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Si pronuncio las palabras “comunidad”, “comunismo”, “comunión”, “compasión”, “conmemoración” (para limitarme en esta breve lista, pronuncio grandes palabras cargadas de valores y connotaciones, repletas de historia y de pensamiento), nadie presta atención al prefijo común de estas palabras, a este “com” que precisamente es tan común que ya nadie repara en detenerse en aquello que implica.[1]

¿No debería uno, sin embargo, detenerse inmediatamente constatando que lo “común” puede llevar dos cargas tan diferentes como esa de la aglomeración y esa de lo ordinario, esa de la reunión y esa de la trivialidad? 

Pero no me voy a detener hoy en esta conjunción intrigante entre los dos aspectos de lo “común”, porque para hacerlo uno debe, en primer lugar, detenerse en el “com” en sí mismo, sobre este cum que el latín nos ha transmitido, seguido del syn griego que encontramos encabezando grandes palabras como “síntesis”, “simpatía”, “símbolo”.

“Con” («avec») es una categoría muy pobre en la historia de nuestro pensamiento. En realidad, no hay (si no me equivoco) un filósofo que haya esbozado una posición específica, sólo Heidegger cuando habló de Mitsein y de Mitdasein. En el § 26 de Ser y tiempo Heidegger abre una perspectiva inédita hasta ahora: Afirma que el existente es, necesariamente, ontológicamente, un co-existente (mit quiere decir “con”, cum). Pero para dar a esta tesis todo su alcance, menciona que este “con” constitutivo del existente debe ser entendido “no de manera categórica, sino existencial”. Lo que significa que uno no debe mantenerlo por una mera determinación extrínseca, sino por una condición intrínseca de la posibilidad misma de la ek-sistencia, es decir, nada menos que la puesta en juego del sentido mismo del ser o del sentido de ser.

“Con” como categoría simple, que en este lugar está emparejada con el “también”, se encuentra casi siempre postergada a la externalidad y la accidentalidad por nosotros mismos: estoy con ustedes en esta sala, como consecuencia de varias circunstancias, como los automóviles son los unos con los otros en un estacionamiento. Es la yuxtaposición, la proximidad espacial, a lo sumo, la correlación. Es diferente cuando, en francés, decimos que el “X está con Y”, por lo que queremos decir que son una pareja, que comparten su vida.

Sin embargo, también estamos dispuestos a protestar que nuestra presencia en conjunto en esta sala no es pura yuxtaposición. No somos, por así decirlo, una multitud en una plataforma de tren. Tenemos razones comunes para estar aquí juntos. Y una multitud también tiene razones de hacer multitud. La multitud conoce acontecimientos particulares (una huelga de trenes) que producen comportamientos y de donde nacerán relaciones, aunque fugaces, que exceden la mera yuxtaposición inerte.

Y podemos decir más, debemos incluso: estamos en el mundo con las montañas, los árboles, los peces, los lobos, así como con las máquinas, las construcciones, las instituciones que hemos producido. Este “con” lo más general, la co-presencia de todos los entes, ¿debe entenderse simplemente como “categorial”? Pero entonces, ¿qué quiere decir el “mundo” si esta palabra debe designar una posibilidad de sentido (lo que es prácticamente toda su definición por Heidegger)?

Es cierto que uno debe pensar el “con” como “existencial” y no como “categorial”. El problema con Heidegger es que no ha desarrollado en absoluto esta necesidad. O bien lo ha hecho halacer parecer la forma “auténtica” o “propia” de mit como esa de la comunidad de la gente (mucho más lejos en la misma obra). Y el extravío político ha encontrado ahí su origen. 

El reto es considerable: pensar el “con” a la altura de lo “existencial” es, a la vez, pensar la posibilidad de sentido, es decir, a propósito de lo que Heidegger nombra el “sentido del ser”, pero que, si uno lo comprende bien, debe ser dicho el «sentido de ser» (el sentido que hay que ser, estar en el mundo y ser un mundo). Y sólo así se vuelve necesario pensar la necesidad de una política no-dominadora (una “democracia”, si uno quiere, pero esa palabra exigiría otras consideraciones).

