Nunca ha sido suficiente una buena voluntad, o un método elaborado, para aprender a pensar; no basta con un amigo para aproximarse a lo verdadero.
Deleuze.
I
Creemos, que si bien, la vasta obra foucaultiana es, por su extensión y heterogeneidad, imposible de atrapar, de clasificar, de categorizar, intentos que por demás han sido realizados por profundos conocedores de su trayectoria intelectual y que no tendría mucho sentido desafiar, hay en ella algunos impulsos y rasgos constantes que secretamente la animan y que hacen de ella uno de los trabajos imprescindibles de la filosofía actual, no sólo por la originalidad silenciosa y modesta, en parte, anónima de los planteamientos que se arremolinan, como una sombra y por encima de ella, sino también por el conjunto de tradiciones que la cruzan y que la vuelven el lugar de encuentro de uno de los panoramas filosóficos más complejos del siglo veinte.
Tal vez sea también por esa multiplicidad que lo habitó, que Foucault haya recusado con tanta vehemencia la función de autor, no sólo en los escritos que de manera específica dedicó a dicho tema, sino en cada vez que se le pidió signar cada uno de sus pensamientos. Así pues, el propósito de este trabajo es atisbar o indicar, no sin dudar al mismo tiempo, las directrices genealógicas que podrían orientar la búsqueda de sus filiaciones y de sus fobias, el juego de fuerzas que en la distancia lo posibilita y lo disuelve, la genealogía, si se quiere, de algunas huellas que han marcado la superficie móvil de esa obra en proceso continuo.
Hacer, si se nos permite la imagen, del pensamiento foucaultiano el relámpago de luz que nace desde el corazón mismo de la obscuridad y que la ilumina, la desgarra y que le dona la potencia de su vida completa en el mismo instante en que muere y se confunde con ella nuevamente. La indicación, en particular, que hace de Foucault un pensador original, pero que a la vez depositario de una tradición que intentó oponer a las dialécticas de la historia el devenir azaroso del pensamiento trágico que llevó hasta el límite la lucha transgresora contra el hegelianismo que permeó la Francia de principios del siglo veinte, y que al hacerlo, abrió para sí misma y para nosotros, la posibilidad de entregarnos al sacrificio de nuestro propio saber, relanzándonos con ello de manera renovada al vértigo del pensamiento.
II Bataille
No soy un filósofo, sino un santo, tal vez un loco
G. Bataille
Durante la década de 1930 Alexandre Kojève ofreció en la Escuela de altos estudios de París, un conjunto de cursos que fueron recopilados por Raymond Queneau y publicados en 1947 bajo el título Introducción a la lectura de Hegel. Dichos cursos tuvieron una gran influencia entre el conjunto de intelectuales franceses de su tiempo, entre los cuales se encontraban G. Bataille, Raymond Aron, P. Klossowski, Jacques Lacan y algunos otros, influencia que se acentuó, entre otras causas, debido a que no sería, sino hasta 1939 y 1941 que Hyppolite hiciera la primera traducción al francés de La fenomenología del espíritu que aparecería en dos tomos, editada por Aubier-Montaigne. En sus cursos, Kojève traducía y comentaba amplios pasajes de la Fenomenología del espíritu para sus alumnos, y varios de ellos, mantuvieron con él intensas discusiones sobre los límites y alcances del pensamiento hegeliano. En particular, G. Bataille discutió con gran interés temas concernientes al pensamiento hegeliano, tales como el fin de la historia o la muerte en la dialéctica del amo y el esclavo. La impronta hegeliana en el pensamiento batailleano es clara, al punto de que éste afirmara de Hegel ser no sólo la cumbre, sino la condición del pensamiento filosófico posterior a él
