Lo que WikiLeaks le enseñó a la clase política

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Lo he dicho varias veces, y se me ha calificado, por esto, de ingenuo, soñador y paranoico, todo esto junto, sin sonrojo y en público. Pero cada semana pasa algo que confirma esas predicciones. Bueno, no, no son predicciones. Es un hecho: el mundo ha cambiado y para sobrevivir hay que evolucionar para adaptarse a las circunstancias.

El momento se parece en muchos aspectos a febrero de 1455, cuando Gutenberg completa su obra maestra, la Biblia en 42 líneas. Será el principio del fin de la Edad Media y durante los siguientes 500 años todo se alterará. Fundamentalmente habrá un colosal cambio en el balance de poder. Nacerán desde el periodismo hasta las naciones y la democracia tal como la entendemos hoy.

Tal será el poder del libro para las masas, la página impresa a escala industrial, el efecto de liberar el acceso a la información, que el invento de Gutenberg nos conducirá de la sanguijuela a la tomografía computada, de la superstición a las vacunas y el Hubble.

Hoy nos encontramos en un instante de la historia muy parecido. La inmensa diferencia con la Edad Media Tardía, la imprenta de tipos móviles y el inicio del Renacimiento es que ahora lo vivimos día a día. No es un instante para nosotros, no es un párrafo en un libro de historia. Es nuestra propia existencia, y por eso nos cuesta tanto aceptar que el mundo en el que nacimos y muchas de las reglas según las cuales seguimos viviendo, a veces con enternecedora inocencia, han desaparecido.

No obstante, y quizá porque la historia no se repite, la sociedad está elaborando y adaptándose con bastante suavidad a los actuales cambios tectónicos. La hoguera ha sido reemplazada, en el peor de los casos, por la multa, la prisión o la amenaza de prisión (el caso del criptógrafo Phil Zimmermann, que en 1993 estuvo a punto de enfrentar 4 años en una celda, es emblemático;http://es.wikipedia.org/wiki/Phil_Zimmermann ).

En general, los oficios tradicionales se han acomodado a las nuevas reglas con bastante rapidez. A veces, con tranquila resignación. Otras, con legítimo entusiasmo, como es el caso del periodismo, que después de una breve etapa de duda y desconcierto ha descubierto que la nueva realidad no lo cancela, sino que lo potencia y lo mejora.

En todos los casos, el poder se está redistribuyendo y, bien o mal, todos son conscientes de esto. Tal vez no pueden expresarlo claramente, pero lo perciben, tanto el que ha perdido una cuota de poder como el que la ha ganado.

Con una excepción: la clase política.

Una de las principales y más valiosas hijas de Gutenberg, la clase política, seguía sintiéndose inmune al cambio paradigmático que se ha producido en la civilización desde la aparición de la computadora personal e Internet. Como mucho, se hablaba de la campaña presidencial de Barack Obama como de una maniobra exótica. Nada, tonterías, cosas de hackers.

Hasta el 28 de noviembre de 2010.

Los 250.000 cables diplomáticos filtrados por WikiLeaks -y que están siendo analizados y publicados por los cinco diarios a quienes la organización facilitó la información- le han comunicado a la clase política, de forma insoslayable, que el cambio global los incluye.

Poder es saber que podés

En mi opinión no es posible vivir en un mundo sin secretos. Es más: no son los secretos los que están en la picota ahora.

De la misma forma que el sueño de Gutenberg era simplemente ganar dinero con un invento al que le veía futuro (y vaya si lo tuvo, aunque él murió en la miseria), el proyecto de transparencia total de Julian Assange y WikiLeaks es una meta inalcanzable. Y es lo de menos. Ni el verdadero legado del libro fue la opulencia de la industria editorial ni el de WikiLeaks será la transparencia absoluta. Su mensaje, pienso, es otro.

A pesar de lo que se cree, ni el anonimato, ni la privacidad, ni el secreto han desaparecido por culpa de Internet. Que conserves cierto control sobre tus datos depende en esencia de cuánto sepas de computación e Internet.

Esta es la desagradable, incómoda verdad que desde hace casi 30 años muchas personas, muchos oficios y muchos grupos se resisten a aceptar. Ahora le toca el turno a un conjunto de políticos y funcionarios que se sentían más allá de este problema. Sentían, como le ocurrió a muchos otros en las últimas tres décadas, que no vendrían por ellos, que su poder estaba intacto.

