Del padre, Genitivo

Del padre, Genitivo

(Notas sobre el “caso” del padre en Sören Kierkegaard)

 

 

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“Cuando Cristo gritó ‘Mi Dios, mi Dios, ¿por qué me has abandonado?’
, fue terrible para Cristo. Pero me parece que fue todavía más terrible
para Dios oír ese grito. Quedarse tan inmutable y ser el amor,
¡qué tristeza infinita, profunda, insondable!”

Sören Kierkegaard[1]

Sören Kierkegaard, así como muchos de los autores pseudónimos que se reúnen en su obra polifónica, confluyen en una apreciación: la función del padre como “genitor” o “progenitor” consiste en sumar uno a la serie de generaciones sucesivas, en propagar el género humano, función que el hombre comparte con otras especies del reino animal y de la cual no resulta la emergencia de un solo “individuo” en el mundo, ya que el individuo está determinado por un espíritu que no se hereda y que resultará de síntesis puntuales en los avatares de su existencia. Uno de los autores pseudónimos, Vigilius Haufniensis, se refiere a esta cuestión en El concepto de la angustia (Simple aclaración psicológica previa al problema del pecado original) en los siguientes términos:

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La relación de generación suele ser la que con más frecuencia engaña y ayuda a poner en marcha toda clase de representaciones fantásticas […] La descendencia no es más que la expresión de la continuidad dentro de la historia de la especie, la cual nunca deja de moverse según determinaciones cuantitativas, y por lo mismo de ningún modo es capaz de producir un individuo. Una especie animal jamás producirá un individuo, por más que aquélla se conserve durante miles y miles de generaciones.[2]

No es la historia del género humano, que procede por determinaciones cuantitativas y continúa tranquilamente su camino, la que recomienza con cada individuo, sino que es cada individuo, por un “salto cualitativo”, el que recomienza el género humano, siendo a la vez él mismo y el género humano, es decir, más que este último. Cada individuo surge como recomienzo de la especie y a la vez como comienzo absoluto, embrionario, de su propia individualidad por venir, ya que “comienza de nuevo y, no obstante, en el mismo momento se encuentra precisamente allí donde debía empezar dentro de la historia[3]. Siguiendo este razonamiento, la función del padre en tanto genitor, guardián del eslabonamiento de una cadena histórica, se reduce a ubicar un espécimen en la serie cuantitativa que asegura la continuidad de la especie, en tanto que al hijo así generado, que rompe la continuidad con su recomienzo, le toca cumplir con la tarea existencial (siempre inconclusa) de “devenir subjetivo” a través de los “saltos” cualitativos (tales como el pecado, la suspensión de lo estético para llegar al estadio ético o la suspensión de lo ético para llegar al estadio religioso, entre los muchos que ejemplifica el danés) en que se va constituyendo como individuo. De la singularidad de esos saltos, discontinuos, que ninguna ley puede prever y que se producen siempre en el “instante” (punto de contacto entre la eternidad y el tiempo) dependerá el perfeccionamiento del “devenir subjetivo” en que consiste la tarea de la existencia.

Triste papel, se diría, el del genitor que, reducido a asegurar la reproducción en cierto sentido animal, por un corte subrepticio en la continuidad que quiere preservar, se ve desvinculado del hijo que no nace individuo, se hace, o por mejor decir, tiene que seguir haciéndose y perfeccionándose en su “devenir subjetivo” sin alcanzar nunca ese estatuto de sujeto que seguirá siendo siempre el ideal. “Como un padre que ve, con dolor, al hijo que sigue sus propios senderos”, anota en su Diario Kierkegaard[4], sensible al drama del padre que lo atormentó, con la misma intensidad que el espectro del padre del príncipe Hamlet, durante toda su vida. Esa sensibilidad no le impidió enfocar el tema en tono irónico, y al triste papel del padre como genitor-reproductor viene a sumarse otro: “se tiene hijos para servir al estado”[5]. Este propósito que anotó en su Diario en 1854 (un año antes de morir) incrementa la crasa visión de la paternidad en uno de los argumentos que desarrolla B (uno de los autores convocados en O bien… o bien…)[6] en su primera carta a A (el otro autor convocado), presuntamente para disuadirlo de contraer matrimonio con la única finalidad de tener hijos, algo que, a su modo de ver, carece tanto de “ética” como de “estética”:

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O bien uno se casa con el fin de tener hijos, con el fin de contribuir modestamente a la propagación en la tierra de la raza humana. Imagínate que uno no tuviera hijos, en ese caso la contribución sería muy módica. Algunos estados, con tino, atribuyeron esa finalidad al matrimonio proponiendo recompensas para los que se casaran y para aquellos que tuvieran el mayor número de niños.[7]

Inútil insistir sobre el carácter “profano, demasiado profano” de esta indicación (y sin embargo…). Lo cierto es que la carta prosigue y, en concordancia con la discontinuidad de tonos que se despliega en cada texto pseudónimo del autor danés, B le señala a A otra faz –una doble faz, para ser más precisa– de la paternidad:

Es verdaderamente hermoso para un hombre sentir gratitud hacia otro por todo lo que sea posible, pero, si hay algo supremo por lo que un ser puede sentirse agradecido hacia otro, es la vida. Y a pesar de eso, un niño puede agradecerle a su padre aún más, ya que la vida que recibe no es blanca ni vacía, está ya llena de algo preciso y, cuando el niño ha reposado durante suficiente tiempo en el seno materno, se lo ubica en el del padre, que a su vez lo nutre también con su carne, con su sangre y con experiencias que a menudo debió pagar caras en una vida agitada. ¡Y cuántas son las posibilidades que se esconden en un niño! […] Los niños pertenecen a la vida más íntima y secreta de la familia y es a ese misterio claroscuro al que debe dirigirse todo pensamiento serio o piadoso acerca de estas cuestiones. Así, se tornará visible también que la cabeza de todo niño está rodeada por una aureola; así, todo padre experimentará el sentimiento de que en su hijo hay mucho más de lo que él le dio, sí, y sentirá con humildad que se trata de un bien confiado a su custodia y que, en el sentido más bello de la palabra, él es tan sólo su padre adoptivo. El padre que no haya sentido eso ha invocado siempre su dignidad de padre en vano.[8]

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Las funciones del “genitor” o del “progenitor” (palabras derivadas del latín ingenerare, “engendrar”, y a su vez de generare, “generar”), de las que el hombre se ufana (y es allí “donde culmina el egoísmo humano”[9]), serían la de propagar la especie en la historia (dicho de otro modo, sumar uno a la serie del “ser para la muerte” que asegura la continuidad) y la de servir al estado, poniendo un nuevo ejemplar a su custodia. Historia y estado: dos nociones que Kierkegaard asimilaba al sistema hegeliano y que le producían una violenta alergia. El que es digno de llamarse “padre” es para él, por el contrario, el que nutre al hijo con sus experiencias –incluso aquéllas que más le costaron–, el que toma a su cargo la custodia del hijo que encierra en sí mucho más de lo que él le dio y lo ve, “con dolor”, seguir sus propios senderos. El que es digno de llamarse padre es el que es capaz de asumir la posición de “padre adoptivo”, imagen que marca la ruptura con la continuidad histórica “natural” de las generaciones, invoca la decisión ética y ubica la relación padre-hijo en el tormentoso ámbito de lo “espiritual”. El que merece llamarse padre no es el que engendró al hijo (“genitor”) sino el “que puede engendrar o generar” (tal es la primera acepción de “genitivo”, palabra que comparte con “genitor” el origen etimológico), en el hijo, la inquietud de “devenir subjetivo”, corriendo el riesgo de que esa posibilidad no se traduzca en lo concreto y el riesgo de que si se concreta, por más imperfecta que sea esa concreción, el hijo se aleje por sus propios senderos.

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El genitivo, que se aplica a “lo que puede engendrar o generar”, es también un caso, un caso gramatical, fundamentalmente el caso de la posesión. En las lenguas en que no se lo declina, como el español, se expresa anteponiendo la preposición “de” (específica pero no exclusiva del genitivo) a la persona o cosa que posee la palabra regente: “el caso del padre”, por ejemplo (virtualmente transformable, desde el punto de vista gramatical, en la monstruosa construcción “el padre y su caso”), que en cierto sentido se apoderó de Sören Kierkegaard –a la sazón “poseso”– y que constituyó uno de los factores sobredeterminantes de la vida-la obra, tan singularmente inseparables, del escritor danés. Es posible declinar metafóricamente esta aseveración en construcciones con genitivo, aun sabiendo que es imposible agotar el caso, para dejar notas, pinceladas, migajas (como las Migajas filosóficas del prolífico pseudónimo Johannes Climacus) de una relación padre-hijo que cobra sentido, intermitentemente, allí donde se desvanece.

La herencia del padre

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Michael Pedersen Kierkegaard nació en 1756 en Jutlandia, donde fue pastorcillo en los llanos hasta que se trasladó, a los doce años, a Copenhague. Allí fue prosperando poco a poco hasta llegar a ser un respetable comerciante de telas y contrajo su primer matrimonio, del que no tuvo descendencia. En 1796, cuando murió su mujer, contrajo nuevamente matrimonio con quien por entonces era su criada, Anne Lund, que estaba embarazada de él, y decidió retirarse para consagrarse a la meditación y a la educación de sus hijos, que fueron siete, el último de los cuales, Sören Aabye, nació el cinco de mayo de 1813. A la edad avanzada de sus padres en el momento de su nacimiento (el padre tenía entonces cincuenta y seis años, la madre cuarenta y cuatro) atribuiría Sören lo desdichado de su constitución física: era más bien frágil, un tantín jorobado, y tenía una pierna más larga que la otra, rasgos que lo convertirían en objeto de mofa cuando hiciera estallar esos “escándalos” a los que supo ser afecto. Esa fragilidad de su constitución física se veía contrabalanceada por un precoz ingenio, una singular inteligencia y una agudeza en el manejo del lenguaje que a todos dejaba perplejos. Por tales dotes el benjamín, que era más bien retraído y rehuía los encuentros con otros niños de su edad, dio en ser el preferido del padre.

Sören confiesa en más de una oportunidad haber heredado tres disposiciones básicas del padre: la imaginación, la dialéctica y la melancolía religiosa. Cuando la lluvia o la nieve penetrantes les impedían lanzarse a la aventura del paseo diario por las calles de Copenhague, el padre abría un mapa sobre la mesa y planeaban viajes en los que inventaban lugares, paisajes y acontecimientos. Pero padre e hijo no sólo compartían espacios imaginarios. El padre, que conocía la filosofía racionalista y la teología popular del siglo XVIII, se reunía regularmente en su casa con su teólogo luterano favorito, J. P. Mynster, reuniones en que el abanico de argumentaciones lógicas daba lugar a largas discusiones. El hijo seguía con pasión esas discusiones y siempre siguió admirando al padre, que lograba desbaratar la más fina red dialéctica –así lo recordaba– en el momento más inesperado. Tanto la imaginación como la dialéctica precozmente aprendida (la que le impidió a Sören ser niño, diría más tarde, y gozar de la fresca inmediatez del mundo), heredadas del padre, dejaron marcas en la polifacética obra del autor danés. También la “melancolía religiosa”, ese punto oscuro de la personalidad del padre que se vislumbraba en más de una manifestación.

Por una parte, Michael Pedersen Kierkegaard solía encerrarse en sí mismo, rasgo que Sören iba a compartir y a analizar a través del pseudónimo Anti-Climacus en Tratado de la desesperación (o La enfermedad mortal). Por otra –una primera razón para calificar a esa melancolía de “religiosa”–, asistía a las reuniones de los Hermanos Moravos, que concentraban sus pensamientos en las lágrimas y en los sufrimientos de Cristo, en las heridas que recibió y en los detalles de la crucifixión. En esas reuniones, a las que asistía a veces en compañía de su benjamín, se adoraba al Varón de los Dolores, imagen casi tan siniestra como la del Jesús de la Pasión que se ve frecuentemente en las iglesias de la tan católica España. La precoz inclinación de Sören por la distancia irónica –que lo llevó a consagrarse a la religión por el camino desviado, escarpado y solitario de una escritura reflexiva– lo alejó de ese camino de adoración; su afecto y su precoz curiosidad por los fenómenos psicológicos lo hicieron más bien concentrarse, desde temprana edad, en el sufrimiento del padre, en su drama, que parecía guardar celosamente un secreto. La revelación de ese secreto (el “gran temblor de tierra”, anota en su Diario Sören) tuvo lugar a fines de 1834 o a principios de 1835, cuando el padre le confesó que una vez, siendo pastor en Jutlandia, había maldecido a Dios. Menudo pecado por el que el padre, que en el momento de la confesión contaba con casi ochenta años, sería condenado a permanecer vivo hasta tanto no muriesen sus hijos, a permanecer “erguido como una cruz sobre la tumba de cada una de sus esperanzas”[10].

