van Allsburg, Los misterios del señor Burdick (1984), del inglés Anthony Browne, Gorilla (1983), del japonés Satoshi Kitamura, En el desván (1993), del australiano Saun Taun, El árbol rojo (2005), de los españoles Elena Odriozola y Antonio Ventura, Cuando sale la luna (2006), del colombiano Jairo Buitrago y el peruano Rafael Yockteng, Camino a casa (2008) y, finalmente, una historia visual de extraordinaria calidad gráfica, La bruja y el espantapájaros (2011), del ilustrador mexicano Gabriel Pacheco. Todos ellos, entre muchos más, poseen elementos artísticos suficientes para tenerse en la cuenta de los “libros transformadores” que, según Aidan Chambers, son aquellos que en algún aspecto enriquecen la imagen que el niño va creándose del mundo, de su entorno y de sí mismo,[9] mientras se conforman en voz legítima del arte literario y del invaluable acervo del arte visual. Cuyo atisbo germinal por Walter Crane se mantiene (y es deseable que persista): un lenguaje que sepa dialogar y entre tanto alimentar “el eterno sentido de lo maravilloso”, en el corazón de los niños.[10]
Valorar el álbum
La tarea hacia la consideración del lenguaje del arte dentro del libro-álbum narrativo requiere contemplar su estructura multimodal, pues dos lenguajes materializados en uno prometen al lector una integridad de discurso. Al observar diversos ejemplos de ediciones actuales, he tenido la experiencia de asombrarme ante la belleza de una serie de imágenes impactantes por sí mismas, aunque muchas veces injustificadas frente a un discurso inconsistente o pobre en la narrativa entregada por el lado del texto, y he tenido también la experiencia inversa: una narrativa textual donde la imagen, frecuentemente replicando al texto, presenta un escaso apoyo visual a las significaciones del mundo narrado en palabras que bien podría ser prescindible. En ambos casos aparece una sensación, sino es que una certeza, de que algo no encajó, sobró o quedó incompleto. Algo no fue bien dicho. Este desbalance en el cuerpo de significantes del álbum narrativo impide, de entrada, el surgimiento de un síntoma inequívoco del acontecimiento artístico: la contundencia, aspecto que suscita en el receptor (como un aullido prolongado) la posibilidad de atisbar sentidos. Y es que la condición de la contundencia no es sólo un golpe certero, la contundencia como fuerza de una revelación abre un portal para que el lector traspase el discurso hacia múltiples horizontes de interpretación. Tras lo anterior ,queda un umbral que trasciende el momento de la lectura, gracias al cual lo dicho por la obra puede permanecer en la experiencia de quien la recibe en diversas formas: como aliento, como reflexión, como asombro y gozo, como conjetura, como interrogante, como medio de comprensión; y así entiendo aquello de que la literatura y el arte transforman al lenguaje y a sus lectores. Pero la contundencia —y entiéndase que no es un simple efecto retórico persuasivo o atractivo (por hermoso u horrible)— pulsa a partir de un lenguaje integrado bajo la lógica una sensibilidad construida, donde intuición, imaginación, comprensión y emotividad han caminado bajo un mismo propósito o a la búsqueda de un mismo misterio. Entonces, la obra así pertrechada, como lo ha observado Barthes, transitará del lenguaje al terreno de la significancia.
Por lo anterior, es importante observar la relación que la imagen, en calidad de ilustración, mantiene respecto al aparato textual y cómo llega a convertirse en ese elemento imprescindible de la narrativa. Para estudiar la estructura multimodal de significantes debe tenerse en cuenta que, como en cualquier lenguaje, dicha estructura contiene un plano de significados denotados y connotados. Pero, además, se ha observado que la construcción del significado en los discursos de carácter artístico no se obtiene sólo por lo explícitamente expresado y aquello a lo que esto refiere, sino que existe una tercera dimensión que parte de dicha estructura para excederla, abriendo nuevos horizontes de sentido y de lectura frente al discurso de la obra. Por lo que se apunta, pues, es necesario encontrar en el discurso del álbum la presencia de un lenguaje redimensionado, fuera de la intención de lo objetivo, lo útil y lo cotidiano. Pues bien, hay en el álbum narrativo determinadas relaciones texto-imagen que muestran mayores posibilidades que otras para acceder a tales dimensiones del lenguaje y la lectura. Antes de pasar a comentarlas, fundaré el comentario sobre el lenguaje redimensionado que caracteriza a los discursos artísticos relacionando los planteamientos de tres autores.
