Las funciones del mal: Un debate ético sobre la ontología del Mal

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Las funciones del mal: Un debate ético sobre la ontología del Mal

Introducción

Si bien cabe aclarar Bernstein y Kekes jamás discutieron sobre estos temas, ni se han escrito correspondencia epistolar sobre la cuestión del mal, sus respectivos trabajos hablan de dos maneras antagónicas de comprender el fenómeno. Si para Bernstein, el mal es radicalmente ajeno al sujeto, idea que en consecuencia con Arendt presupone la existencia de un mal de naturaleza, si se quiere banal, para Kekes es todo lo contrario. No se puede hablar de un mal ajeno al sujeto, el cual lo toma y domina en forma activa, sino simplemente de hechos malignos, acciones cometidas por el hombre, quien también a su vez debe ser considerado, un agente moral.

 

 

El presente trabajo conceptual se encuentra inserto en una discusión profunda sobre las causas y orígenes del mal, según dos exponentes de dos corrientes antagónicas de pensamiento, la liberal y la conservadora. Ambas con sus aciertos y limitaciones proveen un argumento diverso sobre las motivaciones que predisponen la maldad en el hombre. Aun cuando, el terrorismo se visualiza como una faceta política ajena a la democracia, la literatura vigente revela todo lo contrario. Existen fuertes evidencias que el terrorismo ha nacido como una respuesta a ciertos resortes democráticos que han cercenado la expresión de una minoría.[1]  Los regimenes donde se da una desestabilización política importante, en mayor o menor medida, son proclives a ataques que vulneran la integridad de ciertos grupos en beneficio de otros. El mal se hace, políticamente, comprensible desde la figura del terrorismo, empero tiene muchas caras. A diferencia de las posturas de Bernstein y Kekes, nuestra tesis es que el mal exhibe un cambio radical en los valores éticos de una sociedad, en pos de los roles y funciones de cada grupo. En realidad Nietzsche equivoca radicalmente su diagnóstico del problema.[2] No es el mal ni el bien, resultado del ejercicio de poder por parte de quienes se encuentran dominan o son subyugados, sino una estricta expresión de la función del dominador. Partiendo de la base que el bien denota la posibilidad de elegir no hacer un daño (aún teniendo la potestad para hacerlo), el mal opera en el carril contrario. Es aprovecharse de una situación favorable para movilizar un daño real o potencial sobre otra persona, grupo ético o sociedad. La desviación de por sí no es causa de un acto maligno, sino de crimen o delito. Esperamos del ladrón que robe, o del enemigo que nos mate en batalla, pero no de nuestros compañeros que nos asesinen por la espalda o mientras dormimos. El mal se encuentra inevitablemente ligado a “la corrupción de la función original”.

 

El Génesis del Mal

Por una cuestión de tiempo y espacio no vamos a dedicar una revisión a todos los exponentes que han abordado el tema del mal. Nos detendremos sólo en aquellos contemporáneos como Slavoj Zizek quien ha considerado a la posmodernidad como una gran fuerza que ha tergiversado los valores éticos de lo que es bueno o malo. Un asesino puede donar una cantidad de dinero abundante a una cadena rápida convirtiéndose en un héroe mediático. La caridad, en tanto instrumento de adoctrinamiento político, tiene como única función construir las bases de producción de las sociedades capitalistas. En este sentido, el mejor curso de acción para un filósofo es no tomar partido por ninguna forma subyacente de política.[3] Esta forma de ver la moral, le vale a Zizek la crítica de Pía-Lara, quien argumenta que la sociedad debe evolucionar moralmente por medio de un juicio reflexionante. Claro ésta, cualquier memoria sobre hechos traumáticos se encuentra elaborada y sesgada, pero eso no impide observar que las contribuciones de Arendt no fueron en vano. Según su postura, el juicio reflexionante no solo ayudaría a las sociedades a comprender hechos que por su extrema maldad se encuentra fuera de toda comprensión, sino que además sentaría las bases para que no vuelvan a repetirse.[4]  Eso plantea la cuestión sobre si el terrorismo puede ser considerado un mal.

 

Franco Ferraz utiliza las contribuciones de Zizek para afirmar que el terrorismo es un gran “productor” de inseguridades, y temores  que funcionan irespectivamente de cualquier amenaza real. El fundamentalismo islámico, lejos de tratarse de un verdadero sentimiento que intenta retornar a los fundamentos de su fe, representa la expresión más fiel del capitalismo globalizado. Una de las características del capitalismo tardío es el intento de eliminar todo tipo de amenazas contra la vida. Se puede hablar de una producción sin riesgo. Por ejemplo, consumimos cerveza sin alcohol, café sin cafeína, y el estado mayor conjunto de Estados Unidos, apela a una guerra sin bajas. Por lo tanto, no hay diferencia entre McDonald y la Jihad, ambas son parte de la misma moneda.[5]

Para André Glucksmann, el terrorismo es una figura arquetípica que no nace de la intervención estadounidense en Oriente Medio, sino de la no aceptación de Europa de su propio anti-semitismo. Luego de la Segunda Guerra Mundial, Europa no solo debería haber hecho un mea culpa por su indiferencia durante el holocausto judío, sino que debería haber creado un estado de Israel dentro del mismo continente como signo de reparación. En el fondo, admite Glucksmann, el judío es otro igual al europeo pero rechazado, porque ese mismo rechazo expresa la parte que Europa no acepta de sí misma. Por ende, el miedo al terrorismo posmoderno, en tanto dialéctica del odio, implica un acto de aislamiento y discriminación sobre el judío-europeo. Para poder comprender como funciona “el discurso del odio”, se debe indagar más allá de la “pantalla” democrática que ostentan los estados europeos.[6]

Alex Bellamy sugiere que el terrorismo debe ser considerado un crimen debido a que desafía todos los códigos y las reglamentaciones vigentes respecto a como debe ser llevada una guerra, para evitar el mayor daño posible. Si bien, los terroristas no necesitan aniquilar a toda una población, sus tácticas de ataque a civiles debe ser moralmente condenables por todas las sociedades constituidas; aunque sus reivindicaciones puedan ser justas (ius ad bellum), la forma de llevar a cabo sus objetivos es injusta (ius in bellum).[7] Sin embargo, no todos los especialistas adhieren a esta postura. Para Jean Baudrillard, los terroristas islámicos no se mueven por odio, ni por venganza, sino por un sentimiento mucho más corrosivo, por la humillación sufrida por Occidente.[8] El ataque al World Trade Center y al Pentágono adquiere una fuerza simbólica que exhibe el grado de humillación al que fueron sometidos las comunidades árabes, en parte porque Occidente les ha dado todo sin pedir nada a cambio. L. Howie, en esta misma línea, considera que el terrorismo administra el miedo de una forma paralizante. Los terroristas no desean exterminar a toda una civilización, sino someter a toda esa civilización al imperio del terror. Una forma eficiente de concretar dichos objetivos, es generar un impacto visual de gran envergadura empleando la fortaleza occidental en su contra.

