El escritor rumano, de cuyo nacimiento se cumple hoy un siglo, tenía fama de huraño y de solitario. Pero tuvo al menos dos grandes pasiones, una de ellas en el otoño de su vida
Muchos de los que lo frecuentábamos ni siquiera lo sabíamos. Más tarde, escuchamos rumores y un día alguien nos comentó que tenía una compañera desde hacía muchos años, pero que llevaban una vida bastante independiente.
Nosotros nunca la vimos en las visitas que le hicimos en la calle del Odéon y él jamás nos habló de ella. Su imagen de asceta incorregible, solitario y escéptico, apátrida hasta el final de su vida, iconoclasta e irónico hacia todo lo establecido no dejaba lugar a una mujer que compartiera su buhardilla repleta de libros y papeles; a pesar de que en una de las dos chambres de bonnes, que era su “living” y donde recibía las visitas, hubiese una cama de dos plazas… (“El estado de soledad es mi religión”, había manifestado siempre).
Sin embargo, ella existía. Y estas líneas son un homenaje a esa mujer, un poco enigmática, invisible para nuestros ojos, que, ocupando un segundo plano a lo largo de 50 años, acompañó a Cioran en su atormentada existencia.
Se conocieron cuando ella era estudiante y él ya tenía 30 años, en el comedor de un centro universitario, donde él la vio por primera vez y se le pegó en la fila para hablarle y, de paso, suponemos, para ganarse un lugar de privilegio en la larga espera.
Su nombre era Simone Boué, fue profesora de inglés en distintos colegios de Francia y era la persona que, con una paciencia y un criterio notables, pasaba a máquina todos los escritos de Cioran.
Cuando, hace poco, se supo que dos años después de la muerte de Cioran (ocurrida en 1985), el cuerpo de Simone fue hallado sin vida debajo de un acantilado, en Vendée, donde pasaba sus vacaciones, probablemente tras ahogarse en el mar, el impacto fue tan grande que decidimos investigar algo acerca de esa mujer tan importante para él y tan escondida, tan envuelta en sombras, que había terminado así su vida, de una manera tan extraña.
Pero ¿cómo empezar? Recurrimos en este caso a una segunda mujer, que no es Simone pero que, a través de sus publicaciones, es mucho más explícita que ella y que apareció en los últimos años de vida de Cioran (es decir, a comienzos de los años 80). La persona en cuestión acaba de editar en Alemania un libro sobre la relación de ambos, que ya fue traducido a varios idiomas. Ella se llama Friedgard Thoma, es alemana, y el libro se titula Un amor de Cioran. Por nada en el mundo. Es profesora de filosofía y, según su relato y la extensa correspondencia que da a conocer entre el maestro y ella, fue el gran amor de Cioran en el otoño de la vida del filósofo. Era por ese entonces una joven de unos treinta años, con un hijo, y él tenía más de setenta cuando se conocieron y entablaron una intensa relación, de acuerdo con lo divulgado por ella a través de su historia y de las cartas.
Además de la crónica de esos primeros y apasionados encuentros y sentimientos (sobre todo los de Cioran), hay descripciones y comentarios muy interesantes de la autora sobre situaciones y personas, entre ellos, no pocas referencias a Simone Boué, la fiel compañera de Cioran. Una vez aplacado el primer fuego pasional, Friedgard Thoma llegó a conocer personalmente a Simone, en la casa de verano que la joven compartía con su ex marido en la zona italo-suiza de Soglio. “Simone era una mujer bella, bronceada, alta, sesentona, elegante, con ojos marrones muy cálidos”, escribe la alemana acerca de las primeras impresiones que le causó su “rival”.
Se estableció desde entonces un vínculo de simpatía entre ambas mujeres, lo cual hizo que la relación de Friedgard con Cioran fuera cambiando notablemente, se volviera más espaciada, más templada y tendiera a convertirse en una amistad amorosa más que en la relación apasionada que había sido al principio.
Desde entonces, en cada ocasión en que la alemana iba a la Ciudad Luz, pasaba por la rue de l’Odéon. Y lo cuenta así: “Cada vez que los visitaba en París, Simone justamente acababa de preparar arenques, salmón, todo tipo de verduras, postres, excelentes vinos, etc., lo cual le debía dar muchísimo trabajo […]. Simone era siempre la misma interlocutora encantadora e inteligente, muy leída, con mucho humor (interviniendo siempre a favor de Cioran o en contra), con una notable sensibilidad hacia la música, la literatura y otros placeres físicos y espirituales”.
