La subjetividad ante la muerte

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Resumen: En este trabajo se presenta una reflexión psicoanalítica sobre la trascendencia que adquiere la simbolización de la muerte para la Cultura y la subjetividad. Se relaciona tal fenómeno con el registro de lo real, con el falo y con el pensamiento de Georges Bataille.

Palabras clave: Psicoanálisis, Bataille, pulsión, real, falo.

 

Abstract: This paper presents a psychoanalytic reflection on the importance that the symbolization of death acquired for the culture and the subjectivity. This phenomenon is related to the register of the real, with the phallus and the thought of Georges Bataille.

Key words: Psychoanalysis, Bataille, drive, real, phallus.

 

 

La muerte es gestora del género de la paradoja: constituye la única seguridad con la que contamos como animales parlantes aunque de ella, en estricto sentido, nada sabemos. Puede decir que la Cultura existe y perdura en relación a que sus miembros la edifican en gran medida a partir de la simbolización de la muerte, es decir, su edificación es una barrera ante la marea picada de las tinieblas. Sin embargo, y como ya se recién se insinuaba, de la muerte no podemos hablar sin despegarnos de suposiciones por siempre destinadas a nunca levantar el vuelo de su propia alquería. Cuando intentamos hablar de la muerte no podemos más que trabajar bajo el comando de lo imaginario; no podemos dar cuenta de aquello que nos motiva en nuestras intenciones y en nuestras turbaciones más devastadoras.

Es claro que si el sujeto del discurso existe es porque la muerte lo habita. De tal forma que se puede hablar de lo que se quiera, y más o menos acertar ciertas coordenadas estables, pero ese ejercicio se muestra inhabilitado cuando el sujeto se enfrenta con su inexorable destino, con lo que Bataille llama su “acabamiento” o “continuidad”. Parafraseando a Lacan: por muy placentero que resulte, no se puede hablar de lo indecible, no se puede hablar de la muerte (1992: 54). A esta paráfrasis habría que hacer una acotación: hablar de la muerte no puede resultar placentero, a menos que se hable de ello con el confort académico o con la reducción biologicista del médico; hablar de la muerte, enfrentarse a ella, no puede más que resultar gozoso, pues hay allí, en ese conato dialéctico entre la palabra y su límite, una derrota anunciada para el verbo, un placer que conduce a un dolor inaudito, en tanto que tal diálogo “empieza con las cosquillas” y “acaba en la parrilla.” (Lacan, 1992: 77) Tocar a la puerta del reino de la muerte conlleva la apuesta de profanar el reino del tabú

. Siendo así, apostar a sentar una palabra justa para los mantos del fin de la existencia, convierte a su ejecutor en un personaje funesto en tanto que emprende su marcha bendecido por el fatalismo.

Por lo común, se piensa que la vida es aquello contra lo que la muerte atenta, o sea, se piensa que la normalidad del devenir de una existencia se halla en su halo vital, al que se antepone como un mal augurio la expiración. Nada más equivocado, y nada más original de la inclinación por abstraerse del crimen simbólico. Con fidelidad, puede decirse que la muerte es la continuidad mientras que la vida es lo discontinuo: la vida es la ruptura del orden cósmico, pues lo que persiste hasta el infinito es la muerte. En ese sentido, es que puede sostenerse que la vida es la anormalidad del universo. Esto es algo que el psicoanálisis constata en la realidad de aquel ser único en tener consciencia de su perecer futuro: el sujeto.

Todo sujeto al ser introducido dentro de la vivacidad del símbolo, queda irremediablemente enfrentado a una alternancia entre lo vivo y lo muerto, queda pues, sometido a su finitud en pro de la infinitud. Como lo indica Lacan: “Desde el momento en que el ser humano habla, estamos perdidos, se acabó esa perfección, armónica, de la copulación, que por otra parte es imposible ver en ningún lugar en la naturaleza.” (1992: 34) Este hecho que marca la división subjetiva, introduce en la existencia del un dejo de anhelo por romper con aquello que lo limita en su satisfacción. A ese elemento inadaptable, inclinación hacia lo indiferenciado, se le conoce como pulsión de muerte, o simplemente, “pulsión”, como acertadamente lo señala Braunstein (1999). Tal pulsión es aquello que se opone a una homeostasis idílica en la economía libidinal del sujeto, y es aquél pedazo de muerte que lo lleva hacia una vida turbulenta.