 

El estilo de vida industrial, con sus miles de lujos y conexiones, representa un campo fértil para la planificación de ataques en un futuro cercano. Lo que aterra a las sociedades occidentales, no es el ataque en sí, sino la impotencia de no poder controlar y precisar cuando será el próximo golpe.[9] Si una guerra clásica identificaba a los enemigos de un lado y del otro de la muralla, la acción terrorista pone al ciudadano frente a su otro-igual de manera de reducir al máximo posible la confianza entre ambos. Los grupos “terroristas” son excelentes administradores de la “incertidumbre”. Lo significativo parece ser la gradual perdida de las garantías democráticas que experimentan los estados en proceso de convulsión y/o clivaje. Enraizada en una relación previa de odio, el terrorismo implica dos grupos en pugna, una facción que intenta imponer un mensaje político por la fuerza y un estado que incapaz de ejercer los mecanismos necesarios para preveer el próximo golpe, apela a la tortura como única arma. Pilar Calveiro (2009) ha explicado que en los últimos años, los países industriales han cercenado las libertades individuales de sus propios ciudadanos legalizando y ampliando las penas por delitos internos, a la vez que han fortalecido las fronteras para detener a los supuestos “grupos terroristas”. En particular, existe una tendencia a introducir definiciones abstractas y laxas sobre el terrorismo y el crimen con el fin de lograr el mayor nivel de adoctrinamiento posible. La gran cantidad de detenidos por actos de terrorismo dentro y fuera de US, no son declarados ni se les brinda la minima asistencia según los reglamentos firmados. A la vez que se auto-proclama como cuna de la democracia, los Estados Unidos no solo no ratifican los convenios que ellos mismos imponen, sino que caen en violaciones sistemáticas a los derechos humanos. El terrorismo es funcional a los intereses políticos y económicos de las elites burguesas.[10] Por último y no por ello menos importante, Nilo Batista llama la atención sobre la jurisprudencia legal que cae sobre un acto terrorista. La regulación vigente contempla al fenómeno como un acto político que atenta el orden de lo instituido pero no depara en otra clase de crímenes que se cometen dentro del estado mismo.[11] Adentrarse, entonces en el tema de los derechos humanos, es indagar en las causas sociopolíticas de la tortura en contexto de emergencia.

La tortura

 

El liberal Michael Ignatieff propone reducir los efectos negativos del terrorismo, por medio de su tesis del mal menor. Una de las cuestiones que más aterra a los americanos no solo es el terrorismo y sus consecuencias imprevisibles, sino que ellos mismos pueden transformarse en lo que más detestan. Desde su visión, sólo la democracia, por ser auto-regulativa, puede subsanar los abusos de poder por parte del estado en momentos de incertidumbre. Es un hecho, que sólo a veces, los estados estarán tentados a cortar ciertas libertades. Si ninguna sociedad puede evitar los crímenes injustos, la regulación institucional es la única herramienta ética de la democracia para corregir los abusos. Partiendo de la base que los derechos se pierden según los actos (derecho a la libertad), Ignatieff propone que los derechos humanos pueden ser definidos, como aquellos que independientemente de la atmósfera política o los sentimientos de la opinión pública siguen siendo parte del sistema jurídico de una nación, aplicables a todos los grupos que conforman ese colectivo. No obstante, los derechos tienden a desvanecerse en momentos de inestabilidad. El cuidado de la mayoría implica pequeños sacrificios sobre las minorías.

Existen tres formas en que el Estado toma intervención en momentos de emergencia, limitando los derechos individuales:

a)    Nacional: se suspenden todas las garantías constitucionales hasta nuevo aviso, caso de las dictaduras latinoamericanas o los toques de queda.

b)    Territorial: ciertos territorios anexados o problemáticos se rigen bajo un código militar ajeno a la constitución del país. Caso Israel-Palestina.

c)    Selectiva: se suspenden ciertas libertades, aunque no el estado de derecho, para algunas minorías. El ejército o la policía adquieren poderes especiales para encarcelar, interpelar antes de dar parte al sistema judicial. Caso, Estados Unidos después del 9/11

M. Ignatieff resalta que no es extraño que ante la decisión de intervenir sobre el próximo ataque terrorista, los estados (incluso los democráticos) recurran a la tortura. El resultado, sin embargo, puede tener consecuencias que a largo plazo son impredecibles. Puede lograr resentimiento por parte de las víctimas, o incluso las minorías que hasta ese momento cooperaban con el gobierno, pueden negarse a seguir haciéndolo.

 

La tesis del mal menor provee en la discusión, un elemento moral nuevo que puede resolver la disputa entre puristas morales y realistas. Si el deber máximo de la democracia es garantizar la deliberación como forma de relación política, entonces, se asume que por un lado, tratan de construir instituciones libres que garantizan la libertad por la aplicación del miedo y la coacción; pero por el otro, pone ciertos reparos para reducir al mínimo los efectos de su adoctrinamiento sobre las personas libres. A la vez, dicho en otros términos, que da una libertad (sujeta al temor), pone en funcionamiento toda una serie de derechos que controlan, regulan, y reducen ese grado de coacción a lo estrictamente necesario.[12] La pregunta que Ignatieff no se hace, ¿es hasta que punto la tortura es un instrumento útil al bienestar de la mayoría?

Desde una perspectiva innovadora, S. Parker trae a la discusión el tema de la tortura como una cuestión instrumentalista. El torturador tiene la esperanza de poder terminar con el terrorismo y poder conseguir información certera que evite el próximo ataque. Desde el momento, en que el “terrorista” es desprovisto de todo derecho y sentido de humanidad, entonces el estado considera que la misión del torturador es loable. Pero esta quimera instrumentalista se derrumba cuando el torturador falla en su misión. Primero porque en la mayoría de los casos, el torturado para frenar la agonía da información incorrecta, en otras porque puede optar por morir y no decir nada. Como es de esperar, el ataque se produce y el torturador cae en desgracia ya que es torturado por su propia culpa.[13] El terrorismo y la guerra tienen la particularidad de tergiversar todas las relaciones sociales. Uno de los problemas centrales de los países industriales es que no saben cuando y como será el próximo ataque.[14] El terrorismo, opera por medio del temor pero sobre escenarios siempre futuros o pseudo-eventos, tal vez no dejando claro el panorama de lo que es “lo estrictamente[15] necesario”. Este sentimiento de indeterminación conlleva a la creación de una dialéctica en donde el estado recurre a la violencia y represión para poder identificar a los “insurgentes” quienes a su vez son empujados por el sistema parlamentario a la clandestinidad.[16]

