Resumen
En la trilogía de El caballero de la noche se presenta a un héroe que debe actuar en contra de la ley, semejante a un dictador. Ésta es una muestra de la profunda crisis que atraviesa el Estado contemporáneo. A pesar de concentrar su esfuerzo en garantizar la seguridad de los ciudadanos, el Estado ha sido incapaz de solventar las amenazas que enfrenta. Por ello, de manera velada, los regímenes democráticos han recuperado algunos mecanismos emparentados con el estado de excepción. Y, aunque la exaltación de figuras dictatoriales significa grandes riesgos, también implica la posibilidad de pensar la política de forma distinta.
Palabras clave: democracia, soberanía, ley, estado de excepción, héroe, crisis.
Abstract
The Dark Knight’s trilogy shows a hero who must act against the law, like a dictator. This is a sign of the deep crisis facing by the contemporary state. Despite concentrating their efforts on ensuring the safety of citizens, the state has been unable to deal with the risks. For this reason, in a veiled manner, the democratic regimes have recovered some mechanisms related to the state of emergency. And, although the exaltation of dictatorial figures means a great menace, it also implies the possibility of thinking about politics in a different way.
Keywords: democracy, sovereignty, law, emergency, hero, crisis.
Clasificamos habitualmente a los Estados según la forma en que el poder supremo está distribuido: si pertenece a uno solo, es una monarquía; si pertenece a todos, una democracia, etc. Este poder supremo, ¿contra quién se ejerce? Contra el individuo y su libertad de individuo. El poder del Estado emplea la fuerza, el individuo no debe hacerlo. En manos del Estado la fuerza se llama Derecho, en manos del individuo recibirá el nombre de crimen. Crimen significa el empleo de la fuerza por el individuo; sólo por el crimen puede el individuo destruir el poder del Estado, cuando considera que está por encima del Estado y no el Estado por encima de él.
Max Stirner, El único y su propiedad
Tú no puedes vivir sin mí. ¿A qué no? Esto es lo que pasa cuando una fuerza irresistible choca con un objeto inamovible. Eres realmente incorruptible ¿verdad? no me vas a matar por tu absurda sensación de superioridad moral y yo no te voy a matar porque me divierto mucho contigo. Tú y yo… estamos condenados a seguir así de por vida.
Joker, El caballero de la noche
Cuando Asja Lacis se enteró que el tema de su trabajo de habilitación giraba en torno a Trauerspiel, le recriminó a Walter Benjamin su interés por lo que ella consideraba un «género muerto». No se dedicaba a los grandes representantes del barroco, como los escritores del siglo de oro español o Shakespeare, sino a obras que nunca se habían puesto en escena y que, en el mejor de los casos, sólo las conocían algunas pocas personas dedicadas a la literatura alemana.[1]
Lacis no alcanzaba a comprender el potencial crítico que veía Benjamin en estos relatos de apariencia modesta. A partir del desprecio y la desesperación, explícitos en este género, pretendía redefinir las categorías estéticas con las que se estudiaban las expresiones artísticas de su época.
Y, tal vez, lo más importante en ellos es que percibía la misma estructura que en las grandes obras; pero, por su carácter ínfimo, se revelaba de manera inmediata, como si se tratase del puro esqueleto.
En una condición similar se encuentra el cine de Hollywood. Su principal objetivo no es crear explicaciones grandilocuentes de la sociedad que lo produce; por el contrario, tiene la modesta misión de entretener a las masas. Por la sencillez de sus pretensiones, se distinguen de forma más evidente las ansiedades, los deseos y las preocupaciones de la sociedad a la que se dirige. A diferencia de otras formas de representación, los personajes que aparecen en pantalla, tanto héroes como villanos, evidencian de forma inmediata las aspiraciones y los temores característicos de su época.