La deducción de ese presunto castigo (¿quién lo dedujo, el padre o el hijo?) no era tan azarosa: a los seis, a los nueve, a los diecinueve y a los veinte años, Sören había sido testigo de la muerte de dos de sus hermanos y dos de sus hermanas y, en 1834, vio morir a otra hermana y a su madre. De tal suerte que, en el momento del “gran temblor de tierra”, su familia se reducía a su padre y a su hermano mayor (cuya mujer moriría en 1837, a poco tiempo de casarse). La idea del “castigo” que ya estaba recibiendo el padre resolvía el enigma de esa sucesión catastrófica de desapariciones y ponía a Sören en compás de espera, en espera de su propia muerte. Las relaciones con su padre no eran en ese momento tan buenas como en la infancia, particularmente porque Sören se negaba a abrazar la carrera religiosa de pastor –expectativa del padre con la que cumplió el hijo mayor–, había comenzado la carrera de Teología brillantemente pero a regañadientes y soportaba mal el clima rigorista de la casa. Se alejó entonces por un año –del padre, de la casa y de los estudios– y, en ese compás de espera, se entregó a una vida más bien plácida, disipada si se tiene en cuenta la educación que había recibido. La espera se resolvió de un modo sorpresivo cuando murió su padre, el 9 de agosto de 1838, a los ochenta y dos años. Exactamente un mes antes de su fallecimiento, Sören escribe en su Diario estas palabras:

Cómo te agradezco, Padre que estás en los cielos, por haberme conservado en la tierra en tiempos como los que corren, en que tanto puedo necesitarlo, un padre terrestre que, con tu ayuda, espero tenga mucha más alegría de ser mi padre por segunda vez que la que tuvo al serlo la primera.[11]

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Madre de Kierkegaard

 

¿No le generó a Michael Pedersen Kierkegaard suficiente alegría el hecho de ser padre de Sören “por primera vez”? Eso parece pensar el hijo en el momento crucial en que el compás de espera se orienta hacia una resolución imprevista. El anhelo es que, con la ayuda de Dios –a quien invoca–, el padre pueda vivir más intensamente la alegría de adoptarlo “por segunda vez” (¿en la eternidad?). En esta idea de “segunda vez” palpita ya, por anticipado, la idea de repetición que el pseudónimo Johannes de Silentio desarrollaría enfocando el drama de otro padre, Abraham, en Temor y temblor[12]. Pero por ahora, en este compás de espera en que el recuerdo anticipado de un “sacrificio” flota en el aire y un último suspiro puede decidir la consumación del “castigo” o su “liberación”, el padre es liberado o se libera por su propia muerte del castigo de ver morir a todos sus hijos, algo que Sören interpretará como el último sacrificio que su padre hizo por él. Así el padre, genitivo, que de algún modo le da la vida por segunda vez con un último suspiro, se convierte en “el que puede engendrar o generar”, en el hijo, la inquietud de devenir un individuo útil. Dos días después del fallecimiento, Sören anota en su Diario:

Mi padre murió el miércoles a las dos de la mañana. Yo que había deseado tan intensamente que viviera dos años más, veo su muerte como el último sacrificio que consagró a su amor por mí. Porque con su muerte no se alejó de mí, sino que murió por mí, para que, en caso de que sea posible, pueda todavía convertirme en alguien útil. De todo lo que heredé de él, su recuerdo, su imagen transfigurada –transfigurada no por las ficciones de mi fantasía, de las que no tiene ninguna necesidad, sino transfigurada por muchos rasgos de detalle, que percibo ahora– es para mí el tesoro más preciado.[13]

Mucho podría decirse del fantasma del sacrificio del padre para salvar al hijo de la sucesión de las desapariciones, que toma el relevo del temido fantasma familiar del “castigo”; mucho evoca la imagen de la Transfiguración crística, episodio que se conmemora el seis de agosto –tres días antes del fallecimiento del padre de Sören– y en el que Jesucristo, imagen viva del sacrificio, expone ante tres de sus discípulos su imagen transfigurada y gloriosa, entre Moisés y Elías, en el monte Tabor. En este punto en que se condensan en Sören la imaginación y la melancolía religiosa heredadas, el tesoro más preciado es la imagen “transfigurada” del padre, genitivo, que al liberarlo pudo engendrar en él la inquietud de luchar en una existencia intensa en aras de “devenir subjetivo”. Aliviado del peso de la inminencia de la propia muerte que lo había hechizado y se alejaba lentamente hacia el recuerdo –no sin dejarle la incertidumbre del posible retorno del fantasma–, Sören intenta hacerle honor al sacrificio del padre y convertirse en alguien útil: recomienza sus estudios, se recibe de doctor con todos los honores gracias a su tesis El concepto de ironía constantemente remitido a Sócrates y embarca a Regina Olsen, de quien estaba enamorado, en un compromiso destinado al escándalo de una incomprensión que transformaría a la joven, de equívoco en malentendido, en la anhelada musa de su obra. En esa obra monumental invirtió Sören los doce años más intensos de su vida –desde los treinta años hasta su muerte, a los cuarenta y dos– y hasta el último céntimo de la suma heredada del padre.

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El pecado (el castigo) del padre

Que el fantasma del castigo que estaba destinado al padre no llegara a su término impulsó a Sören a considerarse a sí mismo como individuo y a imaginar que tenía una misión en la existencia. Desde el razonamiento más banal, desde esa doxa a la que se hace tan difícil escapar, es evidente que si Sören pensaba en su propia muerte como algo inminente no le quedaba tiempo para transformarse, según sus propias palabras, en “alguien útil”. Desde el razonamiento más sutil del autor danés, la construcción tiene otro grado de complejidad: si el fantasma se hubiera consumado, él, cuyas características cualitativas excepcionales lo habían puesto otrora en posición de elegido –el “preferido” del padre–, no hubiera sido sino “uno más” en la serie cuantitativa de desapariciones que tenían lugar en su generación, uno de los siete –por así decir– con cuyas vidas el padre tenía que pagar su pecado. En el fantasma del “sacrificio” del padre que murió por él (no es inútil recordar que había otro hermano, Peter Christian, y que a Sören no se le ocurrió que el “sacrificio” estaba consagrado a ambos), del padre transfigurado de “genitor” en “genitivo” que tendría más alegría de ser su padre “por segunda vez”, Sören podía volver a considerarse como el elegido. Por el padre, claro está, pero también por la Providencia, que al eximir al padre del castigo señalaba al hijo como alguien que podía llegar a ser algo diferente de ese “uno más” en la serie, alguien cualitativamente diferente, incluso excepcional, salvado de las aguas de la indiferencia cuantitativa y señalado para responder, en su existencia, a una misión.

El fantasma de ese “castigo” que fue desplazado por los hechos (aun cuando siguió sobreviviendo en Sören, que imaginaba que iba a morir, quizás en calidad de elegido, a los treinta y tres años) no estaba sólo enraizado en la serie de desapariciones catastróficas que asestó a la familia Kierkegaard. En un fragmento de El concepto de la angustia que resuena como una digresión en la continuidad de un razonamiento, el pseudónimo Vigilius Haufniensis recuerda que el castigo del pecado del padre en los hijos, por más “espantoso” que parezca, está asentado en la Sagrada Escritura:

[…] digamos que, a pesar de todo, la misma vida proclama bien en alto cuán verdaderas son aquellas palabras de la Sagrada Escritura en las que se nos enseña que Dios castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera o cuarta generación. De nada sirve querer soslayar lo espantoso de esta declaración descolgándose con la sugerencia de que esas palabras encierran una doctrina judía. El cristianismo, por su parte, nunca ha reconocido en ningún individuo particular el privilegio de que éste comenzara desde un principio en el sentido de la exterioridad. Porque todo individuo empieza en realidad dentro de un nexo histórico y, en este aspecto, las consecuencias naturales siguen teniendo hoy el mismo valor que siempre tuvieron..[14]

A pesar de que el individuo es más que el género humano, porque es él mismo (como comienzo absoluto, embrionario, de lo que será su “interioridad”) y el género humano que él recomienza, ese recomienzo que le impide comenzar “desde un principio en el sentido de la exterioridad” y por el que entra en la historia, ineluctablemente, como “uno más” en la serie, establece un nexo con el genitor que determina ciertas “consecuencias naturales”. Una de ellas puede ser “espantosa”: que Dios castigue “en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera o cuarta generación”, condenando así a los hijos (a los nietos, a los bisnietos… ) a no ser nada más que “uno más” en la serie, nada más que una cuota con la que el padre (el abuelo, el bisabuelo… ) debe pagar su pecado. Vigilius Haufniensis tiene que aceptar esa posibilidad, “a pesar de todo” –escribe–, no sin protestar contra el protestantismo que él sostiene –el que sostiene ante todo la verdad de la Sagrada Escritura– haciendo resonar el adjetivo “espantoso”, que marca modalmente su apreciación acerca de esa “verdad” que no puede contradecir. El alcance del castigo que Dios puede imponerle a un padre puede llegar entonces lejos, tocar a quien nada tuvo que ver con el pecado y condenarlo a no ser más que “uno más”. Está asentado en la Sagrada Escritura, dice Vigilius Haufniensis, a quien Sören Kierkegaard, que vio morir cinco hermanos como cuotas de un castigo impuesto al padre, parece dictarle estas palabras detrás de las bambalinas.

En conocimiento del alcance de la cuestión del pecado del padre en la vida-la obra de Sören Kierkegaard, tal vez por un salto interpretativo a partir de la lectura de los pasajes citados o de otras fuentes, Jacques Lacan afirmó, en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, que “la herencia del padre, es la que nos designa Kierkegaard, es su pecado.”[15] La frase, contundente, se ha visto citada desde entonces, literalmente o con algunas variaciones (“Se hereda el pecado del padre”, por ejemplo), en más de un trabajo, a veces enviando en una nota a pie de página a El concepto de la angustia, obra a la que no se había referido explícitamente Lacan en tal oportunidad. A pesar de que el discreto encanto de la claridad no es la marca de estilo del autor danés, nadie puede llegar a esa conclusión a partir de la lectura de El concepto… [16] Que en los hijos se castigue el pecado del padre no significa que los hijos hereden el pecado del padre, tampoco su culpa, ya que el pecado es una relación absolutamente individual entre el hombre y Dios, intransmisible, y “la culpa tiene la peculiaridad dialéctica de no ser transferible”[17]. Si algo puede heredarse, en la construcción de Kierkegaard, no del padre real sino del primer hombre, Adán, es la “pecaminosidad de la especie”[18], o incluso su infaltable preludio, la angustia, que en cada individuo de la especie adoptará una forma singular. Esta cuestión impone dar unos pequeños pasos en la obra del danés –los necesarios como para no agregar malentendidos a los muchos que él supo sembrar–, alejarse del “caso” del padre para volver a él.

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Toda la obra pseudónima de Kierkegaard se consagra a reflexionar sobre la dialéctica existencial, que parte de las contradicciones de la existencia pensadas como diferencias cualitativas infranqueables. La diferencia cualitativa infinita entre Dios y el hombre, la “paradoja absoluta”[19], es la que determina en primer lugar la existencia (de allí la maravilla dialéctica que constituye Jesucristo, el Hombre-Dios, modelo de síntesis que ningún existente podría alcanzar), y si ésta implica un sufrimiento es porque el existente se encuentra tironeado en medio de una tensión entre dos términos inconmensurables: lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, la inmanencia y la trascendencia, la necesidad y la libertad, lo cuantitativo (el existente no puede dejar de ser “uno más” en la serie histórica) y lo cualitativo (lo que hace que el existente sea algo más que ese “uno más” en la serie). Estas contradicciones existenciales no pueden ser resueltas o superadas (en una palabra, no puede tener lugar la supresión-conservación de los términos, la Aufhebung que caracteriza la síntesis hegeliana), pero eso no significa que no haya tercer término, que no haya “síntesis”, sin la cual la dialéctica en cuestión no podría tener lugar en tanto tal.

Cuando Vigilius Haufniensis, en El concepto…, define al hombre como una “síntesis de lo temporal y lo eterno”, desemboca en la noción (absolutamente capital en toda la obra, pseudónima y/o autónima, de Sören Kierkegaard) del “instante” concebido como ese equívoco en que “el tiempo y la eternidad se ponen en contacto”[20]. La síntesis podría pensarse entonces como un punto de contacto o como un cortocircuito entre los dos términos de la contradicción, inconciliables. Cuando otro pseudónimo, Anti-Climacus, en su Tratado de la desesperación (o La enfermedad mortal), plantea el “yo” como una “síntesis consciente de infinito y de finito” cuyo fin es devenir ella misma en lo concreto, describe la síntesis del yo como un “alejarse indefinidamente de sí mismo en una ‘infinitación del yo’, y en retornar indefinidamente a sí mismo en la ‘finitación’”[21]. La síntesis se produciría entonces en una suerte de movimiento oscilatorio entre los dos términos de la contradicción. Se podría trasponer la idea de este movimiento oscilatorio a la síntesis que concibe Vigilius Haufniensis entre el alma y el cuerpo, al espíritu[22], para tratar de captar por un rodeo intertextual la angustia –que es el preludio del pecado desde que Adán lo “puso” en el mundo–, el proceso de “individuación” que se inicia con el pecado y/o que a él induce, la imposibilidad de “heredar” el pecado de padre, conclusión a la que no podré llegar sin ambigüedad, la que hay que atravesar cuando uno se interna en el bosque inquietante de la poética del autor danés.