 

El terrorismo, siguiendo este argumento, no se agota ni en quienes llevan a cabo los atentados (guerrilleros) ni en el Estado (terrorismo de estado), sino en la vinculación entre ambos. El acto terrorista nace de la ley misma utilizando y explotando a los más vulnerables para conseguir sus propios fines. El terrorismo además de ser un crimen, tiene particularidades que lo definen como un proceso de fragmentación. Mientras cualquier asesinato local tiene la función de unir a la sociedad en repudio y aferrar al hombre a sus leyes, el crimen terrorista es caótico y lleva a la separación. Por lo tanto, el terrorismo se hace fuerte no solo siendo una nueva política por otros medios, sino por la presencia de los siguientes elementos: a) crimen, b) comunicación, c) fundamentalismo, d) estado de guerra, e) política.[17]

De manera forma convincente, en antropólogo francés Marc Augé  afirma que a diferencia de la batalla, la guerra desdibuja sus causas reales alimentando la sensación que lo peor está realmente por suceder. Nadie sabe cuando y porque empieza una guerra ya que ella se mueve por sus efectos o consecuencias.[18] En forma complementaria, G. Skoll advierte que en la historia, el adoctrinamiento, la dictadura y el miedo han sido viejos conocidos. Empujado en una dicotomía insalvable, el capitalismo moderno como el Imperio romano está entre extenderse hegemónicamente y desaparecer o implosionar. La arquitectura del temor se basa en el pánico que genera la repetición del evento traumático desde donde el mundo político teje su discurso.[19] Preguntarse sobre si la democracia puede subordinarse a intereses corporativos es casi una tautología, ya que ella misma es un producto residual de las corporaciones capitalistas. ¿Puede hablarse entonces de una ilusión de la democracia?[20]

El texto de G Skoll nos es útil para discutir en los términos que Ignatieff intenta postular su guerra contra el terror. Su tesis sobre el mal menor se encuentra sobre dos errores fundamentales. El primero y más importante, parece ser la condición por la cual se declara la guerra, y por lo tanto sus efectos a largo plazo. G Friedman en este sentido, sugiere que el ius ad bellum requiere de un objeto cierto y claro sobre el cual se gestiona la declaración de guerra. No solo tener claras las causas de la movilización, sino los objetivos, los enemigos. Cuando la administración Bush declara la guerra contra el terror, no solo está desdibujando los objetivos sino también los medios para alcanzar dichos objetivos. Declararle la guerra al terror puede ser equiparable a intentar combatir a temas universales como el amor, la injusticia o la libertad. El terror, en este caso, adquiere una naturaleza difusa y abstracta. Curiosamente, Ignatieff acepta la guerra contra el terror como una realidad per se. Este hecho lo lleva a contradecir su propio discurso, sobre todo cuando sugiere que la emergencia necesita límites finos y temporales que definan de ante mano las atribuciones del ejecutivo para interpelar posibles sospechosos. Si el mismo objeto sobre el cual se declara la guerra no tiene fronteras, ni mucho menos forma específica, es difícil prever cuanto tiempo durará la guerra.[21]

Segundo, la democracia no apela a un poder deliberativo exclusivamente. En la antigua Grecia, la democracia era un recurso por el cual los hombres en igualdad de condiciones podían exigir a la asamblea que una ley sea derogada, si era considerada injusta. Este recurso de ninguna forma desafiaba ni la autoridad del rey, ni daba mayores libertades a los esclavos.[22]

Es el concepto anglosajón de democracia ha modificado de plano dos asuntos fundamentales sobre la forma de vivir la política. Uno de ellos es que restringe las voluntades de la ciudadanía al voto. Los ciudadanos se expresan sólo a través de sus representantes. La República que nace de la división de poderes nada tiene que ver con la forma de aplicación de las leyes. Una ley sancionada por el legislativo puede atentar contra el bien común en la democracia moderna, sin que ningún ciudadano pueda hacer nada para revertirla. Segundo, es por demás interesante que el poder judicial, como lo ha expresado Sunstein, sigue intereses corporativos específicos respecto a lo que es o no legal. Estos intereses promulgados por el ejecutivo, y a su vez validados por el legislativo, son cuidadosamente protegidos por el poder judicial. Por tanto, la democracia moderna es como adhieren los post-marxistas, la democracia de las corporaciones. En esta discusión los aportes de Kekes y Bernstein se tornan de vital importancia.

 

Naturaleza radical del mal.

 

Auschwitz y los horrores perpetrados contra la población civil luego de la segunda guerra no escapan a la esencia humana, pero de alguna forma marcaron un antes y un después en la vida de Europa. Comprender que es y como opera el mal, es para el filósofo americano Richard Bernstein,[23] no solo abordar los espantos del genocidio sino además la construcción del “mal radical”. Centrando en el legado de la filosofía de H. Arendt,[24] Bernstein argumenta que existe una gran dicotomía respecto a la idea del mal. Podemos ver en el ser humano una creación buena destinada a corromperse con el tiempo, o todo lo contrario. El hombre no es ni bueno ni malo, sino que se aferra a buenas o malas máximas que condicionan su comportamiento. Son nuestras inclinaciones, creadas por la voluntad personal y no las reglas culturales las que nos llevan a la maldad. Esta disposición no se encuentra determinada causalmente, sino que comprende una naturaleza azarosa. El malo puede ser definido como aquel que sacrifica el orden moral en manos de los incentivos mientras el bueno, desoye los mandatos del deseo personal en pos de la moral; pero agrega Bernstein, no basta con ello, se requiere de una desarrollo superador.

Una persona puede dejar de ser malo y transformarse en bueno, o lo que es más complejo puede manipular la ley a su favor. “Un canalla” puede hacer lo que está escrito en la ley a la vez que una buena persona puede transgredirla para ayudar a los demás. La ley, de ninguna forma, es condición de moral. Esta idea estará presente no solo en la mayoría de los pensadores alemanes de los siglos XIX y XX, sino que sentará las bases para la transformación política del orden ético que posibilitará el Tercer Reich. En su propia definición, el hombre no era ni bueno ni malo por naturaleza, sino que accedía a esas categorías en base a dos conceptos claves, la decisión (orientación) y la volición (predisposición).

Las condiciones del mal pueden ser dos, la primera y escondida en su texto es, Auschwitz sólo podría haber sido posible gracias a relativismo moral de la filosofía germana, iniciado por Kant y culminado por los existencialistas. Segundo, nuestra concepción del mal está construida en cimientos débiles, la mayoría de ellos prejuicios que nos llevan a condenar aquello que no comprendemos, o a demonizarlo. La dificultad del pensamiento humano para definir y comprender al mal.