Ricoeur, Barthes y Gadamer: advertir el umbral
El funcionamiento de una dimensión simbólica en el lenguaje artístico, que como un umbral permite el ingreso a nuevas experiencias de lectura, puede observarse a partir de tres planteamientos teóricos provenientes de la filosofía del lenguaje, la semiótica y la estética. Desde los estudios del lenguaje, particularmente en relación con el funcionamiento de los significantes en la obra literaria, se ha dicho que ni en lo literal ni en lo connotado se encuentra la significación completa del lenguaje verbal.
En su texto: “La metáfora y el símbolo” Paul Ricoeur reflexiona al respecto, al observar la existencia de una ambigüedad en el significado que caracteriza al discurso literario y que, particularmente a través de la metáfora, opera un excedente de sentido en las obras. Tal excedente despega a partir de dos esferas del significado en el discurso: lo propuesto y lo referido, es decir, una estructura de significaciones denotadas (o explícitas) pertenecientes al terreno de lo cognoscitivo, y, por otro lado, significaciones connotadas (o implícitas) donde se entraman lo subjetivo y lo emotivo. De tal forma que, en el lenguaje metafórico ambos aspectos operan una relación dialéctica entre sentido literal y sentido figurativo.[11] Por su parte, desde la óptica de la semiótica y al respecto de la imagen, Roland Barthes coincide al observar dos aspectos del significado en el discurso visual, que llevarían a un tercer plano de sentido posible. Distingue una semiótica primera que, desde lo inteligible, nos arroja elementos reconocibles como: colores, figuras, espacios, relaciones entre elementos, etc., a partir de los cuales se configura un sistema de denotaciones visuales o rasgos objetivos de aquello que percibimos, a lo que denomina “sentido obvio”.[12] Y en el segundo nivel del significado, apunta que, gracias a una función retórica de los signos que se emplean, puede captarse el punto de vista de aquello que se muestra en una imagen, es decir el plano de connotaciones, donde se implica lo subjetivo. Y enfatiza que se trata de un sistema de referentes simbólicos, sociales e históricos, de carácter retórico.[13]
Pero en la elaboración artística del lenguaje, donde no se persigue la producción de un discurso a partir de significados preexistentes, sino que las significaciones se avienen a una dimensión no útil ni cotidiana del decir, existe un tercer plano de significación. Ricoeur ha distinguido tal aspecto como una condición de “innovación semántica” que aflora en la “metáfora viva” y que desata un excedente de sentido en las obras literarias.[14] Mientras que Barthes observa tal fenómeno como un añadido, como el surgimiento de una captación poética en el lenguaje, que “hace resbalar la lectura”, algo sin punta de la cual aferrarse para atrapar el sentido de lo expresado, “huidizo”, a lo que, por ello, nombra “lo obtuso”.[15] Mas el matiz entre ambos planteamientos surge en la forma de observar el aspecto emotivo que contiene la esfera referencial del lenguaje (nivel de lo connotado).
