Fotografía y modernidad, anotaciones intempestivas

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Fotografía y modernidad, anotaciones intempestivas

Paul Hansen, Un grupo de hombres trasladan los cadáveres de dos niños en Gaza. 2012.
Hansen fue ganador de la 56º edición del World Press Photo.

Es usual, al menos en el campo de la filosofía, sostener que la modernidad es un proyecto histórico que transforma radicalmente nuestras relaciones con el tiempo y el espacio. Se dice que la velocidad es su característica principal; ésta modifica los espacios antes delimitados (campo-ciudad), complicando su distinción y haciendo del medio social un entorno fluido. El urbanismo decimonónico, con su abanderado (el barón de Haussman), transformó así a la ciudad parisina mediante una demolición de la vieja infraestructura y su rediseño con fines de eficientar la circulación de las mercancías. Las telecomunicaciones surgían y con ello las distancias parecían caer ante la avanzada de la acumulación del capital. Tal como ocurre en nuestro tiempo, que llamamos globalizado, las viejas relaciones humanas son transformadas por completo; dentro de ellas también la experiencia ha sufrido cambios que sólo hoy podemos comenzar a observar y determinar con mayor precisión. Hoy vivimos en un mundo más homogéneo, mejor comunicado por el internet y el auge de las redes sociales. En ellas, el circuito de la imagen parece vivir a sus anchas. La imagen determina y le da sentido a muchas de nuestras relaciones, desde lo personal a lo político. Pese a todo, es posible afirmar, a contrapelo de las recientes mutaciones tecnológicas, que nuestra experiencia sigue siendo empobrecida, como ya defendiera -con crítica imaginación- Walter Benjamin en el siglo pasado. Dentro de estas modificaciones, la fotografía sin duda ha tenido su papel en el desarrollo del capitalismo tardío y avanzado.

Desde sus inicios, la técnica fotográfica ha tenido problemas para ser ubicada dentro de las viejas artes consabidas; su irrupción planteó un verdadero problema epistémico, casi diríamos clasificatorio, en los saberes occidentales: ¿de qué lado agruparla?, ¿con las artes o con las técnicas?, ¿en qué instituciones hospedarla?, ¿en las academias de bellas artes o en los institutos tecnológicos y avanzados? La reproductibilidad técnica, con todo, ha sabido adquirir su lugar propio en este universo; introdujo sus propias transformaciones en la subjetividad y lo relacionado con ella.

Los filósofos críticos del siglo XX, atentos a los fenómenos de superficie que indicaban una sacudida sobre la vida cotidiana, no dejaron de reflexionar atentamente sobre las modificaciones introducidas por la técnica en el ámbito de la experiencia humana. Si bien la reproducción de obras y textos era posible desde tiempos de Guttenberg, lo cual introdujo formas de socialización inéditas en su momento, nunca como ahora las imágenes fueron reproducidas masivamente; en ello juega su papel la industrialización de la cultura, su configuración moderna y el auge de las sociedades de masas debido a la concentración de la riqueza en las grandes urbes. Las reproducciones de obras y textos, de esculturas y formas arquitectónicas, no sólo abrió la posibilidad de que las masas se allegaran a los documentos de cultura sino que iluminó nuevas formas de socialización, que no han terminado.

