1. La cuestión
José Ángel Valente (1929-2000) reconoce en la trayectoria del pintor Luis Fernández (1900-1973) el modo como España se ha abierto paso a lo largo de su historia. Desde esta perspectiva, a pesar de que las apariencias indican lo contrario, Fernández es un ejemplo de fuerza, pues rescata aquello de su tradición que la historia ha pretendido enterrar. Sin dejar de ser él, sin desdecirse del mundo en decadencia al que pertenece, logra situarse junto a los exponentes del arte más avanzado. El ensayo “El misterio de la pintura española en Luis Fernández” (1951), donde María Zambrano relaciona al pintor con la mística, marca la línea de interpretaciones posteriores, y constituye también un antecedente de la propuesta de Valente. Cabe recordar además que el autor descubre a Fernández en una visita a la casa de la filósofa, como relata al inicio de su ensayo “Luis Fernández o el muestrario del mundo”:
“Como otras tantas cosas que multiplican o engendran la visión, vi por primera vez un cuadro de Fernández en casa de María Zambrano, en las laderas familiares del Jura y en la luz del Jura, que es una luz de cámaras secretas y morada interior”.[1]
En relación con el paisaje, Valente alude a esta luz protectora, de recinto íntimo, que pasa a ser la atmósfera de su comentario. La pintura de Fernández traslada al refugio de la interioridad donde reposa la visión.
2. La anécdota
La imagen que nos llega de Fernández a través de testimonios y documentos, es la de un artista que vive retirado, a pesar de haberse establecido desde muy joven en París, escena del arte en el momento, de ser amigo muy cercano de celebridades como René Char o Giacometti, y colaborador asiduo de Picasso. Fernández no consigue la fama y pasa por penurias hasta el último día de su vida. (En esto el contraste con Picasso es impresionante). Tanto Zambrano como Valente consideran crucial poner de relieve esta falta de fortuna. La disposición del material sobre Fernández en Elogio del calígrafo (2002), compendio de los ensayos sobre arte de Valente, resulta ilustradora al respecto. Aparece, en primer lugar, su ensayo “Fernández o el muestrario del mundo” que abre el libro y, en segundo, una carta de Luis Fernández a María Zambrano, escrita en 1970, incluida como “Apéndice”. Fernández se presenta entonces en el libro, como pórtico de entrada y como último tramo del recorrido.
Me detengo ahora brevemente en la carta entre terceros añadida como “Apéndice”. En la segunda edición de Las palabras de la tribu (1971), Valente ya había procedido de esta manera al dar a conocer una carta de Juan Ramón Jiménez a Alberto Jiménez Fraud, cuya temática es el exilio. Las dos cartas reproducidas tienen en común ser testimonios de terribles vicisitudes. Entre otras cosas, Juan Ramón relata el allanamiento de su casa y lamenta la pérdida de libros y papeles; mientras que la carta de Fernández a Zambrano constituye un recuento pormenorizado de su precaria economía, de los abusos por parte de su galerista, y del colapso nervioso, ocasionado por estos acontecimientos, que lo lleva al borde de la muerte. Las cartas tratan de la vida a la intemperie, de la dificultad de sobrevivir como extranjero y, de modo indirecto, de la patria que por sus condiciones los ha expulsado. Valente añade una nota introductoria a la carta de Juan Ramón; en cambio, no comenta la extensa carta de Fernández a Zambrano, sugiriendo así que ésta habla por sí misma.
Lo anterior nos lleva a lo dicho sobre el eco de la historia española en la marginalidad de Fernández. En un ensayo escrito con ocasión de la muerte del pintor, Zambrano explica que su vida discurrió fuera de la historia pública, por lo que sólo llega a manifestarse inesperadamente por revelación. Además señala que esto no se debe a la pobreza ni a la enfermedad que padeció, sino a una condición particular: “La historia de este español forma parte de la historia escondida. […] La historia escondida procede así: oculta, se diría que guarda celosamente. Todas las épocas van tomando figura y luz diferentes a medida que su aspecto de establecida cualidad va siendo roto y opacado por las revelaciones de la historia escondida, la verdadera historia del hombre que padece y sostiene como puede el peso del absoluto”[2]. Al tiempo lentísimo de esta historia correspondería, según expone la filósofa después, la forma lentísima de pintar de Fernández.