En este sentido, Zygmunt Bauman advertía que nuestra época se distinguía por una condición paradójica: somos la sociedad que más empeño ha puesto en garantizar su seguridad y, sin embargo, en la que más arraigada está la sensación de pánico. A causa de esta contradicción, pareciera que con cada dispositivo de seguridad nuevo, los riesgos se multiplicaran exponencialmente. Al mismo tiempo que aumentan las amenazas, resulta más difícil identificarlas. Los temores, aunque son parte de la vida cotidiana, resultan cada vez más difusos. Esta situación ha producido la extraña sensación de vivir en un caos.[2]
Bajo esta nueva lógica imperante han sido redefinidas las figuras heroicas. Por ello, no es casualidad que el hilo conductor de la trilogía de Nolan, El caballero de la noche, sea el miedo y la pretensión de dominarlo. Aunque no es un elemento nuevo en el cine, se proyecta de una manera completamente novedosa. La raíz del miedo no es una entidad paranormal, sino la incapacidad de los cuerpos policiales de enfrentar los riesgos que supone una sociedad global. De cierta manera, se podría afirmar que los distintos villanos que se presentan —Rä’s al Ghül, Joker y Bane— adoptan ciertas formas de actuar semejantes al terrorismo, como, por ejemplo, el hecho de que consiga sus adeptos entre los outsiders, aquellos que han sido excluidos, ya sea por razones económicas o, incluso, psico-sociales.
El modo en el que se pretende solventar las amenazas de estos personajes anómicos es igualmente sintomático de nuestros tiempos. Se trata de la misma lógica que el gobierno norteamericano utilizó para justificar la guerra contra el terrorismo: la exaltación de la decisión soberana. Cuando Alfred le recuerda a Batman que él es el único capaz de tomar la decisión correcta, resuenan las palabras de George W. Bush cuando defendía las medidas excepcionales que adoptó su gobierno tras el ataque de al-Qaeda a las Torres Gemelas: “I’m the decider, and I decide what is best”.[3]
Sin duda, en este tipo de expresiones se puede encontrar cierto paralelo con la premisa fundamental de la teología política de Carl Schmitt: “El soberano es quien decide sobre el estado de excepción”.[4] La intención de Schmitt al formular esta afirmación es comprender la naturaleza de la soberanía estatal. De principio, se contrapone a dos posturas; por una parte, a quienes asumen que la soberanía radica en el pueblo y, por otra, a quienes sostienen que se encuentra en la Constitución. Sin importar si sostienen que la voluntad popular se expresa de manera inmediata o se concreta en el ámbito jurídico mediante una ley fundamental, en ambos casos, los acusa de ser excesivamente románticos, pues pierden de vista la práctica real de la soberanía; el modo en que ese poder supremo se materializa mediante una decisión concreta.
A juicio de Schmitt, no hay ninguna norma que pueda aplicarse en el caos. Por ello, la integridad del Derecho está constantemente en riesgo. En consecuencia, se requiere un elemento externo a las leyes que garantice una situación en la que puedan tener vigencia, pues son incapaces de hacerlo por sí mismas. Por definición, sería indispensable un elemento exterior al ámbito jurídico que garantizara su vigencia.
Esta demanda se debe, explica Schmitt, a la estructura propia del Derecho. Las normas están referidas a lo general, pero siempre existe la posibilidad de que surjan hechos singulares que no hayan sido contemplados por los legisladores. Al no poderse vincular con el caso singular de manera directa, la ley se vuelve inoperante. Schmitt advierte que esta condición no es un error en el diseño de la norma, sino una contradicción en su lógica interna. El Derecho se concibe a sí mismo como un more geometrico, pero trata de regular un mundo que no lo es; por el contrario, la realidad opera de manera caótica. Por ello, siempre existirán casos no contemplados en la ley, excepciones que excedan la norma.
En consecuencia, la única manera de solventar esta contradicción sería decidir sobre los casos singulares en el momento en que se presenten. Según Schmitt, en esa prerrogativa excepcional reside la soberanía, pues, a su parecer, de esta manera se revela el poder que se encuentra sobre todo lo demás, incluso sobre las leyes que lo limitan.