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La angustia del padre

La espesura del bosque me lleva a ese lado oscuro del Paraíso en que la angustia precedió a la caída. Según Vigilius Haufniensis, el primer pecado, el pecado de Adán, no es un pecado cualquiera, “es algo distinto de un pecado, en el sentido de relacionar un pecado con otro como el número 1 con el número 2”; no se puede pensar como el 1 de una serie porque “es una determinación cualitativa, el primer pecado es el pecado. Este es el misterio de lo primero”[23]. Y antes de ese misterio está el de la voz de Dios que se dirige a Adán con un mandato: “De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás”. Cuando Adán recibe este mandato, está en estado de inocencia –no está aún “determinado como espíritu” sino “en unidad inmediata con su naturalidad”; su espíritu está “como soñando”–[24], ignora todo acerca del bien y del mal y de la muerte, y, en la medida en que no puede comprender, la prohibición lo angustia, siendo el objeto de esa angustia una “nada” indeterminada: “La nada engendra la angustia. Este es el profundo misterio de la inocencia, que ella sea al mismo tiempo la angustia”[25]. Simultáneamente, la angustia nace en Adán del sentimiento de la “posibilidad de poder” que el mandato despierta, de la posibilidad de la libertad que comienza a determinarlo como espíritu. “La realidad del espíritu se presenta siempre como una figura que incita su propia posibilidad” y “la angustia es la realidad de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad”[26]. La relación de la angustia con su objeto –esa “nada”– es tan ambigua como su relación con la libertad a la que tiende, virtualmente ilimitada, infinita, hundida en la oscuridad de un abismo hacia el que nadie puede tender la mirada sin sumirse en el vértigo:

La angustia puede compararse muy bien con el vértigo. A quien se pone a mirar con los ojos fijos en una profundidad abismal le entran vértigos. Pero, ¿dónde está la causa de tales vértigos? La causa está tanto en sus ojos como en el abismo. ¡Si él no hubiera mirado hacia abajo! Así es la angustia el vértigo de la libertad; un vértigo que surge cuando, al querer el espíritu poner la síntesis, la libertad echa la vista hacia abajo por los derroteros de su propia posibilidad, agarrándose entonces de la finitud para sostenerse. En este vértigo la libertad cae desmayada. La psicología ya no puede ir más lejos, ni tampoco lo quiere. En ese momento todo ha cambiado, y cuando la libertad se incorpora de nuevo, ve que es culpable. Entre estos dos momentos hay que situar el salto que ninguna ciencia ha explicado ni puede explicar.[27]

Cuando el espíritu, esa figura que “incita su propia posibilidad”, tiende hacia el infinito de la libertad –donde el vértigo de la angustia se intensifica– y quiere “poner” la síntesis, la libertad se aferra a lo finito para sostenerse y, en ese movimiento oscilatorio de infinitación-finitación (tal es el movimiento oscilatorio de la síntesis del yo en Tratado de la desesperación), cae en el acto concreto, con un objeto que no es ya “nada” sino “algo”; opera el “salto cualitativo” del imposible infinito a lo finito y cae, literalmente, en el pecado (la angustia de la posibilidad se salda con el pecado que a su vez introduce la angustia de la culpa, pero esa ya sería otra historia). Por eso “la culpabilidad del que se hace culpable en medio de la angustia es ambigua hasta más no poder” y “la caída, hablando en términos psicológicos, siempre acontece en medio de una gran impotencia”[28]. La historia de la “caída” parece una fábula destinada a ilustrar la imposibilidad del goce (¿del goce de la libertad infinita?, ¿de la imposible apropiación del goce del Otro?) que cae en la equívoca determinación del oscuro objeto del deseo (el equívoco, ¿sería el pecado?), que en el caso de Adán fue Eva, de él surgida, de su costilla caída, ¿como un objeto a? ¿Ilustraría esta fábula “la función, mediadora sino mediana, de la angustia, entre el goce y el deseo”[29]? En este punto titubeo, dejo este atajo de la angustia a los psicoanalistas; vuelvo a la angustia, al pecado y al castigo en el “caso” del padre que atormentó a Sören Kierkegaard.

Retomo a Vigilius Haufniensis y lo resumo en una versión indirecta libre. El primer pecado, el de Adán, puso el pecado en el mundo, pero entre el estado de inocencia y la concreción del pecado Adán pasó por otras etapas. En primer lugar, la angustia, sobredeterminada por la indeterminación de su objeto (esa “nada”) y por la virtual posibilidad infinita de la libertad, posibilidad que sugiere el “espíritu” que comienza a despertar después de su ensoñación en el estado de inocencia. En segundo lugar, el “salto cualitativo” (de lo infinito a lo finito) que convierte la “nada” de la angustia en “algo” y la posibilidad de la libertad en la concreción de un acto, en lo finito, que resulta ser el pecado. El pecado llegó al mundo por el pecado y –siguiendo la secuencia del autor pseudónimo– por el pecado entró la “pecaminosidad” en el mundo. Por el acto concreto del pecado –haber probado el fruto prohibido–, Adán y Eva conocieron al mismo tiempo la diferencia entre el bien y el mal y la diferencia sexual (que ya estaba dada, puesto que habían sido creados “macho y hembra”, aunque ellos no lo supieran)[30], y por eso cubrieron sus partes pudendas con hojas de parra al encontrarse ante Dios, lo cual delataba el conocimiento adquirido. El conocimiento que les aportó el fruto del árbol de la ciencia adquiere en el Génesis su más feliz polivalencia. La conjunción copulativa que los unió como sujetos activos del pecado de conocer y como sujetos pasivos de la expulsión del Edén transformó la cópula y la copulación en “conocimiento”. Una vez expulsados, “conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió a Caín”[31], y después de la historia fratricida de Caín y Abel, una vez más, “conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc”, y más tarde “conoció de nuevo Adán a su mujer, que parió un hijo, a quien puso por nombre Set”[32].

Expulsados del paraíso y condenados a la mortalidad, Adán y Eva inician la historia de la especie determinada cuantitativamente. Expulsados del paraíso fueron condenados a uno de los polos de las contradicciones existenciales acerca de las que nunca dejó de reflexionar Sören Kierkegaard (lo finito, lo temporal, la inmanencia, la necesidad, lo cuantitativo) pero siguieron determinados por el otro polo al que tienden (lo infinito, lo eterno, la trascendencia, la libertad, lo cualitativo) y que obliga al espíritu o al yo a buscar la síntesis entre los términos en el cortocircuito del “instante” o en un movimiento oscilatorio, a moverse de un “salto cualitativo” a otro, de un instante ético (en que el individuo se elige a sí mismo) al pecado. De ellos, en calidad de primer hombre y de primera mujer (lo cual los hace cualitativamente diferentes a la serie), y no de los padres reales incluidos en la serie, se reciben como herencia las condiciones existenciales. No se recibe el pecado, ni la culpa, pero sí la “pecaminosidad” y sus preludios, la propensión a la angustia y el despertar del espíritu, necesarios para que cada individuo “ponga” el pecado en el mundo pero no destinados a esa única función. Vigilius Haufniensis no niega “la propagación de la pecaminosidad a través de la generación”, porque esa pecaminosidad “tiene una historia”[33], pero recuerda que esa historia “va avanzando según determinaciones cuantitativas, en tanto que el individuo participa en ella con el salto de la cualidad”.[34] Todo hombre se apropia del supuesto de la pecaminosidad, “pone” el pecado en el mundo como lo puso Adán, por un salto cualitativo, y por ese pecado que le hace conocer la diferencia entre el bien y el mal (como si hubiera comido del fruto prohibido) se encuentra “solo ante Dios” –con temor y temblor– y solo frente a la posibilidad de su castigo. No hereda el pecado de Adán, menos aún el de su genitor, que heredó como él la pecaminosidad de la especie y, por un salto cualitativo, “puso” también el pecado en el mundo y su pecado singular, que iba en el sentido de su constitución como individuo, de su individuación.[35]

Siguiendo un falso silogismo, si Sören Kierkegaard era un individuo, y ningún individuo hereda el pecado del padre, Sören Kierkegaard no heredó el pecado del padre. Pero el silogismo no podría repetirse en relación a los “preludios” del pecado si se piensa en términos de filiación, es decir, si se piensa al padre no como “genitor” sino como “genitivo”, como “el que puede engendrar”, en el hijo, ciertas tendencias o propensiones. Por ejemplo, la propensión a la angustia que, en el librepensador religioso Sören Kierkegaard y en sus autores pseudónimos, está marcada por un signo positivo, aun si puede desembocar en el pecado[36]:

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[…] la angustia de suyo no representa jamás, ni ahora ni al principio, una imperfección en el hombre; al revés, es menester afirmar que la angustia es tanto más profunda cuanto más original sea el hombre, una vez que el individuo, al ingresar en la historia de la especie, tiene la obligación de apropiarse ese supuesto de la pecaminosidad en el que está implicada su propia vida individual. […] El que se den hombres que no sientan en absoluto ninguna angustia es un hecho que hay que interpretar partiendo de la idea de que tampoco Adán habría experimentado ninguna angustia si hubiera sido meramente un animal.[37]

Porque experimentó angustia pecó y, a pesar del castigo, el pecado le dejó la angustia de la culpa, que puede transformarse en verdadero “arrepentimiento” para lograr que la Providencia –que no se equivoca– lo redima, movimiento ad infinitum que puede ser recomenzado por todo individuo que recomienza el género humano. Pero la angustia (el único afecto que no engaña, decía Lacan) parece ser el sello de los hombres más originales y, en la evaluación de Vigilius Haufniensis, que está tan lejos de la doxa religiosa como todos los autores que se reúnen en la obra de Kierkegaard, también el pecado (que pone al individuo “solo ante Dios”, en una máxima tensión ante esa diferencia absoluta que constituye su propia existencia), cuando se experimenta en toda su intensidad, resulta ser una marca positiva[38]: “cualquiera sea la consecuencia del pecado, el hecho de que aparezca el fenómeno con sus debidas proporciones será siempre un signo de una naturaleza más profunda.”[39]

Tal vez Sören Kierkegaard vislumbrara esa “naturaleza más profunda” en su padre, pecador, del que puede suponerse vivió intensamente el preludio de la angustia antes de pecar –siendo niño– y más intensamente la angustia de la culpa que jamás lo abandonó, tanto más cuanto que no pudo asistir a sus hijos que morían como pequeñas cuotas de su castigo. Tal vez en algún momento Sören fue “como el niño que desea ser culpable juntamente con su padre”, sorprendente fantasía infantil que deja deslizar en el discurso de Vigilius Haufniensis como si se tratara de la fantasía más corriente[40]. Y si no pudo compartir la culpa ni el pecado con su padre, se puede decir que el padre, que lo nutrió “con experiencias que a menudo debió pagar caras en una vida agitada”, lo “educó” en la angustia, lo inició en la aventura de aprender a angustiarse, aunque ni el padre ni el hijo –asediados como estaban por su tendencia a la desesperación– alcanzaran ese “saber supremo”:

Lo que sí quisiera dejar bien claro es […] una aventura que todos los hombres tienen que correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de una u otra manera su propia ruina: o porque nunca estuvo angustiado, o por haberse hundido del todo en la angustia. Por el contrario, quien haya aprendido a angustiarse de la debida forma, ha alcanzado el saber supremo.

[…] El educando de la angustia es educado por la posibilidad, y solamente el educado por la posibilidad está educado con arreglo a la infinitud.[41]

Curioso modo de ser “bien educado”. Curioso modo de transmisión paterna que, más allá o más acá de la moral del bien y del mal, se arraiga en una ética de la infinitud en la que el pecado está implicado. Según Vigilius Haufniensis, la angustia que hay en la inocencia, la angustia del niño que se manifiesta a veces “como una búsqueda de aventuras o de cosas monstruosas y enigmáticas”, es una angustia amada que lo “encadena con su dulce amistad”, un sufrimiento que se concilia con la felicidad de su inocencia, un tesoro muy preciado. Y ese significado encierra la melancolía en un momento muy posterior, “cuando la libertad, una vez que ha recorrido las formas imperfectas de su historia, está a punto de alcanzarse a sí misma en el sentido más profundo”[42]. No es difícil leer en este pasaje de la angustia a la melancolía la impronta de Michael Pedersen Kierkegaard, de quien Sören dice haber heredado la “melancolía religiosa”.

El signo positivo con que aparecen marcadas la angustia y la melancolía en el texto de Vigilius Haufniensis tiene su contrapartida en algunos pasajes del Diario de Kierkegaard, por ejemplo en éste, fechado en 1846:

Siento venirme temblores cuando me detengo a pensar cuál ha sido desde mi más tierna infancia el paisaje de fondo de mi vida, la angustia con que mi padre llenaba mi alma y mi propia y terrible melancolía. Me invadía la angustia frente al cristianismo, pero, sin embargo, al mismo tiempo me atraía.[43]

Atracción que ejercen la angustia y la melancolía que hacen temblar, desde su más tierna infancia, a Sören Kerkegaard. Atracción y temblor por el cristianismo que recibió del padre, genitivo, que supo engendran en él la angustia y la melancolía en una relación filial decididamente ambigua, tanto más ambigua cuanto que la “melancolía religiosa” del padre estaba, entre otras cosas, en relación con la amenaza de un castigo divino, cuyo fantasma sigue flotando aquí, como al acecho… Si, siguiendo el texto de la Sagrada Escritura citado por Vigilius Haufniensis, “Dios castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera o la cuarta generación”, la virtual descendencia de Sören estaba amenazada. Sören no tuvo descendencia.

La secuencia de estas frases no implica una simple relación causal sino que sugiere, más bien, una hebra en la madeja de las sobredeterminaciones que le impidieron a Sören ser padre o que lo llevaron a renunciar a la paternidad.