Ya Siegfried Kracauer, pensador judeoalemán sobre el que poca atención se ha depositado, reflexionaba que la fotografía echaba a andar un proyecto moderno de producción de imágenes distinto –y antagónico- a la memoria humana. En su ensayo La fotografía apuntaba: “la fotografía misma (…) es una representación del tiempo. Si la fotografía suministró duración a esos elementos, no los mantuvo más allá del mero tiempo; más bien el tiempo habría creado imágenes a partir de ellos.”[1] Las imágenes que tenía en mente el filósofo eran retratos de celebridades de la esfera del espectáculo, entonces naciente; en la imagen demónica de la diva, que condensaba placer y seducción con sonrisas, pervivían rasgos que escapaban de la duración de una vida, abierta a vivencias y anécdotas, a memorias y oralidad que condensaban la vieja socialización humana, entonces en pleno declive. Es así que la fotografía ofrecía un continuo espacial, que el historicismo alemán quería completar con un continuo temporal. Por su parte, la memoria trabaja en la discontinuidad: conserva únicamente aquello que adquiere un sentido dentro de la vida individual y colectiva, es una máquina discriminante y selectiva. “La fotografía capta lo dado como un continuo espacial (o temporal) y las imágenes de la memoria conservan lo dado en cuanto significa algo.”[2] Fenomenológicamente la fotografía no capta un movimiento de la historia, captura la realidad desde diversas ubicaciones como un continuo espacial; funge de intermediaria y es un signo óptico cuyo conocimiento tiene su propia validez. Aporta la unidad desintegrada del momento. “Esta realidad fantasmagórica es insalvable. Está constituida de partes en el espacio, cuya vinculación es tan poco necesaria que uno podría imaginarse las partes ordenadas de otra manera.”[3] Las fotografías íntimas que anidan nuestros álbumes familiares quisieran desterrar, mediante su acumulación, el recuerdo de la muerte que habita cada una de las imágenes del recuerdo; reintegran lo que no tiene unidad, en ello irrumpe la naturaleza: no sólo se fotografían ciudades y eventos significativos para una sociedad, sino también catástrofes. “El archivo fotográfico reúne, en la reproducción, los últimos elementos de la naturaleza enajenada de significado.”[4] De ahí que la fotografía haga emerger lo fantasmagórico de nuestras relaciones; pues ese juego con la naturaleza fragmentada recuerda al sueño, donde se confunden los fragmentos de la vida diurna.

Como las caricaturas en el siglo XIX, las fotografías se convierten en imágenes desiderativas que sedimentan los sueños sociales de un mundo Otro, para parafrasear la imaginación utópica de Grandville. Kracauer consideraba que la fotografía y el cine eran las únicas que podían redimir la realidad social a la que representaban; no es de sorprender entonces que Theodor W. Adorno criticara a su viejo mentor, mostrando su teoría como un realismo naive.[5] Pero su vocabulario teológico muestra, con todo, algo cierto; las fotografías tuvieron éxito en el terreno de la ciencia, en particular de la botánica, donde revelaban mediante acercamientos y distanciamientos ópticos dimensiones de la realidad antes inaccesibles a los meros sentidos; de su conservación podía esperarse un avance epistémico considerable.[6] Sin embargo, el arte de los daguerrotipos transformado en fotografía no tardaría en emanciparse de la autoridad científica y en descubrir sus propios terrenos.

Benjamin veía en la fotografía una chispita minúscula del azar en la que cada imagen revelaba, mediante la técnica, una nueva naturaleza; ésta le hablaría de algo distinto al ojo de la cámara, “distinta sobre todo porque, gracias a ella, un espacio constituido inconscientemente sustituye al espacio constituido por la conciencia humana.”[7] Sólo gracias a la tecnología tenemos noticia de un inconsciente óptico que abre nuevas dimensiones a la vigilia y su experiencia. Quizá por ello el género humano que se apropiaba de las nuevas tecnologías recurría a viejas expresiones con las cuales se familiarizaba con su segunda naturaleza técnica; el retrato era por ello popular. El arte que destruía el aura irreproductible de objetos y personas se empeñaba en reproducir esa aura que estaba condenada a la desaparición. La fotografía moderna también supo ser intempestiva; en la relación con la técnica y sus técnicos se evidenciaba algo inédito. Por ejemplo, Atget fotografiaba el entorno parisino buscando en él lo desaparecido y lo extraviado. Sería la fotografía surrealista, finalmente, la que preparaba un saludable extrañamiento del entorno para con el hombre. En estos shocks que evidenciaban el desfase entre el sensorium corporal y el desarrollo del medio técnico se reconocía el empobrecimiento de la experiencia. El entorno era estéticamente condicionado, al igual que nuestras maneras de imaginarlo. Algo decisivo tenía lugar ahí: el hecho de que nuestras relaciones con el mundo y con nosotros mismo son cada vez más mediadas por las imágenes.

