I
En su libro Los cinco sentidos el doctor Francisco González Crussí recuerda la condena que los ascetas han hecho de los placeres de los sentidos, «la indulgencia excesiva, reprendían, hacen que el pecador se convierta en animal». Pero para Aristóteles, nos dice este autor, habría dos excepciones: la vista y el oído, cuyo disfrute, aunque sea inmoderado, no rebaja la condición humana (Hist. Anim. 611b, 26). Mientras que los vicios derivados del gusto, el tacto y el olfato son compartidos con los animales, no ocurre lo mismo con la vista y el oído, cuyos placeres, digamos, nos hace demasiado humanos.
El cine, entonces, sería en esta lógica, el arte de Aristóteles. Los que estaban de acuerdo con el filósofo otorgaban al oído una preeminencia sobre la vista, pues a diferencia de éste no propicia la oscuridad: el sonido se comparte, no puede esconderse. Desde luego hace ya varios años —más de cien—, la tecnología contradice esta afirmación: el sonido no sólo puede reservarse al onanismo sino también conservarse, reproducirse, transmitirse, transformarse, hasta llegar a convertirse en un lenguaje e integrarse al arte cinematográfico, o también derivar en una bomba estruendosa en un concierto multitudinario de rock. De esto, y más, nos habla Samuel Larson Guerra en su Pensar el sonido: una introducción a la teoría y la práctica del lenguaje sonoro cinematográfico (CUEC : UNAM, México, 2010).
Inicio con estas digresiones, pues Samuel se ha propuesto, en un sentido muy amplio, pensar el sonido en múltiples dimensiones. Su definición: ondas que irrumpen el espacio, transmitiendo aquello generado en una fuente y que se modifica al chocar con diversas superficies o volúmenes y que, sin embargo, nada ocurriría al respecto, si no tuviéramos el oído: el receptor de tales ondas. La definición se complementa y el autor, entonces, pasa de la física a la biología: cómo escuchamos, qué procesos cumple el oído y cuáles el cerebro, qué importancia tiene esto en la construcción del lenguaje articulado —una de esas cosas que nos definen como seres humanos—, cómo pasamos de estos estamentos “básicos”, digamos, antropológicos, para derivar en la música cómo una de las expresiones primarias de la cultura humana (después la abordará como arte) y, no tratándose de una obra justamente antropológica, el autor nos lleva pronto a jerarquizaciones culturales de los sentidos (tal como pretende el autor que cité al inicio: González Crussí), para subrayar que con el Renacimiento se dio, ahora, preeminencia de lo visual sobre lo auditivo, así como qué otras maneras podemos entrever de este fenómeno en lo que conocemos de Oriente. Para entonces estamos ya en la página 87 de la obra —su primer tercio—, que no son una extensa introducción para llegar al lenguaje sonoro cinematográfico, sino una puntual taxonomía que le permiten a su autor cumplir con el objetivo de su título: Pensar el sonido.
Cuando entramos al tercer apartado salta a la tecnología: “El desarrollo tecnológico del sonido cinematográfico”, cuya introducción pudo no derivar en el cine: pues en ella nos recuerda antecedentes fundamentales de procesos como el almacenamiento, la manipulación, la reproducción; es decir, que su recorrido señala como antecedentes tecnológicos —después de un breve recorrido que remonta al año 516 a.C.— al telégrafo, el fonógrafo, el teléfono, hasta llegar al advenimiento del cine sonoro. Nos habla entones de su expansión —y pendiente siempre de la actualidad de su tema— no rechaza describir batallas empresariales que presagian temas como la piratería o los monopolios (todas sus acotaciones, aparentemente marginales, desbordan la lucidez que caracteriza a Samuel). Su periplo tecnológico llega al Dolby, a la THX, a la llegada del sonido digital a México y demás asuntos del magnético o el espacio que ocupa la grabación de las pistas sonoras en el negativo cinematográfico.
Finalmente, a la mitad de la obra, página 141, capítulo IV: “El lenguaje sonoro cinematográfico” entra de lleno a la materia que sostiene el subtítulo, capotea para fortuna nuestra un exceso de teorización —semiótica o fenomenológica posmoderna, o como quiera que se le llegue a denominar— y sin embargo no elude propuestas teóricas, pero trabándolas, digamos, de manera práctica a partir de definiciones: los elementos de la banda sonora, aproximaciones al lenguaje sonoro y sus funciones narrativas o expresivas —el ambiente, el sonido directo, los diálogos, el silencio—, problemas o modelos de representación, fidelidad y, específicamente, el uso de la música (de nuevo historia del sonido en el cine y acotaciones del caso en México). El apartado es enormemente enriquecido con emblemáticos casos de estética del sonido: Tarkovski, Tati, Godard, Kubrick; autores que opone al uso institucional o industrial —léase Hollywood— y las frustrantes aspiraciones del cine mexicano en ese ámbito. Hasta aquí, todas las provocaciones a la historia, los modos del quehacer y la investigación y análisis al enorme panorama que tiene que ver con el sonido y su desarrollo en la cinematografía y demás artes audiovisuales: una obra atractiva para diletantes, preparatorianos, estudiantes de ingeniería, comunicación, música y demás interesados en la música y el cine en general. En el capítulo V. “El proceso de la banda sonora cinematográfica”, Samuel Larson, de la mano de su trayectoria profesional como sonidista y editor cinematográfico, profesor en la materia y músico —y con esto no quiero decir que lo anterior nos sea resultado de ello—: se vuelca a la praxis, el investigador e historiador deviene, absolutamente, en cineasta.
II
En la presentación que realizamos de la obra en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, el pasado 15 de marzo, Armando Casas resaltaba el hecho de que Samuel representaba la fusión de la EICTV de Cuba, de la cual es egresado y cuyo titular de la cátedra de sonido, Jerónimo Labrada escribió el prólogo a la edición; del CCC, donde Samuel ha sido profesor durante muchos años, y el hecho de ser editado por el CUEC. Yo agregaría una personal, el hecho de haber coincidido con el autor en la Cineteca Nacional a mediados de los ochentas —él en Investigación y yo en Publicaciones—. Pero ninguna de estas coincidencias determinaron su publicación. Las verdaderas razones fueron la consistencia de su investigación, el nivel de su escritura, lo propositivo de sus argumentos. No es común que los profesores de nuestras escuelas de cine entreguen a las prensas sus investigaciones, apuntes, manuales o reflexiones. Pareciera que el ámbito audiovisual hubiera exiliado a la palabra escrita: esto por fortuna no se aplica a Samuel, y nos permite suponer que su obra será, también, una herramienta para la formación especializada en el sonido cinematográfico: cara apuesta tanto para el Centro de Capacitación Cinematográfica como para el CUEC. Este es uno de los valores a destacar: la instauración de planes de estudio por especialidades en cinematografía requiere de obras como la que propone Samuel Larson Guerra. La formación sistemática de especialistas cinematográficos, encontrará, en las áreas del sonido y la edición, un soporte importante referente en esta obra.
Para muestra, un botón: en el apartado de Artículos de esta revista digital, Reflexiones Marginales, reproducimos las páginas dedicads por Larson a la música en el cine y la muy particular manera en que cineastas como Tarkovski, Tati, Godard o Kubrick, la trabajan.
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