El caballero de la noche aparece en un contexto en el que la ley carece de sentido, pues las instituciones han sido infiltradas por el crimen organizado. La única forma en que podría superarse esta crisis, plantea Nolan, es mediante una figura que este por fuera de la ley, un dictador, tal como sucedía en la Antigua Roma. Así, Batman coincide con la paradoja del soberano.
“La paradoja de la soberanía se enuncia así: ‘El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico’. Si soberano es, en efecto, aquél a quien el ordenamienro jurídico reconoce el poder de proclamar el estado de excepción y de suspender, de este modo, la validez del oden jurídico mismo, entonces ‘cae , pues, fuera del orden jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de pertenecer a él, puesto que se tiene competencia para decidir si la Constitución puede ser suspendida in toto’… La precisión ‘al mismo tiempo’ no es trivial: el soberano, al tener el poder legal de suspender la validez de la ley, se sitúa legalmente fuera de ella. Y esto significa que la paradoja de la soberanía puede formularse también de esta forma: ‘La ley está fuera de sí misma’, o bien: ‘Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley’”.[5]
Esta paradoja hace evidente lo que Thomas Hobbes anunciaba en su Leviatán casi cinco siglos antes: es la autoridad y no la verdad la que hace la ley —auctoritas, non veritas, facit legem—.[6] Siguiendo este presupuesto, Weber sostiene que el Estado es el monopolio fáctico de la violencia. Dicho en otras palabras: el Estado soberano no se puede permitir que se ejerza una violencia fuera de sus canales institucionales, pues se atenta contra este monopolio.
Desde la perspectiva institucional, Batman permanece en un umbral de indefinición: es tan necesario para recuperar el estado de Derecho, como incompatible con su vigencia. El caos que reina en Ciudad Gótica ha puesto en tela de juicio sus leyes. Ante la parálisis jurídica de sus instituciones, se requiere de una fuerza externa para superar la crisis que enfrentan. Esto sería lo que Schmitt denominaría en su Teología Política como un «milagro», la posibilidad de construir un orden a partir de la nada.[7] Ya que en esas condiciones el Derecho carece de sentido, la necesidad justifica que se actúe fuera de él, para recuperar su vigencia. Batman es un héroe que debe actuar contrario a la ley para intentar restaurarla, pues no sólo dejó de ser vigente, también perdió su sentido.
El Derecho se funda y se conserva, afirma Benjamin, a partir de la violencia. En este sentido, la ley no condena la violencia en sí misma, a menos que sea ajena a sus fines. Para el Derecho, por tanto, no existe nada más pernicioso que la simpatía de la muchedumbre por una violencia distinta a él, pues pone en cuestión su legitimidad y, en consecuencia, su continuidad. Desde la perspectiva jurídica, quien se encuentra fuera del Derecho y recurre a la violencia debe concebirse, sin importar sus intenciones, como un «gran criminal».[8] Aquí es donde radica el carácter monstruoso de Batman. Las instituciones son incapaces de distinguir entre los héroes y los villanos; pero, dentro de la lógica excepcional, el héroe no puede operar de otra manera, pues confronta una ley que se ha convertido en un grillete para la justicia.
La situación que atraviesa Gótica se asemeja a la crisis que Agamben ha detectado en los regímenes occidentales. Weber aseguraba que la legitimidad en el mundo moderno devenía de la legalidad. En otras palabras, la legalidad sería suficiente para garantizar la legitimidad estatal. Sin embargo, Agamben sostiene lo contrario. La crisis de legitimidad que atraviesan las democracias representativas no se debe a la ausencia de la ley, sino a su exceso.