Por su parte Valente se refiere al “no éxito” de Fernández en términos semejantes, pues lejos de ser circunstancial forma parte de su destino. Por la relación con el barroco español del pintor –suscrita tanto por Zambrano como por Valente–, el énfasis puesto en la carencia de protagonismo, remite a la historia española. Tras la pérdida de la hegemonía, España queda relegada lo cual, visto desde otra óptica, puede ser la marca de un escondido privilegio. Paralelamente, aparece la eficacia del ritmo lentísimo de su historia oculta. Fernández reproduce entonces, en la escala individual, el designio español. De ahí que su arte entronque directamente con otros momentos fundamentales de esta historia secreta. Es un espejo acerca del modo como se puede alcanzar la historia sin cursar necesariamente por los carriles del progreso lineal.
3. La digresión: el ensayo sobre pintura en España
Con el libro El elogio del calígrafo, Valente se suma a la práctica del ensayo sobre pintura que es común en España a lo largo del siglo XX. Antecedentes importantes del género se encuentran en Revista de Occidente, donde aparecen numerosos ensayos de este tipo. Entre los que lo cultivan, la pintura pasa a ser punto de partida para elaborar cuestiones filosóficas, o para participar en discusiones poéticas. Ortega y Gasset y Zambrano se sitúan en el primer grupo; en cambio, Gómez de la Serna, con su estudio de la combinación de dibujo y leyendas en los Caprichos de Goya[3], o en “Completa y verídica historia de Picasso y el cubismo”[4], elabora aspectos de su poética.
Los ensayos de corte filosófico se proponen una explicación global con apoyo en aspectos artísticos. Por ejemplo, con base en el “punto de vista”, Ortega encuentra equivalencias entre el desarrollo de la pintura y el de la filosofía: “La ley rectora de las grandes variaciones pictóricas es de una simplicidad inquietante. Primero se pintan cosas, luego sensaciones, por último ideas. Esto quiere decir que la atención del artista ha comenzado fijándose en la realidad externa, luego en lo subjetivo, por último, en lo intrasubjetivo. […] Ahora bien, la filosofía occidental ha seguido una ruta idéntica”[5]. De modo parecido, en sus ensayos sobre pintura, Zambrano apunta hacia asuntos que exceden la estética, aunque sin las pretensiones de sistema de su maestro.
Al reflexionar sobre el arte, Zambrano se interroga en muchos casos acerca de una cuestión acuciante en ese momento: España y su historia, hilo conductor de los ensayos “España y su pintura” y “Sueño y destino de la pintura”, destinados a un libro que proyecta llamar España, lugar sagrado de la pintura[6], en el que entraría también por su tema y propuesta su ensayo sobre Fernández, cuya vocación a lo sagrado es correlato del estilo de pensamiento inaugural a que ella está abocada. Cristina de la Cruz Ayuso ya señaló esta convergencia. En su artículo sobre el tema advierte además acerca de las limitaciones de una visión tópica de lo español[7].
En “Luis Fernández y el misterio de la pintura”, Zambrano divide tres zonas: la de la total oscuridad, que correspondería al campo de lo irracional donde el hombre vive atemorizado; la de luz completa, el exterior platónico, donde la razón triunfa hasta volverse tiránica; y, finalmente, la penumbra o cavidad tenuemente iluminada que es lugar propicio para las conciliaciones, principalmente la del sentir y el pensamiento. Zambrano identifica esta zona de penumbra en las naturalezas muertas de Fernandez, cuyos objetos impregnados de silencio evocan la “blancura” zurbaranesca. Es importante recordar, como precisa la autora, que el impulso místico no debe confundirse con la producción de imágenes religiosas, en la que otros pueblos, señaladamente el italiano, llevarían ventaja. Se trata entonces de otra cosa, de una relación con la materialidad por la que se consigue esa luz ritual, suave y cálida:
Esta pintura de Luis Fernández lleva consigo la fidelidad obstinada a la luz original de la pintura [que no es] la luz encontrada a diario, por grande que sea su esplendor. No la luz que hace visibles las cosas para andar entre ellas y para regalo de la retina ávida. Pues que la vida humana se distingue de las otras por tener un interior; un interior oscuro, donde hay ya un secreto que no puede revelarse bajo la luz natural. Las entrañas, el corazón, son la metáfora con que el lenguaje común designa desde siempre esa oscuridad habitada que aspira a su propia luz[8].