A raíz de la muerte de Simone, en 1987, Fernando Savater escribió en el diario El País:
Simone Boué, profesora de Liceo y compañera de E. M. Cioran durante 50 años, falleció ahogada en una playa francesa el pasado verano. Dice Stendhal:
“Hacen falta al menos diez líneas en francés para alabar a una mujer con delicadeza”. Yo necesitaría más en español para hacer medianamente justicia a Simone en esta despedida. Era inteligente, vivaz, irónica, discreta. Sobre todo era la elegancia misma, la encarnación de ese “chic” parisiense que puede pasarse de pasarelas y que no se adquiere derrochando dinero. A ella le bastaba -tenía que bastarle porque eran pobres- con un pañuelo, una sencilla blusa, con cambiar de sitio una flor. En la casa minúscula de la rue de l’Odéon todo era perfecto y humilde, como pintado por Vermeer.
Para Philippe Sollers, Simone Boué era la compagne lumineuse (“la compañera luminosa”) del filósofo.
Tras la muerte de Cioran, en esos dos años de vida que le quedaron, Simone Boué hizo un trabajo de hormiga: pasó a máquina (¡en una máquina de escribir eléctrica esta vez!) e hizo publicar los numerosos Cahiers (1957-1972) que habían quedado sobre el escritorio del gran pensador rumano-francés, con un prólogo de ella, y donó los manuscritos a la Biblioteca Doucet.
Ella fue una suerte de Max Brod, porque sobre muchos de los cuadernos que ella jamás había visto (dado que, salvo una mucama, nadie podía entrar en el lugar de trabajo de él), Cioran había anotado:”Para destruir”. Cuando le preguntaron cómo fue para ella pasar el contenido de esos cuadernos, respondió: “Fue una manera, para mí, de seguir estando con Cioran”.
Así concluye Savater su texto publicado en El País:
Al final, cuando Cioran empezaba a perder la cabeza (sabemos de la tristeza de su Alzheimer), ella completaba la frase, sin que se notaran los balbuceos, y hacía ambos papeles, el censor acerbo y la amable réplica. La vi por última vez en junio, en el primer aniversario de la muerte de Cioran. Luego nos despedimos y era para siempre.
A pedido de Marie-France Ionesco, cuyo padre era amigo íntimo de Cioran, Simone Boué accedió a una única entrevista que dio a Norbert Dodille. Allí se lee que conoció a Cioran en ese Hogar Internacional de Estudiantes del boulevard Saint-Michel el 18 de noviembre de 1942, el día del cumpleaños de Simone. Él tenía 31 años y ella, 23.
Después recorrieron Francia y otros países en bicicleta, o bien caminando kilómetros y kilómetros. A Simone la mandaron a distintos destinos (Mulhouse, Orleáns, Fénélon, Versalles), para enseñar inglés. Cioran a veces la iba a ver, otras era ella la que hacía alguna visita a París. Luego le asignaron el colegio Montaigne, para lo cual simplemente tenía que cruzar los jardines del Luxemburgo.
“Todos los textos de Cioran los transcribí yo -afirma-. En eso sí tuve mérito. Los errores tipográficos lo volvían loco.”
Norbert Dodille destaca la discreción que ella guardó sobre su vida privada, sobre sí misma y sus relaciones con Cioran, y Simone comenta: “Yo era salvaje y tímida […]. Él jamás habló de mí. […] Y yo tampoco, por nada en el mundo le hubiese hablado a mi familia de él. […] Por otra parte, teníamos vidas separadas, muy diferentes. Yo era la profesora, cuando regresaba a casa no le hablaba para nada de lo que pasaba en el liceo porque de todos modos sé que no le hubiese interesado”.
Cuando el entrevistador le demuestra su extrañeza al saber que los padres de Simone no sabían nada de Cioran, ella le contesta: “No, yo no les iba a decir nada; ¿qué decirles?, que conozco a alguien que es apátrida, que no tiene profesión, que no tiene dinero. Por más abiertos que fuesen de espíritu, mis padres no lo hubieran admitido nunca”. Así, nunca lo conocieron, nunca lo vieron.
Gracias a ese estupendo reportaje se sabe que Cioran jamás voló en avión, que era muy temeroso con su salud, que siempre tenía problemas con los oídos, que temía las corrientes de aire, que su dieta era muy estricta debido a su gastritis, que casi no dormía de noche, que deambulaba por la ciudad, que era alegre, ansioso, muy buen contador de historias, pero que se sentía fracasado; que dos veces rechazó las invitaciones de Mitterrand, que lo fascinaba la literatura inglesa y que aprendió el inglés leyendo a Shakespeare y Shelley, que le interesaba mucho que lo leyeran los jóvenes en ediciones de bolsillo y que -según Simone Boué- murió sin saber que era un intelectual reconocido. Que no miraba televisión porque “quería poder pasear por el Luxemburgo y que lo dejaran en paz”. Parece ser que, en general, cuando en la calle alguien le preguntaba si era Cioran, él respondía: “No”. Y más tarde, cuando la enfermedad ya había afectado su memoria, si le preguntaban: “¿Es usted Cioran?”, él respondía: “Lo era”.