“Los poderes y las instituciones hoy no se encuentran deslegitimados porque han caído en la ilegalidad; más bien es cierto lo contrario: la ilegalidad está tan difundida y generalizada porque los poderes han perdido toda conciencia de su legitimidad. Por eso es inútil creer que puede afrontarse la crisis de nuestras sociedades a través de la acción —sin duda necesaria— del poder judicial. Una crisis que golpea la legitimidad no puede resolverse exclusivamente en el plano del derecho. La hipertrofia del derecho, que pretende legislar sobre todo, antes bien conlleva, por medio de un exceso de legitimidad formal, la pérdida de legitimidad sustancia”.[9]
Schmitt sostenía que la única manera de solventar esta crisis es mediante una violencia, integralmente anómica que, aunque se considera repugnante, es indispensable para reconstruir el orden. Bien lo enuncian durante una cena, las democracias recurren a los dictadores para protegerse de sí mismas. Por más contradictorio que parezca, el estado de excepción no fue creado por los tiranos, sino por los legisladores demócratas, conscientes de la fragilidad del sistema que estaban construyendo.
Esta condición supone, además de una contradicción jurídica, un problema ético y político. En apariencia, lo único que requiere Batman para arrogarse estas facultades dictatoriales es la voluntad de actuar. En el fondo, en esta relación entre la fuerza y la Ley, se encuentra el dilema enunciado por Pascal: “la justicia sin la fuerza es imposible y la fuerza sin la justicia es tiranía”. Por esa razón, se advierte que estas facultades extraordinarias no pueden recaer en cualquiera, sólo en aquel que, tal como los señala Schmitt, sea capaz de realizar el derecho justo mediante la decisión personal.[10]
Por ese motivo, antes de poder encarnar a Batman, era indispensable que Bruce Wayne pasara por un proceso de iniciación. Si el miedo es la fuente de todos los males, debe aprender a controlarlo; debe manipularlo a tal grado que se convierta en una herramienta. Dicho en el sentido más literal, la trilogía de Nolan nos muestra que tanto los héroes como los villanos utilizan el temor a voluntad para quebrar al oponente, revelando el vículo que subsiste entre el poder soberano y el uso del miedo.
A partir de esto, se podría pensar que los medios son neutros y que, supuestamente, la diferencia radica en los fines que se persiguen. Si son justos, bajo esta lógica, se asumiría de forma acrítica que los medios están justificados. Por ello, es igualmente importante dominar el miedo como comprender que la ética no puede reducirse a la Ley. En este sentido, de acuerdo a Schmitt, es que la política no podría subordinarse al juicio moral. Este juicio ético, paradójicamente, es aprendido durante la convivencia de Batman con los criminales. Con ellos se da cuenta que las leyes son una versión paródica de la justicia, que no siempre se rompe la ley a causa de la maldad. Durante su viaje iniciático logra trascenderse a sí mismo, se convierte en un ser excepcional, no por su fuerza sino por su actuar ético, capaz de decidir a partir del caso particular.
En este sentido, no se debe olvidar la cercanía que mantenía Schmitt con el pensamiento cristiano y sus valores, a tal grado que ve en la Iglesia un modelo a seguir. Por ello, en los personajes de Shakespeare alabaría su voluntad forjada a partir del sufrimiento, pues esta imagen pertenece, en cierta medida, con la ética cristiana. En esta vocación de sacrificio y sufrimiento recupera la figura del «katéchon». En la tradición patrística, el «katéchon» tenía la función de impedir el apocalipsis, de ser un freno del caos. En el ámbito político, la anarquía y la revolución corresponderían al caos inmanente del apocalipsis. Por tanto, la principal función del soberano debía impedir a cualquier costo su triunfo.[11]
En este sentido, los villanos de El caballero de la noche corresponden a estas amenazas inconmensurables. Por tanto, son cualitativamente distintos a los criminales comunes, en ellos ya no es posible reconocer ninguna forma de racionalidad. Sin embargo, aunque sean representados como un elemento completamente ajeno, son producto de su propio tiempo. Rä’s al Ghül, por ejemplo, personifica dos de los elementos contradictorios de la modernidad: la mutación de la violencia y el carácter distópico de la utopía.