Para acceder a esta luminosidad, que según señala Zambrano debió ser la luz órfica de los misterios, es preciso el descenso purificador los infiernos, tentativa profunda del surrealismo a que se adscribe la primera etapa de Fernández. Se capta así el sutil resplandor que, sin proscribir la oscuridad, logra crear el espacio de la plástica. Tal proeza se cumple como paso del “mundo de la entraña” al “mundo de alma” en un “movimiento ascensional”: “donde aparecen no las cosas, no el corazón y sus ensueños y sus pesadillas, sino sus símbolos, aún más, diríamos sus correspondencias. Aparecen entonces el espacio y una luz quieta, cuajada, invisible casi, apegada a las cosas. Pues esta pintura nunca llegará, ni le es necesario, al espacio abierto de la mente, a ese espacio más conceptual que pictórico”[9]. Entonces los logros de Fernández en la plástica son equivalentes a los de Zambrano en la filosofía; en su afán de no relegar los aspectos refractarios a la razón, también ella se hunde en el terreno de los fantasmas y las pesadillas para resurgir con esa luz mediadora. A lo anterior hay que añadir, que Valente también hace referencia al carácter simbólico de los objetos, rosas, palomas, cráneos, entre otros, que Fernández repite obsesivamente en su pintura. Sale al paso de este modo a las objeciones que se podrían hacer a esta obra reducida y con pocos temas. Lo anterior explica la paradoja recogida en el título de su ensayo: “Luis Fernández o el muestrario del mundo”, donde explica que cada una de estas figuras, en tanto que símbolos, compendia el universo. De modo que con un repertorio aparentemente limitado Fernández alcanza la mayor extensión.
4. La crítica al formalismo en Valente
Con la excepción de la entrevista al pintor Massimo Campigli, en los ensayos tempranos de Valente, que corresponderían a la publicación de sus tres primeros libros entre 1955 y 1966, no encontramos rastros de su posterior pasión por la plástica[10]. En este trabajo, además, Valente no parece particularmente interesado en la pintura, sino que intenta atraer a Campigli al terreno de la discusión literaria. Esta actitud se debe a su rechazo del “formalismo”, entendido como acento en lo estético que da la espalda al entorno, manifiesto principalmente en su primera poesía de corte social. En el otro extremo se situaría el realismo craso que se legitima por su defensa de la justicia. Valente pretende situarse en un difícil intermedio. En efecto, su mayor reto consiste en responder a su circunstancia sin detrimento del “estilo”, que es el modo en que se refiere a la calidad artística. Esta tensión explica la aspereza de su tono y también su extrema cautela ante la ornamentación y, sobre todo, ante el exceso retórico que asocia con la grandilocuencia manipuladora del discurso oficial.
Desde esta perspectiva se entiende el giro de la entrevista a Campigli, que es cuestionado acerca de la vigencia del arte abstracto –equivalente plástico del “formalismo” en poesía:
[Es necesario] que el arte contemporáneo asuma la responsabilidad de contenidos más profundos que los que en general parecen haber preocupado al abstraccionismo. De hecho la gente va asumiendo ya, y esto es lo que hace que el arte abstracto se vaya convirtiendo, cada vez más, en cosa que fue, en pasioncilla olvidada, como ha sucedido con la poesía pura o con la literatura pura a la hora de la verdad. Porque a la hora de la verdad, ¿cuántas cosas se podrían reprochar al abstraccionismo, en nombre no sólo del arte, sino del sentido común, que también tiene su valor?[11].
Si bien es cierto que tal juicio procede de un poeta muy joven, pues Valente no ha publicado todavía su primer libro, en sus ensayos tempranos encontramos más comentarios en este sentido. Por ejemplo, a propósito de Gerardo Diego, explica que sus aciertos dependen más de la gracia innata que de la experimentación, y afirma que la vanguardia no se adapta a la tradición española[12]; y en el ensayo que dedica a Huidobro adopta un tono respetuoso pero distante, y da por agotado el movimiento creacionista del que se deslinda: “Sería sugestivo ahondar en el interior de su gesto precursor, ver lo que hubo en él de nuevo auténticamente manifestado, una vez agotado ya el fenómeno creacionista. […] ¿Dónde están los poetas del mañana creacionista? Nosotros contemplamos hoy su teoría como un intento más, perfectamente ensayado, eficaz pero incontinuable, frontera pero no fuente”[13].
De lo dicho se puede concluir que los temas y preocupaciones de los ensayos sobre arte de Valente, contenidos como dije en El elogio del calígrafo, coinciden con su fase de madurez, cuando ya el realismo de sus primeros libros se va dejando atrás. Y es precisamente el ensayo sobre Fernández, escrito en 1972, el que inaugura su reflexión sobre la pintura. En este momento Valente se decanta, como señala Sánchez Robayna, hacia el “fragmentarismo y la suspensión del sentido”[14].