Ricoeur cuestiona si lo excedente sigue siendo parte de la significación o si solo pertenece al plano de lo emocional sin aportar valor al discurso. Habla de un “valor cognoscitivo” o condición de “innovación semántica” como aquello que nos dice algo nuevo sobre la realidad y que se duda de que exista en el plano emotivo, puesto que desde los planteamientos de la retórica clásica y la tradición del positivismo lógico se ha contrapuesto el lenguaje cognoscitivo (objetivo) al lenguaje emotivo, señalándose que sólo en lo denotado se encuentra un conocimiento. Así pues, la connotación que es un “entramado de evocaciones emotivas” carece de valor cognoscitivo. La interrogante en Ricoeur es si lo cognoscitivo queda entonces limitado a lo explícito en el lenguaje, llevando tal caso al problema de “la metáfora muerta” que no genera ya nuevos aportes al significado propuesto en las palabras, sino que, como mera sustitución de significados y a fuerza de repetirse, se convierte en uso cotidiano del lenguaje; lo que estaría fuera del campo del arte. Plantea en contrapartida el asunto de “la metáfora viva”, a la que debe entenderse como un fenómeno que afecta a la totalidad del discurso en su interpretación, pues hay en la metáfora una tensión entre significados más que una sustitución, dice Ricoeur: “[…] es más la resolución de un enigma que una simple asociación basada en la semejanza”. En ella, desde el plano cognoscitivo trasciende deliberadamente un significante primario, haciéndolo aparecer en franca contradicción de sentido frente a otro, y es en el proceso de resolver tal contradicción o ambigüedad, cuando la metáfora hace “brotar una nueva relación de sentido”. Se ha rebasado así el uso retórico del lenguaje y la interpretación se abre a la dimensión de lo simbólico.[16] Ricoeur nota en la metáfora y el símbolo una cualidad de una doble articulación semántica y no semántica, sólo que, al estudiar la metáfora a la luz del símbolo, y viceversa, encuentra la metáfora como vehículo que muestra aquello que lo simbólico tiene de semántico, lo que puede ser expresado. Hay, pues, un fondo simbólico en el lenguaje del cual afloran metáforas “vivas”, mientras que en lo no semántico del símbolo se encuentra el poder de simbolizar, de abrir dimensiones más allá de la estructura del lenguaje conocido, donde se ocultan reservas de sentido. Se matiza entonces lo considerado acerca del plano extra-semántico y emotivo, pues reconoce Ricoeur las nuevas configuraciones que develan la innovación semántica y que proyectan, a su vez, las posibilidades, la fuerza y la riqueza de lo subjetivo.[17]
Para Barthes, lo que surge como añadido, no inteligible por completo y que excede incluso a lo referencial, involucra lo emotivo como algo equiparable a una valoración (sobre la belleza o la fealdad, por ejemplo). Desde esta perspectiva, lo emotivo como valoración presenta un matiz distinto a su mención en Ricoeur, en donde aparece como afluente de significaciones en la lógica de lo sensible, cuyo aporte apunta más a la comprensión, que a lo cognoscitivo. Así, cuando Barthes dice que lo obtuso no se ubica dentro de la estructura, pues sin ello “[…] sigue siendo posible decir y leer”, apunta a que su función da voz a lo subjetivo singular en cada acto interpretativo, a partir de lo cual ese decir y leer se transforma. Distanciado de su referente objetivo, lo obtuso resulta una “impertinencia” del significante (aspecto que también observa Ricoeur), por provocar un efecto antinatural de disociación en el discurso que desobedece a lógica de lo común y arriba al terreno de la significancia. En todo caso, la visión de Barthes se pronuncia más radical. Cuando en Ricoeur lo simbólico es fondo de poder que emerge en la estructura del lenguaje literario, en Barthes es lo propicio a la subversión que se manifiesta en el arte, que puede incluso hacer “fracasar” al sentido expresado, pero, particularmente, lo dota de polisemia, puesto que “el tercer sentido nunca se llena” o no se acaba de vaciar nunca.[18]
Observando el fenómeno de la obra artística, y estableciendo los medios conceptuales de una estética filosófica, Gadamer observa el funcionamiento de un trabajo conjunto entre comprensión (como razón) y sensibilidad (como percepción e imaginación) hacia la captación completa de los significantes, determinada siempre por una conciencia histórica que enmarca la visión y la experiencia del arte. La forma integral de lo observado en Gadamer, tiene que ver con que, de origen, se relaciona el trabajo de la significación en el arte con la idea de Platón sobre la tarea del filósofo dialéctico: “Aprender a ver todo junto en lo uno”, que para el pensamiento griego fue la posibilidad de la comprensión de lo bello, la significación de un orden verdadero al cual aspira el espíritu.[19] Así, el surgimiento de un plus añadido en la obra de arte, Gadamer lo observa como la posibilidad de acceder a una compresión espiritual a través de la obra, en un juego libre entre imaginación y entendimiento, donde un significado ha de ser extraído de un reto que la obra lanza. Gadamer señala como un origen de tal fenómeno de exceso al juego, entendido como principio de simbolización, en el que el ser humano es razón o conducta libre de fines (pues se autorregula), más lleno ambición y pasión. Es este principio autónomo del juego, lo que se traslada al lenguaje artístico, según Gadamer, como ejercicio libre de comprensión e identificación de un “algo” interpretable, no visible en forma inmediata, sino a través de una experiencia de búsqueda e interpretación entre la obra y su receptor, un proceso donde el receptor debe llenar espacios que la obra deja, siguiendo evocaciones lingüísticas, visuales, auditivas, que necesariamente deben leerse más allá de lo evidente para arribar al punto donde “el todo” converge hacia un significado evocado. En el arte “siempre hay un trabajo de reflexión, un trabajo espiritual” para arribar a la significatividad, dice Gadamer emparentándose con Barthes respecto a la significancia. Trabajo donde no va la intelección por un lado y la sensibilidad por otro, sino “todo junto en lo uno”.[20]
