Reconociendo su deuda con el pensamiento hegeliano, Foucault afirma en uno de sus escritos:
Me parece que la elección filosófica a la que nos encontramos enfrentados actualmente es la siguiente: bien optar por una filosofía crítica que aparecerá como una filosofía analítica de la verdad en general, bien optar por un pensamiento crítico que adoptará la forma de una ontología de nosotros mismos, una ontología de la actualidad; esa forma de filosofía que, desde Hegel […] ha fundado una forma de reflexión en la que intento trabajar…[1]
Esta vía ontológica por la que opta Foucault y que tiene como blanco de reflexión el ser que somos, renuncia a toda esencia o sustancialidad fundante de lo humano en sentido tradicional, para hablar de un ser configurado históricamente por prácticas discursivas y no discursivas atravesadas por relaciones de poder, dando así paso al análisis histórico de lo que somos en un momento definido con el fin de llevarnos a la toma de conciencia de los límites que nos constituyen para trastocarlos y abrir camino a la diferencia.
Hacernos cargo de esta postura foucaultiana en torno a Hegel, como lo pretende el presente escrito, nos lleva a ubicar de lleno a Hegel en dicha línea de pensamiento crítico que adopta la forma de una ontología de nosotros mismos, añadiendo, además, que anticipa el tono transgresivo que dicha ontología cobra en Foucault, aunque sin pretender, desde luego, su identificación. Ello nos obliga, en consecuencia, abandonar cualquier significado metafísico o teológico atribuible al pensamiento hegeliano, y sostener que, en el contexto de este pensamiento, el Espíritu y su objetivación no refieren a otra cosa que a las prácticas sociales que generan distintos órdenes de racionalidad o sentido como gran obra de arte colectiva con validez transitoria y precaria que comprende el conjunto de manifestaciones simbólico-culturales institucionalizadas de un tiempo histórico definido.
Esta razón que el espíritu tiene es intuida, finalmente, por él como la razón que es o como la razón que es realmente en él y que es su mundo, y entonces el espíritu es en su verdad; es el espíritu, es la esencia ética real. El espíritu es la vida ética de un pueblo en tanto que es la verdad inmediata; el individuo que es un mundo.[2]
El sentido compartido se despliega en el nosotros histórico y remite a la interacción dinámica de las individualidades en su finitud consustancial y su carencia de fondo sólido, ellas son quienes mediante su praxis configuran una gran trama de necesidad objetiva que funda las diversas racionalidades históricas, sólo en el seno de las cuales alcanza cada individuo identidad y figura. El mundo institucionalizado que pone orden a los conflictos humanos es forjado, así, de manera intersubjetiva, pero se ve continuamente rebasado por esta misma dinámica que crea nuevos órdenes de normatividad y sentido en apertura constante.
Hegel asume, en consecuencia, que es la interacción social e histórica la que se plasma de modo anónimo e inconsciente en las manifestaciones institucionales y culturales, configura verdades y valores como gran obra del nosotros histórico, del mismo modo “como el artista obedece al impulso de poner su esencia ante sí y de gozarse a sí mismo en su obra.”[3] Tal obra de arte colectiva e inconsciente marca referentes fijos que sirven como horizonte de orientación para el pensamiento y la acción individual de una determinada época histórica, pero no hay fondo último y sustancial que los sostenga, se asientan en el vacío, por lo que se abre la pluralidad histórica de sentidos en contra de la clausura de significado propia de la tradición metafísica. Las prácticas sociales e históricas configuran diversas racionalidades generadoras de verdades, valores, sentidos, como creaciones artísticas comunitarias de orden inconsciente, las que sólo para el filósofo se convierten en objeto de reflexión.
En este ámbito, la noción de experiencia juega un papel de primera importancia. La brecha abierta por la tradición epistemológica entre sujeto y objeto, al asumir la idea de un referente fijo al que apunta toda experiencia, es reemplazada en el pensamiento hegeliano por la idea de constitución de toda experiencia de objetos, ya no por obra de una conciencia constituyente, como en Kant, sino por prácticas culturales e históricas concretas. Ello nace del rechazo de todo sustrato fundante, objetivo o subjetivo, detrás de las apariencias, de manera que no hay interioridad inteligible por detrás de ellas, solo presencia construida por las mismas prácticas mediante las cuales quedan conformados objetos y sujetos, comprender su sentido implica remitirlos a su proceso de constitución histórica, el cual, al ser revelado, elimina su misterio, pero también su solidez y permanencia.