Sören no tuvo descendencia. Escribió una obra monumental, con la cual sostuvo una ambigua relación de paternidad. Extraordinariamente ambigua y singular.

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El nombre del padre

“Parecería casi que fueran necesarias dos individualidades en un hombre para que sea un hombre completo”, escribe Kierkegaard en su Diario en 1836[44]. Y fueron necesarias dos individualidades para que él llegara a ser un autor completo. Una de ellas adoptó su nombre propio, con el apellido heredado del padre, formado por kierke (“iglesia”) y gaard (“jardín”, “huerto” o “vergel”), conjunción a la que se debe el hecho de que kierkegaard pasara a significar “cementerio” (se diría que la “melancolía religiosa” del padre estaba determinada por el significante), dada la antigua costumbre de enterrar a los fieles en los jardines que rodeaban a las iglesias.

Además de su tesis doctoral y de más de un artículo escrito para periódicos o revistas, la obra firmada por Sören Kierkegaard está compuesta esencialmente por una cantidad apabullante de Discursos edificantes (que nunca fueron pronunciados, que fueron escritos para ser leídos en silencio)[45] y por nueve largos textos de tono panfletario, publicados en forma de revista, que llevan por título El instante y que el autor danés escribió entre mayo y septiembre de 1855, momento en que lo sorprendió la enfermedad y la muerte, cuando aún no había concluido el décimo texto. Los Discursos edificantes, en los que resaltan más la figura de Cristo y del Nuevo Testamento, fueron publicados paralelamente a sus textos pseudónimos, en los doce años que duró su vida de autor. El instante, escrito en su último año de vida, es una crítica feroz contra el cristianismo establecido, una crítica militante destinada a combatir públicamente la hipocresía del establishment oficial de la iglesia y de los cristianos “domingueros”[46]. Y esos textos sí fueron leídos en voz alta, incluso a gritos, por el propio Kierkegaard, que se paraba frente a las iglesias los domingos para llevar a cabo su combate.

La segunda individualidad necesaria para que él llegara a ser un autor completo adoptó en cada obra el nombre y el punto de vista de un autor pseudónimo, y es en esa obra pseudónima donde toma cuerpo su pensamiento filosófico. “El nombre de un sujeto filosófico, cuando dice Yo, es siempre en cierto modo un pseudónimo”, y “es ésa una verdad que Kierkegaard asumió de manera sistemática”, escribe J. Derrida en “Violencia y metafísica”[47]. La estrategia de la pseudonimia formaba parte, además, del “método de comunicación indirecta” concebido por el danés, filósofo-artista que afirmaba que la verdad no podía decirse (no que “no podía decirse toda”, como diría Lacan, sino que no podía decirse) a través de la comunicación directa y que apostaba al equívoco y al malentendido para que su lector, su “contemporáneo”, reflexionara en busca de su propia verdad, de su propia “subjetividad”[48]. El recurso a la pseudonimia, que dio lugar a una verdadera “comedia de autores”, le permitió a Kierkegaard el ejercicio de la autocitación disfrazada (los pseudónimos se citan entre ellos) y la inclusión de una autobiografía disfrazada que se vuelve legible, actualmente, en la confrontación de los textos pseudónimos con su diario íntimo. Le permitió también desplegar una escritura pluriestilística, plurivocal, polifónica, en la que los relatos enmarcados, las puestas en escena dialógicas, las efusiones líricas y el discurso especulativo (siempre teñido de ironía) se responden siempre en un singular contrapunto.

Entre los autores de la obra pseudónima se destaca Johannes Climacus, autor de Migajas filosóficas, o un poco de filosofía (1844) y de Post-Scriptum final no científico a las Migajas filosóficas (composición mímico-patético-dialéctica, aporte existencial)[49], obra publicada en 1846 que triplica al menos la extensión de Migajas… Suele considerarse la segunda obra de este pseudónimo como la más teórica, tanto porque abarca gran parte de las categorías existenciales planteadas por Kierkegaard (incluyendo la ironía y el humor que, dadas las características del texto, desde el mismísimo título, son al mismo tiempo autorreferenciales) como por su estilo, más marcadamente dialéctico. Habría que agregar: irónica e hiperbólicamente dialéctico, porque en cierto modo parodia el discurso hegeliano hasta la exasperación. Pero a su vez el autor se entrega, en Post-Scriptum…, a otras travesuras. Agrega, por ejemplo, un Anexo, en medio del libro (!), titulado “Ojeada sobre un esfuerzo simultáneo en la literatura danesa”, en el que Johannes Climacus cuenta, comenta, explica y/o critica las obras publicadas por otros pseudónimos hasta entonces, su obra anterior (Migajas…) y la recepción que tuvo (eso le da pie para afirmar su escritura como no didáctica y para burlarse de los que creen saber mucho)[50], así como también los Discursos edificantes publicados por el “doctor Kierkegaard”, cuya tesis doctoral, por añadidura, es criticada en una nota a pie de página en otra parte del libro.

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Paradójicamente en este texto, donde la puesta en escena de la comedia de autores que constituye la pseudonimia se vuelve en ciertos pasajes una farsa hilarante, Sören Kierkegaard agrega al final, en un tono más serio, “Una primera y última explicación”, firmada con su nombre –nunca había agregado en un texto pseudónimo, ni siquiera en aquéllos en los que figura como “editor”, una sola palabra de la que se adjudicara la autoría–, en la que se extiende acerca de la “ambigua paternidad” de su obra pseudónima y comienza por confesar: “Por la forma y por las buenas reglas, reconozco aquí lo que nadie estará realmente interesado en saber, que soy, como se dice, el autor de… “(sigue la lista de los libros y de los artículos para diarios y revistas que aparecieron firmados por los diversos pseudónimos hasta ese momento)[51]. Luego explica lúcidamente la necesidad de valerse de la “pseudonimia” en su obra, que “exigía poéticamente una indiferencia al bien y al mal” para “dar cuenta de la variedad psicológica de las personalidades individuales” (con las que sin duda se identificaba, ya que dejó el registro de esta capacidad casi persecutoria de identificación en las páginas de su Diario)[52] y confiesa poner “en la boca de una personalidad poética real, que es la que produce, su concepción de la vida tal como se la percibe a través de las réplicas”. De tal modo que los pseudónimos son responsables de sus propios prefacios (escritos en primera persona), de sus palabras e incluso de sus nombres, mientras que él es un simple “apuntador”:

Soy en efecto impersonal o personalmente un apuntador en tercera persona que produjo poéticamente autores, que son los autores de sus prefacios e incluso de sus nombres. No hay por lo tanto en los libros pseudónimos una sola palabra que sea mía; no tengo a propósito de ellos otro juicio que el de un tercero, no conozco su significación más que en tanto lector; no guardo la más mínima relación privada con ellos […]. Una sola palabra enunciada por mí personalmente en mi nombre sería un impertinente olvido de mí mismo, que por sí solo tendría como resultado […] el hecho de aniquilar esencialmente a los pseudónimos.

Apuntador en tercera persona, prosigue más adelante Kierkegaard: “yo soy el indiferente”, o sea que a nadie le interesa qué es él ni cómo lo es (si lleva sombrero o gorra, entre los muchos ejemplos que despliega). La cuestión es que sabe que una sola palabra escrita en su nombre “aniquilaría a los pseudónimos”, a los que más bien parece querer proteger, ya que se considera –y lo escribe como al pasar, como un detalle– su “padre adoptivo”:

Por lo tanto aquello que, de otro modo, podría tener una feliz significación para más de empresa que no es una reduplicación dialéctica y está en bella armonía con ella, no tendría aquí, en lo que concierne al padre adoptivo de una obra que tal vez no carezca de interés, más que un efecto perturbador.

“Jurídica y literariamente la responsabilidad es mía”, repite dos veces en las líneas que siguen, y por eso aparece en algunos textos como “editor”. Jurídicamente –se puede decir– es responsable de sus hijos adoptivos, pero no de sus actos, de sus obras, por lo cual pide que cada vez que se cite un texto pseudónimo se dé como referencia el nombre del autor pseudónimo, y no el de él. Las palabras corresponden al pseudónimo, la “responsabilidad civil” a él, porque su relación con ellos es la relación, “que no carece de ironía, del autor (dialécticamente reduplicado) del autor o de los autores”. Padre adoptivo, autor de autores (la equivalencia padre-autor está llanamente en juego), Kierkegaard advierte que en esta explicación se devela su ambigüedad en tanto autor de los textos pseudónimos y afirma, como contrapartida, su autoría indudable en el caso de los Discursos edificantes por él firmados, como si se hiciera responsable ante Michael Pedersen Kierkegaard de no haber usado su apellido en vano:

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[…] la explicación producirá sin duda, en el primer momento, un efecto singular: que yo, que sin embargo debo saberlo mejor que nadie, soy el único que se considera como el autor sólo de una manera muy vacilante y ambigua, porque no soy hablando con propiedad el autor, mientras que, por el contrario, soy sin duda directamente, hablando con propiedad, el autor de los discursos edificantes y de cada una de las palabras que contienen.

Pero no dice ni una palabra sobre los Discursos… Vuelve a referirse a los textos pseudónimos, a los efectos que podrían causar y de los cuales él no se hace responsable, porque no es autor de esos textos, claro, sino quien trabajó –como un padre que “puede generar o engendrar”, en el hijo, la inquietud de convertirse en alguien útil– para que pudieran devenir autores. Y ese trabajo, ese esfuerzo –aclara inmediatamente– le fue posible gracias a la Providencia:

La ocasión […]: quiero entonces ahora aprovecharla para hacer una declaración pública y directa –no en calidad de autor, ya que se sabe que no lo soy, sino en calidad de quien trabajó para que los pseudónimos pudieran devenir autores. En primer lugar quiero agradecer a la Providencia, que favoreció mi esfuerzo de muchas maneras, que lo favoreció durante cuatro años y cuarto sin que tal vez se haya distendido un solo día y me acordó mucho más de lo que yo hubiera podido esperar, incluso si puedo testimoniar verídicamente que con todas mis fuerzas comprometí mi vida en este trabajo […]

Si la referencia a los Discursos… no lo alejó de sus pseudónimos, bueno es que intervenga la Providencia, que interceda, que a través de esta evocación quede claro que él no creó nada, particularmente que no creó los textos pseudónimos, ni siquiera a los pseudónimos. Pero nada lo aleja de volver a afirmar “el carácter ambiguo de la paternidad” de su producción añadiendo un toque de humor:

Al agradecerle así profundamente a la Providencia, no me parece mal que no se pueda decir de mí precisamente que creé algo o, lo que es todavía más indiferente, que alcancé un resultado en el mundo exterior; me parece que es irónicamente correcto que, dado el carácter ambiguo de la paternidad de mi producción, mis honorarios hayan sido, por lo menos, más bien socráticos.

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Agradecer a la Providencia… Se puede dar un paso más en la construcción fantasmática del autor danés. ¿No fue la Providencia la que, al liberar al padre del castigo de ver morir a todos sus hijos, salvó a Sören de ser “uno más” en la serie cuantitativa y lo señaló como “elegido”, como el que podía ser más que un “uno más”, alguien cualitativamente diferente, incluso excepcional, destinado a ser autor religioso? ¿O bien fue el padre, al morir por él, el que lo confirmó como el “preferido” o “elegido” para devenir alguien útil en la vida? Después de evocar y agradecer a la Providencia, Kierkegaard evoca en este texto al padre, a quien le debe –reconoce– incluso sus trabajos. Esa evocación le permite separarse por un momento de sus pseudónimos –y separar a su padre de los pseudónimos, que en semejante construcción no podrían ser sus nietos ni jugar el papel de otra pequeña cuota de pago del famoso castigo– para asumir a su turno el papel del padre adoptivo que, “con dolor”, ve que los hijos se alejan por sus propios senderos y les hace llegar sus mejores deseos, plenos de incertidumbre:

[…] luego, digo, quiero evocar con reconocimiento la memoria de mi difunto padre, del hombre a quien más le debo, también en lo concerniente a mis trabajos. En este punto, me separo de mis pseudónimos con mis mejores deseos, plenos de incertidumbre, en lo que respecta a su suerte futura, para que ésta, si debe serles favorable, sea precisamente la que ellos desean; los conozco por haberlos frecuentado íntimamente, sé que no pueden contar con muchos lectores ni desearlo: ojalá puedan sentirse suficientemente dichosos por encontrar los únicos que sean deseables.

Una vez que le agradeció al difunto padre, una vez que los hijos adoptivos –los pseudónimos– se alejan por caminos inciertos en busca de los lectores deseables, Sören Kierkegaard, como en estado de orfandad, le hace un último pedido a su inverosímil lector en esta “última explicación” y en “el momento de los adioses”. El fantasma de la muerte está rondando y el texto adquiere una dimensión testamentaria:

A mi lector, si me es posible hablar de tal hombre, querría pedirle un pequeño recuerdo de paso, un signo de que él piensa en mí como en alguien que es extranjero a esos libros, ya que es lo que exige nuestra relación. Le expreso aquí, en el momento de los adioses, mi sincero reconocimiento, del mismo modo que le agradezco muy profundamente a todos aquellos que guardaron silencio […]

En el carácter testamentario del texto resuenan los fantasmas en eco. Cuando Sören, salvado por el padre y/o por la Providencia de morir como “uno más” en la serie, se consideró como el “elegido”, dio en pensar que moriría, en calidad de tal (a imagen y semejanza de Cristo) a los treinta y tres años. Esta primera y “última” explicación está fechada en Copenhague, en febrero de 1846, cuando faltan tres meses para que él cumpla esa edad. Es hora de hacer el testamento, y en tales horas nadie olvida a sus hijos adoptivos, por más que se hayan alejado. Después de declararse dispuesto a pedir disculpas públicamente en caso de que los pseudónimos hayan ofendido a alguien, dado que es él el “responsable por el uso de las plumas prestadas” (no es responsable por lo que escriben pero sí por haberles “prestado la pluma”, la explicación acerca de su responsabilidad no puede ser más ambigua), aclara, finalmente, que la significación de sus criaturas “no consiste en absoluto en hacer una propuesta nueva, un descubrimiento inaudito”, sino en impulsar, “a la distancia del alejamiento de la doble reflexión”, la lectura solitaria de “la escritura original individual humana de la relación de existencia, el texto antiguo, conocido y transmitido por nuestros padres; en releer todavía una vez, si fuera posible, de una manera más interior.”