Actualmente, cualquiera puede ser fotógrafo con el uso de las tecnologías digitales que han entrado en competencia directa con el medio analógico. No sólo Facebook y Twitter son ejemplo de ello, redes globales de información digitalizadas en las que nuestro ser es reducido a imagen casi sin relato; la imagen, a su vez, ha adquirido una independencia cada vez mayor de su productor, que ha dejado de ser profesional. Si los cursos de fotografía son tan abundantes, ello no indica que los individuos quieran ser mejores fotógrafos de la cotidianidad empobrecida sino que todos somos fotógrafos o al menos producimos imágenes a granel. Estas abarcan también las imágenes que nos exponen a la violencia, sea animal, humana o técnica.

En su momento Susan Sontag sostuvo que la exposición prolongada a las imágenes de la barbarie no cura a la humanidad de su incivilidad; siempre será necesario, junto a la mirada de la fotografía, una narrativa o un relato que nos permitan tramitar la imagen en mensaje.[8] Creer que una imagen vale más que mil palabras, sobre todo cuando de imágenes de guerra o de violencia se trata, no es más que otro ejemplo de nuestra experiencia empobrecida. Sin embargo, algo es cierto; la propia fotografía es un dispositivo técnico que selecciona y edita la materia sobre la que trabaja, induce sus propios marcos y con ello fija una determinada interpretación de lo así conservado. Ocurre en las fotografías de guerra, que sin ser montajes en sentido estricto sí seleccionan y ubican de qué lado posicionar los afectos; en las polémicas imágenes de los soldados norteamericanos que torturaban risueños a presos árabes y musulmánes no sólo tenemos un encuadre singular de lo acaecido, sino que tenemos además un uso específico de la imagen: al hacerse públicas, las imágenes abandonaron su esfera doméstica de complicidad y generaron un debate acerca de los derechos humanos en las prisiones de excepción de Guantánamo y Abu Ghraib por ejemplo. La imagen detona el significante en ciertas condiciones y no siempre. Otro ejemplo es la diseminación de imágenes del ámbito taurino que han sido movilizadas en las redes sociales para tomar y defender posturas; a favor o en contra, lo que hemos visto en las imágenes es únicamente una manera de enfocar la violencia (de hombre a animales, pero también de animales a hombres) que no puede ser comprendida sin su narrativa explícita. Los animalistas dirán que la imagen habla por sí misma y que la violencia del torero es injustificable, mientras que la del toro embistiendo al torero es plenamente comprensible;[9] pero en esos casos la narrativa es empobrecida y reemplazada por un simple sintagma: “Mira”, como si ver fuera dato suficiente del juicio y como si toda imagen fuera prueba de algo en un juicio que no tiene lugar ante tribunales sino ante la sociedad, y dentro de ella ante ciertos sectores de la población con acceso a internet. La imagen a menudo descontextualiza, y en estos casos, lejos de esclarecer un problema, sólo detona emotividad insustancial que hace rabiar o fastidia al espectador; en todo caso pone en juego el goce ante lo visto, el goce ante la realidad devenida imagen. Taurinos y opositores al bel arte tienen sus razones, pero esas razones no entran en la esfera pública, son brutalizadas y empobrecidas por la imagen de un acto violento; habrá que comprender que la simple mirada de lo ominoso, de la injustificable violencia del hombre sobre el animal no sirve para persuadir, pero que la imagen del animal embistiendo al hombre, sacándole un globo ocular por ejemplo, no promueve razonamiento ni solidaridad con una causa, por más justa que sea; únicamente pone en juego el goce de quienes lanzan estas imágenes sin sustancia ante un ruedo empobrecido, vaciando el sentido de la protesta. Y ese goce es perverso, en el sentido estricto de la palabra; pensado sin moralina, estas imágenes socializadas mil veces en la red únicamente dan testimonio del goce ante la sangre que detona en algunos el placer mórbido de hacerla circular sin un mensaje que tramite lo visto en comprensión. La guerra de las imágenes es indiscriminada y atenta contra sus propios gatilleros.