A un mal radical se le yuxtapone un mal banal, caracterizado por la falta de pensamiento crítico y la superficialidad. Bernstein, acertadamente, retoma la discusión sobre la intencionalidad que el mal despierta como la única solución posible a aprender las lecciones encriptadas en la historia. No hay que subestimar la influencia ni nuestra propensión al mal, cada acto trágico requiere esfuerzos particulares para comprender las circunstancias y alcances de ese evento.

  

Berel Lang argumentó que no se puede decir que Auschwitz sea un ejemplo de maldad extrema. En principio, porque todo mal se constituye como una categoría extra humana nacida de la especulación. Hablar de una historia del mal es banalizarlo. El pasado está compuesto por hechos, los cuales se interpretan de tal o cual forma, a veces hasta formar construcciones ideológicas como la memoria. Si queremos aprender de los errores u horrores morales como Auschwitz u otras violaciones a los derechos humanos, debemos crear una historia basada en hechos reales, cometidos por personas reales. Todo mal es siempre absoluto, irreductible a las variables del hombre por lo tanto permanece fuera de la historia. No puede darse un mal menor a otro; el mal es siempre extremo en su génesis. Al conferirles a los genocidios el aura de la maldad extrema, estamos implícitamente demonizando hechos perpetrados por seres humanos, repudiables y condenables desde la ley secular. La paradoja señalada por Lang que Bernstein no puede resolver, es que, si Auschwitz representa al mal radical entonces no es punible desde el punto de vista legal, y si lo es, entonces es sólo una cuestión de tiempo que vuelva a repetirse. Auschwitz como hecho histórico tiene una causa que conlleva a una consecuencia. Por ese motivo, Lang advierte que todo hecho registrado en un pasado, por más honorífico que pudiera parecer y dadas ciertas condiciones, vuelve a repetirse a lo largo del tiempo. Por el contrario, si Auschwitz fuese un producto del mal extremo, entonces no habría responsables sobre lo sucedido. Si el mal habita en todos, entonces no habita en nadie.[25] De este tema, se ocupará otro “filósofo senior” desde una perspectiva legal-conservadora, John Kekes, emérito de Universidad de Albany, en Estados Unidos.

 

Berel Lang

 

Los efectos del mal

A diferencia de Bernstein, John Kekes considera que el mal es toda aquella acción que atente contra el bienestar universal humano. Kekes no solo explora la relación del hombre con el mal, sino con las consecuencias de sus propios actos. Si el efecto es dañino para otros, entonces el acto es maligno.[26]

Desde la perspectiva conservadora, Kekes explica que el mal es una cuestión multi-causal, enraizado en la naturaleza misma del hombre, añadiendo un componente más. Los hombres cometen actos horribles, pensando, convencidos, que están haciendo lo correcto. Particularmente, describe al mal como una “contradicción permanente” al bienestar humano determinado por la misma acción del hombre. El mal opera tanto en las propensiones humanas como el odio, el temor, la codicia, como en los respectivos esfuerzos para atacarlo. Cuando la acción del hombre se encuentra cegada por la fe (aceptación ciega), la cual se limita sólo a aceptar el plan de todas las cosas, entonces sus consecuencias pueden ser imprevisibles. Kekes, vale aclarar, no afirma que el mal nace de la religión, ni mucho menos, sino que en la fe (tanto religiosa como secular) los “hacedores del mal” encuentran una justificación última  a sus actos, ya que los mismos no pueden ser cuestionados por la razón. Cuando la fe se encuentra bajo amenaza, o se auto-percibe en peligro es proclive a desarrollar contra-reacciones violentas. ¿Cómo podemos entender que personas preparadas para la protección de una nación pueden llevar a cabo crímenes horrendos contra quienes deben proteger?[27]

Citando el ejemplo de las dictaduras latinoamericanas, Kekes argumenta que los gobernantes argentinos aludieron a una doctrina de seguridad, con el fin de proteger a quienes en definitiva perjudicaron. Empero, no pudieron de haber hecho otra cosa, ya que fue su misma lectura sesgada de la ética el aspecto central de sus formas de comportarse. Kekes arremete contra la tesis liberal del albedrío (la cual supone que si una persona toma una decisión bajo presión, sus consecuencias no puede ser condenadas), para confirmar que una persona debe ser juzgada por “las consecuencias” de sus actos. La lucha armada reivindicada por la subversión pudo, de hecho lo fue, haber sido una causa para lo que sobrevendría luego, pero de ninguna forma podría haber sido la excusa moral total a los crímenes cometidos. A diferencias de los liberales que enfatizan en la posibilidad de elección como criterio distintivo de responsabilidad, Kekes objeta que no es suficiente aducir que uno no tenía salida para evitar ser responsable de los efectos colaterales de sus actos. La ambición personal, el utilitarismo y la dependencia ideológica, entre otras cuestiones, pueden llevar a una persona a cometer un acto maligno. Ciertamente, recuerda Kekes, los grupos “subversivos argentinos” generaron un estado tal de violencia de enormes proporciones, asesinando una gran cantidad de oficiales y familiares inocentes. Estos hechos llevaron al gobierno a optar por una reacción más agresiva y violenta todavía.[28] En números prácticos, se habían cometido 200 crímenes políticos para 1974; número que se triplica a 860 para 1975. Entre 1973 y 1976, las 1.358 muertes vinculadas a la lucha subversiva comprendería 677 civiles, 180 policías y 66 militares.

 

Ni la política ni la posición de la jurisprudencia fueron suficientes para frenar el avance sobre la democracia. Los dos poderes del estado, el judicial y el ejecutivo, estaban de acuerdo en que “erradicar a la subversión era la única solución posible para traer estabilidad social. Los militares comenzaron, clandestinamente e ilegalmente, a secuestrar personas, a torturarlas y asesinarlas en forma creciente hasta el punto en que, sin ningún tipo de control, estas prácticas se constituyeron como un patrón a seguir con el fin de silenciar a toda la oposición, grupo en el cual entraban ciudadanos sin vinculación política, disidentes, jefes sindicales etc. La “guerra sucia”, como la denominaban, ignoraba las reglas militares clásicas. El estado se conformó como una asociación que violaba sistemáticamente los derechos esenciales de sus ciudadanos. Muchos intelectuales olvidan, admite Kekes, los efectos negativos de la subversión sobre la sociedad argentina y sus respectivas responsabilidades.