La modernidad se ha concebido a sí misma como constructora de orden.[12] Sin embargo, su carácter destructivo es el otro lado de la moneda. En cada triunfo de la cultura, nos enseña Benjamin, coexiste una fuerte dosis de barbarie.[13] La lógica armamentista del siglo XX ejemplifica esta afirmación. Para garantizar el orden y la seguridad se crearon armas cada vez más devastadoras, a tal grado que se llegó al escenario de la destrucción mutua asegurada. En el mundo moderno la violencia no ha desaparecido, sino ha mutado de tal forma que es capaz de ocultarse.
En los inicios el combate era cuerpo a cuerpo, pero, para obtener una ventaja, se tomó algún objeto, como una piedra para causar más daños en el enemigo. Posiblemente, se decidió afilar la piedra para hacer más efectivo el ataque; así nació el cuchillo. Más tarde se pensó amarrarlo a una vara para mantener a distancia el contrincante y se creó la lanza. La flecha, esa vara con punta afilada, posibilitó poder atacar aún más lejos. Las distancias aumentaron a tal grado que ya no es necesario confrontar al otro. Con la distancia, obviamente, la presencia del enemigo se desvanece, pero se agudiza el conflicto que lo origina.[14]
La evolución tecnológica del armamento incrementa la capacidad de ataque , sin embargo, reduce la consciencia de la violencia que ello implica. Este proceso ha llegado a tal grado de sofisticación que es posible matar sin atentar directamente contra el cuerpo del otro, sino contra sus condiciones de vida. Esto ha sido posible porque la racionalidad occidental se ha concentrado en la lógica bélica. La tecnología ha permitido, como se muestra en la película, que la sustancia expedida por una flor o, incluso, la economía misma se utilice como un arma. El potencial destructivo de la racionalidad es tal que, como advierte Lucius Fox, la herramienta en manos de uno puede ser el arma de otro.
Pero, las contradicciones de la racionalidad de Occidente no se refieren, únicamente, a la cuestión técnica, no sólo se trata de los medios a los que recurre Rä’s al Ghül. Su sueño converge con el ideal moderno: construir una sociedad armónica, libre de impurezas. Se ve a sí mismo como un jardinero que debe separar las personas como si se tratase de plantas que vale la pena conservar y mala hierba.[15]
De acuerdo a Foucault, la principal misión del Estado moderno es administrar la vida, lo que no siempre implica protegerla. Por ello, tiene la facultad de decidir qué vidas merecen ser vividas. En esta prerrogativa, el poder de vida y muerte, se funda la soberanía.[16] Tal como se pudiera anticipar, se trata de una lógica excluyente. Al mismo tiempo que se define la normalidad, se señala a los anormales.
La contradicción que esto representa es doble. Por un lado, las tendencias anómicas de los villanos son producto de la propia lógica soberana. Por otro, es incapaz de contener sus productos. Mientras intenta instaurar un orden, simultáneamente, crea el caos, que, por definición, es incontrolable. No importa si se trata del fundamentalismo motivado por la obsesión del orden o la imposibilidad de desterrar el azar, las instituciones son incapaces de enfrentar estas amenazas, pues se encuentran atadas a un estrecho marco jurídico.
En su versión liberal, la ley tiene el objetivo de limitar la arbitrariedad del Estado soberano; pero, al estar referida a lo general, le resultan inasimilables los casos particulares. Además, por la ponderación de la técnica, los funcionarios han sido degradados a meros administradores.[17] En ese sentido, Schmitt concebirá a la democracia liberal como una clase discutidora que se concentra más en la discusión que en la toma de decisiones. Si bien esta forma de operar es apropiada cuando la situación es normal, en tiempos de crisis —señala— es inútil.
Por ello, Schmitt concebirá a la modernidad como una degeneración de la política. El Estado es neutro, no porque todos seamos iguales frente a él, sino porque se vuelve indiferente ante cualquier causa. Vistas así las cosas, el Estado sería una enorme maquinaria que, al carecer de fundamentos trascendentales, puede utilizarse para cualquier fin. De igual modo puede proteger las actividades de la mafia o permitir el ascenso del fascismo. A su juicio, sería la voluntad identificada con el soberano, la que garantizaría el correcto funcionamiento de las instituciones.