En este orden de ideas, podemos sostener que el pensamiento hegeliano renuncia al pensamiento metafísico de la unidad sustancial; a todo pensamiento fundante, para quedarse únicamente con una realidad apariencial y evanescente mediada por las producciones significantes de carácter temporal del juego intersubjetivo. Tal y como afirma Nancy, el pensamiento hegeliano apuesta por “no confiar lo manifiesto a alguna otra cosa; a algo oculto, a algo escondido y a algo secreto. Es la decisión de un mundo sin secreto.”[4]
Todo lo que alcanzan nuestros sentidos se halla organizado por categorías de pensamiento, construidas social e históricamente, las cuales rigen el lenguaje y son superadas al ser llevadas a la conciencia. Al abrir el telón de las apariencias, Hegel desenmascara la proyección social de las significaciones que emanan de la vaciedad del nosotros donde se despliega históricamente el sentido, “se ve que detrás del telón, que debe cubrir el interior, no hay nada que ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras él, tanto para ver, como para que haya detrás algo que pueda ser visto”.[5] El saber no se ordena en función de una totalidad unitaria de sentido, no hay apoyo ni recogimiento en una totalidad metafísica, sólo resta la pura negatividad como experiencia donde se da la muerte de las significaciones, mostrando al hombre
[…] como esa noche, esa Nada hueca que contiene todo en su simplicidad (Einfachkeit) indivisa; riqueza de un infinito número de representaciones, de imágenes […]. En las representaciones fantasmagóricas es noche en derredor: surge entonces una cabeza ensangrentada; allí otra aparición (Gestalt) blanca; también ella desaparece bruscamente.[6]
La interacción social dinámica y viva es puesta, de este modo, por Hegel, como centro de sus consideraciones, al ubicarla como el suelo a partir del cual se gestan y se van decantando las leyes, las costumbres, las instituciones y, en general, las formas culturales de una comunidad, así como la identidad de las individualidades mismas. “En un pueblo libre se realiza, por tanto, en verdad la razón, ésta es el espíritu vivo del presente, en que el individuo no solo encuentra expresado su destino, es decir, su esencia universal y singular, y la encuentra presente como coseidad, sino que él mismo es esa esencia y ha alcanzado también su destino”.[7]
Pero este espacio público no aparece sólo como bella totalidad idealizada ajena al conflicto, en tanto que la rebelión, la insurrección, los enfrentamientos, la guerra, no sólo se hacen presentes, sino que son los elementos insustituibles que dan movilidad a la historia. Si Hegel se refiere a la relación amo-esclavo como “momento inicial de los estados, pero no su principio sustancial”, hace alusión a las relaciones de dominación que habría que superar, y no al juego de acciones y reacciones que son constitutivas del dinamismo propio de toda interrelación humana. El juego de interacción social exige reconocimiento del otro en términos de acción, indeterminación y libertad, reconocimiento que sólo se alcanza por medio del lenguaje de las leyes institucionalizadas que ordenan el caos humano.
Con lo anterior, se pone de manifiesto el empeño hegeliano por desustancializar lo dado, al descubrirlo como producto histórico inconsciente del nosotros histórico en su inestabilidad y agonismo permanente, la autoconciencia de lo cual disuelve permanencias y pluraliza el sentido. Es el juego vivo y dinámico de las individualidades el que crea y trastorna lo establecido y genera nuevas configuraciones culturales y sociales en perpetua fantasmagoría. El conflicto que surge en las situaciones de descomposición social, así como la lucha, la valentía, la guerra, y el mismo saber filosófico, diluyen su solidez y abren nuevas posibilidades.
La multiplicidad de racionalidades específicas que constituyen objetos y sujetos en un tiempo y en un dominio práctico-discursivo propio de una cultura determinada revierte el postulado de una instancia última o un fundamento invariable, afirmándose la posibilidad de figuras inéditas y nuevos modos de ser. Es en estos espacios donde el sujeto se inserta como sujeto configurado de formas múltiples y diversas, lo que muestra su condición epocal, contingencia y fragilidad.