La pulsión de muerte es lo real en la medida en que solo se lo puede pensar como imposible. Es decir que cada vez que asoma la punta de la nariz, es impensable. Abordar este imposible no podría constituir una esperanza, puesto que este impensable es la muerte, cuyo fundamento en lo real implica que no pueda ser pensada. (Lacan, 2006: 123)

 

Por lo tanto, la pulsión es el bastión energético de lo real, en el sentido que constituye su fuerza acéfala, y en el sentido de que apunta a un más allá del principio del placer. Por ello, es que la muerte es en sí “el primer tiempo del mundo”. Empero, es visible que ante esa angustia: “Nos negamos que la vida es un ardid ofrecido al equilibrio, que toda ella es inestabilidad y desequilibrio, que ahí se precipita.” De tal forma que: “La vida es un movimiento tumultuoso que no cesa de atraer hacia sí la explosión.” (Bataille, 2005: 63) En palabras de Lacan: “La vida de la que estamos cautivos, vida esencialmente alienada, ex–sistente, vida en el otro, está como tal unida a la muerte, retorna siempre a la muerte.” (1983: 348) Es decir: el sujeto es correteado por una tendencia a la muerte de la que no puede disociarse.

Hay pues en la subjetividad la convivencia de una antítesis entre una parte dionisiaca que atenta contra la estabilidad, y una voluntad que podemos llamar apolínea en tanto está signada por la precaución de caer excesos. La clínica psicoanalítica muestra que parece ser que las tendencias destructivas suelen imponerse de manera inexorable: no hay quien no se pierda eventualmente ante la tentación del goce, y con ello, dé rienda suelta a impulsos destructivos que se vinculan estrechamente con la pulsión, con la tendencia hacia la muerte. “Dos cosas son inevitables: no podemos evitar morir, y no podemos evitar “salir de los límites”. Morir y salir de los límites son por lo demás una misma cosa.” (Bataille, 2005: 146) Siendo así, habría que pensar que la manifestación de la violencia, de la cual nuestra cultura posmoderna nos otorga un amplio y renovado abanico, no sólo son producto del ardor de imponer una intención dada sobre el otro o una simple respuesta ante el sentimiento de ser contravenido, pueden ser eso, pero siempre son además fuentes de goce. Transgredir es gozar, y si en este tenor, aceptamos que no hay sujeto que no goce, aun cuando se reprima de manera ejemplar (pues de hecho en esa represión está su goce) sin tapujos se puede afirmar que todo sujeto es trasgresor, o sea, es dionisiaco.

Existen campos de lo humano que nos pueden apoyar en tal afirmación: el sexo y la adicción. En tales actividades que pueden ser calificadas de distintivos de la humanidad a lo largo de las eras, impera una tentación por acercarse en carne propia al terreno oscuro de Dionisio. De no ser así, no podría explicarse la imposibilidad de ciertos sujetos por apartarse de la utilización de algunas substancias más allá de que le insinúen acabar con su cuerpo y deterioren su dimensión deseante. Es común escuchar que el adicto se queja ante el placer extremo que le produce su sustancia, pero también es visible que no por ello deja de recurrir a ella. De no ser porque hay cierto poder interno en el sujeto ante el que le es difícil resistirse, tampoco podría ser comprendida la existencia de la perversión en la sexualidad. De hecho, tal vez sea en la sexualidad en donde nadie puede pretenderse abstraído de la muerte, pues la sexualidad es per se un deseo de trasgresión de los límites que prohíben el goce.

Llevando un poco más lejos la reflexión, puedo deducir que la insistencia de la pulsión traducida en actos que convocan al goce, es una intentona por borrar la castración del Otro, y en suma, la propia castración. Si por castración entendemos la limitación del goce, puesto que ese goce confluye con la muerte y barre el lazo social, podemos pensar que la pulsión es una voluntad por eliminar tal interdicto. Por lo tanto, se demuestra una vez más que no hay Cultura del bienestar sino todo lo contrario: la existencia de la Cultura implica elevar al rango de la normalidad la tentación por romper la Ley. A este respecto, ese gran pensador del exceso y de lo acéfalo que fue Georges Bataille nos dice: “Sólo alcanzamos el éxtasis en la perspectiva, aun lejana, de la muerte, de lo que nos destruye.” (2005: 273)

Resulta así evidente la relación que hay entre esa aportación de Lacan llamada “lo real” y la muerte: ambos se ubican fuera del orden de las cosas, al menos, se hallan fuera de toda legislación. Se me ocurre así decir que, lo real, es la voz muda de la muerte infalible que habita a cada cual. Tal vez no haría falta redactarlo, pero aún escribo: lo real es la constancia de un silencio fecundo, como la muerte es la constancia de un accionar del mismo orden. En otras palabras, la hermandad de lo real con la muerte está determinada por su mutua imposibilidad de ser inscritos en lo simbólico, además de que escapan a toda representación imaginaria. Volvamos a Lacan:

Hablo de lo real como imposible en la medida en que creo justamente que lo real –en fin, creo, si es mi síntoma, díganmelo-, lo real es, debo decirlo, sin ley. El verdadero real implica la ausencia de ley. Lo real no tiene orden. Esto es lo que quiero decir cuando digo que lo único que tal vez un día llegue a articular ante ustedes es algo que concierne a lo que llamé un fragmento de real. (2006: 135)

 

De aquí que cuando sufrimos la muerte de un ser querido la constancia de la Ley que nos habita quede suspendida, sometiéndonos a un estado de absoluto sin sentido. La muerte nos demuestra la debilidad del símbolo para dar respuesta que valga ante lo abrupto del fin del latir del ser querido.