En tal sentido los tres autores señalan el aporte que representa el arte frente a la reintegración de las facultades humanas, ese asunto que en diferentes momentos y visiones se ha tratado de abarcar a resultas del desajuste entre principio de placer y principio de realidad (siguiendo a Freud), o la “nostalgia de consumación total” como necesidad a la que el arte responde en la idea del poeta Friedrich G. Klopstock y que atañe al mismo asunto: la conjunción de facultades sensorial e intelectual, sin que una relegue a la otra, la aspiración a la realización integra del hombre.[21] Por tanto el remitir simbólico al que invita el arte es la búsqueda de algo oculto que la obra tiene algo por decirnos. Y puesto que el intelecto no lo puede absorber por completo —coinciden los tres autores— obliga a una lectura interrogativa del significado. En síntesis, este tercer sentido, a decir de Barthes, tiene la cualidad de provocar una lectura distinta, frente a lo inédito del lenguaje.
Finalmente, y respecto a la valoración del lenguaje del arte dentro del libro-álbum en los planos de significado comentados, que de hecho funcionan juntos, puede existir una fluctuación, es decir, un mayor pronunciamiento de uno u otro, de acuerdo con las propiedades y alcances de cada discurso, por lo que a su vez cada libro resultará más o menos proclive a brindarnos el acceso a la dimensión de la significancia. Este aspecto es particularmente detectable cuando las relaciones texto-imagen funcionan en relación sinérgica y sostienen en igualdad de importancia un propósito narrativo. Tal cualidad del discurso puede observarse dentro del álbum en rasgos como: las ambigüedades entre texto e imagen, los efectos de disociación o contradicción entre los códigos que dan lugar a la ironía o lo absurdo, el diálogo entre imágenes y textos como una polifonía narrativa o el contrapunto de perspectivas entre los agentes que cumplen el papel de narrar la historia.
Entre palabras e imágenes: estilos de interacción multimodal
Al presentar diversas formas de interacción texto-imagen, el álbum reta el lector a relacionar e interpretar los significados expresados entre ambos códigos. Según el grado de complejidad que presente dicha interacción, para arrojar un sentido global de lo narrado, aumentará el nivel en que el libro interroga al lector y en que éste se implica con el libro. Como se ha expuesto, este aspecto marca acentos importantes en cuanto al valor artístico del libro-álbum y lo distingue del libro ilustrado en general, sobre todo en relación con la importancia que cobra la imagen como elemento narrativo. Al respecto, las variantes de relación entre palabras e imágenes han sido observadas por diversos investigadores del álbum y nombradas de distintas maneras. En muchos casos las visiones coinciden y se decantan por tres tipos fundamentales de relación texto-imagen. Tras una revisión de lo aportado por once especialistas,[22] expongo a continuación los tipos de interacción que agrupo como: rasgos estilísticos de interacción multimodal, de acuerdo con el aporte que la ilustración realiza frente al texto. Pero antes acoto lo siguiente: la delimitación sobre lo que es o no un libro-álbum no es un asunto cerrado. Existe al respecto una discusión sobre la dificultad de llegar a su definición o caracterización, debido a su heterogeneidad,[23] mas, la óptica de sus consideraciones estilísticas brinda la posibilidad de reconocer los grados en que su lenguaje, y el de la ilustración en particular, llega a formular un discurso dual, es decir, que cumple con ciertas expectativas de una categoría de libros: el libro-álbum. En este aspecto, se puede hablar de distinguir señales básicas del estilo empleadas intensiva o gradualmente, o bien, combinadas con otros rasgos, dentro del álbum:
- Estilo de redundancia: el texto puede comprenderse sin la imagen, en tanto que esta replica la misma información que aporta el texto. 2. Estilo de complementariedad: el texto se comprende sin la imagen parcialmente, pues la imagen clarifica o extiende significados del texto: recrea lo narrado, aporta atmósferas, enmarca sentidos (crea contextos), brinda un tono poético, lúdico o cómico, crea preámbulos al texto, o bien, la imagen narra algunas partes de la historia. 3. Estilo de sinergia: ninguno de los códigos es prescindible para el propósito narrativo. Además de la simbiosis que implica la asociación de imagen y texto para obtener un provecho mutuo (clarificarse, ampliarse, resaltarse), se observa que la sinergia apunta a la cooperación de texto e imagen en forma imprescindible para obtener un tercer resultado (construcción mental) hacia la interpretación del sentido. La sinergia dispara un efecto más allá de los códigos, y a partir de esta relación, que torna complejo al discurso del álbum, se pueden observar diversas variantes de contrapunto entre lo expresado en palabras y lo propuesto en imágenes, como: polifonía de líneas narrativas, contrapunto de perspectivas, disparidad o contradicción de sentidos que dan lugar a la ironía, y contrapunto entre distintas relaciones y estilos semióticos dentro de un mismo discurso narrativo.