Tal interacción social produce resultados impredecibles, va tejiendo un orden social autónomo que configura la identidad del singular, cada singular sólo se destaca sobre este fondo de pertenencia que lo constituye; orden institucional que resulta ajeno a la conciencia e intenciones de los participantes del que son a un tiempo agentes y pacientes, en cuanto al mismo tiempo que lo producen, son constituidos en su identidad por el mismo.
El concepto de Bildung hegeliana alcanza aquí todo su significado como medio de apropiación de esta sustancia espiritual, producto del obrar de todos y de cada uno, con la consecuente elevación de la tosca individualidad biológica hacia el ámbito de lo público y compartido, construyendo una segunda naturaleza como identidad fraguada en lo social. La formación asume la tarea de elevar al individuo desde la manifestación espontánea y natural, a la vida de la espiritualidad, como segunda naturaleza construida que lo inserta en lo común. De tal manera que el sujeto cobra identidad en una práctica social concreta, no hay sujeto preexistente a prácticas sociales, lo que elimina el papel fundador del sujeto; se trata de indagar las condiciones variables bajo las cuales un tipo de sujeto puede aparecer, y es en este sentido que Hegel lleva a madurez la línea crítica iniciada por Kant de la que Foucault se declara heredero, aquella línea crítica que se pregunta por el presente y que da lugar a una ontología de nosotros mismos.
Estas experiencias históricas en que se constituyen las individualidades, no responden a intenciones subjetivas, rebasa los fines y la conciencia de individuos particulares. Más allá de los objetivos determinados de individuos, clase, instituciones o Estado se urde este efecto de conjunto, especie de astucia de la razón como funcionamiento objetivo de las instituciones en un entramado de acciones particulares que se encadenan unas a otras y se propagan, generando racionalidades concretas históricas, cuya lógica es clara y comprensible, pero que no es obra consciente de ninguna institución, clase o individuo. Tal funcionamiento anónimo no disuelve o anula las individualidades en su poder activo y creador, juntas generan una atmósfera de aspiraciones nuevas que las grandes figuras de la historia saben plasmar en la realidad, mediante su acción transgresora. Estas grandes figuras de la historia que barren con lo establecido son estimadas por Hegel como factor decisivo de transformación social, una vez que dicho funcionamiento impersonal institucionalizado no responde ya a las nuevas inquietudes del tiempo, alumbradas por la conciencia filosófica y traídas a la realidad por la acción de estas grandes personalidades que son portavoces de su tiempo.
La transgresión frente a lo instituido es exaltada y promovida por Hegel, resulta del choque entre el dinamismo de la vida del juego de individualidades y la institucionalización fija y muerta que hace aparecer aquellas figuras transgresoras, las cuales otorgan realidad, siempre transitoria, a las nuevas instituciones validadas intersubjetivamente. “El sentimiento de la contradicción entre la naturaleza y la vida existente es la necesidad de que sea superada esta contradicción. La cual se supera [en el momento] en que la vida existente ha acabado de perder su poder y su dignidad, en el momento en que se ha convertido en algo puramente negativo,”[8] En otro texto temprano leemos:
¡Que ceguera la de aquellos que creen que las instituciones, las constituciones, las leyes que ya no se concuerdan con las costumbres, las necesidades y las opiniones de los hombres y de las cuales el espíritu ya había huido, pueden seguir subsistiendo y continúen suponiendo que las formas por las cuales el entendimiento y los sentimientos ya no tienen interés son suficientemente poderosos como para poder constituir el vínculo de unión de un pueblo. Todas las tentativas de procurar, por intermedio de chapucerías grandilocuentes, nueva confianza en las condiciones y partes de una constitución que ha sido abandonada por la fe; todos los intentos por ocultar con bellas frases a los sepultureros [de lo existente] no sólo traen vergüenza a sus inventores; preparan también una erupción mucho más terrible.[9]
La autoconciencia de los determinismos históricos, tarea del pensar filosófico, en lugar de llevar a la pasividad e impotencia, abre el camino a la acción. Al llegar a saber quiénes somos nosotros hoy, se abre un nuevo momento como negación determinada. La necesidad que generan los determinismos se conjuga en Hegel con la autotrascendencia infinita, en virtud de la indeterminación constitutiva de lo humano que lo impulsa a ir más allá de sus límites, para adquirir una nueva configuración, lo que da cuenta de su libertad ontológica. Ni las cosas, ni los individuos tienen un valor en sí, con fundamento propio, su reconstrucción reflexiva y conceptual muestra su génesis histórica a partir de las prácticas sociales que los constituyen.