La muerte evoca el silencio y a él nos convoca; ante su presencia la palabra revela su insuficiencia. Insuficiencia frente a aquello que puede definirse como paradigma de lo innombrable, de lo que escapa al campo de lo articulable en el lenguaje; paradigma de eso que Lacan llama lo real y define como lo imposible, imposible de escribir en el orden simbólico. (Gerber, 2008: 149)

Ante ese silencio aturdidor emanado de la muerte, el vivo que sufre a su muerto, es alcanzado por una atemporalidad y por un horror inaudito. En tal sentido, la muerte una vez que ha reclamado lo que le es suyo, y ha borrado toda subjetividad del organismo, constata que un cuerpo no es nada sin los maquillajes simbólicos que lo encubren, a la vez que señala el destino final de cada ser viviente en su pronta quema o putrefacción. El rito del entierro de los muertos, para muchos uno de los factores de inicio de la cimentación de la Cultura es así el trabajo ritual de restauración del orden simbólico. Velar al muerto implica no sólo darle un lugar simbólico al cuerpo más allá de su deceso sino, y ante todo, es un trabajo evidentemente en beneficio de los vivos, cuya intención es la de taponar el fluido de lo real. Se trata de poner sobre el horror del vacío un velo fálico.

Cuando se produce la pérdida de un objeto cuyo valor radicaba en ocultar de alguna manera la pérdida fundante, el trabajo del duelo consiste esencialmente en recubrir con el velo fálico el objeto horrible que en ese momento despunta. (Gerber, 2008: 152-153)

Recordemos que el falo es aquel significante que impide que el goce del ser fluya volviendo loco textualmente a quien lo sufre. La muerte es capaz de volvernos locos, en tanto nos remite a una nada en donde la presencia de la Cosa borra la cadena que regula la nominación de las cosas. En otros términos, la muerte trae consigo la reactivación del Deseo de la Madre, en relación a que dicho deseo está comprometido con la clausura del sentido y con el fluido gocero. Más claro:

El deseo de la madre no es algo que pueda soportarse tal cual, que pueda resultarles indiferente. Siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a picarle de repente y va y cierra la boca. Eso es el deseo de la madre.

De tal forma que el falo “está ahí, en potencia, en la boca, y eso la contiene, la traba (…) Es el palo que te protege si, de repente, eso se cierra.” (Lacan, 1992: 118) Así, lo que la muerte corroe además del organismo del fallecido, es el poder fálico, o sea, la significación del mundo que nos permite no caer en la locura. Por eso es que el trabajo del duelo es un trabajo de reconstitución, de erección de ese significante estructurante de toda cadena simbólica que es el falo.

El falo tiene que hacer pantalla a la verdad para que ésta no salga a la luz porque, como lo señala Nietzche, “bajo la influencia de la verdad contemplada el hombre no percibe ya por todas partes más que lo horrible y lo absurdo de la existencia.” (Gerber, 2008: 154)

Si como Lacan lo repitió varias veces, la verdad siempre es no-toda, pues no puede ser dicha íntegramente, la muerte es la presencia de la verdad y por eso ante su presencia real las palabras siempre faltan o sobran… como mejor se quiera.

 

Referencias Documentales

Bataille, G. (2005) El erotismo. Tusquets, México.

Braunstein, N. (1999) Goce. Siglo XXI, México.

Freud, S. (2003) Tótem y tabú. En Obras Completas, t. XIII, Amorrortu, Buenos Aires.

Gerber, D. (2008) De la erótica a la clínica. El sujeto en entredichoLazos, Buenos Aires.

Lacan, J. (2006) El sinthome. El Seminario libro XXIII (1975-1976). Paidós, Buenos Aires.

Lacan, J. (1992) El reverso del psicoanálisis. El Seminario libro XVII (1969-1970). Paidós, Buenos Aires.

Lacan, J. (1983) El Yo en la teoría de Freud y en la técnica  psicoanalítica El Seminario libro II (1954-1955)Paidós, Buenos Aires.