Bestiarios medievales y otros dispositivos moralizantes

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Bestiarios medievales y otros dispositivos moralizantes

Resumen

En la literatura medieval se denomina “bestiario” a la colección de relatos, descripciones e imágenes de animales reales o fantástico; en tanto que, en el circo romano, al hombre que luchaba con las fieras. Con estas dos someras definiciones, el diccionario de la Real Academia Española ofrece una aproximación a estos fabulosos estudios moralizantes, propios de una etapa fundacional donde pensamiento, magia, política y religión no distinguían fronteras claras o, al menos, no en relación con la razón instrumental. Allí, nombrar es clasificar, legislar, someter, matar.

El presente artículo busca introducir una línea de continuidad entre el Adán bíblico, la función catequística de los bestiarios y el dispositivo inquisidor como aparato de represión a las mujeres del medioevo, una línea cronológico-simbólica rastreable hasta nuestros días.

Palabras clave: bestiarios, inquisición, caza de brujas, patriarcado, Edad Media, moral.

 

Abstract

In medieval literature it is called “bestiar” the collection of stories, descriptions and images of real or fantastic animals. In the Roman circus, the man who fought with the beasts. With these two brief definitions, the dictionary of the Royal Spanish Academy, offers an approach to these fabulous moralizing studies, typical of a foundational stage where thought, magic, politics and religion did not distinguish clear borders or at least no, in relation to the instrumental reason. There, to name is to classify, legislate, submit, kill.

The present article seeks to introduce a line of continuity between the Biblical Adam, the catechetical function of the bestiaries and the inquisitorial device as an apparatus of repression to the women of the Middle Ages, a chronological-symbolic line traceable to our days.

Keywords: bestiaries, inquisition, witches’ hunt, patriarchy, Middle Ages, moral.

 

Nombrar es dominar

 

Vosotras sois las verdaderas hienas, que nos
encantáis con la blancura de vuestras pieles y
cuando la locura nos ha puesto a vuestro alcance,
se abalanzan sobre nosotros. Vosotras sois las traidoras
a la Sabiduría, el impedimento de la Industria.

 

FRANCISCO DE GOYA, “SERIE EL AQUELARRE” (1823)

FRANCISCO DE GOYA, “SERIE EL AQUELARRE” (1823)

Los bestiarios medievales son producciones asombrosas por su contenido y su finalidad, son obras pseudocientíficas (si se nos permite la utilización forzada del término), imprecisas y moralizantes sobre animales existentes y fabulosos (ocasionalmente piedras minerales y plantas). Desde el prisma occidental moderno, el bestiario, escrito medieval, es una alegorización doctrinal y moralizante místico-cristiana de una serie de narraciones y descripciones, en especial referidas a contenidos de carácter zoológico, procedentes de la Antigüedad grecolatina. Las características, más o menos fabulosas de las diversas descripciones recogidas por los naturalistas, historiadores, viajeros y copistas de la Antigüedad, aparecen reflejadas entre sus páginas, revestidas con un ropaje alegórico con evidentes fines didácticos-morales o catequísticos.

MATEO PIZARRO, BESTIRARIO DE ANIMALES IMPROBABLES

MATEO PIZARRO, BESTIRARIO DE ANIMALES IMPROBABLES

El bestiario es un sistema de ideas que permite crear y conocer un mundo; un catálogo de seres riesgosamente similares al hombre que, al clasificarlos, eligen su propio lugar. Adán, primer nominador, es el “señor de las bestias” y compone una mitología de lo animado. El varón no sólo confiere nombre a los animales y a las cosas, sino que habla a través de ellos. Temores primitivos y desavenencias con la hembra participan en la fábula animal. La caída de Adán en el relato bíblico cinceló la cultura occidental, precipitó también a los brutos que como un pueblo maldito siguieran al amo; si en la primera institución de los seres, el principio activo fue el verbo de dios, en la segunda, y definitiva, actúa la palabra humana. Como toda construcción mítica, el bestiario implica una apropiación del mundo con fines pedagógicos, poniendo al servicio de un dios celoso, la más rica y aterradora zoología: leones y murciélagos; reptiles y moscas; hienas, leucrotas, hidras y cíclopes; cigüeñas, cerdos y pelícanos; dragones y esfinges; minotauros, gárgolas y leviatanes.

MATEO PIZARRO, BESTIRARIO DE ANIMALES IMPROBABLES

MATEO PIZARRO, BESTIRARIO DE ANIMALES IMPROBABLES

 

Orígenes y evolución

El Physiologus es un breve tratado que alude tanto a la obra como a su autor. Expone, tras una cita bíblica introductoria, una serie de caracterizaciones de animales, plantas y minerales (reales y/o fantásticos) con analogías respecto a la conducta humana. Se considera como el primer tratado en su género y fue escrito entre los siglos II y III de nuestra era, en Siria o Alejandría. Para algunos investigadores, la obra inicial constituyó un compendio zoológico realizado por un escritor pagano desconocido, al que se denominó fisiólogo (naturalista) y que carecía de valoraciones morales que fueron adicionadas de manera más o menos torpe por los padres de la iglesia y la escolástica temprana.