Fuera de estas observaciones existe una variante más, donde la imagen asume por completo la tarea narrativa, en tal caso puede decirse que se está frente a una narración en imágenes o bien, ante un libro-álbum de imágenes, donde el texto se reduce a comunicar el título de la historia y el discurso se aleja de lo multimodal, aspecto que no se observa en el presente texto. Sobre el estilo de redundancia, cabe mencionar lo siguiente: la duplicación de información entre texto e imagen no es considerada como posible por algunos autores, según lo comenta Silva-Díaz que, por su parte, sostiene que no puede existir una relación de simetría entre los códigos, dadas las diferencias específicas de cada uno, por lo que observa una interacción entre ambos lenguajes donde el significado siempre se expande.[24] Considero, sin embargo, que la reiteración de lo expresado en palabras por la imagen sí es posible (desde su lenguaje), cuando la ilustración no persigue un objetivo (expresivo o comunicativo) distinto al emitido por el texto. La imagen en estos casos suele operar como recurso atmosférico, pero, en lugar de dialogar con el discurso narrativo del texto, gira sobre lo ya dicho. Lo que no demerita sus valores gráficos, solo los pone en el camino de reiterar significados, más que en el de abrirse a nuevas implicaciones de sentido. Ahora bien, David Lewis ha observado que es necesario considerar la variante de flexibilidad dentro de un mismo libro, pues un álbum puede presentar diversas relaciones a lo largo de la narración, por ello, junto a un rasgo estilístico multimodal pueden encontrarse rasgos estilísticos acompañantes, dentro de un mismo álbum.[25]
Ejemplos de interacción multimodal
En el libro-álbum Olivia de Ian Falconer (FCE, 2001), la narración en general presenta estilo de redundancia. Salvo por las primeras páginas donde la imagen presenta a Olivia y algunos detalles de su personalidad, en el discurso de este álbum lo dicho por el texto es continuamente replicado por la ilustración. Por ejemplo, cuando el texto dice: “Olivia vive con su mamá, su papá, su hermano, su perro, Perry, y Edwing, el gato.”, en efecto vemos todo ello cabalmente retratado en la ilustración. En la página contigua se describen hazañas cotidianas que realiza Olivia: “Por la mañana, después de que se levanta y carga al gato, y se lava los dientes, y se peina las orejas, y carga al gato,” y en el mismo orden de hechos se muestran las ilustraciones correspondientes a dichas acciones.
Como rasgo acompañante se observa la complementariedad en cuatro páginas dentro de la narración, donde las ilustraciones completan una acción o idea previamente expresada por el texto. Por ejemplo, la imagen mostrada más arriba opera como respuesta a una pregunta emitida por el texto en la página anterior a ella, donde se muestra a Olivia en un museo observando la pintura “Ensayo de un ballet en el escenario” de Edgar Degas. El texto, en dichas páginas dice: “En días lluviosos, a Olivia le gusta ir al museo. Va directo a su pintura favorita. Olivia la mira durante largo rato. ¿Qué está pensando?”. Y en la página siguiente, la ilustración que aquí se mostró se arroja como respuesta, ante los ojos del lector.