Siguiendo este razonamiento, los militares argentinos no obedecían órdenes como pretende demostrar la tesis de la “obediencia debida”, sino que según los testimonios, un gran número de ellos estaba convencido que la lucha contra la guerrilla debía hacerse en sus mismos términos y condiciones, violando la legislación vigente (tesis del mal menor). Más aún, los militares argentinos se autoproclamaban protectores últimos del orden nacional, decididos custodios del bienestar colectivo. Sus actos aunque condenables estaban justificados porque según ellos salvaban la vida de otros miles de argentinos. El golpe de estado era una herramienta persistente en la historia argentina, para mover de la discusión a aquellos grupos políticos que según los círculos castrenses atentaban contra el orden social (ideal caballeresco). Segundo, al haberle declarado la guerra a la “subversión”, se cayó en la peor de las ilusiones, la falta de un enemigo claro. Esta falta de objetivos mensurales prolongó las condiciones necesarias  para que la tortura, y el asesinato clandestino se transformaran en prácticas sistemáticas inherentes pero escondidas al resto de la ciudadanía. Tercero, la sub-humanización de los prisioneros llamados “subversivos” capturados permitió romper el cuestionamiento moral de los propios militares respecto a la tortura. Si la tortura alcanzaba las metas de conseguir la información necesaria para evitar los próximos golpes, entonces toda violencia estaba justificada. No se hablaba de asesinatos en términos legales propiamente, sino de métodos que deberían prevenir un mal mayor. En perspectiva, Kekes se pregunta ¿podría un militar rehusarse a torturar a un prisionero, corriendo él mismo el riesgo de ser torturado?

La pregunta así formulada parece ilustrativa, pero es falsa. A diferencia de algunos nazis, los militares argentinos estaban convencidos que su causa era la correcta, y que el otro representaba la corrupción y el mal que congeniaban para desestabilizar la paz social. Siendo ellos mismos protectores del orden, el militar estaba preparado para “hacer lo que hay que hacer” cuando la patria lo demanda. Ser militar ofrecía no solo una forma moral de vida, sino una mentalidad específica de camaradería y dedicación conjunta. La idea de un bien común, exige pensar en su contralor, un mundo externo corrupto y amenazante. Obviamente, que no había ninguna diferencia con la forma de pensar de los grupos separatistas. Además, muchos grupos militares de otras naciones son socializados en estos valores, eso no implica que cometan los mismos crímenes.  De pasar a ser la séptima economía del mundo en 1910 a un país periférico para la década del 70, los argentinos estaban acostumbrados a todo tipo de frustraciones. Para ese entonces, el país se encontraba muy politizado y dividido por varias clases (que pugnaban entre sí sin un rumbo fijo) como ser la Iglesia Católica, los sindicatos, los políticos, profesionales urbanos, industriales y militares. Todos estos grupos luchaban entre sí por mayores cuotas de poder, pero sin intereses definidos. A diferencia de otros países donde los sistemas económico productivos estaban determinados por aristocracias, estos colectivos habían adquirido una consciencia de clase, pero habían fallado en formar una aristocracia. Sus alianzas eran temporales y por lo general se fracturaban. El otro era concebido como un enemigo que debía ser aniquilado; la lucha por el poder no se llevaba a cabo en términos económicos de mercado, sino desde una perspectiva moral. En estado de conflicto permanente, la política argentina estaba determinada en puntos opuestos donde los buenos peleaban contra los malos. Cada grupo se reservaba para sí la figura del héroe, defendiendo sus propias concepciones pero atacando al otro, como portador de la inmoralidad. Aun cuando se pueda comprender las causas que llevaron a estas personas a cometer actos horrendos, no se los puede deslindar de responsabilidad alguna. El mal tiene muchas raíces: el egoísmo, la fe ciega, la ideología, la complacencia, la frustración constante, el resentimiento, y como en el caso de los militares argentinos, el sentido del honor. Si la maldad a menudo, requiere talento, independencia, fortaleza y dedicación, como cualquier persona, los hacedores del mal quieren ser buenos en lo suyo, que es infligir sufrimiento a otro.

Debido a la posición neo-conservadora de Kekes, que enfatiza en los efectos de las decisiones en lugar de las causas, es imposible poder hacer de su debate algo más fructífero respecto a lo que él mismo denomina, los hacedores del mal. Sólo si somos responsables de nuestros actos, por sus consecuencias, y no por el contexto, entonces asumimos que la moral no es necesaria, y ese paso sería una de las mayores claudicaciones de la misma tesis de Kekes. La definición de maldad en los pensadores conservadores se reserva para si la idea de ley y desviación. Las cosas son buenas y malas acorde a sus impactos sobre la vida de las personas, lo cual puede ser muy lógico. Siguiendo este argumento, el mal debería ser comprendido como toda aquella persistencia negativa que atenta, como lo dice Kekes, contra el bienestar humano.

 

En estos términos, entonces es imposible discutir fuera del decisionismo político. Digamos que si Kekes acepta que los Nazis hicieron el mal por sus consecuencias, entonces asume que muchos de los oficiales tenían noción de lo que estaban haciendo, eran conscientes de sus actos y de los efectos; y si no lo eran, como el caso documentado de Eichmann, la condena moral se corresponde por lo que han hecho y no con lo que pensaban sobre lo que hacían (acuerdo/desacuerdo). La pregunta que Kekes no puede responder es ¿qué hubiese pasado si los nazis o los militares argentinos continuaban ejerciendo el poder en forma interrumpida hasta nuestros días?

El efecto es el resultado visible del acto maligno; empero, aquí nace el problema sustancial en su argumento. Si la consecuencia de un acto se constituye en tanto exista testimonio del efecto, esa forma de pensar lleva a una idea de por si peligrosa, no existe acto criminal sin cuerpo. ¿Puede un acto sin efecto maligno ser considerado en calidad de tal?, ¿es el mal algo inherente a la acción?. Indubitablemente, el racionalismo nos hace creer que sí, pero nos sitúa en un dilema de difícil resolución. Además, como replica Frankfurt, ¿puede una persona cuya decisión está condicionada por la coacción ser responsable de los efectos que genera esa decisión? Por ejemplo, si un prisionero de guerra es obligado a asesinar a otro, bajo de amenaza de perder la vida si desobedece, ¿puede ser responsable moral por el asesinato?. Un borracho que atropella a una persona mientras conduce su auto puede elegir embriagarse pero no asesinar, aún así es responsable por el asesinato, porque simplemente ha elegido en libertad absoluta tomar alcohol. Empero, cuando se coacciona a una persona para que logre determinado fin, esa persona no es libre de elegir tal o cual curso de acción.[29] La intención y las condiciones sobre las cuales se toma la decisión son dos aspectos trivializados por Kekes. Argumentando, sobre la aleatoriedad de los eventos, Kekes dice, no todas las personas que están bajo coacción acceden a dañar a otro. Pero, si yo, como agente moral, condeno una actitud por su efecto, no por su intención, caigo en la quimera de evitar juzgar la voluntad. Según la postura de Kekes, no queda del todo claro si los ideólogos de los campos de concentración tienen la misma responsabilidad que los ejecutores. Inocentemente, Kekes supone que los ideólogos (aun cuando no hayan matado a nadie con sus manos) estaban convencidos de su decisión, de la misma forma que los ejecutores.