Algo distinto ocurre con las imágenes recién circuladas de los palestinos que caminan en procesión en una calle estrecha de sus campos de refugiados; la imagen de Paul Hansen, premiada con el World Press Photo en 2012, muestra un hombre que sostiene el cadáver mutilado de quien es presumiblemente su hijo, un niño destrozado por las bombas de Israel sobre territorio civil en las fronteras de su territorio actual. La imagen promueve una justa indignación ante la violencia beligerante de Israel, quien no ha pagado sus crímenes contra la población palestina. Pero comienza a sospecharse de la autenticidad de la imagen, al menos en el habla coloquial de los usuarios de las redes, debido a que ésta es demasiado estetizada. Embellece el sufrimiento, por decirlo así, y ello hace sospechar de su autenticidad, pero por transferencia también hace sospechar de la justicia de la indignación ante la violencia. Nuestras sociedades de la imagen también son regresivas y autoritarias, no debemos olvidarlo. Estos problemas de la experiencia actualmente globalizada tendrían que obligarnos a dar una discusión fortísima ante el ascenso de la imagen desprovista de discurso, y sobre todo acerca de la importancia de la discusión para generar debate público. En el extremo, mi posición se inclina a creer que lo público está sufriendo una autoinmunización debido a la sobre-exposición de las imágenes de la barbarie; y es autoinmune debido a que las imágenes producidas en red son generadas por sus propios usuarios. Algunas veces emergen formas que sugieren un cambio progresista de actitud ante problemáticas reales, en otras ocasiones hay una regresión autoritaria debido a ellas mismas. Con todo, lo cierto es que la imagen no promueve por sí misma un debate y no construye ciudadanía; la imagen, dueña de la red, destruye la posibilidad de una sociedad civil cuando expropia los espacios que podrían emplearse en una politización permanente. Y esto es regresivo como tal.

Bibliografía:

Cf. Theodor W. Adorno, “The Curious Realist: On Siegfried Kracauer”, en New German Critic, E. U., Cornell University, n°. 54, agosto, 1991, pp. 159-177.

Walter Benjamin, Sobre la fotografía, Valencia, Pre-textos, 2004.

Siegfried Kracauer, “La fotografía”, en  La fotografía y otros ensayos. El ornamento de la masa 1, Barcelona, Gedisa, 2008.

Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, España, Punto de lectura, 2004.


[1] Siegfried Kracauer, “La fotografía”, La fotografía y otros ensayos. El ornamento de la masa 1,  en p. 21,

[2] Ibídem, p. 23.

[3] Ibídem,  30.

[4] Ibídem, p. 37.

[5] Cf. Theodor W. Adorno, “The Curious Realist: On Siegfried Kracauer”, en New German Critic, E. U., Cornell University, n°. 54, agosto, 1991, pp. 159-177.

[6] Ver Walter Benjamin, “Algo nuevo acerca de las flores”, en Sobre la fotografía, pp. 11-14.

[7] Walter Benjamin, “Pequeña historia de la fotografía”, en op., cit., p. 26.

[8] Ver Susan Sontag, Ante el dolor de los demás.

[9] Lo cual denota un imaginario de la relación que tiene lugar ahí como si de una guerra se tratara: unos “asesinan” impunemente, el otro, el toro, se defiende y aún toma posición ante una guerra de especies artificialmente sostenida; en ambos casos el análisis falta.