La autoconciencia del propio tiempo y su determinación conceptual, tarea asignada al filósofo, no sólo recoge en pensamientos el propio tiempo, sino que también lo mina, contribuyendo a su disolución. Nos lleva a la conciencia de nuestra indeterminación y libertad en tanto nos muestra como no atados a determinación alguna y en apertura posible a otras. Elevar el propio tiempo a conceptos implica ya separarse de él, abrir una distancia. Tomar conciencia de nuestros límites, los relativiza, de modo que la consideración pensante que sólo se produce al atardecer, tiene como resultado elevar el búho de Minerva para dar paso a una nueva configuración.
El espíritu […] sabe traer a la reflexión lo irreflexivo, el puro hecho. Así logra en parte tener conciencia de la limitación que aqueja a estas determinaciones -como la fe, la confianza, la costumbre- y descubre razones para separarse de ellas […]. Así Zeus, que ha puesto un fin a la voracidad d
[10]
Si gracias a Zeus que vence al reino de los titanes, se hace posible un orden civil institucional, el pensamiento filosófico se encarga de disolverlo y hacerlo vulnerable, haciendo despuntar pluralidad de posibilidades. La autoconciencia del presente anuncia, así, el mañana. Ello implica que nada permanece fijo y se elimina la idea de una esencia racional universal que se abre paso en forma lineal y continua en la historia, sólo aparecen racionalidades múltiples y específicas en su acontecer puro sobre un fondo sin fondo. Sobre un fondo vacío.
No obstante, la filosofía de la historia hegeliana encierra el acontecimiento en la continuidad del tiempo, lo dibuja en su identidad y lo somete al orden. Razón por la cual Foucault considera que Hegel permanece en el falso movimiento, el movimiento lógico, abstracto, dominado por el concepto que lo encierra en el círculo del sentido.
Foucault juzga que si bien Hegel es el filósofo de las mayores diferencias,
[…] la dialéctica no libera lo diferente, sino que, por el contrario, garantiza que siempre quedará atrapado. La soberanía dialéctica de lo mismo consiste en dejarlo ser, pero bajo la ley, como el momento del no-ser, creemos que contemplamos el estallido de la subversión de lo Otro, pero en secreto, la contradicción trabaja para la salvación de lo idéntico.[11]
Pero si, como señala Derrida, es únicamente la experiencia del rebasamiento de los límites del sentido, aquella que nos enfrenta con la nada y el vacío, la estancia en las regiones de la muerte, la que lleva a la total disolución las estructuras del mundo y del sujeto mismo, la que posibilita la flexibilización y pluralización del sentido al abrir camino a la diferencia, Hegel tuvo que transitar forzosamente por esas regiones oscuras y silenciosas para poder forzar la cerradura del significado absolutizado, no sólo debió haber fijado su atención en la fuerza transgresora de las grandes individualidades históricas que laboran a favor del sentido, individualidades fuertes e innovadoras que guiadas por una especie de manía infringen las leyes establecidas al intuir las nuevas necesidades del tiempo, abriendo un nuevo momento en el camino de la razón en su encadenamiento lógico, sino que también tuvo que transitar por ese no-lugar enigmático y vacío donde todo pierde consistencia y alcanza su disolución, así lo atestigua la experiencia de la angustia ante la muerte, el señor absoluto, que disuelve interiormente a la conciencia “haciendo estremecerse cuanto había en ella de fijo […], fluidificación absoluta de toda susbsistencia,”[12] o también la exaltación por parte de Hegel del efecto destructivo de “la guerra, en su indiferencia de cara a las determineidades y de cara a su acostumbrarse a ellas y fijarlas,”[13] que barre con las estructuras fosilizadas; o aún más, la locura, particularizada por Hegel en el personaje del Sobrino de Rameau de Diderot, el músico loco, que subvierte con su lenguaje todas las determinaciones estables y nos abre la puesta al vacío.
Este chiflado ha tocado el fondo de lo negativo como suspensión del sentido, es la “carcajada de burla sobre el ser allí, así como sobre la confusión del todo y sobre sí mismo; y es, al mismo tiempo, el eco de toda esta confusión, que todavía se escucha […] vanidad de toda realidad y de todo concepto determinado.”[14] Todo se hunde en este fondo negativo enraizado en el ser mismo del hombre que se halla anclado en la muerte, la cual puede mostrar todo su poder destructivo, pura inquietud negativa que no sólo desdibuja las determinaciones del mundo, sino también las subjetividades determinadas.