A partir de ahí, propongo, por hoy, no analizar más a fondo el contenido de “con”, sino más bien, caracterizar este “con” a partir de lo que se emanará: el “con” es la condición de sentido. Nos paramos, por tanto, en el “sentido”.

  

El sentido no es algo que se produce. Hoy uno habla en francés de “hacer sentido” o “hacer de sentido” por una reactivación en inglés to make sense. Pero lo que puede ser hecho, lo que puede ser producido, es una información. Una información no tiene propiamente sentido como tal, tiene una utilidad, una función. Es su recepción, su intercambio, su partición que puede tener sentido más allá de sus funciones. “Hacer sentido” es una expresión comparable a “hacer el amor” o “hacer bien” una cosa, en un contexto como “es bueno hablar de la « crisis de sentido »”. En cada uno de estos casos, lo que aparece como objeto o como resultado de “hacer” (el “sentido”, el “amor” o el “bien”) no se distingue, en realidad, del acto de este “hacer”.

El sentido consiste en la remisión de uno o más que uno a muchos otros. De sí mismo a sí mismo, sobre todo porque, a condición de que ese “sí mismo” se presenta a el mismo como otro, lo que es la condición del cuerpo. El cuerpo es este fuera por lo cual me puedo remitir una alteración de mí mismo, que puede proceder tanto de mi cuerpo como de los otros cuerpos que lo rodean. Esto se denomina una sensación: esto es el primer aspecto del sentido.

En la sensación, hay afirmación simultánea del afuera y del adentro, del cuerpo y del alma, si uno quiere: veo este árbol verde atravesado por los rayos del sol, estoy en él, paso en él, me confundo con él hasta el punto donde esta confusión se impide por si misma, ya que resuena en mí, precisamente, como proximidad de una intimidad inimaginable. No llego a ser este árbol porque… llego a ser él, justo. A diferencia de la estatua hueca de Condillac que llegó a ser el “olor de la rosa”,[2] “yo” me convierto en el verde del árbol y en los rayos del sol, en los cuales “yo” “me” encuentro, me siento, padezco a medida que me hundo, me sumerjo en esta sensación. O bien, si uno prefiere quedarse cerca de Condillac, uno podría decir que el hueco de la estatua no es ninguna otra cosa sino el espacio de la resonancia, de la remisión que me relaciona con mí mismo por el otro, en el otro y como otro, al mismo tiempo que este otro (aquí, el verde, tal verde, el verde preciso de este árbol preciso, los resplandores precisos de este momento del sol) se relaciona con sí mismo de tal forma que él se convierte exactamente en “este” verde, en esta matiz, en este aíre o en este aspecto, que por cierto es al mismo tiempo un tacto y también vagamente algo de un aroma, de un susurro, incluso de un sabor. 

Desde una perspectiva más amplia: este verde se convierte en este verde “en mí”, pero “yo” me convierto también en su matiz, en su brillo, y algo de la savia que irriga, algo del empuje exuberante del sol, de la lluvia y del sol, algo también de su contraste con los otros colores, y con las formas, densidades y sesgos que lo rodean (el tronco, las otras plantas) así este verde deviene “este” verde en sí y por sí. El “sí” de este “en y por sí” no es ni un sujeto propiamente dicho ni un objeto. Es anterior o posterior a estas categorías.

Por lo menos podemos decir: es el “sí” de la sensación. La sensación se siente. Ya que esa hace sentido: los elementos del mundo remiten los unos a los otros y cada uno a sí. Esto no sólo sucede “para mí”, en una subjetividad, ya que esa pasa también por y para toda clase de otras innumerables “percepciones”, las de los animales, los pájaros, las arañas, las ardillas, que al mismo tiempo se relacionan con el mismo árbol, pero también por y para todas las otras remisiones posibles entre los árboles y las plantas que se molestan o se favorecen en sus crecimientos, entre los destellos, los reflejos, las sombras que cambian valores, que se refuerzan o se debilitan, etc.