. No obstante, si para Bataille todo ejercicio filosófico debía tomar en cuenta la ineludible presencia de Hegel, esto no significaba que todo pensamiento fuera posible sólo bajo el dominio claro del pensamiento hegeliano; es decir, si para Bataille era muy claro que la presencia de Hegel era imposible de esquivar para todo filosofar que viniera después de él
, era necesario entonces ir, a través de él, a la búsqueda de un pensamiento diferente, buscando la estrategia que escapara al juego indomeñable de la negatividad dialéctica. De ahí que Bataille afirmara: “Hegel no supo hasta qué punto tenía razón”. De tal forma, la empresa batailleana puede ser comprendida en gran medida como la tentativa de hacer violencia a la presencia de Hegel y sus redes infinitas, empresa por demás titánica ya que, como afirma Derrida, ya hablar es darle la razón
. Parte de la compleja y múltiple estrategia batailleana, consistirá pues en liberar el lenguaje del trabajo de representar y, con ello, hacer de él otra cosa que el lugar en el que la conciencia representa y se-representa. Esto implica, pues, el descentramiento no sólo del lenguaje con respecto de la consciencia, sino de la consciencia misma y, con ello, la puesta en cuestión de toda experiencia de un afuera, de un exterior que ya murmura un sentido. Por el contrario, para Bataille, La experiencia interior, texto mayor en la obra batailleana, no será un retorno a la meditación o a la confesión que tenga como propósito la elaboración de la intimidad, sino la erosión del pensamiento que se expone, ocioso y sin tentativa de reconciliación consigo mismo, al devenir de un lenguaje liberado de su función representacional, de su trabajo, y conducido entonces, no a la elaboración del saber como una internalización que la consciencia elabora de un afuera, sino al límite de un no-saber que surge del límite que ella misma es. De ahí que Bataille, adoptando la interpretación del fin de la historia que Kojève hacía en su lectura de Hegel, fin, que entre otras cosas, implica la pasividad de la consciencia, afirme en una de las cartas dirigidas a su joven maestro:
Si la acción (el <
III Foucault
No me considero filósofo…
M. Foucault
Ha tocado a Foucault y a toda su generación ser el laberinto y el acantilado, en el que los gritos de Nietzsche, Artaud, Bataille, Blanchot y Klossowski resuenen repetidamente, pero también han llevado en suerte ser los depositarios de una formación académica dominada por Hegel, Husserl y Heidegger, la denominada “generación de las tres H”, que pronto se verá contestada por Nietzsche, Freud y Marx, los así llamados, pensadores de la sospecha. En una larga entrevista concedida al periodista italiano Duccio Trombadori, Foucault elabora un recuento de las tradiciones en las que se reconoce y en ella expresa la confluencia de dos de sus múltiples formaciones:
No me considero filósofo. Aquello que hago no es ni una forma de hacer filosofía, ni de sugerir a los otros cómo hacerla. Los autores que con mayor importancia me han, no diré formado, sino que me han permitido desplazarme respecto a mi formación universitaria han sido personas como Bataille, Nietzsche, Blanchot, Klossowski, que no han sido filósofos en el sentido institucional del término […]. Aquello que más me ha impresionado y fascinado de ellos, y que les ha conferido la capital importancia que tienen para mí, es que su preocupación no era la de la construcción de un sistema, sino la de una experiencia personal. En la universidad, por el contrario, fui entrenado, formado, compelido al aprendizaje de esas grandes maquinarias filosóficas denominadas hegelianismo, fenomenología.