Es la vanidad de todas las cosas su propia vanidad, o él mismo es vano […]. Esta vanidad necesita, pues, de la vanidad de todas las cosas para darse, derivándola de ellas, la conciencia de sí mismo, lo que significa que la engendra por sí mismo y es el alma que la sostiene.[15]
La palabra insensata suspende el sentido y el lenguaje de la razón y nos lleva experimentar el vértigo de estar sostenidos por el abismo, pero el vértigo debe impulsar nuevamente el nacimiento de la obra y generar nuevos parámetros vinculantes, a riesgo de hundirnos en el puro movimiento nulificador de las formas acabadas y con ello a la anarquía y la autodestrucción; resulta ineludible su transmutación en negatividad activa y poder creativo, en fuente continua de nuevas producciones que en lugar de arrojarnos a la nada, nos lleven a un escepticismo consumado que al momento de negar, supera el momento anterior y desemboca en una nada determinada, dando a luz un nuevo momento.
Retornar a la obra después de haberse bañado en las aguas de esa zona oscura e irracional resulta vital, retorno al sentido desde la nada que carga ya con la riqueza de haber penetrado en la génesis de la proyección de significados a partir de ese vacío, lo que tiene por efecto la pluralización del sentido y la conciencia de su precariedad, conciencia irreversible ganada por el nosotros histórico del tiempo de Hegel y a través de Hegel. Este no lugar habitado por la locura que excede el sentido tiene un efecto inmediato de trastocamiento que da lugar a que el mundo se revele como ficción colectiva y quede relativizado. Tal como apunta Derrida, la locura refiere a este momento hiperbólico de la duda presente ya en Descartes, la locura se instala en el núcleo mismo del logos para sumirnos en el vértigo de la ebriedad del mundo.
El recurso a la hipótesis del Genio va a hacer presente, va a convocar la posibilidad de una locura total, de un enloquecimiento total que ya no podría dominar […]. Locura que introduciría la subversión en el campo de las ideas claras y distintas, en el dominio de las verdades matemáticas que escapan a la duda natural.[16]
Pero también arrastraría en su movimiento al sujeto y su pretensión fundante, llevando desde allí a la reconfiguración del sentido, esto a condición de llegar a zafarse de esa punta hiperbólica que lo amenaza: “repatriamiento precipitado de la errancia hiperbólica y loca que viene a abrigarse, a reafirmarse en el orden de las razones para volver a tomar posesión de las verdades abandonadas.”[17]
Se advierte que en la apuesta hegeliana se conjugan las dos vertientes de transgresión, diferenciadas por Bataille en sus textos y que Derrida[18] puntualiza detenidamente: una transgresión al servicio del sentido y otra que excede justamente los límites del sentido. La primera introduce el tema de la negatividad dialéctica como momento necesario en el ascenso del espíritu, negatividad como muerte inscrita en la totalidad por la irrupción del hombre; larga travesía por el mar del sentido y el lenguaje donde los escollos de la negatividad garantizan siempre la victoria de su dominio, en relación con la cual Derrida afirma que
[…] soportar la evidencia hegeliana querría decir, hoy, lo siguiente, que es necesario en todos los sentidos, pasar por el “sueño de la razón”, el que engendra y hace dormir a los monstruos, que es necesario atravesarlo efectivamente para que el despertar no sea una astucia del sueño. Es decir, de nuevo, de la razón.[19]
El sueño de la razón no significa para este autor hablar de una razón dormida, sino por el contrario, de la constante vigilancia del logos hegeliano que engulle todas las formas del exterior al enunciarlas y las hace aparecer en eterna fantasmagoría.
La segunda vía de transgresión, activa en el mismo Bataillle, nos hablaría del sentido desbordado, del no lugar, de la nada y del vacío, desde el cual la verdad y el sentido se transmutan en juego, y, en eta medida, alude a una transgresión soberana que no obedece al sentido, sino que más bien lo destruye en el sacrificio o el gasto, desconfigura lo dado en el lenguaje y la ley, abriendo el ámbito de la muerte, de lo sagrado.