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 Todo el drama de la paternidad (del padre adoptivo; del padre, genitivo; de su paternidad ambigua en tanto “autor de autores” de cuyas obras se hace responsable y no se hace responsable al mismo tiempo), del legado y de la transmisión que los “padres” hicieron del texto antiguo, casi inoriginado, que Kierkegaard puso en escena en los senderos plurales de escritura que se eclipsan en el “instante” de un eco y se alejan, oscilatoriamente, en su obra polifónica, resuenan en este testamento que a la sazón convierte a Sören en pseudónimo. El que le presta la pluma, el “efecto impersonal”, “el apuntador en tercera persona” que se lo dicta es el fantasma de morir como “elegido” –a los treinta y tres años– que se había sustituido al de morir como “uno más”. Ninguno de los dos fantasmas se cumplió. El padre, la Providencia, el azar o el destino había determinado que muriera como un combatiente, paralizado en medio de la escritura del décimo número de El instante, paralizado por una militancia singular cuya falta de eco le cortó el paso y le acortó la vida.

Según esa doxa a la que se nos hace tan difícil escapar, los Discursos edificantes, firmados con el apellido heredado del padre, deberían relacionarse con él más íntimamente que los textos pseudónimos. Pero en la lógica paradójica de Kierkegaard, marcada por el padre que lo educó en la angustia, los caminos de la comunicación indirecta (los menos literales, los que incluyen la pseudonimia como una insólita paternidad adoptiva) le otorgan al padre una descendencia indirecta que se abre a la posibilidad y a la infinitud (apertura propia de la angustia) en la obra del hijo. Y los que inmortalizaron el nombre de Michael Pedersen Kierkegaard fueron los textos de los “hijos adoptivos” de su hijo que, poseso por el drama del padre, por el silencio del padre –como por el silencio de Abraham–, construyó su obra como una catedral de resonancias que sólo puede leerse entre líneas, que cada lector debe interpretar. Y ésta no es más que una interpretación que corre el riesgo de ser fallida… ¿Habría alguna verdadera?

El carácter testamentario de esta “primera y última explicación” me está cortando el paso –y el aliento– por su peso simbólico. No se le agregan palabras a un testamento. Que mi interpretación riesgosa quede en la bruma y que resuenen como un trueno las palabras, teñidas de rabia y de ironía, con las que Kierkegaard cierra su texto[53]: “Y ahora que un dialéctico experimentado no venga a poner la mano en este trabajo, sino que lo deje tal cual es.”

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El drama del padre

El drama del padre que atormentó a Sören Kierkegaard no le impidió gozar de la belleza de la naturaleza y del arte, dado que era ante todo un esteta excepcional. Tampoco le impidió enamorarse de quien fue sin duda la musa de su obra, Regina Olsen, que se entrelaza con el drama del padre de un modo muy singular.

Sören se enamoró perdidamente de Regina desde el primer momento en que la vio, en 1837, cuando ella no había cumplido aún quince años y él le llevaba diez. El acercamiento se fue dando pausadamente –Sören estaba en un profundo estado de enamoramiento aún no declarado cuando falleció su padre, en 1838– y llegó a una feliz culminación cuando se comprometieron, el ocho de septiembre de 1840. Subrepticiamente y sin razón aparente, el once de agosto de 1841, él le devolvió el anillo de compromiso añadiendo una carta de ruptura que reproduciría textualmente en “¿Culpable? ¿No culpable?”, uno de los textos atribuidos al esteta A en O bien… o bien… En la Dinamarca de esa época, un hecho de ese tenor no podía sino generar un escándalo –uno de los tantos que Sören supo provocar–, y de nada valieron los ruegos de Regina para evitarlo: la ruptura definitiva del noviazgo se produjo el once de octubre de ese mismo año, después de la defensa de la tesis doctoral de Sören, que tuvo lugar el veintinueve de septiembre. Según la intrincada construcción del autor danés, era absolutamente necesario renunciar a Regina, como Abraham había renunciado a su hijo Isaac (no es difícil leer aquí el peculiar afecto “paterno” que se entreveraba con el enamoramiento en Sören), para que Dios se la devolviera, o para que le acordara una “nueva” Regina, por un milagro inexplicable.

Siguiendo este razonamiento, si él era digno de Abraham, si tenía suficiente fe, podía reanudar su relación con Regina y casarse con ella después de su renuncia, como Abraham había podido recuperar a su hijo Isaac (a un “nuevo” Isaac) después de haber renunciado a él. Sören pretendía explicarle indirectamente a Regina –como un buen padre educador–, a través de sus tres primeros textos pseudónimos (O bien… o bien…, Temor y temblor, La repetición)[54], que la ruptura era la condición necesaria de la verdadera reanudación (en danés, gjentagelse, literalmente “retoma”, término traducido en general como “repetición”)[55]. Evidentemente, la explicación era suficientemente indirecta como para que Regina no la comprendiera y terminara embarcándose en un nuevo noviazgo, en julio de 1843, con un educador más claro, Frédérik Schlegel, su antiguo preceptor. Cuando se produjo ese acontecimiento, Kierkegaard estaba en Berlín redactando La repetición y modificó, furioso, ciertos pasajes del texto que se referían a las jóvenes. Estos equívocos y estos malentendidos no fueron en vano: fue gracias a Regina –o más bien a una Regina ideal, a la que nunca dejó de amar, con la que nunca se casaría ni tendría hijos– que el autor danés concibió el método de la “comunicación indirecta” y asumió su vocación de escritor y de “padre adoptivo” de sus pseudónimos. De allí en más, consideró que Regina había sido de algún modo el “señuelo” que Dios –más diestro que él en los mensajes indirectos– había utilizado para cautivarlo[56].

La repetición y Temor y temblor fueron publicados por distintos pseudónimos el mismo día, el 16 de octubre de 1843, como si ambos libros, destinados a plantear la categoría de repetición (“retoma”) debieran ser leídos en eco. En La repetición, libro firmado por un ironista, Constantino Constantius, que para pensar esta categoría lleva a cabo una “experiencia psicológica” con un joven melancólico enamorado (allí se repite en cierto modo la relación de Sören con Regina), se ponen en escena ciertas figuras que podríamos llamar de “repetición fallida” (el amor-recuerdo, la búsqueda del pasado perdido como una repetición imposible “hacia atrás”, la fijación del hábito y la compulsión obsesiva, hiperbólica, que desemboca en una inmovilidad rayana en la muerte) y la verdadera repetición (“retoma”) como movimiento “hacia adelante” y como “salto cualitativo”[57]. Aunque el lector pueda perderse por la forma novelesca del texto, el tema de la repetición se trata, se ejemplifica y se explica desde la primera página, que comienza con una referencia a los Eleatas, así como Temor y temblor se cierra con otra referencia a los Eleatas, eco que permite pensar que este libro, escrito en primer lugar, debería ser leído en primer lugar. Lo cierto es que, en Temor y temblor, subtitulado “Lírica dialéctica” y firmado por un pseudónimo poeta, Johannes de Silentio, la referencia a la repetición es más que escasa y se vela detrás del episodio tratado, el sacrificio de Abraham, que pone en escena de manera sobrecogedora “el drama del padre”.

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Se puede retomar el episodio que hizo de Abraham el padre de los tres monoteísmos añadiendo notas de la visión del texto. Después de haber premiado a Abraham con un hijo concebido por su esposa, Sara, cuando ambos estaban en una edad más que avanzada; después de establecer con él una sagrada alianza y prometerle que la descendencia de ese hijo, Isaac, lo haría padre de una muchedumbre de gloriosos pueblos[58], Dios se dirige directamente a Abraham y le dice: “Anda, coge a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te indicaré”[59]. Pedirle o exigirle a Abraham que sacrifique a su hijo va claramente –nota Johannes de Silentio– contra las normas éticas, según las cuales, si Abraham accede al pedido, es un “asesino” (a estos términos “paganos demasiado paganos“ recurre el autor), y ese pedido contradice además la promesa de perpetuar la raza elegida en el linaje de Isaac. Lo cierto es que la palabra de ese Dios está por encima de lo “general”, es decir por encima de las normas éticas y de la lógica según la cual tal exigencia sería una contradicción. Para responder a esa exigencia, después de haber hecho el movimiento de “resignación infinita” gracias al cual renuncia a Isaac en la inmanencia, Abraham hace un “salto” en la trascendencia, en un movimiento que suspende las normas de lo “general” (esa es la “suspensión teleológica de la ética”, en términos de Kierkegaard), cuando sube la montaña de Moriah, en silencio, con la intención de sacrificar a su hijo, como Dios se lo prescribió.

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Johannes de Silentio insiste en el silencio de Abraham: “Abraham calla…, pero no puede hablar; es ahí donde residen la angustia y la miseria”, pero lo que ocupa su corazón es “algo más profundo, el estar dispuesto a sacrificar a su hijo porque es una prueba. Nadie puede comprender este último punto, y por eso todos pueden interpretar equivocadamente el primero”[60]. ¿Cómo hubiera podido comprender Sara que Abraham estaba dispuesto a sacrificar al hijo amado porque se trataba de una “prueba”, una prueba que Dios le imponía a ese padre como un mensaje secreto y que era, por lo tanto, incomunicable? En medio de esa prueba, en esa “suspensión teleológica de la ética” (y la ética, que para Kierkegaard se cifra en “lo general”, no consiste sólo en la moral del bien y del mal sino también en el lenguaje comunicable), Abraham ya “no habla una lengua humana”: “Aun cuando conociese todas las lenguas de la tierra, aun cuando la comprendiesen también los seres que ama, aun así no podría hablar. Abraham habla un lenguaje divino, habla en lenguas[61]. Dios somete a Abraham a una prueba que deja al padre huérfano de palabras humanas, a “una prueba en que la tentación está constituida por lo ético”[62] (esa prueba, esa tentación, ¿no son prueba del goce de Dios? ¿El Dios que hace “temer y temblar” no es el Dios supuesto gozar?)[63]. Si Abraham, personaje ético por excelencia, hubiera sucumbido a la tentación de no suspender la ética, no hubiera estado dispuesto a sacrificar a su hijo y hubiera sido un gran hombre, pero no el padre de las tres religiones monoteístas.

En lugar de sucumbir a la tentación, después de haber hecho el movimiento de “resignación infinita” por el cual renunció a Isaac en la inmanencia, hace un segundo movimiento, un “salto” en la trascendencia, en virtud del “absurdo”, en virtud de la fe (la fe consiste en creer en lo que es un “absurdo” para la inteligencia). En todo momento, incluso cuando suspende la espada sobre la cabeza de Isaac, Abraham, “el caballero de la fe”, cree, y es ése su consuelo. “Dice en consecuencia: ‘Eso no habrá de suceder y, si llega a suceder, el Señor me dará, en virtud del absurdo, un nuevo Isaac’.”[64] Y recibe a un nuevo Isaac después de la prueba en la que había renunciado al primero, lo recibe de nuevo en virtud del absurdo, como recibe de Dios una renovación de la alianza a partir de la cual la raza ungida por la bendición divina se perpetuará en el linaje de quien “nace al haber sido” (tal es la noción de “repetición” o “retoma”), en esta escena, el elegido. ”Es grande renunciar al propio deseo, pero aún es más grande seguir en lo temporal, cuando ya se ha renunciado a ello”[65], y la vida de Abraham, que renunció a lo temporal y a lo finito en la prueba, recomienza de nuevo en lo temporal, en lo finito, en la inmanencia, no por una continuidad inmanente con el pasado, sino por una trascendencia que “instala un verdadero abismo entre la repetición y la primera existencia, de tal suerte que sólo representa una manera figurativa de hablar el que se afirme que lo anterior y lo posterior se relacionan mutuamente”[66] Nada más absolutamente “nuevo” que esta repetición que instala, entre la primera y la segunda existencia, un abismo, ese abismo en que tuvo lugar la experiencia traumática, “el drama del padre”.