5. “Luis Fernández o el muestrario del mundo”
Como ya anticipé, Valente reconoce en la pintura de Fernández elementos característicos de la historia española. En este sentido, resulta revelador su silencio sobre Picasso, al que sólo se menciona de pasada en relación con otros temas, por ejemplo en una conversación con Tàpies. Esta omisión de la historia que denomina “especular”, se pone de manifiesto en su resistencia a adoptar el enfoque positivista o el de la crítica del arte en su muy breve ensayo sobre Fernández. Con este par de “noes” indica que la clave de esta obra “no está en sus antecedentes ni en su contexto, sino en la inmediata, impositiva y tenaz aparición de sus objetos”[15]. En realidad Valente se enfrenta a la pintura como a un fenómeno poético, y desde esta óptica abarca aspectos que rebasan la consideración estética. Por ello, insiste, como dije, en el carácter simbólico de los objetos de Fernández que, en su rigor matemático, contienen el cosmos. Esta aptitud poética, que es indispensable en todo arte, no sólo en la poesía, va precedida por el descenso al centro del propio ser[16]. De ahí su recurso constante a la mística, donde se describen situaciones que encuentran réplica en la actividad creadora. Entre éstas destaca la familiaridad con el vacío de la que hay indicios evidentes en la pintura de Fernández.
De este modo Valente enlaza con la historia española, que es recorrida a su vez por el contacto con el vacío. Si antes se negaron los enfoques positivos y de escuela, ahora se propone revisar la obra de Fernández a la luz de la tradición a que pertenece. El contacto se establece a través del “argumento con frecuencia fúnebre”, característico de la pintura española del XVII según Cossío, que se prolonga en los motivos de Fernández, calaveras y cirios, y en su mirada de la penumbra[17].
Más adelante Valente compara a Fernández con los grandes maestros, de los que ha aprendido la lección. Al hacerlo, destaca las virtudes del oficio: la humildad, el aprendizaje continuo, y la disciplina para ajustarse a los encargos. El escenario de Fernández pasa a ser entonces el taller antiguo, que no está sujeto a la aceleración de la producción industrial. En tal trasposición queda sugerida la relatividad de lo figurativo en Fernández, ya que su fuerza simbólica no depende de un objeto determinado; por el contrario, con independencia de los temas, Fernández indaga en la realidad misteriosa de la pintura que es trasunto de la aventura interior:
¿No hace pensar también en Zurbarán el voluntario rigor con que Fernández se sujeta al detalle y la norma que el encargo le impone? ¿No hay aquí un saber o humildad largamente aprendidos de los viejos maestros? ¿Por qué no aceptar como rigor de la forma el accidente impuesto, si en la plenitud del objeto pintado la figuración sólo existe para disolverse en sí misma, para que el pincel, en definitiva, pinte sólo, como objeto absoluto, la pintura?[18].
Al situarlo en este marco, se comprende también la extraordinaria lentitud de Fernández que, según su propio testimonio llega a ser extenuante, ya que emplea muchísimo tiempo en los estudios previos, elabora de forma artesanal los colores, y pinta de la manera más minuciosa. La capacidad de abarcar el mundo en un objeto, concluye Valente, es resultado de una enorme paciencia que se obtiene al transitar por la “vía seca”. Con esta fórmula se alude al paso por el fuego a que se debe la resistencia y la intensidad. Se alude así al proceso por el que se ingresa en las galerías y corredores íntimos mencionados al inicio del ensayo.
En esta lectura, Fernández se sustrae al ritmo vertiginoso de la modernidad, al menos en una de sus facetas, a la vez que escapa de las exigencias del mercado[19]. No produce en gran cantidad y se olvida del rendimiento mientras trabaja. De modo semejante, en la historia española la carrera desbocada del progreso se sustituye por un curso secreto cuyo ritmo está marcado por la necesidad interior. En esta historia se cultiva la experiencia mística del vacío como requisito de la actividad creadora. El valor de esta propuesta reside, a mi parecer, en su margen utópico. No se trata de la vuelta a una ilusoria arcadia, ni de la exaltación de lo primitivo, sino de una indicación acerca del surgimiento de lo imprevisto que, como la pintura de Fernández, no se explica a partir de condiciones dadas sino que las excede.