Todo esto, dirán algunos, ocurre por y para su subjetividad. Es olvidar que mi “subjetividad” es ella misma principalmente un cuerpo entre otros, sintiendo a los otros y que los otros sienten. Ciertamente, el árbol no me “siente”, al menos no como otra cosa, sino eventualmente un contacto o bien una obstáculo a la luz, al viento. Pero vengo de la misma vida que él y esta vida se relaciona con ella misma en mi sensación que ella misma se hace en mi sentir como “pensamiento”. Ninguna necesidad de invocar ni un misticismo de la naturaleza-madre ni algún tipo de panteísmo. Sólo tenemos que redescubrir, sobre un modo no obstante inédito, lo que sabían sobre un modo todo diferente los que vivían en los mitos: hay una comunicación y una participación universal de los entes, es decir, los cuerpos del mundo.

Ahí donde algunos de estos cuerpos se hacen hablantes, su palabra no es ninguna otra cosa sino la recuperación de esta comunicación sobre un registro diferente: el registro sobre el cual la relación de sen-tido (-sación) se toma como tal. En el “sujeto que habla,” el mundo se toma en su conexión universal íntima y, por lo tanto, en su destino “sensato” o “insensato”. Es también el motivo por el cual el sujeto hablante no se contenta con hablar: él también quiere tomar y alegrar, intensificar la sensación misma. “Este” verde se convierte en una obra de pintura, o de fotografía; pero también puede embragar sobre un ritmo, incluso un sonido, etc.; o bien devenir en trabajo de palabras (verde que te quiero verde … Lorca).

 

Hay muchas maneras de repetir la sensación. Uno puede también refinarla, devolverla capaz tanto de lo muy pequeño como de lo muy grande, uno la puede dirigir sobre la textura de los cuerpos, sobre sus recursos de energía (lo que arde, lo que resiste …). Este movimiento es de tal magnitud que parece no tener fin. En todas sus direcciones, este movimiento es el de la tekné, es decir, del ars, es decir, de lo que hace de sentido más allá del sentido “naturalmente” dado. Pero uno no debe equivocarse: el desbordamiento del sentido se ha registrado en el mismo sentido, en la sensación. En un mundo sin hombre, la paleontología nos enseña que las especies se transforman, se reemplazan, todo como los continentes se desplazan y para terminar o comenzar como los galaxias, las estrellas y los planetas se forman. La naturaleza ya es transformadora de ella misma, y es también de esta manera cómo se produce (si uno puede tratarla como un agente) un viviente dotado de “sentido” en el sentido que decimos “intelectual” o “inteligible” del término. 

Pero lo inteligible es la sensibilidad como ella se presenta a ella misma: como ella se hace sentir lo que es que “sentir”. Esto puede ir hasta los extremos, donde el sentir en sí se siente fallar: extremidades de abstracción, o de complejidad, o de intensidad (potencias nucleares, electromagnéticas, informáticas) en las cuales uno no puede evitar atar el miedo de una devastación final de lo que hizo “el mundo” posible. Pero al mismo tiempo eso significa que el viviente hablante o la sensación presentándose a ella misma no involucra ninguna responsabilidad de sentido, sino que la sensación no tiene, como tal, que conocer.

Sin embargo, esta responsabilidad se manifiesta muy rápidamente muy cerca de la sensación: esa se juega en el “sentimiento”.

El sentimiento, esa palabra que en francés de antaño ha sido sinónimo de la “conciencia” y que aún hoy puede ser sinónimo del “juicio, la opinión”, mientras que el valor dominante de la “disposición afectiva” (feeling, Gefühl) es el efecto de la sensación como ella se siente y que, sintiéndose ella, se aprueba o se desaprueba. Forma el juicio de la sensación en autoestima: lo que me está remitido del otro o como otro, lo acepto y lo rechazo, eso me agrada o me desagrada, eso me complace o me da lástima. Todos los sentimientos, en el sentido afectivo del término, son variaciones sobre el tema fundamental del placer / dolor. El placer nace de una sensación que se acepta y quiere perseguirse, incluso renovarse e intensificarse, el dolor nace de una sensación que se expulsa y quiere rechazarse, incluso suprimirse.

No hay verdaderamente sensación privada de sentimiento: cada una se abre como un deseo de expansión o como un rechazo y un cierre. El sentimiento: cómo se siente la sensación. La planta se vuelve hacia el sol, el lobo recula del fuego. Me atrevo a decir: ¿la piedra se usa debajo del torrente, la lava se apresura en el volcán? Sí, pero la sensación de la piedra es sólo su hueco, el de la lava su empuje ardiente.