Las filiaciones que Foucault reconoce en dicha entrevista van todavía más lejos, sin embargo, detengámonos un instante este juego de genealogías y meditemos la afirmación que encabeza el párrafo recién citado. Sabemos que en repetidas ocasiones Foucault se niega a ofrecer de su obra y de sí mismo un perfil de contornos claros que pode el follaje que crece abruptamente a partir de ellos, negación que se hace más tajante cuando ha desenmascarado a una voluntad de verdad que no se detiene, en nombre de esa verdad misma, frente a nada: “Más de uno como yo, sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quien soy, ni me pidan que permanezca invariable”
, no obstante, nos parece que la negativa a reconocerse como filósofo no queda sólo en la intención de ocultarse a esa voluntad de verdad, sino, a una voluntad de saber : ¿qué significa, más allá del trabajo que siempre le costó a Foucault reconocerse a sí mismo como algo definido, más allá de la distancia que siempre interpuso entre el quehacer académico y su pensamiento, que rechace para sí el calificativo de filósofo? En esta línea de pensamiento tampoco deja de ser significativo que Foucault, en la entrevista antes citada, conceda un lugar clave en su formación lo que ahí llama “un conjunto de experiencias”, que están del lado de lo vivencial, tal vez del lado de aquello de lo que no se puede saber, sino sólo experimentar. Así, la negativa de donarse a sí mismo una identidad fija, tanto en sus obras como en su vida, no es sólo un desplante y habrá que ir al Prefacio a la transgresión, artículo escrito con motivo de la edición de las obras completas de Bataille, para encontrar que ya desde casi veinte años atrás había meditado, gracias a Bataille y a propósito de Hegel, sobre la desaparición del filósofo como fundamento del pensar, o la posibilidad del filósofo loco, ambos temas, inherentes a la desubjetivación operada por Bataille:
En un lenguaje desdialectizado […] el filósofo aprende que <
El filósofo pues, fue para el siglo XIX, la figura que articula bajo su presencia el proyecto de una antropologización de la filosofía, el productor soberano del lenguaje que es capaz de traducir el balbuceo de las cosas ya ahí presentes; es por ello, la figura de un pensamiento que se quiere, en última instancia, epistemología, de una filosofía que sería en el más riguroso sentido hegeliano: trabajo, es decir negatividad que no transgrede, ni erosiona, sino que reconoce y que mantiene en su interior aquello que niega. Así, ese rechazo a la figura del filósofo es el rechazo continuo a hacer de la filosofía un saber o un trabajo, y no ya la búsqueda de esa experiencia que tanto ha marcado los derroteros del pensamiento foucaultiano. Es la negativa a detener y a detentar como posesión, en la figura del filósofo, el acontecer del pensamiento imposibilitando con ello pensar el acontecimiento. El filósofo como centro es, pues, la clausura de la diferencia siempre relanzada. Nos parece que esta tentativa foucaultiana es el eco continuado del Nietzsche que afirmaba en La genealogía de la moral:
…que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en los que por necesidad, el “sentido” anterior y la “finalidad” anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados.
De tal forma, Foucault, al afirmar de sí no ser un filósofo, se confiesa a la espera del acontecer de las posibles imposibilidades que la búsqueda batailleana ha inaugurado, a hacer de cada pensamiento una experiencia del límite del pensar, la tensión del no-paso y de la atracción blanchoteanos, advenimiento de ese inalcanzable límite del pensar donde acontece la posibilidad de lo imposible, lo que Bataille llamó la transgresión:
La transgresión lleva el límite hasta el límite de su ser; lo lleva a despertarse en su desaparición inminente, a encontrarse en lo que excluye (más exactamente tal vez a reconocerse allí por vez primera), a experimentar su verdad positiva en el movimiento de su pérdida.
Sin embargo, la posición que la transgresión asume con respecto al límite impide la derivación de una dialéctica porque evita la distancia y la temporalidad que dan nacimiento a la sucesión de momentos que se encadenan y oponen, es positividad pura: la transgresión “no es violencia en un mundo dividido (en un mundo ético) ni triunfo sobre los límites que borra (en un mundo dialéctico o revolucionario)”
. Así, la transgresión afirma siempre su posibilidad, pero también su límite: al darse afirma lo limitado, en la forma del límite al que transgrede, pero afirma también lo ilimitado como transgresión misma que es, así, no hay nada negativo en la transgresión, aunque, tampoco hay nada de positivo en la afirmación de la transgresión: ya que ningún contenido puede vincularla, ni ningún límite puede retenerla. No dejan de resonar aquí, en el prodigioso entrecruzamiento entre Foucault y Bataille, los ecos y las consonancias de la “afirmación no positiva” y de la “negación no negadora” o “contestación” blanchotianas. Ambos homenajes, el dedicado a Bataille y el escrito en memoria de Blanchot resuenan uno en el otro.