Es obvio que no.

Las lecciones del futuro

El lector habrá recorrido docenas de páginas de medulosos y mayormente inteligentes análisis de las causas, las consecuencias y hasta el estatus legal de la operación de WikiLeaks. No añadiré más sobre el particular. De hecho, y como he conversado con muchos colegas aquí en el diario, es difícil todavía fundamentar casi cualquier opinión sobre las filtraciones. Sinceramente, además, creo que las opiniones no cuentan para nada en este caso. Es como decir: “Ese huracán me parece completamente ilegal”. Lo de WikiLeaks iba a pasar, más tarde o más temprano, no porque alguien lo decidió, sino porque el mundo es otro.

La noticia no es qué se decía en los cables diplomáticos, sino que la potencia más poderosa del mundo (y técnicamente más avanzada) haya sido incapaz de proteger no un cable hurtado al pasar, sino cientos de miles de comunicaciones diplomáticas. Este es el síntoma. De hecho hay poco de nuevo en la información liberada. La novedad impactante es el feroz corrimiento en el espectro de poder.

Más aún. ¿Fue acaso una potencia extranjera con computadoras valuadas en cientos de millones de dólares y súper hackers la que entró en las embajadas y sustrajo todo?

No. Según él mismo ha confesado, fue un simple soldado disidente, resentido, enojado o todo eso junto, aunque con conocimiento informático. Convencido, al parecer, de que no le ocurriría nada, no se ocupó de cubrir sus huellas. Podría haberlo hecho.

Pero fue, en suma, el factor humano. Esto muestra con desoladora solvencia la falsa sensación de seguridad, de “vivir en el mismo mundo de hace 30 años” que se percibía hasta el 28 de noviembre en la clase política.

Créame, los secretos seguirán. En mi opinión, el problema nunca fueron los secretos (sí, en cambio, la transparencia), sino el que muchos funcionarios y políticos se sintieran muy por encima del resto de nosotros y no, como se supone, al servicio de la sociedad. Prueba de esto es que las herramientas para cuidarse de que tales filtraciones son hoy más abundantes, más baratas, más seguras y más universales que hace 30 años. Pero, simplemente, no las usaron.

Empezarán a hacerlo a partir de ahora, pero esto no es lo importante. Lo que importa, en mi opinión, es la lección de humildad y el baño de realidad. La política, la diplomacia y el cumplir una función de servidor público también deben actualizarse, ser 2.0, admitir que el mundo es otro, que ya no disfrutan de la misma cuota de poder, y que -todo indica- eso es mejor para todos.

Ya pasó antes. Está ocurriendo de nuevo. Cuando el costo del acceso a la información se desplomó con la llegada del libro para las masas, el poder se redistribuyó. Vivíamos en una sociedad de analfabetos, con una economía para analfabetos, un comercio para analfabetos y una cultura para analfabetos. Con los siglos surgió el mundo que conocemos hoy. No tengo ni la más mínima duda de que es un mundo mejor y más justo que el de la Edad Media.

Ahora se desplomaron los costos del poder de cómputo y del broadcasting, dos bastiones de poder clásicamente impenetrables, y para peor toda la información, que durante siglos se preservó en papel, cinta magnética, acetato, piedra o metal, ahora es sólo una cadena de unos y ceros circulando por cables y ondas electromagnéticas.

Si tenemos un minuto para reflexionar (en lugar de convocar, como he leído en estos días, de nuevo, al fantasma de la pena de muerte) sería bueno que imagináramos cómo sería un mundo donde el individuo común, el hombre de la calle, al que alguna vez se le negó voz y voto, ahora tiene una cuota de poder mayor. ¿Cómo es ese mundo? ¿Acaso es peor? ¿O, por el contrario, es un mundo mejor? ¿No hay deudas por saldar todavía? ¿No hay flagelos como el hambre, el trabajo infantil, el racismo? ¿Es posible pensar (llámeme soñador, no hay problema) que quizás esta nueva realidad de un poder más equitativamente distribuido nos conduzca a solucionar a largo plazo esas aberraciones?

No lo sé. Ojalá lo supiera con certeza.

Pero mi impresión es que todo futuro es mejor.

La Nación