Ajedrez para Inconscientes

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Ajedrez para Inconscientes

Otro encenderá un cigarro junto a un barril de pólvora,
para ver, para saber, para tentar al destino,
para forzarse a una prueba de energía, para dárselas de jugador,
para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho,
por no tener otra cosa que hacer.  
(…) Pero ¡qué importa la condenación eterna
a quien encontró en un instante el goce infinito!”[1]

C. Baudelaire

 

 

En un juego caótico, en el que las reglas se inventan en cada tirada, en un juego que responde a la categoría de “los problemas y la pregunta”,[2] Lewis Carroll pone en jaque el sentido preexistente y la razón categórica; ahí donde Alicia juega sin reglas, el juicio hipotético pierde la partida. El número de tiradas azarosas es un dato meramente cuantitativo que no podrá nunca explicar el azar mismo, siempre habrá un abismo entre todas ellas y el resultado. Es decir, todo juego del que Alicia llega a ser parte es una imagen que muestra cómo se disuelve lo sedentario de la razón, del concepto, en múltiples singularidades aleatorias. “Las tiradas son sucesivas unas respecto de otras, pero simultáneas respecto a este punto que cambia siempre la regla, que coordina y ramifica las series correspondientes, insuflando el azar a todo lo largo de cada una. El tirar único es un caos, del que cada tirada es un fragmento”,[3] un destello que, como dice Benjamin,[4] relampaguea en un instante de peligro y concentra, en un presente inexistente, el azar mismo. Un instante de peligro para la razón, para el yo que se trastoca con la paradoja de la simultaneidad de sentidos; para el yo que pierde su regla, su nombre propio.

El primer problema con que se enfrentó Alicia fue cómo manejar al flamenco. Lo consiguió al cabo manteniendo bien sujeto al cuerpo del animal bajo el brazo, con las patas colgando; pero casi siempre, cuando ya había logrado que el cuello estuviera bien firme y derecho, y se disponía a dar al erizo con la cabeza del flamenco, éste se volvía con expresión tan lastimera y aturdida, que la niña no podía menos que soltar la risa. Y cuando de nuevo lograba poner al flamenco cabeza abajo e iba a empezar de nuevo, el erizo se desenrollaba y se alejaba tranquilamente; además siempre se encontraba con un montículo o una zanja en su recorrido, fuera cual fuere el lugar adonde quisiera enviar al erizo, y para colmo los soldados-arcos se levantaban y desplazaban continuamente. Pronto llegó a la conclusión de que era un juego muy difícil.[5]

El pensamiento mismo es azaroso, no hay una absoluta certeza racional, un solo sentido del cual asirse, la necesidad no constituye un suelo firme en el que uno pueda plantarse, más bien se está despojado de toda seguridad; el único destino es la fatalidad del azar –del deseo–, del juego. ¿Cómo manejar al flamenco si cuando parece que éste ya está firme, Alicia se dobla de risa? ¿Cómo tener el control si hay zanjas, montículos y desplazamiento: si invariablemente el sinsentido irrumpe? Cada pensamiento es una tirada, es una singularidad, el fragmento de una única constelación, de un punto aleatorio que “cambia siempre la regla, que coordina y ramifica las series correspondientes, insuflando el azar a todo lo largo de cada uno”.[6]

La multiplicidad de pensamientos –categoría cuantitativa– son instantes, tiempo infinitamente pequeño que responde a un tiempo infinitamente grande
–cualitativo–, a un caos ontológicamente uno: el inconsciente. Cada pensamiento insuflado de azar es un vaso comunicante que resuena en todos los demás, un destello que se desplaza en un devenir-loco de efectos e instantes sin regla. Así, el flujo de palabras, de pensamientos, constituye la paradoja del sentido y de la identidad. En tanto irrupciones del devenir instauran el presente al tiempo que constituyen una identidad infinita, e infinitamente divisible, en la que se concentra el pasado y el futuro del caos unitario en el que devienen.