III Nietzsche: la historia y el poder
Foucault no dejará de sacar las conclusiones de esta gran lección y en 1970, en el momento en que toma posesión de la cátedra de sistemas de pensamiento, rinde homenaje a las enseñanzas que recibió de Jean Hyppolite y perfila, en abierta oposición a su educación fenomenológico-hegeliana, el conjunto de tareas que le ocuparán los años siguientes: “replantearnos nuestra voluntad de verdad, restituir al discurso su carácter de acontecimiento; borrar finalmente la soberanía del significante”.
Dichas tareas tienen ciertas directrices fundamentales que las orientan y que plantean problemas no sólo a nivel metodológico sino filosófico y una de esas dificultades, apenas esbozada en este texto, interroga por lo que representa para sus nuevas tareas la introducción del discurso como acontecimiento. Siguiendo los pasos desarrollados algunos años antes en Arqueología del saber, Foucault pensará el acontecimiento como lo inmaterial de la materialidad, el efecto inmaterial que se manifiesta entre lo material, es decir relación pura: “Digamos que la filosofía del acontecimiento debería avanzar en la dirección paradójica, a primera vista, de un materialismo de lo incorporal”.
A lo largo de su obra permanecerá la insistencia por pensar el acontecimiento modulándolo desde diversos puntos de vista. En 1971 aparece, también en el contexto de un homenaje a Jean Hyppolite, Nietzsche, La genealogía, la historia, escrito en el que traza el proyecto de una genealogía del poder y de la historia entendida como la relación de fuerzas, es decir relaciones de poder, en oposición franca a un proyecto teleológico y continuista de la historia. La genealogía es, como historia “efectiva” y no “de historiadores”, una labor que nos disocia no sólo de los demás, sino de nosotros mismos, que nos hace ser discontinuos, y que, como resultado de esa disociación, nos opone a nosotros mismos: “el saber no está hecho para comprender, está hecho para zanjar”. Es sólo a partir de esta perspectiva disociadora del pensamiento nietzscheano que puede entenderse el sentido de la genealogía como ejercicio que puede pensar los acontecimientos, y oponerse con ello a una visión teleológica y continuista de la historia que disuelve lo singular del acontecimiento en una continuidad ideal: “La historia <
Así, todo aquello que al acontecimiento se refiere es particular, pero sobre todo violento hacia sí mismo:
Acontecimiento –entendiendo por tal no una decisión, un tratado, un reino o una batalla–, sino una relación de fuerzas que se invierte, un poder que se confisca, un vocabulario recuperado y vuelto contra los que lo utilizan, una dominación que se debilita, se distiende, ella misma se envenena, y otra que surge, disfrazada.
La genealogía es, en último término, la descripción y el balance de la fuerza que, gobernada por la mano de hierro de la necesidad que sacude el cuerno del azar, se ha vuelto contra sí misma, ya que la fuerza es, necesariamente, búsqueda de oposición: saturación de sí misma o “neurosis de la salud”. Foucault no dejará de acentuar ese carácter abierto del azar y de la voluntad de poder bajo los que algunos años después comenzará a pensar en términos no de “voluntad”, sino de “poder” y que probablemente abra la puerta para pensar la subjetividad como redoble o repliegue de la fuerza sobre sí misma.