Sin embargo, la figura del dictador emerge como una salida de la crisis que implica grandes peligros. Siempre existe el riesgo de que no reconozca la verdadera situación política, es decir, que decida de forma errónea. Benjamin señaló la imposibilidad de emparentar nuevamente el derecho con la justicia mediante la decisión personal. De manera bastante irónica, mostró que el carácter excepcional del soberano es, en cierta forma, una ficción. Aunque se tratase del señor de las criaturas, señala, no dejaba de ser una criatura.[18]
Parte del vaciamiento de la política se debe a la pérdida de sentido de uno de los elementos en los que se insiste a lo largo de la trilogía: la teatralidad. La representación política no sólo implica delegar funciones en una persona, pues, en su origen, estaría emparentada íntimamente con las obras teatrales, implicando la ficción de estar en lugar de algo. Parte de esta banalización se debe a que se niega la importancia de lo simbólico en el ámbito político.
De acuerdo con la interpretación de Schmitt, el cuerpo físico del soberano representa el cuerpo político del Estado; literalmente, se encarna en él. El justiciero se distingue del vigilante, no sólo por sus motivaciones, también por la construcción de un carácter simbólico. Sólo así, es posible insinuar la idea de sucesión, es decir, que existe la posibilidad de que lo político trascienda la existencia física. Tal como se advierte, ante la ausencia de Bruce Wayne, el símbolo podría ser encarnado por otro.
Éste no es un hecho menor. La posibilidad de deponer a quien ha sido investido de poderes dictatoriales, aunque sea imposible, es la única garantía para evitar que la dictadura devenga en tiranía. Al advertir que quien encarna al dictador muere como héroe o vive lo suficiente para convertirse en villano, muestra la condición limitada y temporal que supondría el estado de excepción.
Sin embargo, es necesario recordar que durante el siglo XX, los totalitarismos modernos implementaron, a través del «estado de excepción»,[19] una «guerra civil legal» que permitió la eliminación física no sólo de los adversarios políticos, también de categorías enteras de ciudadanos que, por alguna razón, eran inasimilable para el régimen. La dislocación de una medida provisoria —que se vuelve una técnica de gobierno— ha modificado la estructura y el sentido de las formas jurídico-políticas, produciendo un umbral de indefinición entre la democracia y el totalitarismo. Así, el estado de excepción tiende a presentarse como el paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea.
“Desde entonces, la creación voluntaria de un estado de emergencia permanente (aunque eventualmente no declarado en sentido técnico) devino una de las prácticas esenciales de los Estados contemporáneos, aun de aquellos así llamados democráticos”.[20]
En esos discursos en los que se exalta la fuerza como el elemento esencial del combate a la delincuencia debe evocarnos la crisis que atraviesa el Derecho y el Estado contemporáneo. Pues la creación voluntaria de un estado de emergencia permanente se ha convertido en una de las prácticas esenciales del Estado democrático contemporáneo. En consecuencia, la diferenciación entre la democracia liberal y el totalitarismo, que en otros tiempos se asumía como radical, tiende a tornarse equívoca, pues las normas jurídicas que regulaban el proceder del Estado y garantizaban la vida y la integridad del individuo han pasado a un segundo plano, una vez que la seguridad se ha convertido en la principal fuente de legitimidad.
Esto se debe a la contigüidad entre el soberano y la policía. Normalmente suele pensarse que la policía está encargada de hacer cumplir el Derecho y, por tanto, su acción está sujeta a los fines del Derecho; pero, como demuestra Benjamin, en nombre de la seguridad se dota a los agentes del orden de amplias facultades, que rebasan los límites establecidos por la dogmática jurídica, en pos de la seguridad. Esta condición, permitió que el «estado de excepción» se convirtiera en una técnica de gobierno para gestionar el desorden.