Es decir, los pensamientos son por un lado relámpagos, fracturas absolutamente singulares que resquebrajan el tiempo instaurando el presente y, al mismo tiempo, estrellas interconectadas en una constelación atemporal en la que pasado y futuro se funden en una identidad infinita. A las seis de la tarde, por ejemplo.[7]

Si tú conocieras el Tiempo tan bien como yo –dijo el Sombrerero–, no hablarías de malgastarlo; el Tiempo no es una cosa que se gaste. (…) Al Tiempo no le gusta que lo marquen. Si tú estuvieras en buenos términos con él, podrías hacer cuanto quisieras con las horas. Por ejemplo: supongamos que son las nueve de la mañana, la hora de empezar clases. Pues bien, le harías tan sólo una discreta alusión al Tiempo, y la aguja giraría en un abrir y cerrar de ojos. ¡Y ya es la una y media, hora de comer![8]

“Lo más oculto se ha vuelto lo más manifiesto, todas las viejas paradojas del devenir deben recobrar el rostro en una nueva juventud: transmutación”.[9] Carroll nos hace ver que la Idea no es algo fijo, acabado; hay algo que permanece oculto, “ahogado en el océano”.[10] Lo ilimitado sube a la superficie, la paradoja del pensamiento se hace evidente en los efectos-signos de su permanente devenir, en su volverse acontecimiento. Cada pensamiento pertenece al fondo oculto y es sin embargo un comienzo absoluto, es un hacerse presente que no cesa, un tiempo limitado en donde se muestra lo ilimitado como infinitamente divisible. Es en la singularidad, en lo particular de cada acontecimiento presente, donde coinciden el pasado y el futuro en un eterno retorno. Transmutación del pensamiento. Cada vez y de forma concretamente distinta, el azar se repite cíclicamente o, mejor dicho, en una ilimitada “línea recta y forma vacía”[11] infinitamente subdivisible en los dos sentidos a la vez.

            El acontecimiento, en tanto signo, sólo puede darse en el pensamiento y sólo se produce en la obra de arte. Es decir, el único lugar donde el azar se ramifica y se muestra como acontecimiento, es en el devenir-loco de la palabra y en la obra de arte, fuera de estos ámbitos no ocurre nada, nada se produce. El azar es, pues,

[…] un juego reservado al pensamiento y al arte, donde ya no hay sino victorias para los que han sabido jugar, es decir, afirmar y ramificar el azar, en lugar de dividirlo para dominarlo, para apostar, para ganar. Este juego que sólo está en el pensamiento, y que no tiene otro resultado sino la obra de arte, es también lo que hace que el pensamiento y el arte sean reales y trastornen la realidad, la moralidad y la economía del mundo.[12]

Es por eso que en la obra de Carroll, en Alicia en el país de las maravillas y en Al otro lado del espejo, este trastocamiento se produce: es ahí, en la obra de arte, donde se nos presenta la imagen de un juego muy difícil, en el que las “dos extremidades dejan de alejarse en el pasado, de alejarse en el porvenir”[13] y que por ello deja ver los efectos. En este sentido la obra es también un signo, un efecto de ese Aión aleatorio y eterno, de ese fondo oscuro que únicamente se produce en un acontecimiento presente. La obra de arte es un acontecimiento, singular y concreto, que se desliza, que se manifiesta y juega en la superficie, que pasa de lo corporal a lo incorporal. Alicia ha dejado de hundirse, ahora se desliza a lo largo, “de modo que la antigua profundidad ya no es nada, reducida al sentido inverso de la superficie. Es a fuerza de deslizarse que se pasará del otro lado, ya que el otro lado no es sino el sentido inverso”.[14] Alicia atraviesa el espejo, costea la superficie, se desplaza de una casilla del tablero a otra, de un acontecimiento a otro y en ambos sentidos. Ahí ya no hay profundidad, sólo el devenir subdividido en línea recta: perfecta imagen de la constelación, del Aión como juego ramificado, insuflado de azar y que es, al mismo tiempo, el “Acontecimiento para todos los acontecimientos”,[15] la unidad de los efectos.