O para que la piedra crezca y para que la lava suba y brote, una receptividad debe haber sido dada: una penetrabilidad, una plasticidad, una ductilidad. Esto significa que sus materiales ya han sido afectados: ellas han sido constituidas en la afectabilidad. “Materia” significa tanto “impenetrable” como “afectable”. En otras palabras, tocable. 

El mundo como mundo (espacio de circulación de sentido, espacio de partición, comunicación, no de apilamiento y de yuxtaposición) está de entrada en la afectabilidad. Ella es en suma su matriz: uno puede decir que ex nihilo significa exactamente la afección de nihil. A un puro y simple nada encerrado en sí, cerrado, sucedido, si uno puede hablar de sucesión, ya que es el primer latido de tiempo, un ex cuyo nada se afecta: se destaca, se convierte de esta forma en “nada”, es decir “la cosa”, la misma cosa cuya propiedad es de estar en relación con otra cosa, de otras cosas, de un ser tocado (chocado, rozado, fracasado, absuelto, etc.). 

En el sentimiento tal que lo comprendemos (como afecto, emoción, amor) y, que por otra parte, no podemos negar a muchas formas de vida (quién dirá dónde empieza y  hablando de esto ¿comienza o siempre está en un estado latente ?) no es ninguna otra cosa sino el desarrollo de este sentimiento de sí mismo que hace el mundo : se abre y se recibe de su propia apertura como tantas pinceladas indefinidamente multiplicadas y transmitidas de cosas en cosas, de presiones en tomas, de captores en reflectores, de acciones en reacciones. Pero en el sentimiento de viviente hablante se eleva el “sentido” que decimos “inteligible” y que es la presentación de la evaluación que opera el sentir. “Esto es bueno / malo, placentero / doloroso.”

Llevamos el sentimiento del mundo, lo expresamos, es decir que lo permitimos que se sienta de sí mismo, para experimentarse en la renovación infinita y proliferante de su impulso inicial. Todo el placer es el deseo de ir más allá en la proximidad de la apertura de ser, todo el dolor es un esfuerzo para frenar el cierre impuesto que me impide de sentir otra cosa sino un logro y una disminución de ser. Por lo tanto, entendemos que “ser” es sentir, ser sentido y sentirse sintiendo y sentido.

 

Por lo tanto, la sensibilidad sexual, o la “sensualidad” en general (complacencia en el placer por sí mismo) lleva en ella una dimensión privilegiada: dos cuerpos se placen a desatarse el uno por el otro de todas sus propiedades (orgánicas, operativas) diferentes que esa de la sensación y se descomponen en suma para componer el ritmo de un “sentir” puro, un goce no teniendo ninguno otro “sentido” sino él mismo, y que al mismo tiempo se comunica, sin avasallarse, con la posibilidad de transmitir la vida (de crear de nuevo un mundo) lo que aún es una manera de no acabar de una vez.

El sentido del mundo no es nada garantizado, ni perdido de antemano: se juega por completo en la remisión común que de alguna manera nos está propuesta. No es “sentido” en lo que tomaría referencias, axiomas o semiologías afuera del mundo. Se juega en lo que los existentes (los hablantes y los otros) hacen circular la posibilidad de una apertura, de una respiración, de una dirección que es propiamente el-ser mundo del mundo.

No hay lugar sino para la puesta en cuestión, en juego, en crisis. Ningún hombre y ninguna cultura humana lo ignora o lo ha ignorado: no se le da, siempre está a punto de nacer y de desvanecer.

No hay mundo diferente, ni más allá del mundo y tampoco “otro mundo”. Esto significa que no hay ninguna remisión definitiva para la red de las remisiones del mundo, y por lo tanto no hay Sentido (último) de sentido o de sentidos. 

No hay sentido de sentido: esta no es, a fin de cuentas, una proposición negativa. Es la afirmación misma de sentido; sensibilidad, sentimiento, significancia: la afirmación según la cual los existentes del mundo, al remitir los unos a los otros, abren sobre el juego inagotable de sus remisiones y sobre cualquier especie ondulada que se llamaría “sentido de la vida”, “sentido de la historia” o aún “saludo”, “felicidad”, “vida eterna”, justo sobre la inmortalidad que sería esa de las obras, las cuales son ellas mismas las formas y las maneras de la remisión. Sin embargo, la verdadera inmortalidad (o eternidad) que es nuestra y que es, precisamente, dada por el mundo como lugar de remisión mutua infinita.