Casi a la par de El caballero de la noche, en distintos ámbitos de la cultura popular han surgido otros personajes, identificados como justicieros, que ponen en cuestión la legitimidad de las instituciones contemporáneas. Esto suscita dos posibles interpretaciones, se exige repensar la justicia más allá de las instituciones jurídicas o se exalta una figura como el dictador. Aunque ambas tendencias son producto de la crisis política que atraviesa Occidente, cada una tendría consecuencias distintas. Así se presenta el dilema de la época, se piensa la política bajo nociones distintas o se refuerzan las figuras autoritarias.
Bibliografía
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- _______, Estado de excepción: Homo sacer, II, I, Buenos Aires, Adriana Herrera, 2003.
- _______, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-textos, 2010.
- Bauman, Zygmunt, La posmodernidad y sus descontentos, Madrid, Akal, 2010.
- _______, Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores, Barcelona, Paidós, 2007.
- _______, Modernidad y ambivalencia, Barcelona, Anthropos, 2005.
- Benjamin, Walter, Origen del Trauerspiel alemán, Buenos Aires, Gorla, 2012.
- _______, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1991.
- _______, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, México, Itaca, 2008.
- Buck-Morss, Susan, Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los pasajes, Madrid, La balsa de la Medusa, 1995.
- Foucault, Michel, Historia de la sexualidad. La voluntad de saber, México, Siglo XXI, 2012.
- Hobbes, Thomas, Leviatán o la Materia, Forma y Poder de una República, Eclesiástica y Civil, México, Fondo de Cultura Económica, 2001.
- La Torre, Massimo, “La teoría del derecho de la tortura”, Derechos y libertades: Revista del Instituto Bartolomé de las Casas, No. 17 (2007), pp. 71-87.
- Schmitt, Carl, “La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones” en Schmitt, Carl, El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 2014, pp. 111-127.
- _______, Teología política, Madrid, Trotta, 2009.
- Sofsky, Wolfgang, Tratado sobre la violencia, Madrid, Abada Editores, 2006.
Notas
- Este artículo fue realizado gracias al apoyo del Proyecto PAPIIT IN 402317 “Heteronomías de la justicia: nomadismo y hospitalidad en el lenguaje” cuya responsable es la Dra. Silvana Rabinovich.
[1] Cfr. Buck-Morss, Dialéctica de la mirada, ed. cit., p. 31.
[2] Cfr. Bauman, Miedo líquido, ed. cit., pp. 12-14.
[3] La Torre, La teoría del derecho de la tortura, ed. cit., p. 71.
[4] Schmitt, Teología política, ed. cit., p. 13.
[5] Agamben, Homo Sacer, ed. cit., p. 21.
[6] “La interpretación de las leyes de naturaleza no depende, en un Estado, de los libros de filosofía moral. La autoridad de los escritores, sin la autoridad del Estado, no convierte sus opiniones en ley, por muy veraces que sean. Lo que vengo escribiendo en este tratado respecto a las virtudes morales y a su necesidad para procurar y mantener la paz, aunque sea verdad evidente, no es ley, por eso, en el momento actual, sino porque en todos los Estados del mundo es parte de la ley civil, ya que aunque sea naturaleza razonable, sólo es ley por el poder soberano. De otro modo sería un grave error llamar a las leyes de naturaleza leyes no escritas; acerca de esto vemos muchos volúmenes publicados, llenos de contradicciones entre unos y otros, y aun en un mismo libro”. Hobbes, Leviatán o la Materia, Forma y Poder de una República, Eclesiástica y Civil, ed. cit., pp. 226-227.
[7] “El estado de excepción tiene en la jurisprudencia análoga significación que el milagro en la teología. Solo teniendo conciencia de esa analogía se llega a conocer la evolución de las ideas filosófico-políticas en los últimos siglos. Porque la idea del moderno Estado de derecho se afirmó a la par que el deísmo, con una teología y una metafísica que destierran del mundo el milagro y no admiten la violación con carácter excepcional de las leyes naturales Implícita en el concepto del milagro y producido por intervención directa, como tampoco admiten la intervención directa del soberano en el orden jurídico vigente”. Schmitt, Teología política, p. 37.