IV Pensar
Desde la primitiva estructura homérica del retorno -de la promesa del retorno que se cumple en el relato del mismo- hasta el despliegue hegeliano de la consciencia queriéndose siempre completa en cada momento de su despliegue y sabiéndose fatalmente incompleta, la filosofía no dejaba de ser un relato, no dejaba de hacer patente la aparente complicidad de la temporalidad y el lenguaje, el tiempo como condición del pensamiento y como superficie que posibilitaba el despliegue de las palabras, tiempo que informa, que se ofrece como condición de posibilidad de la experiencia de uno mismo, como lo pensó Kant, o, según Hegel, de la consciencia que deviene autoconsciencia. Pero también el tiempo fue el producto de esos múltiples relatos, y la verdad la ganancia de esa complicidad. La forma temporal del lenguaje, su sintaxis dada en el tiempo, fue un límite del pensamiento moderno, límite como condición, pero también como logro. Por otra parte, la espacialidad, se expresaba como el descubrimiento del interior, interior de la consciencia que sólo con referencia a la temporalidad podía dar cuenta de sí misma, de alguna manera el espacio era el adentro de la temporalidad: la filosofía vuelta meditación y confesión, y, simétricamente, el filósofo era el espacio finito y cerrado, contenido en esa temporalidad: mónada, cogito, sujeto trascendental. Y si Foucault reconoce su deuda con Heidegger no será sin reservarle a Nietzsche el lugar primero en la estirpe de aquellos que lo marcaron y le dieron la pauta para salir de un pensamiento dominado por la filosofía de Hegel. Foucault aparece, pues, casi al final de su vida, más que como un filósofo, como un pensador de lo liminal, de la imposibilidad de saber lo liminal, de la imposibilidad de disponer de la Ley, de la imposibilidad de hacer de una experiencia-límite el fondo de un relato de carácter interiorizante. Lo que claramente le ha reportado el pensamiento de Bataille es la posibilidad de salir de Hegel sin temor a reencontrarlo. Si Foucault ha podido escapar a la ubicuidad de la dialéctica hegeliana ha sido porque nunca se opuso a ella, más allá de eso, la transgredió.
A nosotros, finalmente, nos queda como herencia la tarea de interrogarnos constantemente, de hacernos las preguntas que Foucault siempre se hizo: ¿es la reflexión sobre lo singular, sobre lo transitorio, sobre lo liminal, sobre el afuera, sobre el vacío y el vértigo, una ontología? ¿Se puede fundar en ello una ontología? ¿Una ontología que se consume, ontología que se niega, una ontología del consumo o del sacrificio, una ontología en llamas? ¿Qué es entonces pensar el acontecimiento? ¿Pensar el acontecimiento es pensar la imposibilidad de la posibilidad, de la potencia y del poder, de la posibilidad como condiciones de posibilidad de la experiencia, del poder no como sustantivo sino como despliegue de fuerzas, de la potencia como ejercicio sobre uno mismo? “ Que una filosofía que se interroga por el ser del límite encuentre una categoría como ésta [transgresión] es evidentemente uno de los signos de que nuestro camino es una vía de retorno y de que cada día nos volvemos más griegos”
Finalmente, hacernos griegos no es adoptar la eudaimonía, la areté o la hybris como objetivos vitales, imposible después de todo el periplo que ha transcurrido desde que Sócrates y Alcibíades escenificaron la seducción del vivir filosóficamente, es antes que eso dar vida a un pensamiento que da cuenta de lo trágico y del horror que representa la potencia de lo ilimitado, pensamiento que en nuestros días toma la forma de la muerte de Dios.
Bibliografía
Bataille, G., La experiencia interior. Seguido de Método de meditación y Post-scriptum 1953, Ed. Taurus, Madrid, 1981, Trad. de Fernando Savater.
_________, “Carta a X” en Escritos sobre Hegel, Arena Libros, Madrid, 2005, Trad. de Isidro Herrera.
Derrida, J., “De la economía restringida a la economía general (Un hegelianismo sin reserva)” en La escritura y la diferencia, Ed. Anthropos, Barcelona, 1989, Trad. de Patricio Peñalver.
Foucault, M., “Entretien avec Michel Foucault” en Dits et écrits II. 1976-1988, v. II, Ed. Gallimard, Paris, 2001, pp., 860-914.
__________, Arqueología del saber, Ed. S. XXI, México, D.F., 2003.
__________, El orden del discurso, Ed. Tusquets, Barcelona, 2002, Trad, de Alberto González Troyano.
__________, Nietzsche, la genealogía, la historia, Ed. Pre-textos, Valencia, 2004, Trad. de José Vázquez Pérez.
__________, “Prefacio a la transgresión” en Entre filosofía y literatura. Obras esenciales vol. 1, Paidós, Barcelona, 1999, Trad. de Miguel Morey.
Nietzsche F., Genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 2000.