Termino señalando que para Valente el poema comparece al modo de la pintura, con la instantaneidad del rayo. No es en primera instancia un discurso, sino un evento:
La palabra poética ha de ser ante todo percibida no en la mediación del sentido, sino en la inmediatez de su repentina aparición. Poema querría decir así lugar de la fulgurante aparición de la palabra[20].
Por ello la actitud crítica más adecuada, adoptada por él ante Fernández, consiste en la exposición al poema como objeto irradiante. Se trata de admitir esa presencia, de responder a su incitación, de permitir ser herido por su fuerza.
Notas
[1] “Fernández o el muestrario del mundo” [1972], Elogio del calígrafo. Ensayos sobre arte [2002], en Obras Completas II. Ensayos, ed. de Andrés Sánchez Robayna, recopilación e introducción de Claudio Rodríguez Fer, Círculo de Lectores, Barcelona, 2008, pp. 475-477. En lo que sigue cito a partir de esta edición con las siglas OCII, seguidas del número de página.
[2] “A Luis Fernández en su muerte” [1973], en Algunos lugares de la pintura, recopilación Amalia Iglesias, Acanto, Espasa Calpe, 1991, pp. 189-194.
[3] “Concepto de Goya. (Con 6 dibujos de Goya)”, Revista de Occidente, 58, pp. 20.
[4] Revista de Occidente, 73 y 74, p. 63 y 224 respectivamente.
[5] “Sobre el punto de vista en las artes. Primera parte”, Revista de Occidente, 8 (febrero, 1924), p.156.
[6] Tomo el dato de María Zambrano, Algunos lugares de la pintura, ed. cit., p. 298.
[7] “Encuentro de miradas en torno a lo sagrado. María Zambrano y Luis Fernández”, en Aurora. “Papeles del seminario de María Zambrano”, 5 (2003), pp. 36-48.
[8] “El misterio de la pintura española en Luis Fernández”, en Algunos lugares de la pintura, ed. cit., p.183.
[9] Idem, p. 184.
[10] “Conversación con Massimo Campigli”, Índice de Artes y Letras, n. 68-69 (oct.-nov. de 1953), pp.17-18. OCII, 911-916.
[11] Idem, OCII, p 913. En última instancia, Valente cuestiona al arte de inflexión formalista por su falta de compromiso con lo real, como se desprende de sus declaraciones para la revista El ciervo, en las que se respira el mismo espíritu que en la entrevista con Campligli: “En la medida en que la poesía conoce la realidad, la ordena, y en la medida en que la ordena, la justifica. En esos tres estadios se inserta, a mi modo de ver, el triple compromiso intelectual, estético y moral de la poesía con la realidad. No hay gran poesía ni ningún otro tipo de arte superior (es el nuestro en gran parte un tiempo de artes inferiores o menores: poesía pura, arte abstracto, etc.) sin ese compromiso profundo” (“José Ángel Valente en El ciervo”, Índice de artes y letras, 146 (1961), p. 18. OCII, 1103.
[12] La excepción en este sentido es el surrealismo, por el que Valente demuestra mayor interés debido a la adscripción a este movimiento, así sea puntual, de Cernuda, Lorca y Aleixandre, poetas que considera centrales.
[13] Cuadernos Hispanoamericanos, 16 (1949), p. 208.
[14] Tanto algunos poemas de este libro [El inocente] como otros de Treinta y siete fragmentos (1972) y de Interior con figuras (1976) anuncian con claridad el rumbo que esta obra iba a adoptar en años sucesivos, a partir de Material memoria (1979). “Se anunciaba en aquellos libros, en efecto, el escoriamiento de esta obra tanto hacia una radical fundamentación metafísica como hacia un fragmentarismo no menos radical, inscrito en lo que el propio autor ha llamado “estética de la retracción”, es decir, las formas breves propias de un sector de la poesía, la pintura o la música contemporánea”( “Prólogo” en José Ángel Valente, El fulgor. Antología poética (1953-1996), selección de Andrés Sánchez Robayna, Círculo de Lectores, Barcelona, 1998, pp. 12-13).
[15] OCII, 475.
[16] Valente rinde homenaje al artista en el poema “Luis Fernández: Llega de otro lugar noticia de su muerte” en Interior con figuras (1976), OCI, 352.
[17] OCII, 477.
[18] Ibidem.
[19] Cfr. Marshall Berman, “Baudelaire, el modernismo en la calle”, en Todo lo que es sólido se desvanece en el aire, [1ª en inglés, 1982], Siglo XXI, 1989.
[20] Notas de un simulador, OCII, 458.
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