[8] “Esta presunción encuentra una expresión más drástica en el ejemplo concreto del «gran» criminal que, por más repugnantes que hayan sido sus fines, suscita la secreta admiración del pueblo. No por sus actos, sino sólo por la voluntad de violencia que éstos representan. En este caso irrumpe, amenazadora, esa misma violencia que el derecho actual intenta sustraer del comportamiento del individuo en todos los ámbitos, y que todavía provoca una simpatía subyacente de la multitud en contra del derecho”. Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, ed. cit., p. 27.
[9] Agamben, El misterio del mal, ed. cit., pp. 12-13.
[10] Cfr. Schmitt, Teología política, p. 37.
[11] Cfr. Ibid., pp. 13-14.
[12] La modernidad es, ante todo, la búsqueda y la construcción de la belleza —la transmisión del placer de la armonía y la forma—, la pureza— la expulsión de todo tipo de suciedad de tal forma que resulte incompatible con el ideal de «civilización»— y el orden —la intención de eliminar cualquier duda a través de la repetición, que se vuelve una obligación una vez que la regla ha sido instaurada—. La noción de pureza es impensable sin una idea de «orden» que le anteceda, es decir, sin la designación de un lugar adecuado para cada cosa; no es la cualidad intrínseca del objeto lo que le convierte en «suciedad», sino su ubicación dentro del orden de las cosas previamente concebido. Cfr. Bauman, La posmodernidad y sus descontentos, ed. cit., pp. 8-9.
[13] “Porque todos los bienes culturales que abarca su mirada, sin excepción, tienen para él una procedencia en la que no puede pensar sin horror. Todos deben su existencia no sólo a la fatiga de los grandes genios que los crearon, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie. Y así como éste no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de la transmisión a través del cual los unos lo heredan de los otros”. Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, ed. cit., p. 42.
[14] Cfr. Sofsky, Tratado sobre la violencia, ed. cit., pp. 25-27.
[15] “El único impulso de los científicos mencionados era la comprensión adecuada e indiscutida del papel y misión de la ciencia —y por el sentimiento de deber con la visión de una sociedad buena, una sociedad sana, una sociedad ordenada. En particular, los guiaba la convicción típicamente moderna y difícilmente idiosincrásica de que el camino a esa sociedad desarrollada a través de la domesticación de las fuerzas naturales inherentemente caóticas y mediante la ejecución sistemática, y despiadada de ser necesario, de un plan racional y concebido científicamente. Como se supo, la reconocida rebeldía y anarquismo de los judíos era una de las muchas malas hierbas que habitaban la parcela designada para el jardín cuidadosamente diseñado del futuro. Pero había otras malezas; los portadores de enfermedades congénitas, los inferiores mentalmente, los deformes de cuerpo. Y también había plantas que se convertían en mala hierba porque una razón superior quería que la tierra que ocupaban se transformara en el jardín de alguien más”. Bauman, Modernidad y ambivalencia, ed. cit., p. 54.
[16] Cfr. Foucault, Historia de la sexualidad, ed. cit., p. 125.
[17] Cfr. Schmitt, El concepto de lo político, ed. cit., p. 120.
[18] Cfr. Benjamin, Origen del Trauerspiel alemán, ed. cit., pp. 120-121.
[19] “Tómese el caso del Estado nazi. No bien Hitler toma el poder (o, como se debería decir acaso más exactamente, no bien el poder le es entregado), proclama el 28 de febrero el Decreto para la protección del pueblo y del Estado, que suspende los artículos de la Constitución de Weimar concernientes a las libertades personales. El decreto nunca fue revocado, de modo que todo el Tercer Reich puede ser considerado, desde el punto de vista jurídico, como un estado de excepción que duró doce años”. Agamben, Estado de excepción, ed. cit., p. 25.
[20] Cfr. Idem.
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