En su planteamiento inicial, el naturalista abrevó de las más diversas fabulas y crónicas que confluyeron en el ecosistema cultural alejandrino: corrientes griegas, egipcias, hebreas e hindúes que ingresaron a partir de la campaña de Alejandro Magno en la India. La literatura que se produjo a partir de allí se conoció como “maravillas zoológicas” hacia el 200 a.C. Este tipo de pseudociencia fantástica fue ensamblada a la interpretación mística de la naturaleza, que con fines catequísticos que los primeros cristianos utilizaron para dotar de andamiaje teórico, formó una religión del desierto, es decir, rudimentaria.

Este largo proceso de manipulación doctrinal, del fisiólogo y posteriormente de los bestiarios, dio lugar a otros procesos semióticos tales como las ilustraciones y grabados que sirvieron como soportes de la palabra escrita, que no circulaba libremente.

No fue necesario que la gente leyera un bestiario para conocer su contenido, existía una iconografía sumamente familiar que era transmitida gracias a las catedrales (entre otros monumentos), que conformaron una especie de escaparate de la cultura. En particular, los portales y tímpanos de éstas sirvieron para explicar a los creyentes las ideas teológicas; análogamente, los Estados modernos utilizaron un dispositivo similar para vulgarizar las ideas y tradiciones de sus gestas independentistas, por ejemplo, la disposición de plazas, calles y edificios públicos a lo largo y a lo ancho de nuestro país y del continente.

 

Gatos y brujas: Alegorías de la misoginia patriarcal

De cintura para abajo son centauros, aunque sean mujeres por arriba.
Hasta el talle gobiernan los dioses; hacia abajo, los demonios. Ahí está el
infierno, las tinieblas, el pozo sulfúreo, ardiendo, quemando; peste, podredumbre.

 

Los animales de los bestiarios fueron clasificados en telúricos, acuáticos, aéreos, ígneos y monstruos e híbridos. Cada uno de estos grupos posee características y significados propios. Sin embargo, es muy difícil que un animal represente un tipo simbólico puro; en ningún caso es posible comprobar la adecuación unívoca de una bestia a un arquetipo: las fronteras entre uno y otro reino son fluctuantes y eso es normal en el campo de lo simbólico.

EDWARD TOPSELL, “MANTÍCORA” (1607)

EDWARD TOPSELL, “MANTÍCORA” (1607)

Entre los animales más comunes en la iconografía medieval encontramos al gato, aunque con significados muy diversos según los contextos y épocas. Originalmente tuvo una valoración positiva, pero, desde la plena Edad Media, creció sobre él una consideración negativa, especialmente sobre los de pelaje negro, que culminó a finales de la baja Edad Media en su identificación con la brujería y el satanismo. Tal es así, que el Papa Inocencio VIII[1] ordenó mediante una bula, la quema de brujas junto a sus gatos. De aquella época data la siguiente descripción de los felinos domésticos:

“Es una bestia lasciva en su juventud, rápida, ágil y alegre, y salta en todo lo que está ante él; le distrae una paja, y con ella juega; pero con la edad se hace gordo y dormilón, y espera furtivamente a los ratones, a los que descubre más por el olfato que por la vista, y los caza y lleva a lugares recónditos, y cuando atrapa a un ratón, juega con él y lo come después de jugar. En época de amoríos, lucha para conseguir compañera, y uno araña y magulla al otro mordiendo y arañando. Hace un ruido espantoso cuando se pelea con otro; y no se hace daño cuando se le tira de lugares elevados. Y cuando es de pelaje claro, parece enorgullecerse de ello, y cuando se le quema el pelo, en casa se queda; y a menudo se le lleva a matar y a despellejar.”

JEAN BAPTISTE OUDRY, “BODEGÓN”

JEAN BAPTISTE OUDRY, “BODEGÓN”

Una línea simbólica y material, como si se tratara de un pasaje de El nombre de la rosa de Umberto Eco, evidencia una sólida relación entre los naturalistas, ciertos animales (reales o fantásticos) y el desprecio por la mujer a esas alturas. El Evangelio de las ruecas (1480), es una colección de cuentos medievales escritos, en el que se describen a las brujas como “sabias doctoras e innovadoras” que se reúnen durante la noche y hablan de enfermedades y remedios, recetas, ciclos celestes y cosechas. La contracara de la sabiduría popular que detentaron las mujeres campesinas del medioevo en las villas y poblados fue la misoginia que despertó en el universo masculino aristócrata, militar y clerical que legisló el entramado social y que sirvió de base para la modernidad temprana y para nuestros tiempos. La caza de brujas es, posiblemente, el dispositivo moralizante más extremo y a la vez olvidado por la historiografía dominante, pergeñado por la alianza que aun pervive entre patriarcado, iglesia y capitalismo:

“Las dimensiones de la masacre deberían, no obstante, haber levantado algunas sospechas: en menos de dos siglos cientos de miles de mujeres fueron quemadas, colgadas y torturadas. Debería haberse considerado significativo que la caza de brujas fuera contemporánea a la colonización y al exterminio de las poblaciones del Nuevo Mundo, los cercamientos ingleses, el comienzo de la trata de esclavos, la promulgación de «leyes sangrientas» contra los vagabundos y mendigos, y que alcanzara su punto culminante en el interregno entre el fin del feudalismo y el «despegue» capitalista”.[2]

No podemos menos que coincidir con Silvia Federici cuando lúcidamente dice en “Calibán y la bruja”[3] que:

“El hecho de que las víctimas, en Europa, hayan sido fundamentalmente mujeres campesinas da cuenta, tal vez, de la trasnochada indiferencia de los historiadores hacia este genocidio; una indiferencia que ronda la complicidad, ya que la eliminación de las brujas de las páginas de la historia ha contribuido a trivializar su eliminación física en la hoguera, sugiriendo que fue un fenómeno de significado menor, cuando no una cuestión de folclore […] al tiempo que deploraban el exterminio de las brujas, muchos han insistido en retratarlas como necias despreciables, que padecían alucinaciones. De esta manera su persecución podría explicarse como un proceso de terapia social”.[4]

GRABADO DEL SIGLO XIX DE UNA BRUJA QUEMADA EN LA HOGUERA

GRABADO DEL SIGLO XIX DE UNA BRUJA QUEMADA EN LA HOGUERA

A modo de conclusión, podemos sospechar con sólidos elementos que la caza de brujas profundizó las divisiones entre mujeres y hombres, instaló el miedo al poder de las mujeres y destruyó un universo de prácticas, creencias y sujetos sociales cuya existencia se supone incompatible con la disciplina del trabajo capitalista, redefiniendo así, los principales elementos de la reproducción social.

“La bruja ya no está […] pero sus miedos y las fuerzas contra las que luchó durante su vida siguen en pie. Podemos abrir nuestros diarios y leer las mismas acusaciones contra el ocio de los pobres […] Los expropiadores van al Tercer Mundo, destruyendo culturas […] saqueando los recursos de la tierra y la gente […] Si encendemos la radio, podemos escuchar el crujir de las llamas […] Pero la lucha continúa”.[5]

 

 

Bibliografía

  1. Federicci, Silvia, Calibán y la bruja, España, Traficante de sueños ediciones, 2010.
  2. García Arranz, “Texto clásico e imagen medieval. Una aproximación de la incidencia de la literatura antigua en el bestiario ilustrado” en Revista de Arte, No. 17, 1997, pp. 27-40.
  3. Guglielmi, Nilda, “La ciudad medieval” en Revista electrónica de fuentes y archivos. Centro de Estudios históricos, Año 2, No. 2, 2011, pp. 18-54.
  4. Muller, Anabella, “Los relatos de los viajes medievales: una apertura a los sentidos” en Lecturas contemporáneas de fuentes medievales, Centro de Estudios Históricos, Universidad Nacional de Mar de Plata, 2014.

 

Notas

[1] Inocencio VIII (1432-1492), nacido como Givanni Battista Cybo quien asumiera el papado de la iglesia católica en 1484. “Preocupado” por combatir a los infieles, organizó una nueva embestida de Cruzadas contra los turcos y promulgó una bula contra la brujería y organizó tribunales inquisidores con el cometido de erradicar a quienes la practicaran.
[2] Federicci, Calibán y la bruja, ed. cit., p. 222.
[3] Dice la autora que: “[…]sólo el movimiento feminista ha logrado que la caza de brujas emergiese de la clandestinidad a la que se la había confinado, gracias a la identificación de las feministas con las brujas, adoptadas pronto como símbolo de la revuelta femenina. Las feministas reconocieron rápidamente que cientos de miles de mujeres no podrían haber sido masacradas y sometidas a las torturas más crueles de no haber sido porque planteaban un desafío a la estructura de poder. También se dieron cuenta de que tal guerra contra las mujeres, que se sostuvo durante un periodo de al menos dos siglos, constituyó un punto decisivo en la historia de las mujeres en Europa. El «pecado original» fue el proceso de degradación social que sufrieron las mujeres con la llegada del capitalismo. Lo que la conforma, por lo tanto, como un fenómeno al que debemos regresar de forma reiterada si queremos comprender la misoginia que todavía caracteriza la práctica institucional y las relaciones entre hombres y mujeres”. Federicci, op. cit., p. 221.
[4] Ibídem, p. 219.
[5] ibid., p. 223.

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