Para todos estos accesos sensibles – sensoriales, sentimentales, sensatos – el cuerpo suscita el pensamiento, esta sensibilidad hacia el mundo como tal, a la existencia o al ser como tales que forma el acceso suplementario: aquello que abre todos los sentidos al infinito. Esto no quiere decir que todos conducen a un solo sentido que les subsumiría a todos. Su diversidad, esa de las sensorialidades entre ellas, pero también esa que diferencia lo sensorial, lo sentimental, lo sensual y lo sensato, se mantiene en el infinito y por lo tanto mantiene el infinito mismo abierto, inagotable, sobreexcedente. 

El pensamiento siempre pasa por el « arte » o exige el « arte »: la puesta en obra de una sensibilidad intensificada, llevada a una intensidad, a una amplitud o a una delineación que renueva lo sensible mismo (sensación, sentimiento, sensualidad), llevándolo deliberadamente, expresamente sobre el límite siempre retrocedido dónde ya no es posible medir el sentido a la fuerza de la comprensión (del concepto), pero donde es él quien nos mide desde un distanciamiento sin nombre en el cual nos aparece algo del mundo o de un nuevo mundo, tan nuevo como el mundo en el momento de su ex nihilo.

Así de inconmensurable es en lo que estamos expuestos: no sólo inconmensurable a nosotros y a cualquier otro ente, sino inconmensurable a sí mismo. Tal es la suerte y el goce del pensamiento: que es esencialmente relacionado al exceso en sí, al exceso absoluto que es aquello de lo que uno puede nombrar el “ser”, así como “el mundo” o “el sentido”. Exceso sobre todo lo que está dado, pero todavía exceso sobre sí mismo: exceso del don por arriba de lo dado. Don de esto: que había algunas cosas, las cosas, todos los entes, pero no “alguna cosa en lugar de la nada” porque precisamente la nada es lo que hay en el lugar mismo del don.

 

Cundo hubieron estado “los dioses y los hombres,” hubo entonces “Dios con nosotros” y, en adelante, hubo “nosotros entre nosotros” y, para repetirlo de nuevo, este “nosotros” se convierte en el pronombre de todos los entes, haciendo emerger en una nueva luz (incierta e inquietante) que «los hombres» son o hacen en el seno de esta coexistencia universal. Ninguna “secularización” en esta historia, sino las transformaciones del ser-mundo del mundo, que no es nada de dado una vez por todas, sino que repite y que relanza el ex nihilo, que es su partición.

Esta es también la razón por la cual nuestro mundo es el mundo de la literatura: lo que este término designa de una manera peligrosamente inadecuada, decorativa e inactiva, no es otra cosa sino la apertura de las voces del “con”. Porque el “con” es ante todo la partición de las voces. Ahí donde lo que llamamos “el mito” dio voz al origen, la literatura capta las innumerables voces de nuestra partición. Compartimos la retirada del origen y la literatura habla a partir de la interrupción del mito y de alguna manera en ella: es en esta interrupción que ella hace, que nosotros hacemos sentido. Este sentido es de la ficción: es decir, que él no es ni mítico, ni científico, sino se da en la creación, en la formación (fingo, fictum) de las formas ellas mismas móviles, plásticas, dúctiles según las cuales el “con” se configura de forma indefinida.

Lo que hay que decir así de la literatura es válido para todo lo que hace “arte”, es decir, para todas las formas irreductiblemente plurales (singulares/plurales) de modelar y de intercambiar sentido fuera de la significación (ya que incluso las artes del lenguaje y la ficción literaria no significan: llevan las significaciones en otro régimen, donde los signos remiten al infinito).

  

Notas

[1] El original en francés fue presentado en Modena, Italia, el 2009. Agradezco a Jean-Luc Nancy por mandarme este texto para su traducción.

[2] Nancy se refiere a la estatua que poseyera el sentido del olfato, usado como ejemplo la discusión que presenta Étienne Bonnot de Condillac en su Tratado de las sensaciones (1754) para probar que todas las ideas y todas las facultades proceden de una sola sensación.

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