En un pequeño refugio que habían comprado en Dieppe, “Cioran estaba plenamente dichoso, podando los árboles, reparando paredes. Adoraba trabajar con sus manos. Para él, el jardín era la felicidad”. En el mismo artículo se habla de su gran amistad con el taciturno Beckett quien, en su último encuentro en el Luxemburgo, le dijo: “Hay que volver a verse antes de que caiga el telón”; de su buena y asidua relación con Ionesco, quien vivía angustiado (lo cual conmovía mucho a Cioran); de sus charlas apasionadas con Michaux.
En cuanto a que llegó a ser considerado -en lo formal- el mejor escritor de la lengua francesa, Simone afirma: “Con frecuencia pienso que Cioran me enseñó el francés. En todo caso, me hizo tomar conciencia de lo que es mi propio idioma”.
En junio de 1995, tras acompañar a un amigo rumano que lo había ido a ver al hospital, y al cerrarse la puerta del ascensor detrás de él, Simone Boué se quedó un rato sola y se puso a llorar. “Y después, volví a la habitación de Cioran, que estaba acostado. No puedo decir lo que pasó, ninguna palabra fue pronunciada. Lo miré, él me miró y yo leí en su mirada cosas que no había podido leer desde hacía mucho tiempo.”
El 11 de septiembre de 1987 Simone Boué murió donde nació, en Vendée, abrazada y engullida por las aguas del Atlántico, entregada así a una ola de eternidad. Extraña coincidencia entre su comienzo y su fin.
A raíz de este ocaso, recordamos aquella vez en que nos reímos con el maestro porque él vivía recomendando el suicidio y los detractores le preguntaban por qué, entonces, no se suicidaba. “No, no es así -nos decía-, la gente se confunde. Yo no recomiendo el suicidio. Lo que yo digo es que la vida es tolerable solamente gracias a la idea del suicidio.”
¿Se suicidó Simone Boué en Vendée, su lugar de origen, o fue un mero accidente? Lo ignoramos y, tal vez, lo ignoraremos siempre. Con esa forma de muerte su misterio nos sigue perturbando y sigue vivo y provocador. Sólo sabemos que los restos de ambos se reencontraron dos años más tarde en la misma tumba, en el cementerio de Montparnasse.
Simone, compañera de viajes en bicicleta
Simone Boué nació en Vendée, el 18 de noviembre de 1919. Hizo sus estudios en la Universidad de Poitiers. En 1940 -y gracias a una beca- fue a París para preparar su profesorado en inglés, tras obtener un diploma en Filología.
En París, Simone se instaló en un Hogar Internacional de Estudiantes y en el comedor de esa institución conoció a Émile Cioran en 1942. Por entonces, él escribía todavía en rumano. Con Breviario de podredumbre (1947), él decidió volcarse definitivamente al francés.
Simone se recibió de profesora en 1945, una vez terminada la guerra, y fue nombrada en un colegio de Mulhouse (Alsacia). Por esa razón, pasaba mucho tiempo viajando a París en tren. Eran trayectos de doce horas, ya que los aliados habían bombardeado el viaducto de Nogent y por eso había un gran desvío en el camino.
Boué pasó sus primeras navidades en París con Cioran y después los dos se fueron a Alsacia en bicicleta. Al año siguiente, fue designada profesora en Orleáns, y en 1947, en el liceo Hoche de varones, en Versalles.
Cuando iba a París, vivía con Cioran en el pequeño Majory, un hotelucho barato. Él le alquiló allí un cuarto al lado del suyo, para que ella tuviera una dirección propia. Al igual que Cioran, sufría de insomnio.
Más tarde, fue enviada como docente a Michelet, donde tenía que dar 13 horas de clase, y debía también viajar mucho. Trabajó luego en el Liceo Fénelon y por fin consiguió que la nombraran en el liceo Montaigne de París, cerca de los jardines del Luxemburgo, adonde iba caminando.
Cada tanto, ella viajaba a Vendée a ver a sus padres. En esa época se mudaron a la calle del Odéon, a las famosas buhardillas, en un sexto piso sin ascensor, por las que pagaban un alquiler muy barato. Allí vivieron juntos hasta el final de ambos.
Con Cioran viajó a España, Italia e Inglaterra -casi siempre en bicicleta-. Viajó sola a Estados Unidos cuando, en 1951, ganó una beca Fulbright.
Acompañó a Cioran en su enfermedad hasta su muerte, en 1995. Con dedicación leyó, pasó a máquina y prologó más de 30 cuadernos que encontró sobre el escritorio de Cioran tras su desaparición. Los entregó a la editorial L’Herne, que los publicó bajo el título de Cahiers.
Finalmente, Simone Boué encontró la muerte, ahogada en el mar de Vendée, el 11 de septiembre de 1997.
La Nación