 

Ética y angustia: el problema del crimen

Un análisis profundo nos muestra que Kekes confunde dos términos que poco tienen que ver entre sí, el mal con la criminalidad. El criminal es responsable por sus actos, pero Kierkegaard ya nos ha enseñado en Temor y Temblor que no todo crimen es un acto maligno. Abraham se dispone a cometer un crimen, el asesinato de su propio hijo que es dado en sacrificio a dios, pero no en búsqueda de un bien personal como Agamenón, sino porque Dios mismo se lo pide. ¿Puede acusarse a Abraham de asesinato?, reflexiona Kierkegaard en voz alta. Para la ley secular de hecho lo es, ¿empero cuales son las motivaciones psicológicas de Abraham? [30]

Kierkegaard afirma que “los límites de la fe” van más allá de la locura o de la angustia; usando como ejemplo a Abraham quien casi sacrifica a su propio hijo en honor a Dios, Kierkegaard sugiere que

[…] la conducta de Abraham desde el punto de vista moral se expresa diciendo que quiso matar a su hijo, y, desde el punto de vista religioso, que quiso sacrificarlo; es en esta contradicción donde reside la angustia capaz de dejarnos entregados al insomnio y sin la cual, sin embargo, Abraham no es el hombre que es.[31]

De esta cita, se desprenden dos interpretaciones: en su naturaleza no estética la fe no permite mirar a la imposibilidad de frente sino que presupone la propia resignación ante lo trágico, ante la desgracia. La fe es una especie de consuelo frente a la finitud y la limitación; en un punto, utilizo mis fuerzas para renunciar al mundo y por eso no puedo recobrarlo; pero a la vez recibo lo resignado en “virtud de lo absurdo”. El temor y la ansiedad surgen como respuestas cuando el sujeto se releja frente a lo individual y subjetivo. La razón paulatinamente comienza a declinar frente al advenimiento de la fe. Si el sujeto reivindica su singularidad frente al universo, entonces cae en pecado, lo cual no es otra cosa más que un reclamo por lo propio contradiciendo las reglas universales.[32] ¿Entonces como podríamos tipificar el sacrificio de Abraham?

A diferencia del rey griego Agamenón, Abraham no pide nada a cambio, no quiere negociar, sólo acata la orden del máximo creador. No teme ni se angustia, su destino no tiene alternativa. Kierkegaard, entonces, nos recuerda que el temor y la ansiedad surgen como respuestas al momento en que el sujeto se abandona a lo individual y en consecuencia se desprende de lo infinito, lo niega o lo anula temporalmente. La fe le confiere al hombre una expectativa por la cual no debe abandonarse a sus deseos individuales. Ahora bien, si partimos de la base que la fe se disocia de la esfera ética, entonces entramos en un nuevo dilema filosófico. ¿Es el pecado ajeno a la voluntad de Dios?, ¿podemos matar sólo porque Dios lo dice?, ¿y en tal caso, quien interpreta su voluntad?, ¿no es eso una clase de fundamentalismo religioso?. Estas preguntas, así formuladas, sugieren que la fe implica un declinar de la razón. Abraham no peca por querer matar a su hijo, ya que no es presa de su propia voluntad, sino por un designio de su creador; no tiene manera de poder evitar el mandato de quien ha creado el mundo. Si héroe es conducido y admirado por su virtud moral, el caballero suspende la esfera moral para saltar hacía la última fase de evolución, la religión. En consecuencia, el héroe trágico necesita llorar su pérdida por tanto que renuncia a lo cierto por lo más cierto; en cambio el caballero de la fe no lamenta su acción.

La tensión entre la esfera ética y estética se resuelve por medio del secreto. Si Abraham hubiese revelado a Sara que iba a asesinar a Isaac en sacrificio, seguramente ella lo hubiera evitado. Lo demoníaco, para Kierkegaard se encuentra subordinado a los siguientes aspectos:

a) Una tendencia a rehusarse a ser compadecido por una falta que no es propia

b) Un acto predestinado desde el nacimiento,

c) Persistencia de una dialéctica paradojal

d) La figura de lo demoníaco permite al hombre deshacerse de cualquier responsabilidad por sus actos.

En resumen, el desarrollo de Kierkegaard establece el siguiente axioma: la fe es la máxima pasión del hombre, su pérdida progresiva despierta en el mundo temores que hasta entonces se encontraban dormidos. El hombre no puede constituirse como tal y vivir sin la fe. Algunos filósofos han sugerido que la posición de Kierkegaard es amoral porque por un lado desdibuja las fronteras de la culpa, mientras por el otro permite que el pecado vuelva a reanudarse. Sin embargo, su legado en materia penal ha sido, históricamente, mal interpretado llevando a conclusiones erróneas. La mayoría de las críticas sobre su concepción de fe son seculares, y extrapolan cuestiones que poco tienen que ver con la obra del filósofo danés. La fe no necesariamente lleva al fundamentalismo religioso, ni al uso de la violencia. ¿Qué opciones existen sobre la obra de Kierkegaard?, ¿sobre todo con la idea de lo religioso como extra moral?

En la actualidad, la esfera racional ha invadido gran parte de la vida de los hombres. Quizás sea oportuno preguntarse ¿cuál es la relación entre los más crecientes miedos generalizados y la falta de fe? Explica Maldonado Ortega que a diferencia de Sócrates y Platón quienes sugerían que la filosofía iba tras el recuerdo, para Kierkegaard la filosofía debe enfocarse en la “repetición”; no obstante, lo verdadero de la repetición acontece en el “estadio religioso” simplemente porque éste accede por el absurdo. Citando a León Chejov escribe Maldonado Ortega, la angustia en Kierkegaard surge del pecado original y del estado de libertad otorgado a Adán y Eva luego de dicha falta.[33] No hace falta más, pecamos para ser perdonados, tema que ha generado una gran controversia en existencialistas agnósticos de la talla de S. Zizek[34] o E. Levinas, precisamente en éste último el salto de fe, no sería más que un vericueto técnico para instalar una despreocupación por la moral. Es el temor, diría Kierkegaard, el elemento sustancial que nos lleva a la maldad.[35]

En perspectiva, E. Levinas parece no comprender la postura de Kierkegaard en forma completa. Abraham no peca por pensar matar a su hijo sino porque es mandato estaba dado por una entidad superior a todos los hombres, de igual forma que H. Frankfurt advierte, el hombre cuando comete un acto es siempre responsable moralmente excepto cuando esos actos están por fuera de su capacidad de control; si cuando uno comete un acto no hay una posibilidad alternativa, la responsabilidad moral se diluye; la libertad parece tener poco que ver con la responsabilidad moral, una persona por diferentes factores puede no ser libre y ser responsable por sus actos.