Tal como la concibe Kierkegaard, la repetición (“retoma”) es la experiencia de un individuo singular (“a cada sujeto su repetición”, diría el psicoanalista), responde a leyes que desafían la lógica de la generalidad (de la moral, del lenguaje, ambos “suspendidos” en la experiencia), a una lógica diferente (en la que Kierkegaard ve la ley del Absolutamente Otro), a una alteridad que marca la interioridad del individuo en su “redoblamiento”[67]. Supone siempre, además, una pérdida (la del primer Isaac, al que Abraham renuncia en la inmanencia) y una negatividad activa, la que percibe el autor danés cuando escribe que la “idealidad religiosa” (que es la que llevó a Abraham a ser “el caballero de la fe”) “surge de un salto dialéctico y viene acompañada tanto de un talante positivo: ‘he aquí que todo es nuevo’, como de un talante negativo, que consiste en la pasión del absurdo, a la que corresponde el concepto de repetición.”[68] Se puede decir que Kierkegaard intuye en la repetición, en la experiencia traumática que caracteriza la “prueba” de Abraham, en esa experiencia que lo deja huérfano de toda lengua humana, la incidencia de un real que escapa a la captación de lo simbólico (Lacan). Pero en su concepción religiosa, trascendental, la experiencia traumática (como la angustia, como el pecado) está marcada por un signo positivo, ya que la confrontación con lo que es heterogéneo al pensamiento y al lenguaje humanos es para él una confrontación con lo Absolutamente Otro (Dios), lo cual transforma al sujeto sometido a la prueba en el “Único” (el que está solo ante Dios, en esa tensión máxima que constituye su existencia). Por otra parte, la ruptura absoluta y la desestabilización del sujeto en la experiencia traumática resultan, en su visión, de un acto de libertad absoluta, del “salto” en la trascendencia propio de la repetición (“retoma”), de ese salto abismal en el que se juega, en este caso, el drama del padre.

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Para escribir un libro como Temor y temblor, para entregarse a ese magnífico despliegue de lenguaje que parece querer paliar, en términos “humanos demasiado humanos”, lo escueto de la narración del sacrificio de Abraham en el Génesis y, sobre todo, la “orfandad de lengua” de Abraham en el duro camino en el que renuncia a su hijo, es necesario estar tocado profundamente, como lo estaba Kierkegaard, por el drama del padre. Franz Kafka, tocado dramáticamente por el caso del padre de otro modo, leyó con pasión ese libro, lo comentó y lo discutió en su Diario y en sus cartas[69]. Tocados profundamente por el drama del padre estuvieron también Freud y Lacan, especialmente el Lacan que, al retornar a su “retorno a Freud” (el padre del psicoanálisis), en ese viraje en su propia trayectoria que constituye el Seminario XI y delimita los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, retoma “el sueño del niño que se abrasa” que escande el capítulo VII de La interpretación de los sueños[70], y lo transforma en un ejemplo –enigmático– de la repetición concebida como un “encuentro fallido con lo real”. Retomo escuetamente un hilo de su argumentación.

Lacan recuerda en el Seminario que lo real se presentó, en el origen de la experiencia analítica, “bajo la forma de lo que hay en él de inasimilable – bajo la forma del trauma” (que le imponía “un origen en apariencia accidental”)[71], y que entre los factores que llevaron a Freud a concebir una repetición “más allá del principio de placer” se contaban los sueños de las neurosis traumáticas, que plantean el problema de la insistencia del trauma en el seno mismo del proceso primario. Más allá de la figuración del sueño, lo real gobernaría incluso el proceso primario. ¿Pero dónde captar, en principio, ese proceso primario en que se forma el sueño, dónde, sino “en su experiencia de ruptura, entre percepción y conciencia, en ese lugar […], intemporal, que obliga a plantear lo que Freud llama […] otra localidad, otro espacio, otra escena, el entre percepción y conciencia”? Lacan ejemplifica entonces la escisión y la distancia entre la percepción y la conciencia. Cuando uno se despierta por un ruido –dice–, no se despierta cuando el ruido llega a la percepción sino cuando llega a la conciencia, es decir, cuando la conciencia del sujeto se reconstituye en torno a esa representación y surge la realidad representada. Entre el instante de la percepción del ruido y el de la reconstitución de la conciencia, instantes tan inmediatos y/o tan separados, hay una distancia que no se puede medir, otro espacio –en el cual puede incluso formarse otro sueño que incluya el ruido que perturbó el descanso–, otra realidad.

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Esa otra realidad, esa distancia que constituye el despertar, despierta en Lacan el eco del sueño del niño que se abrasa, ese sueño que constituye esencialmente, según sus palabras, “un homenaje a la realidad fallida”[72], ese sueño que nadie sabrá qué padre soñó, que le fue relatado a Freud por una paciente que había escuchado ese relato –a su vez– en una conferencia sobre el sueño, ese sueño que parece arrancado –diría Kierkegaard– del “texto antiguo, conocido y transmitido por nuestros padres” y destinado a repetirse en otro texto, en otro sueño o en otra realidad. Entre sueño y despertar… ¿qué es lo que despierta a ese pobre padre que se permitió reposar un poco en su dormitorio, que está al lado de la habitación en que reposa su hijo muerto, dejando la puerta abierta? ¿La percepción del ruido, de la crepitación, del resplandor de una vela que, al caerse, comienza a quemar la mortaja? ¿En torno a qué representación se reconstituye la conciencia de ese padre? Lacan insiste:

 ¿Qué es lo que despierta? ¿No es, en el sueño, otra realidad – esa realidad que Freud nos describe así […], que el hijo está de pie junto a su cama […], le toma el brazo y le susurra con tono de reproche: […] Padre, ¿entonces no ves […] que me abraso?

Hay más realidad, ¿no es cierto?, en ese mensaje que en el ruido, por el cual el padre identifica la extraña realidad de lo que ocurre en la habitación vecina. ¿No pasa en esas palabras la realidad fallida que causó la muerte del niño?[73]

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¿De qué realidad fallida se trata? Freud dice que la frase pronunciada en el sueño, sobredeterminada, está compuesta por palabras que el niño pudo haber dicho en vida: “me abraso”, por ejemplo, en medio del acceso de fiebre (se puede imaginar el sentimiento de impotencia del padre frente a la fiebre que amenazaba a su hijo, sentimiento redoblado por la frase del sueño). Freud piensa también que quizás el padre se haya acostado con la preocupación de que el anciano que debía velar junto al pequeño cadáver no fuera capaz de desempeñar bien esa tarea, y el tono de reproche de la frase del sueño perpetuaría así, en cierto modo, el remordimiento del padre. ¿Pero qué ocurre cuando el padre se despierta, cuando su conciencia se reconstituye y ve (“¿entonces no ves”?) el accidente, la fiebre encarnada en ese fuego que se encarniza con el brazo inmóvil de su hijo? “Por más apremiante que sea, con toda probabilidad, la acción de remediar lo que ocurre en la habitación vecina, no es sentida tal vez como, de todas maneras, ahora, demasiado tarde – en relación con aquello de lo que se trata, con la realidad psíquica que se manifiesta en la frase pronunciada?”[74]

Lacan se pregunta: “¿Dónde está la realidad, en este accidente? – si no en el hecho de que se repite algo, en suma más fatal, por medio de la realidad […]”, de una realidad en la que el anciano que debía velar junto al cadáver sigue aún dormido y el brazo del pequeño cuerpo (¿del niño que le toma justamente el brazo al padre en el sueño, redoblando la invocación con su gesto?) está efectivamente ardiendo, a causa de una vela que se le cayó encima. Se diría que tanto lo que se repite por medio de la realidad como la impotencia del padre ante la invocación del hijo y el encuentro imposible ya estaban escritos, escritos más acá o más allá del sueño, en un espacio difícil de determinar. Y que “el encuentro, siempre fallido, tuvo lugar entre el sueño y el despertar, entre el que duerme siempre y cuyo sueño no conoceremos y el que sólo soñó para no despertarse.”[75] Es imposible no percibir la emoción de Lacan en estos pasajes –percepción más bien excepcional para el lector que frecuenta sus seminarios–, en estos pasajes en que aborda el sueño del niño que se abrasa como un ejemplo, sobrecogedor y enigmático, de la repetición concebida como “encuentro fallido con lo real”.

Tocado profundamente por el drama del padre, cuando retoma, más tarde, el famoso juego del carretel al que se entregaba el pequeño nieto de Freud, Ernst, para repetir la situación traumática de ver partir (desaparecer) a su madre; cuando retoma ese juego en el que hacer desaparecer a la madre lanzando el carretel bien lejos (¡Fort!) le permitía al niño hacerla volver retomando el carretel (¡Da!), simbolizarla y acceder al lenguaje, Lacan traspone la situación al trauma que experimenta el niño cuando “desaparece” el padre y, en lugar del mítico juego, es el espacio del sueño, esa otra escena, lo que le da al niño acceso a la simbolización. Y no se trata de cualquier padre, sino del que en primera persona, con notable dramatismo y un dejo de tristeza, confiesa:

Yo lo vi también, con mis propios ojos, abiertos por la adivinación materna, lo vi al niño, traumatizado por el hecho de que yo partiera a despecho de su llamado precozmente esbozado por la voz, llamado que de allí en más no se renovaría por meses enteros – yo vi a ese niño, mucho más tarde todavía, cuando lo tomaba en mis brazos – lo vi dejar caer su cabeza sobre mi hombro para entregarse al sueño, al sueño que era el único capaz de darle acceso al significante viviente que yo era desde el día del trauma.[76]

Y resurge entonces el drama del padre que ve, “con dolor”, al hijo que se aleja por los senderos del lenguaje, en una ensoñación en la que logra hacer desaparecer al padre para simbolizarlo. La repetición y el drama del padre. ¿Qué relación se establece entre estos términos? ¿Qué relación determinó que el sacrificio de Abraham (en Kierkegaard) y el padre del niño que se abrasa (en Lacan) se transformaran en ejemplos enigmáticos de la repetición? Se suman las preguntas, se entreveran, no me dejan ver claro. Se suceden, a una velocidad vertiginosa, respuestas truncadas y amenazadas por nuevas preguntas que crecen como un matorral, como si quisieran cortarme el paso. Me pregunto, en fin, para paliar la impotencia de encontrar una respuesta, si es necesario esclarecer una relación que surge, como un eco, en el intervalo entre dos lecturas, intervalo que se transforma en abismo cuando el eco busca una interpretación que se escabulle o busca guardar un secreto, con temor y temblor. No me respondo. El temor y el temblor me cortan el paso aquí, donde me quedo, abandonada y huérfana de palabras.

Si la repetición, el encuentro fallido con lo real, la percepción que el padre tiene de su propia desaparición (de su impropia muerte) mientras el hijo lo reencuentra en el símbolo de una ensoñación, nos enmudece; si el padre condenado a permanecer erguido “como una cruz sobre la tumba de cada una de sus esperanzas”, si la renuncia al hijo del padre que avanza ciegamente a someterlo al sacrificio “en virtud del absurdo”, si la tristeza de un Dios obligado a permanecer inmutable cuando Cristo le grita “Mi Dios, mi Dios, ¿por qué me has abandonado?”, nos ahoga la voz; si el polifacético drama del padre, genitivo, que atormentó a Sören Kierkegaard como el espectro del padre del príncipe Hamlet, si ese drama, en fin, nos condena a esta orfandad de palabras, ¿qué se puede agregar?

Silencio, el que señala Johannes de Silentio, el silencio de Abraham.

Sólo queda la imagen de una vela que consume el pequeño brazo inmóvil del niño que se abrasa cuando es inútil ya un último abrazo entre el padre y el hijo, que nunca llegará a ser bien velado. Y queda el velo de la repetición que irrumpe como un enigma allí donde la imagen se desvanece y el drama del padre toma cuerpo en el abismo entre una primera existencia y la repetición, o cobra un cuerpo sutil, entre percepción y conciencia, que resucita una voz perdida en medio de un dolor innombrable, en otra realidad.

Y todo el resto es silencio, el silencio de Abraham.

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Notas


[1] “Extraits du Journal” (“Extractos del Diario”), publicados como Anexo en Wahl, Jean, Etudes kierkegaardiennes, París, Aubier, 1938, pág. 665. El fragmento citado es de 1854. En adelante, cada vez que cito un fragmento del Diario de Kierkegaard proveniente de la misma fuente, simplificaré la referencia de este modo: “Diario” (año del fragmento), en Wahl, J., op. cit. (página correspondiente).

[2] Kierkegaard, Sören, El concepto de la angustia, Madrid, Ediciones Orbis, 1984, pág. 58. Salvo indicación especial, en todas las citas los subrayados son míos.

[3] Ibídem, pág. 59.

[4] “Diario” (1838), en Wahl, J., op. cit., pág. 566.

[5] Ibídem (1854), pág. 662.

[6] Enten-Eller, literalmente O bien… o bien… (conocido también como La alternativa) fue publicado bajo el pseudónimo Víctor Eremita (en calidad de “editor”). En el prefacio, el editor cuenta que encontró un conjunto de manuscritos en un viejo escritorio y que comprendió que provenían de dos personas diferentes, a las que denominó A y B. En consecuencia, dividió O bien… o bien… en dos partes. En la primera publicó los manuscritos de A, un joven esteta proclive a la desesperación (son ocho ensayos y A atribuye el último, “El diario de un seductor”, a un tal Johannes, conocido desde entonces como Johannes el Seductor y destinado a reaparecer en la obra pseudónima de Kierkegaard); en la segunda los de B, personaje más anclado en lo ético, más maduro y casado, que escribe a su amigo A dos largas cartas para explicarle la importancia del equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad. Vale la pena recordar estos detalles y evitar formulaciones como “Kierkegaard escribe”, por ejemplo, cuando se trata de un texto “pseudónimo”. Cada pseudónimo y cada autor convocado en esos textos escribe desde un punto de vista diferente. Sobre esta cuestión y sobre la ambigua paternidad de los textos pseudónimos volveré más adelante.