El álbum Gorila de Anthony Browne (FCE, 1991), presenta un estilo de complementariedad donde lo narrado por el texto, casi en su totalidad, puede ser comprensible por sí mismo, más el tono y los detalles de las ilustraciones constantemente enmarcan y extienden los significados del texto. Esto puede verse en la primera doble página del álbum, donde el texto dice: “A Ana le gustaban mucho los gorilas. Leía libros sobre gorilas. Veía programas en la televisión y dibujaba gorilas. Pero nunca había visto un gorila de verdad. Su papá no tenía tiempo para llevarla a ver gorilas al zoológico. Nunca tenía tiempo para nada”. Mientras tanto, dos ilustraciones muestran el contraste y la distancia entre los mundos de los personajes enunciados, expresados en la gama tonal colorida y cálida en que se presenta a Ana, frente a la escena de colores fríos en que se muestra al padre en la cocina, donde además, la composición no solo acentúa la sensación de distancia entre los personajes, sino también nos permite ver relegada a la niña en el plano inferior de la imagen, mientras el padre ocupa el plano medio y superior, sin establecer contacto con ella. La idea de mundos separados se sugiere también mostrando dos ilustraciones donde los personajes están absortos en su propia lectura.
Como rasgo acompañante, la sinergia aparece en cinco ilustraciones a lo largo de la narración. En la imagen superior se narra lo que el texto ha dejado en suspenso cuando Ana, decepcionada por recibir de su padre un gorila de juguete y no un paseo al parque como regalo de cumpleaños, tira al gorila en un rincón de su habitación. El texto narra: “Ana arrojó al gorila a un rincón, donde estaban sus otros juguetes, y se volvió a dormir. Durante la noche sucedió algo sorprendente”.
En el álbum Camino a casa de Jairo Buitrago y Rafael Yockteng (FCE, 2008), el estilo de sinergia se presenta casi en la totalidad del discurso. Las imágenes operan constantemente como contrapunto narrativo y contextual del texto, último que da voz al personaje central de la historia. Sin las ilustraciones, por ejemplo, no sabríamos quién dice lo que se dice, ni a quién se lo dice, ni por qué se lo dice. El texto que se integra a la primera doble página (en el extremo superior izquierdo) es el siguiente: “Acompáñame de vuelta a casa”, dejando al lector realizar las asociaciones correspondientes.
En la ilustración que se muestra más abajo se explota la disparidad de significantes. Mientras la voz narrativa en el texto sentencia “ya no tenemos crédito”, la imagen de un tendero despachando dos bolsas repletas de víveres nos muestra lo contrario. Tal efecto, en que texto e imagen se contradicen, aporta un tinte de ironía y humor a la escena, y a la historia de esta niña que busca encontrar un remedio para la realidad adversa en las añoranzas de un compañero protector.
Así, a lo largo del álbum, el texto expresa los pensamientos y anhelos del personaje narrador, al que puede identificarse como la niña, gracias a las ilustraciones. En el álbum también se presentan rasgos de complementariedad cuando la imagen funciona también para describir un contexto narrativo (de hecho, muestra un contexto social) y arroja consecuencias e implicaciones simbólicas frente al texto. Como puede observarse en la secuencia final y en la última ilustración que, ya sin texto, concluye la historia revelando un elemento clave para la construcción global del sentido. El texto enuncia: “Puedes irte de nuevo, si quieres” (y en efecto vemos que el león se va), “pero vuelve cuando te lo pida.” (y la imagen aporta un contexto familiar). Se concluye con la ilustración del retrato familiar (que opera como pista narrativa), frente al que la niña ha depositado la flor que ofreció al león en el inicio del libro.
En conclusión, como ha podido observarse, la interacción multimodal en sinergia promueve un involucramiento activo e interrogativo del receptor y, por ende, una experiencia estética de lectura que no se agota en la inmediata respuesta ante los estímulos de textos e imágenes, sino que resulta un rodeo (operación simbólica) donde el pensamiento perceptivo e imaginativo camina hacia nuevos sentidos brotando entre las páginas del libro. Sirvan las consideraciones aquí anotadas para seguir explorando el valor que aguarda tras el lenguaje del álbum.
Bibliografía
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- Bravo-Villasante, Carmen, “Introducción al ‘Struwwelpeter’” en Heinrich Hoffmann, Pedro Melenas, Mallorca, José J. de Olañeta, 1987, pp. 9-32.