Por desgracia la forma encriptada de los escritos del filósofo danés han atentado contra su obra y pensamiento junto a toda una moda teórica que niega la trascendencia humana sin ningún tipo de prueba óntica. Una de las cuestiones resueltas por Kierkegaard ha sido la concepción del riesgo. La falta de perspectiva de la modernidad la cual no solo niega la muerte sino la posibilidad del infinito, deben ser reemplazadas por nuevas categorías. Estas nuevas construcciones deben ser fácilmente clasificables, manejables y controlables, incluso si se quiere intercambiables implicando un costo para la humanidad: el aumento de la incertidumbre que lleva a la “desesperación”.

 

Una Postura Alternativa – Conclusión

Hay dos preguntas que ni Bernstein ni Kekes se formulan en sus respectivos debates. ¿Porque amamos a Dios y tememos al demonio?. Una lectura simplista se sitúa en la afirmación que el primero busca nuestro bienestar, mientras el segundo la ruina. Para poder responder a estas preguntas, vamos a combatir en el mismo territorio de Kekes, tomando como ejemplo la rebelión de Lucifer. Si uno quiere, un mito cuya significación revela la razón que los cristianos y muchas otras religiones monoteístas, dan al mal. Cuenta la leyenda que Lucifer se revela contra Dios objetándole no solo la formas en las cuales éste organizaba el universo, sino la posición preponderante que el amor tenía respecto a la razón (Ver Capitulo 64 Libro de Urantia). El ángel rebelde le increpa a Dios que el universo se encontraba en un completo caos, debido a la preponderancia de lo emocional sobre lo racional. En parte, Lucifer podría de haber tenido razón, pero su argumento se transforma en excusa (válida) respecto a la antesala del mal. Cabe aclarar, Lucifer era uno de los ángeles más perfectos, bellos y amados por Dios, cae en la contradicción de su propio resentimiento (como bien explica Kekes) por creerse más que el creador, pero ese no es, necesariamente, el origen del mal. Lucifer había sido encomendado a cuidar a la humanidad como Querubín Protector. Desde que se revela hasta su final caída en manos de Miguel, Lucifer añora la destrucción de quien en principio era benefactor, del hombre. Esta lectura, que Kekes diría es religiosa y especulativa sobre mal, es también científica y antropológica.

 

El protector y el protegido están unidos por el vínculo de la debilidad. Quien protege goza de cierta fortaleza, de la cual adolece quien debe ser protegido. El mal no está determinado por el resentimiento que Lucifer siente, por el amor de Dios al hombre, sino por el hecho de verse vulnerado por quien en los papeles es inferior. Lucifer ya no desea proteger al hombre, misión encomendada por Dios, sino destruirlo. Su razón original de ser ha mutado, se transformado, se ha corrompido en algo nuevo. La perversión de los valores éticos por medio del cual el protector se transforma en victimario, es no solo en el cristianismo sino en casi todas las religiones, la característica esencial del mal. Los antiguos poetas griegos describen como maligno el hecho de aprovecharse de un huésped o de asesinarlo en condición de indefensión. En la literatura del derecho romano, el agravante que lleva a que un crimen sea aceptable o repugnante es la posición del victimario, y la indefección de quien es la víctima. El mal radica en la tergiversación de los valores éticos que llevan a que el protector utilice su posición dominante para infligir un daño a quien queda subordinado. A la vez que el cristianismo considera bueno a Dios porque teniendo todos los recursos para destruir a la humanidad elige no hacerlo, considera malo a Lucifer, por la corrupción de su rol original. Podemos esperar de nuestros enemigos lo peor, pero no de nuestros amigos. Durante muchos años muchos filósofos vieron en la rebelión de Lucifer muchas cosas. Algunos cuestionaron la omnipresencia de Dios, mientras otros la idea de un amor benefactor. En forma elocuente, si Dios era tan poderoso porque no ha eliminado a Lucifer luego de su traición?, ¿siendo Dios el creador mismo del mal, deberíamos admitir que en Dios también habita el mal?, tal vez, admitían algunos ¿no estamos hablando de una entidad todopoderosa, sino de un dios impotente?

En un trabajo que combina filosofía con teoría etnológica, M. Korstanje explica que la antigua creencia religiosa que indica, Dios decide no exterminar a Lucifer a pesar de su ofensa, tiene que ver con esta misma idea. Dios da la vida a Lucifer, su rol original es dar vida, no quitarla. Si Dios hubiese accedido a su impulso natural de destruir a su propia creación (como lo hubiese hecho Zeus u otro dios), hubiese sucumbido ante la esencia misma del mal (como aquel padre que asesina a su propio hijo). Aun teniendo las posibilidades técnicas de hacerlo, decide perdonarle la vida desterrándolo fuera de los límites del centro ejemplar. Las sociedades respetan los roles originalmente asignados para poder funcionar correctamente. Cualquier aspecto que atente contra el funcionamiento, como las hambrunas, la muerte de los hijos, la infertilidad u otro problema demográfico serio, es simbolizado bajo el arquetipo del mal.[36]

 

Conclusión

La presente pieza de revisión ha discutido críticamente la posición de dos filósofos de gran peso dentro de la discusión ética, John Kekes y Richard Bernstein. Ambos con visiones diametralmente opuestas. Para el primero, el mal radica en el accionar humano, y es sólo definible acorde a sus efectos sobre otros. Por el contrario, Bernstein focaliza en un mal que adquiere una naturaleza radical, dejando lo banal como una consecuencia derivada de la falta de espíritu crítico. Kekes no puede resolver la cuestión de la intención, ya que debe forzar su argumento pensando que en extremos universales, tal como “todos los nazis odiaban a los judíos”, “todos los militares argentinos odiaban a los guerrilleros”, etc. Esta postura es tan ilusoria e hipócrita como aquellas que crítica en su libro por ser meras especulación. Bernstein, por su parte, presenta un arquetipo del mal desvinculado de toda historia. Sin una verificación previa, asume que el Holocausto es una prueba de que el mal radical existe, pero no puede resolver la cuestión filosófica sobre las causas que lo originan. Como afirma Lang, si suponemos con Bernstein que el mal está en todos lados, entonces debemos pensar que no está en ningún lado. Por otro lado, quedan ciertos problemas respecto a los grados del mal. ¿Cómo definimos un acto malvado?, ¿cuales son los criterios empíricos que dibujan la barrera entre un acto dañino y otro maligno?, ¿el número de víctimas, o la intención de daño?