Alicia juega en el tablero de ajedrez de manera análoga a aquél que se deja llevar por el devenir-loco de la palabra, haciendo evidente la paradoja como condición misma del pensamiento.     El juego en el que Alicia se desplaza es, una vez más, una imagen de la constelación del inconsciente, en el que se coordinan, resuenan y convergen la palabra y la cosa como dos caras simultáneas, como dos líneas paralelas cuya condición misma es la imposibilidad de tocarse, de equilibrarse o emparejarse en algún punto del espacio. Esta disimetría queda perfectamente ilustrada en un tablero de ajedrez, en un tablero con casillas blancas y casillas negras, en un juego que es

a la vez exceso y defecto, casilla vacía y objeto supernumerario, lugar sin ocupante y ocupante sin lugar, ‹‹significante flotante›› y significante flotado, palabra esotérica y cosa exotérica, palabra blanca y objeto negro (…).[16]

En tanto que todo acontecimiento azaroso, como efecto del Aión que los unifica, se produce sólo en el pensamiento y en el arte, resulta muy sugerente hacer una equivalencia entre el juego, el arte y el devenir-loco de la palabra. El azar acontece en cada uno de ellos, es ahí donde se insufla y produce efectos concretos, particulares que son vasos comunicantes, estrellas de una constelación, palabras y significantes que se desplazan de izquierda a derecha, para adelante y para atrás en las blancas y negras casillas de un tablero infinitamente dividido. Así, el devenir de la palabra es juego, un juego que tiene como resultado la obra de arte y el trastocamiento del mundo, un juego que reserva victorias para aquellos “que han sabido jugar, es decir, afirmar y ramificar el azar, en lugar de dividirlo para dominarlo, para apostar, para ganar”.[17]

 

Dibujos originales de la dos obras de Lewis Carroll

 

Bibliografía

  1. Carroll, Lewis. Alicia en el país de las maravillas. México: Editores mexicanos unidos, 1993.
  2. Deleuze, Gilles. Lógica del sentido. Miguel Morey. Paidós: Barcelona, 1989.
  3. Baudelaire, Charles. “IX El mal cristalero”, en Pequeños poemas en prosa. Mercedes Sala Leclerc. Barcelona: Fontana, Edicomunicación, 1995.
  4. Benjamin, Walter. “Tesis de filosofía de la historia”, tesis V, en Ensayos escogidos. Trad. H. A. Murena. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2010.

  

Notas

[1] Charles Baudelaire. “IX El mal cristalero”, en Pequeños poemas en prosa. Tr. Mercedes Sala Leclerc. Barcelona: Fontana, Edicomunicación, 1995. pp. 29-31
[2] G. Deleuze. Lógica del sentido. Tr. Miguel Morey. Paidós: Barcelona, 1989. pp. 79
[3] Ídem.
[4] Walter Benjamin. “Tesis de filosofía de la historia”, tesis V, en Ensayos escogidos. Trad. H. A. Murena. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2010.
[5] Carroll. Alicia en el país de las maravillas. México: Editores mexicanos unidos, 1993. pp. 96-97
[6] Deleuze. Óp. Cit. pp. 79
[7] Recordemos que ahora el Sombrerero está en malos términos con el Tiempo, por lo que su reloj se ha detenido a las seis de la tarde (la hora del té), está condenado a girar en torno a la mesa, una y otra vez. Ahí se reúne en ‘una vez’ el ‘cada vez’ para ‘todas las veces’. La maldición de la repetición no descansa, pero el sujeto no sabe cuál es la maldición que lo signa ni quién lo maldijo… quizá fue el Tiempo, es decir, algo así como la existencia.
[8] Carroll. Óp. Cit. pp. 81-82
[9] Deleuze. Óp. Cit. pp. 31
[10] Ídem.
[11] Deleuze. Óp. Cit. pp. 82
[12] Deleuze. Óp. Cit. pp. 80
[13] Óp. Cit. pp. 81
[14] Óp. Cit. pp. 33
[15] Óp. Cit. pp. 83
[16] Deleuze. Óp. Cit. pp. 85
[17] Óp. Cit. pp. 80

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