Llegar “hasta el fondo” del “desgarramiento absoluto” y de lo negativo, sin “medida”, sin reserva, no es proseguir su lógica consecuentemente hasta el punto en que, en el discurso, la Aufhebung (el discurso mismo) la haga colaborar en la constitución y en la memoria interiorizada del sentido, en la Erinnerung. Es, por el contrario, desgarrar convulsivamente la cara de lo negativo, lo que hace de él la otra superficie tranquilizadora de lo positivo, y exhibir en él, por un instante, lo que ya no puede llamarse negativo. Precisamente porque no tiene reverso reservado, porque no puede ya dejarse convertir en positividad, porque no puede ya colaborar en el encadenamiento del sentido.[20]
Aquí la experiencia más angustiosa nos remite a un más allá de los límites de nuestro mundo y de nuestro yo, hacia ese no lugar donde se transfiguran todas las cosas y se destruye su sentido limitado y discontinuo, rebasando el ámbito de las oposiciones lógicas de lo positivo y lo negativo, lo cual sólo puede experimentarse mediante el rodeo de la representación de la muerte a través del arte, la fiesta, la orgía, el espectáculo, en total ausencia de la conciencia y el pensamiento discursivo.
Observamos que en Hegel se ponen en juego los dos significados de transgresión a que refiere Derrida: el de la transgresión que se manifiesta como negatividad y abre un nuevo momento en el ascenso dialéctico, encerrándonos en la lógica y el círculo del sentido, y aquel otro que sustenta al primero, la transgresión que perfora el círculo del sentido para enfrentarnos con la nada y el vacío, desde el cual el sentido parece como arte o ficción y que es adoptado también por Foucualt. Dos formas de transgresión, aquella que labora en provecho de lo racional, y aquella otra que tiene sus dominios en el no-lugar de la ausencia y la muerte, donde se desdibuja la discontinuidad de las figuras y sus rígidas fronteras individuales, hundiéndolas en la marea de lo indeterminado y continuo, condiciones bajo las cuales pudo nuestro pensador forzar la clausura del significado y asumir una línea crítica como ontología histórica de nosotros mismos.
Notas
[1] Michel Foucault, “¿Qué es la Ilustración?”, en Saber y verdad. Ed., trad. y pról. Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría. Madrid, La Piqueta, 1991, p.207
[2] Hegel, Fenomenología del espíritu. 6a. reimp. Trad. Wenceslao Roces y Ricardo Guerra. México, FCE, l973. pp. 260-261
[3] Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. 4ª. ed. Trad. José Gaos. Madrid, Revista de Occidente, 1974, p. 107
[4] Jan-Luc Nancy, Hegel, la inquietud de lo negativo. Trad. Juan Manuel Garrido. Madrid, Arena, 2005, p. 44
[5] Hegle, Fenomenología…, p. 104
[6] Hegel, “Conferencia de 1805-1806” apud Alexandre Kojéve, La dialéctica de lo real y la idea de la muerte en Hegel. Trad. Juan José Sebreli. Buenos Aires, Pléyade, p. 188
[7] Hegel, Fenomenología…, pp. 210-211
[8] Foucault, “¿Qué es la Ilustración?”…, pp. 198-199
[9] Hegel, “La Constitución Alemana” [Primeros fragmentos], en Escritos de juventud. Ed., introd. y notas de José M. Ripalda. México, FCE, l978., p. 392
[10] Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia universal…, pp.146-147
[11] Foucault, “Theatrum Philosophicum” en Theatrum philosophicum seguido de Repetición y diferencia. 3a. ed. Trad. Francisco Monge. Barcelona, Anagrama, 2005, p. 33
[12] Hegel, Fenomenología…, p. 119
[13] Hegel, Sobre las maneras de tatar científicamente el derecho natural. Trad., introd. y notas Dalmacio Negro Pavón. Madrid, Aguilar, l979, p. 59
[14] Hegel, Fenomenología…, p. 310
[15] Ibid., p. 81
[16] Jacques Derrida, “Cogito e historia de la locura” en La escritura y la diferencia. Trad. Patricio Peñalver. Barcelona, Anthropos, 1989, p. 235
[17] Ibid., p. 82
[18] Vid., J. Derrida, “De la economía restringida a la economía general. Un hegelianismo sin reserva”, en Ibid.
[19] Ibid., p. 345
[20] J. Derrida, “De la economía restringida…”, p. 356
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