Nuestra tesis, apela a que el mal es una construcción humana por medio de la cual las sociedades pueden darle funcionalidad a sus sistemas de producción. Las personas, los grupos y las clases funcionan sólo sí adquiere para si el rol que les ha sido asignado. El policía protege a la ciudadanía, a la vez que el médico busca el bienestar de su paciente, el clérigo ofrece la salvación eterna, y científicos están a disposición de la verdad. El mal radica en la subversión, la corrupción (por la causa que sea) de los roles fundamentales y originales de la sociedad. Precisamente, cuando a favor del rol que ejercen, el policía roba, el científico miente en sus hallazgos, el médico enferma a sus pacientes, estamos en presencia del mal. Según el rol, los efectos sobre el resto del tejido social pueden ser de mayor o menor impacto.

*Maximiliano E. Korstanje

International Society For Philosophers

Sheffield, United Kingdom.

Las fotografías son propiedad de Damon Winter que hemos tomado para ilustrar el artículo: http://www.damonwinter.com/

 

 

 

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Notas:


[1] Skoll, G. “Meaning of Terrorism,”. International Journal for The Semiotics of Law. Vol. 20, pp. 107-127, 2007. – Ignatieff, M. El Mal Menor. Ética Política en una Era de Terror. Taurus, Bogota,  2005. Korstanje, M. “¿Por qué a la industria del turismo le preocupa el terrorismo?”. Revista Turismo y Sociedad (Anuario). Vol XII, 2011a: 147-167. – Piazza, J.. “Rooted in Poverty?: terrorism, poor economic development, and social Cleavages”. Terrorism and Political Violence. Vol 18, 2006, pp. 159-177.
[2] Nietzsche, F. Más Allá del bien y del Mal. Alianza Editorial, Barcelona, 2005
[3] Zizek, S. (2009). Violencia. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2009.
[4] Pia Lara, M. Narrating Evil: a post methaphysical theory of Reflexive judgement. Gedisa, Barcelona, 2009.
[5] Franco-Ferraz, M. C “Terrorismo: nos, o inimigo, e o outro”. En Terrorismos. Editado por Pasetti y Oliveira: EDUC, San Pablo, 2006, pp. 37-55
[6] Glucksmann, A. El Discurso del Odio. Taurus, Bogotá, 2005.
[7] Bellamy, A. Guerras Justas, de Cicerón a Iraq. FCE, México, 2009.
[8] Coulter, G. Jean Baudrillard: from the Ocean to the desert or the Poetics of Radicality. New Smyrna Beach,  Intertheory Press, Florida, 2012.
[9] Howie, L. Witnesses to Terror: Understanding the Meanings and Consequences of Terrorism. Palgrave Macmillan, Hampshire, 2012
[10] Calveiro, P. Violencias de Estado. La Guerra antiterrorista y la guerra contra el crimen como medios de control Global,  Siglo XXI, Buenos Aires, 2009
[11] Batista, N “Reflexoes sobre Terrorismos”, en Terrorismos Editado por Pasetti y Oliveira: EDUC, San Pablo, 2006, pp. 13-36
[12] Ibidem, pp. 70
[13] Parker, S. “Almas Torturadas”. En Kaye S. La Filosofía de Lost, la isla tiene sus razones. Libros el Zorzal, Buenos Aires, pp. 137-148, 2010
[14] Johnson, C. Blowback. Costes y Consecuencias del Imperio Americano. Laetoli Editorial, Barcelona, 2004.
[15] Baudrillard, J. “Virtuality and Events: the hell of power”. Baudrillard Studies. Vol. 3 (2). July. Availabe at http://www.ubishops.ca/BaudrillardStudies/. Bishop´s University, Canada. Version translated by Chris Turner, 2006
[16] Piazza, J.. “Rooted in Poverty?: terrorism, poor economic development, and social Cleavages”. Terrorism and Political Violence. Vol 18, pp. 159-177, 2006
[17] Schmid, A. “Frameworks for Conceptualizing Terrorism”. Terrorism and Political Violence. Vol. 16, Número 2, pp. 197-221, 2004
[18]Augé, M. Diario de Guerra. El Mundo después del 11 de Septiembre. Gedisa, Barcelona, 2002.
[19] Skoll, G. “Meaning of Terrorism,”. International Journal for The Semiotics of Law. Vol. 20, pp. 107-127, 2007
[20] Friedman, G. The Next Decade. Doubleday, New York, 2011.
[21] Idem, p 35
[22] Castoriadis C. Lo que Hace a Grecia. De Homero a Heráclito. FCE, Buenos Aires 2006.
[23] Bernstein, R. El Mal Radical. Una indagación filosófica. Ediciones Lilmod, Buenos Aires, 2004.
[24] Arendt, H. Los Orígenes del Totalitarismo: antisemitismo. Volumen I. Alianza, Madrid, 1987a. – Arendt, H. Los Orígenes del Totalitarismo: Imperialismo. Volumen II. Alianza, Madrid, 1987b. – Arendt, H. Los Orígenes del Totalitarismo: Totalitarismo. Volumen. III. Alianza, Madrid, 1987c. – Arendt, H. Responsibility and Judgment. Shocken Books, New York, 2005 – Arendt, H. Eichmann en Jerusalén. Editorial Debolsillo, Barcelona, 2006.
[25] Lang, B. The Future of Holocaust, between history and memory. Cornell University Press, Ithaca, 1999
[26] Kekes J. Las Raíces del mal. El Ateneo, Buenos Aires, 2006
[27] Ibidem, p. 19
[28] Ibidem, Capítulo III
[29] Frankfurt, H.  La Importancia de lo que nos preocupa. Katz, Buenos Aires, 2006.
[30] Kierkegaard, S. Temor y Temblor. Losada, Buenos Aires, 2003.
[31] Ibidem p. 35
[32] Ibidem. P 66
[33] Maldonado-Ortega, R. “Kierkegaard y la Filosofía existencial”. Psicología desde el Caribe. Num. 7, 2001, pp. 103-108.
[34] Zizek, S. Violencia. FCE, Buenos Aires, 2009
[35] Levinas, E. Dios, la Muerte y el tiempo. Catédra, Madrid, 1994

[36] Korstanje, M. “Rebelión, una aproximación teórica”. International Journal of Zizek Studies. Vol. 5 (4), 2011b, pp. 1-43.