[7] “La légitimité esthétique du mariage” (“La legitimidad estética del matrimonio”), primera carta que B dirige a A, en Kierkegaard, S., Ou bien… ou bien…, París, Gallimard, col. “Tel”, 1988, pág. 398. Como suele suceder con los textos pseudónimos del danés que son largos y de composición fragmentaria, esta primera carta de B a A fue publicada en francés como un libro independiente (La valeur esthétique du mariage), con ligeras modificaciones y con el añadido de subtítulos. El pequeño libro, a su vez, fue traducido al español bajo el título Estética del matrimonio (Buenos Aires, Leviatán, 1991). Prefiero traducir las citas directamente del texto francés Ou bien… ou bien…, que conserva la estructura del original danés y en el que F. y O. Prior y H. M. Guignot llevan a cabo una traducción más literal. En Estética del matrimonio, el pasaje citado figura en otra versión (muy bella por otra parte, de Osiris Troiani) en la pág. 63.

[8] Ou bien… ou bien…, op. cit., págs. 400-401; Estética del matrimonio, op. cit., pág. 66.

[9] “Diario” (1854), en Wahl, J., op. cit. pág. 654.

[10] “Fue entonces cuando sobrevino el gran temblor de tierra, la terrible conmoción que, súbitamente, me impuso una nueva e infalible ley de interpretación de todos los fenómenos. Yo adivinaba que la alta edad de mi padre no era una bendición divina, sino más bien una maldición; que las notables facultades intelectuales de nuestra familia sólo estaban destinadas a desgarrarse mutuamente; vi en mi padre a un desdichado que debía sobrevivirnos a todos, erguido como una cruz sobre la tumba de todas sus esperanzas; sentí crecer alrededor de mí el silencio de la muerte. Un pecado debía pesar sobre la familia entera, una punición de Dios planeaba por encima de ella; estaba condenada a desaparecer, a ser borrada por la poderosa mano de Dios, exterminada como una experiencia fallida, y lo único que me aliviaba, a veces, era la idea de que a mi padre se le había encargado la pesada misión de tranquilizarnos con los consuelos de la religión, de darnos el viático, con el fin de que nos fuera abierto al menos un mundo mejor, incluso si debíamos perder todo en el mundo de aquí abajo, incluso si estábamos marcados por la punición que los judíos pedían siempre para sus enemigos: que nuestro recuerdo fuera completamente exterminado, que no se nos volviera a encontrar más.” Este fragmento del “Diario” es citado por F. Brandt en su Introducción a Ou bien… ou bien…, op. cit., pág. XI.

[11] “Diario” (9 de julio de 1838), en Wahl, J., op. cit., pág. 566.

[12] A partir del término paradójico “memoria anticipada”, en el que Bloch cifraba su visión del arte, Eduardo Grüner define la repetición –invocando a Kierkegaard, a Benjamin y al psicoanálisis– como “memoria anticipada” en su magnífico libro El sitio de la mirada. Secretos de la imagen y silencios del arte (primera parte, 4, “Arte/Memoria/Repetición”), Buenos Aires, Norma, col. “Vitral”, 2001. Ninguna definición sería más sintéticamente precisa para delimitar la categoría de repetición en Kierkegaard.

[13] Ibídem (11 de agosto de 1838).

[14] Kierkegaard, Sören, El concepto de la angustia, op. cit., pág. 101. Vigilius Haufniensis precisa, en una nota a pie de página, que esta sentencia asentada en la Sagrada Escritura figura en Éxodo, XX, 5 y en Deuteronomio V, 9 (la cita que él hace reproduce casi literalmente las palabras que figuran en el Deuteronomio).

[15] Lacan, Jacques, Le Séminaire, livre XI, “Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse”, París, Seuil, 1973, pág. 35. La frase completa es la siguiente: “El padre, el Nombre-del-padre, sostiene la estructura del deseo con la de la ley – pero la herencia del padre, es la que nos designa Kierkegaard, es su pecado”. Convendría agregar que el “peso” de esta adversativa reside, entre otras cosas, en el hecho de que cierra un párrafo (es difícil que el ojo del lector no subraye en tales casos) y que, en el contexto, Lacan está introduciendo la cuestión del famoso “sueño del niño que se abrasa” que retomará más tarde en el Seminario, lo cual lo lleva a evocar “el peso de los pecados del padre”, como el que “carga el fantasma en el mito de Hamlet con el que Freud dobló el mito de Edipo”. No parece estar refiriéndose aquí, directamente al menos, al pecado del padre de Kierkegaard.

[16] No faltan tampoco los que identifican el pecado del padre de Kierkegaard con el hecho de haber dejado embarazada a su criada, Anne Lund, dando por sentado que en la Dinamarca de 1796 ése era un pecado de talla, o bien –sublime herejía desde un punto de vista religioso– que ese pecado era más importante que el de haber maldecido a Dios.

[17] Kierkegaard, Sören, El concepto de la angustia, op. cit., pág. 142.

[18] Tal es la interpretación de Carlos Basch en su artículo “Ausencia de los dioses, vacío de la causa”, publicado en Rubinsztejn (comp.), Espectros del padre, Buenos Aires, Tekné, col. “Psicoanálisis”, 2002, pág. 62.

[19] Sobre la paradoja absoluta se extiende particularmente el pseudónimo Johannes Climacus en Kierkegaard, S., Migajas filosóficas, o un poco de filosofía (Madrid, Trotta, col “Clásicos de la cultura”, 1977, trad. de Rafael Larrañeta) y en Post-Scriptum final y no científico a las Migajas filosóficas, obra de la que no hay, según mis informaciones, traducción al español. La cuestión de la paradoja desborda ampliamente, en la obra de Kierkegaard, la determinación religiosa. Porque “no hace falta pensar mal de la paradoja, porque paradoja es la pasión del pensamiento y el pensador sin paradoja es como el amante sin pasión: un mediocre modelo. Pero la suprema potencia de la pasión es siempre querer su propia pérdida, la pasión suprema de la razón es desear el choque, aun cuando el choque se torne de uno u otro modo en su pérdida. Esta suprema pasión del pensamiento consiste en querer descubrir algo que ni siquiera puede pensar.” (Migajas…, op. cit., pág. 51). A esa pasión por la paradoja le dedicó Kierkegaard su vida, sin tenerle miedo al choque ni a su propia pérdida.

[20] Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, op. cit., pág. 117.

[21] Kierkegaard, S., Tratado de la desesperación, Buenos Aires, Leviatán, 1997, pág. 43. Hay versiones anteriores, publicadas en los años sesenta por Santiago Rueda editor; en todos los casos, la traducción es de Carlos Liacho.

[22] Esta trasposición de la síntesis del yo a la síntesis del espíritu, esta puesta en equivalencia, se apoya en el inicio del Tratado de la desesperación: “El hombre es espíritu. ¿Pero qué es espíritu? Es el yo. Pero entonces, ¿qué es el yo? El yo es una relación que se refiere a sí misma o, dicho de otro modo, es en la relación, la orientación interna de esa relación; el yo no es una relación, sino el retorno a sí misma de la relación” (op. cit., pág 19). Dicho en otras palabras, el existente se encuentra en una relación entre dos términos contradictorios (lo finito y lo infinito, lo temporal y lo eterno, etcétera), y cuando la relación se refiere a sí misma, esta última relación es el tercer término: el yo o el espíritu, según el autor pseudónimo y el contexto en el que aparece la afirmación. Inútil señalar la impronta hegeliana del razonamiento. Una de las diferencias, de talla, consiste en que la síntesis no supera la contradicción.

[23] Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, op. cit., pág. 54.

[24] Ibídem, pág 66.

[25] Ibídem.

[26] Ibídem, pág. 67.

[27] Ibídem, pág. 88.

[28] Ibídem, pág. 89.

[29] Lacan, Jacques, Seminario X, “La angustia” (1962-1963), clase del 13 de marzo de 1963. Inédito.

[30] El problema de la diferencia sexual parece introducir diabólicamente algunas contradicciones en el Génesis. En Génesis I, 27-28 leemos: “Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios diciéndoles: ‘Procread y multiplicaos, y henchid la tierra: sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se muere sobre la tierra’” (La diferencia sexual y la procreación a la que la diferencia estaba destinada ya estaban entonces dadas). En Génesis II, 18, estando ya instalado Adán en el Paraíso y habiendo pronunciado Dios la prohibición, la supuesta hembra anteriormente creada está ausente (¿es ya un objeto perdido?), ya que leemos: “Y se dijo Yavé Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él’. El versículo 21 prosigue: “Hizo, pues, Yavé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y dormido tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó Yavé Dios a la mujer y se la presentó al hombre”. (Pareciera necesario que la “hembra”, objeto perdido”, pasara a ser una “mujer” como “objeto caído” de la costilla de Adán y que estuviera hecha, no a imagen y semejanza de Dios, sino a semejanza de Adán y como una parte de él caída). Entre las exclamaciones de Adán después de esa presentación (versículos 23-24), destaquemos: “’Esto sí que ya es hueso de mi hueso y carne de mi carne’ […]/ Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre;/ Y se adherirá a su mujer;/ Y vendrán a ser los dos una sola carne.” (Nueva confirmación, más metafórica, de la procreación, en la que predomina el pasaje del ser dos al ser uno). En el versículo 25, que cierra el capítulo, se lee: “Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, sin avergonzarse de ello”. O sea que tanto la diferencia sexual –en la que el “otro” sexo, el femenino, pasa de ser un objeto “perdido” a un objeto “caído”– y la procreación ya estaban previstas por Dios y por Adán. El “pecado” resultaría entonces del “conocimiento de la diferencia sexual” (cuando no la conocían no se avergonzaban), que sobrevendría a la ingestión del fruto prohibido y que dificultaría –si no impediría– la posibilidad de procrear siendo “uno” (¿la imposibilidad de la relación sexual?). ¿Cómo hubieran procreado Adán y Eva desconociendo la diferencia sexual? ¿Siendo uno? ¿Y si el “Hay Uno” de Lacan remitiera, entre otras cosas, al mito que precede a la caída? Algo para pensar. Habría que cotejar esta versión del Génesis con otras (mi fuente es la de la Sagrada Biblia de autores cristianos, Madrid, La Editorial Católica, 1964), especialmente la versión hebrea y la protestante, que es la que manejaba Kierkegaard.

[31] Génesis IV, 1.

[32] Génesis, IV, 17; IV, 25.

[33] El concepto…, op. cit., pág. 72.

[34] Ibídem, pág. 58.

[35] Esta individuación determinada, entre otras cosas, por el propio pecado, es lo “específicamente humano”, y nadie la aprende de la generación anterior. “Aunque sí es muy cierto que una generación puede aprender mucho de las que la han precedido, no lo es menos que nunca le podrán enseñar lo específicamente humano. En este aspecto cada generación ha de empezar exactamente desde el principio, como si se tratase de la primera; ninguna tiene una tarea nueva que vaya más allá de aquélla de la precedente ni llega más lejos que ésta a no ser que haya eludido su tarea y se haya traicionado a sí misma.”; Kierkegaard, S., Temor y temblor, Madrid, Tecnos, col. “Metrópolis”, 1998 (primera edición de 1987, traducción de Vicente Simón Merchán), pág. 103.

[36] Sólo un librepensador religioso puede admirar tanto a los genios como a los criminales, por ser seres excepcionales que se alejan de la doxa, y anotar en su Diario (1851): “Que los genios y también los criminales, en suma todos aquellos que, de una manera u otra, están fuera de lo general, sean supersticiosos, ¿qué tiene de sorprendente? Ellos avanzan por caminos desconocidos o prohibidos. Por eso su atención se fija según reglas diferentes y en objetos diferentes de los de los otros hombres. La creencia (de los otros) en lo verosímil, su seguridad en el interior de lo verosímil es, en otro sentido, una inmensa superstición” (en Wahl, J., op. cit., pág. 649).

[37] El concepto…, op. cit., pág. 79.

[38] Kierkegaard le acuerda, por otra parte, un gran valor a la tentación, y se quejaba con humor de la ausencia de “tentaciones” en su época: “Las tentaciones no llegan más al espíritu del cristiano, particularmente al espíritu del protestante, particularmente en Dinamarca… Un progreso análogo a aquél del que hablaba el médico: el paciente está muerto, pero la fiebre lo abandonó completamente”; “Diario” (1854), en Wahl, J., op. cit., pág. 650.

[39] El concepto…, op. cit., pág. 149.

[40] Ibídem, pág 53.

[41] Ibídem, págs. 191-192.

[42] Ibídem, págs. 67-68.

[43] Extracto del “Diario” citado por Vicente Simón Merchán en el prólogo a su traducción (directa del danés) de Kierkegaard, S., Temor y temblor, Madrid, Tecnos, col. “Metrópolis”, 1988 (primera edición de 1987), pág. XXIII.

[44] En Wahl, J., op. cit., pág. 617.

[45] A principios de los años sesenta, se tradujeron al español algunos de esos Discursos edificantes; entre ellos, tres que forman una serie (“Lo que aprendemos de los lirios del campo y de las aves del cielo”, “Las preocupaciones de los paganos” y “El lirio en el campo y el pájaro bajo el cielo”) y que fueron publicados bajo el título Los lirios del campo y las aves del cielo, Madrid, Guadarrama, 1963.