- Browne, Anthony, Gorila, México, Fondo de Cultura Económica, 1991.
- Buitrago, Jairo y Yockteng, Rafael, Camino a casa, México, Fondo de Cultura Económica,
- Chambers, Aidan, Escritos sobre la literatura y los niños, México, Fondo de Cultura Económica, 2008.
- Doonan, Jane, “El libro-álbum moderno” en El libro-álbum: invención y evolución de un género para niños, Caracas, Banco del Libro, 1999, pp. 35-57.
- Falconer, Ian, Olivia, México, Fondo de Cultura Económica,
- Gadamer, Hans-Georg, La actualidad de lo bello. El arte como juego, símbolo y fiesta, Barcelona, Paidós / ICE-UAB, 2010.
- Greene, Ellin, “Los libros-álbum de Randolph Caldecott: la invención de un género” en El libro-álbum: invención y evolución de un género para niños, Caracas, Banco del Libro, 1999, pp. 13-20.
- Iglesias, Severo, Estética o teoría de la sensibilidad, Morelia, UMSNH, 1994.
- Ricoeur, Paul, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, México, Siglo XXI / Universidad Iberoamericana, 2011.
- Salisbury, Martin, Ilustración de libros infantiles, Barcelona, Acanto, 2011.
- Silva-Díaz Ortega, María Cecilia, Libros que enseñan a leer: Álbumes metaficcionales y conocimiento literario (Tesis doctoral), Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona: Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura y de las Ciencias Sociales,
- Tatar, Maria, Los cuentos de hadas clásicos, anotados, Madrid, Crítica, 2004.
Notas
[1] Tatar, Los cuentos de hadas clásicos anotados, ed. cit., p. xIx.
[2] Ibídem, pp. 355-368.
[3] Bravo-Villasante, “Introducción al ‘Struwwelpeter’”, pp. XI, XVI-XVIII.
[4] Tatar, op. cit., p. 366.
5 Ibídem, pp. 366-368.
[6] Greene, “Los libros-álbum de Randolph Caldecott: la invención de un género”, ed. cit., p. 17.
[7] Según lo han mencionado Green en “Los libros-álbum de Randolph Caldecott…” y Salisbury en Ilustración de libros infantiles, ed. cit.
[8] Doonan, “El libro-álbum moderno”, ed. cit., pp. 35-36.
[9] Chambers, Conversaciones. Escritos sobre la literatura y los niños, ed. cit., pp. 39-40.
[10] “Lo mejor de dibujar para los niños es que se pueden dejar volar libres la imaginación y la fantasía, y que siempre hay lugar para el humor e, incluso, el patetismo, con la seguridad de que será capaz de comprenderlos el eterno sentido de lo maravilloso y lo romántico en el corazón infantil, un corazón que, por suerte, en algunos casos no crece ni envejece nunca” Walter Crane apud Tatar, op. cit., p. 368.
[11] Ricoeur, Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido, ed. cit., pp. 58-59.
[12] Barthes, Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos y voces, ed. cit., pp. 58-62.
[13] Ibídem, pp. 14-17, 25-26.
[14] Ricoeur, op. cit., p. 65.
[15] Barthes, op. cit., pp. 57-59.
[16] Ricoeur, op. cit., pp. 59-65.
[17] Ibídem, pp. 58-59, 67-82.
[18] Barthes, op. cit., pp. 67-73.
[19] Gadamer, La actualidad de lo bello. El arte como juego, símbolo y fiesta, ed. cit., pp. 46-52.
[20] Ibídem, pp. 62-68, 73-75, 86, y 96.
[21] Iglesias, Estética o teoría de la sensibilidad, ed. cit., pp. 28-31.
[22] Los autores revisados al respecto de las relaciones texto-imagen son: Teresa Colomer, Joanne Golden, Bettina K-Meibauer, María Cecilia Silva-Díaz, M. Nikolajeva y C. Scott, José Rosero, David Lewis, Perry Nodelman, Martin Salisbury, Uri Shulevitz, Lawrence Sipe, y Sofía Van der Linden.
[23] Silva-Díaz, “Libros que enseñan a leer: Álbumes metaficcionales y conocimiento literario”, ed. cit., p. 48.
[24] Ibídem, p. 49.
[25] Ibídem, p. 47.
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