[46] Entre el segundo y el tercer número de El instante, en junio de 1855, Kierkegaard publicó un pequeño texto, “Cómo juzga Cristo el cristianismo oficial”, que fue traducido directamente del danés y publicado en la revista Parte de guerra (la revista de los que no encajan), Buenos Aires, nº 17, julio/agosto 2002 ([email protected]).

[47] Derrida, Jacques, “Violence et métaphysique”, en L’écriture et la différence, París, Seuil, 1967, pág. 163.

[48] La noción de “contemporáneo”, que se deduce fácilmente de la expresión cristiana “ser contemporáneos en Cristo”, no se relaciona con la contemporaneidad temporal. El lector al que apunta Kierkegaard es el que es su “contemporáneo” cuando lo lee. En lo que se refiere a la verdad, en su construcción teórica, “la verdad es la subjetividad” y Dios es “subjetividad infinita”. Por esa construcción Jean-Paul Sartre, con no menos lucidez que ironía, llama a Kierkegaard “el caballero de la Subjetividad” (como Kierkegaard llama a Abraham “el caballero de la fe”) en su artículo “El universal singular”, publicado en Sartre, Heidegger, Jaspers y otros, Kierkegaard vivo (ponencias del coloquio organizado por la Unesco en París, en abril de 1964, en conmemoración del ciento cincuenta aniversario del nacimiento del autor danés), Madrid, Alianza, col. “El libro de bolsillo”, sección “Humanidades”, 1968.

[49] Como señalé anteriormente, no hay, hasta donde yo sé, una traducción al español de esta obra fundamental. Como me dispongo a citarla, indico la edición francesa que tomo por fuente: Kierkegaard, Sören, Post-Scriptum aux Miettes philosophiques, París, Gallimard, col. “Tel”, 1989 (1ª edición de 1949, traducción de Paul Petit).

[50] En una larga nota del Anexo, Climacus critica una reseña que se hizo de su obra precedente (Migajas…) en una revista alemana, porque quien se limite a leer esa reseña –explica– tendrá la impresión, “completamente falsa”, de que se trata de un libro didáctico. Y prosigue: “Del contraste de la forma, de la resistencia burlona de la experiencia contra el contenido, de la audacia poética, de la única tentativa que se haya llevado a cabo para ir más lejos, quiero decir más lejos que la construcción llamada especulativa, de la actividad infatigable de la ironía, de toda la parodia de la especulación en la composición, de la sátira que allí palpita [….], de todo eso, el lector del artículo no tendrá la más mínima idea”. Continúa explicando que el libro no está escrito desde la posición de quien “sabe mucho” ni para los hombres que “saben”, cuya desgracia consiste, justamente, en que “saben demasiado”. Pero, ¿qué pasa cuando al hombre que “sabe mucho” se le dicen las cosas “en una forma que hace que aparezcan como extranjeras”? “Supongamos que la desgracia del hombre que sabe mucho reside en el hecho de que está habituado a cierta forma, que puede demostrar una proposición matemática cuando las letras están en el orden ABC, pero no cuando están en el orden ACB; el cambio de forma le sustrae así su saber, y sin embargo esa operación es justamente el mensaje” (Post-Scriptum…, op. cit., págs. 183-184, el subrayado es mío). Nadie podría explicar más lúcidamente el método de la comunicación indirecta concebido por Kierkegaard.

[51] En la edición de Post-Scriptum… que me sirve de referencia (op. cit.), “Una primera y última explicación” figura en las páginas 424-426. De allí extraigo todas las citas que siguen a continuación y me permito no especificar en cada caso la página para no recargar las notas.

[52] Valgan como ejemplo las siguientes citas extraídas del “Diario”: “Esa es la desgracia, uno mismo termina siendo lo que desarrolló primero. Te hice referencia recientemente a la idea de un Fausto, pero comprendo solamente ahora que me estaba describiendo a  mí mismo. Apenas leo o pienso algo acerca de una enfermedad, tengo esa enfermedad.” (1836); “En cierto modo, puedo decir de Don Juan lo que Elvira dice de él: Tú, asesino de mi felicidad. Porque, en verdad, esta obra se apoderó de mí de una manera tan diabólica que no podré olvidarla nunca más. Es esta obra la que me empujó, como a Elvira, fuera de la noche tranquila del claustro.” (1839). En Wahl, J., op. cit., págs. 574-575.

[53] En eco: “Lo que necesito es una voz penetrante como la mirada del lince, aterradora como el suspiro de los gigantes, durable como un sonido de la naturaleza; de un registro tan amplio que vaya desde el bajo más profundo hasta los tonos más etéreos, modulados desde un murmullo ensordecido hasta la energía de un furor inflamado”; “Diario” (1838) en Wahl, J, op. cit., pág. 574.

[54] Ou bien… ou bien… (op. cit.), obra no traducida al español; La repetición, Buenos Aires, JVE/Psiqué, 1997 (traducción de Karla Astrid Hjelmström); Temor y temblor, op. cit. De La repetición y de Temor y temblor hay también otras ediciones. Las indicadas fueron traducidas directamente del danés.

[55] El término gjentagelse está formado por el prefijo gjen (“de nuevo”) y por un sustantivo forjado a partir del verbo at tage (“tomar”). El sentido literal es entonces “retoma” pero, como el verbo retomar no dio lugar a la formación de ese sustantivo en español, se traduce el término por “repetición”. Como “repetición” se conoce también esta categoría nodal de Kierkegaard en inglés y en alemán. Las últimas traducciones al francés, a partir de la de Nelly Viallaneix (Kierkegaard, S., La reprise, París, Flammarion, 1990), optaron por el vocablo reprise (que entre otros términos se puede traducir al español, según el contexto, por “recuperación”, “reanudación” o “reactivación”), sustantivo de utilización corriente que se deriva de reprendre (“retomar”). El vocabulario de la lengua francesa permitió esta traducción más literal. Es importante destacar este punto porque con este término nodal Kierkegaard no se refiere a una repetición que puede venir “de afuera” sino a la acción y efecto de “retomar”, y el que retoma siempre es un sujeto.

[56] En La repetición, con respecto a una historia de amor protagonizada por un joven melancólico, historia que “mima” la que protagonizaron Sören y Regina, el pseudónimo Constantino Constantius concluye: “Desde el punto de vista religioso se podría afirmar que es algo así como si Dios mismo se hubiera servido de la joven para cazar al muchacho” (op. cit., pág. 95). ¿Esa fue la conclusión de Sören cuando Regina se embarcó en un nuevo noviazgo, o era más bien la premisa que hizo que él llevara hasta el colmo el malentendido? En todo caso, la conclusión/premisa subsistió, ya que en 1854, un año antes de su muerte, Sören escribió en su “Diario”: “Una joven fue empleada como determinación intermediaria para ganarme al interés de las ideas” (en Wahl, op. cit., pág. 640).

[57] Resumiendo la idea, después de haber puesto en escena todas las “repeticiones fallidas” basadas en una vuelta al pasado, Constantino Constantius se refiere a la “verdadera” repetición (me permito la licencia de llamarla “retoma” para que se perciba bien la diferencia), que se contrapone a la “reminiscencia” de los griegos, que era un movimiento “hacia atrás”. Lo que se “retoma” fue –explica–, ya que si no hubiera sido no podría retomarse, pero es la “retoma”, llevada a cabo por un sujeto activo en el instante de un “salto cualitativo”, la que determina que fue (el acento está puesto en el movimiento subjetivo y en el instante, que en Kierkegaard siempre se orienta “hacia adelante”) y es justamente el hecho de que lo retomado haya sido lo que hace de la “retoma” algo “totalmente nuevo”. Para decirlo en dos palabras, lo retomado “nace al haber sido” en el instante en que el sujeto lo retoma. La existencia que se orienta hacia el pasado (¡oh, melancolía!) está basada en la reminiscencia; la existencia que se orienta “hacia adelante” busca la “retoma”. A esta articulación se refiere Lacan en “El seminario sobre ‘La carta robada’”: “Así se sitúa Freud desde el principio en la oposición, sobre la que nos ha instruido Kierkegaard, referente a la noción de la existencia según que se funde en la reminiscencia o en la repetición. Si Kierkegaard discierne en esto admirablemente la diferencia de la concepción antigua y moderna del hombre, aparece que Freud hace dar a esta última su paso decisivo al arrebatar al agente humano identificado con la conciencia la necesidad incluida en esta repetición”. (“El seminario…”, en Escritos 2, México, Siglo veintiuno editores, 1979, pág. 46). Una pequeña aclaración respetuosa: Kierkegaard nunca identificó al agente humano con la conciencia.

[58] Génesis, XVII.

[59] Génesis, XXII, 2.

[60] Kierkegaard, S., Temor y temblor, op. cit., pág. 98. Subrayado en el original.

[61] Ibídem, pág. 97 (subrayado en el original). La expresión procede del Nuevo Testamento, de las Epístolas de San Pablo:”[…] el que habla en lenguas habla a Dios, no a los hombres, pues nadie le entiende, diciendo su espíritu cosas misteriosas […]. El que habla en lenguas se edifica a sí mismo […]”; Epístola I a los corintios, XIV, 2, 4.

[62] Ibídem, pág. 98.

[63] En el Seminario “Los nombres del padre” (inédito, 20-11-63), en una magnífica interpretación del episodio del sacrificio de Abraham según la versión hebrea, Lacan dice, refiriéndose al cordero designado para el sacrificio en lugar de Isaac: “Lo que Elohim le designa a Abraham para sacrificar en el lugar de Isaac es su antepasado, el dios de su raza. / Aquí se marca la línea divisoria entre el goce de Dios y lo que una tradición le asigna como deseo, deseo de algo de lo cual se trata de provocar la caída, esto es: el origen biológico. Aquí está la clave de este misterio donde se liga la versión desde el punto de vista de la tradición judaica, la práctica de los ritos metafísico-sexuales, respecto a lo que une a la comunidad en la fiesta en lo que hace al goce de Dios. Se manifiesta algo que, siendo el deseo, pone esencialmente de relieve la hiancia que separa el goce del deseo, y símbolo de ello es que, en el mismo contexto de la relación de El Sadday con Abraham, la circuncisión, signo de la alianza del pueblo, aquél que ha elegido, la circuncisión indica ese pedacito de carne cortada a cuyo enigma los había conducido yo con algunos jeroglíficos, ese pequeño a.”

[64] Temor y temblor, op. cit., pág. 98.

[65] Ibídem, págs. 13-14.

[66] Nota que Vigilius Haufniensis, refiriéndose a Temor y temblor, consagra a la categoría de la “repetición” en El concepto de la angustia, op. cit., pág. 40.

[67] El “redoblamiento” (otra categoría de Kierkegaard) supone que el individuo que pasó por una experiencia trascendente queda marcado en su interioridad por esa huella, de tal modo que, en todo momento y en cada acto, en la inmanencia, sigue marcado por la trascendencia. El individuo está “redoblado”. A su modo, en términos de “interioridad”, Kierkegaard parece captar la escisión del sujeto, y si Dios (que es para él Subjetividad infinita) es inconsciente… Algo para pensar.

[68] Ibídem (subrayado en el texto).

[69] Jean Wahl reúne fragmentos del diario y de las cartas de Kafka referidos al tema y algunos fragmentos de Kierkegaard (como si ambos dialogaran) en su pequeño libro Petite histoire de l’existentialisme”, suivie de Kafka et Kierkegaard (commentaires), París, Editions Club Maintenant, 1947. Sobre la relación entre Kafka y Kierkegaard y sobre el silencio (el secreto) de Abraham en el episodio del sacrificio se extiende también J. Derrida en Dar la muerte, Buenos Aires, Paidós, col. “Básica”, 2000.

[70] “Las condiciones previas de este sueño paradigmático son las siguientes: Un padre asistió noche y día a su hijo mortalmente enfermo. Fallecido el niño, se retiró a una habitación vecina con el propósito de descansar, pero dejó la puerta abierta a fin de poder ver desde su dormitorio la habitación donde yacía el cuerpo de su hijo, rodeado de velones. Un anciano al que se le encargó montar vigilancia se sentó próximo al cadáver, murmurando oraciones. Luego de dormir algunas horas, el padre sueña que su hijo está de pie junto a su cama, le toma el brazo y le susurra este reproche: ‘Padre, ¿entonces no ves que me abraso?’ Despierta, observa un fuerte resplandor que viene de la habitación vecina, se precipita hasta allí y encuentra al anciano guardián adormecido, y la mortaja y un brazo del cadáver querido quemados por una vela que le había caído encima encendida.”; Freud, S., Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu, Vol. V, La interpretación de los sueños, pág. 504 (subrayado en el texto). Este sueño que abre el capítulo VII de La interpretación… reaparece en el volumen, planteando siempre nuevos enigmas, en las páginas 535-536, 543 y finalmente en la pág. 562, donde los otros enigmas siguen irresueltos y Freud plantea “como segunda fuerza pulsionante […] el deseo que el padre tenía de dormir; así como prolongó la vida del niño, el sueño también dejó al padre dormir un momento más”. Es indudable la desproporción entre esta conclusión y los enigmas planteados por el sueño, que siguen abiertos.

[71] Lacan, J., Le Séminaire, livre XI, op. cit., pág. 55 (subrayado en el texto).

[72] Ibídem, pág. 57.

[73] Ibídem.

[74] Ibídem.

[75] Ibídem, págs, 57-58.

[76] Ibídem, pág. 61.