Resumen
Desde finales del siglo XX se ha señalado que se vive en una crisis global de la educación. Dicha crisis se caracteriza por la sustitución de la formación humana por el desarrollo de habilidades que sean aplicables en los procesos de producción económica. Partiendo de este diagnóstico, el presente artículo indaga sobre las posibles raíces que han generado la crisis de la educación en el presente. Se señala como origen de dicha situación, a la ideología ilustrada de la Modernidad, la muerte de Dios declarada por Nietzsche y el fin de la metafísica indicada por Heidegger.
Palabras clave: educación, racionalidad, idea del hombre, formación, tradición, producción económica.
Abstract
Since the last years of 20th century, we are involved in a global educational crisis. This crisis consists in the substitution of integral formation of human being for technical knowledge to increase the economical process in the world. This paper pretends to show the roots of this diagnosis about the critical situation of education and it proposes that the age of enlightenment, the death of God according to Nietzsche and the end of metaphysics according to Heidegger are the origin of such crisis.
Keywords: education, rationality, Idea of humanity, formation, tradition, economical process.
Un diagnóstico sobre la educación
Hacia 1985, en el marco del III Congreso Nacional de Filosofía de la Asociación Filosófica de México, el filósofo mexicano-catalán, Eduardo Nicol, ofreció una ponencia que llevó un título inquietante: Crisis de la educación y filosofía. En las palabras de dicha conferencia, Nicol dejó ver la condición crítica de la educación, la cual no se reduce sólo a deficiencias en los sistemas educativos, sino que mostró el estado crítico de lo humano en general. Cabría decir que, en gran medida, la situación alarmante de la educación es evidencia de la agonía de una forma de comprender lo humano y la cultura asociada a dicha comprensión. En relación con lo anterior, Nicol declaró:
“La educación está en crisis. La llamaremos paideia, porque éste es el nombre que dieron los griegos a la educación establecida como institución social: la primera que existió en nuestro mundo de occidente, la que suscitó la primera crítica y teoría filosófica de la educación. La presente crisis de la educación es un fenómeno mundial. Esa amplitud revela que la educación es uniforme: lo que está en crisis es lo mismo aquí, allá, acullá. Si la crisis presenta en todas partes similares rasgos, es porque la cultura de hoy es una cultura mundial, y sus fallas tienen que ser similares. […] Estamos aprisionados por el “todo es igual en todos lados”, y no hay evasiva posible: el mundo es uno, la paideia es una”.[1]
El mundo contemporáneo se caracterizó, según Nicol, por el abandono de la cultura y la asunción de un régimen forzoso que reduce la actividad humana a lo estrictamente necesario.[2] Es la uniformidad en el modo de ser, lo que atenta contra la posibilidad de expresiones diversas y, por lo mismo, es aquello que impide el auténtico desarrollo del ser humano. Por ende, un sistema mundial que va en contra de la pluralidad expresiva del hombre altera el sentido de la cultura y de la educación. La crisis, en suma, es la unilateralidad de la paideia y su reducción a mera instrucción que responda eficientemente a lo necesario.
Para Nicol, educar es darle forma al ser humano. El presupuesto básico de esta idea consiste en asumir que nacer dentro de la especie del humanus no es lo que hace de este ente un ser humano. Para Nicol, la humanidad es algo que se conforma: se trata de la posibilidad de alcanzar, a través del diálogo con los otros que permita el conocimiento teórico y el desarrollo ético y cultural, la concreción de una forma de ser que se exprese de diversas formas, sin por ello agotar el modo de ser expresivo. De este modo, la humanidad se alcanzaría en el momento en que un individuo, percatándose de su afinidad ontológica con los otros, se reconozca como expresión singular de lo común y como la realización plena de una idea del hombre en una determinada época. Considerando esto, al reconocer que la educación está en crisis, implícitamente se admite que se ha renunciado a formar al hombre y se ha condenado a que lo humano no se realice en las generaciones actuales y las venideras.
El diagnóstico de Nicol conlleva la asunción de una idea problemática: que el tránsito que se ha dado de una época anterior hacia el presente ha sido en perjuicio de lo alcanzado en el pasado. En la comparación entre el momento presente y épocas anteriores, el primero resulta devaluado respecto del segundo, pues el desenvolvimiento de los tiempos que corren es, a ojos de Nicol, la debacle de una cultura e idea de lo humano que ha sido, paulatinamente, desplazada por el interés económico y la producción tecnocrática. Ante tal situación, podría afirmarse que lo que Nicol reconoció como la crisis del humanismo se corresponde con el mundo que ha presenciado la muerte de Dios proclamada por Nietzsche y, por tanto, con una época donde los grandes discursos que otrora dieron sentido a la humanidad han dejado de tener vigencia.
En un contexto de esta naturaleza, la educación pudiera ser el último bastión que resguardase y aun formase a los humanos con la esperanza de que los saberes de antaño logren realizar una idea del hombre para el porvenir. Sin embargo, la dinámica del mundo presente ha influido decisivamente en el sentido de la educación, por lo cual ésta ya no tiene la fuerza para mantener y transmitir la sapiencia del pasado. Por el contrario, se exige que la educación instruya para hacer frente al mundo actual, renunciando a la formación en pos de alcanzar la efectividad, la producción y la competitividad.
Es innegable que la educación del mundo contemporáneo no parece responder a una idea del hombre en los términos que Nicol propuso. Se puede observar que, en lo general, los múltiples sistemas educativos que se encuentran en operación en diversos puntos del mundo responden a objetivos, dinámicas y contextos muy distintos, por lo que resulta complejo —por no decir imposible— considerar que la educación busque una idea de lo humano. También se alcanza a reconocer que, si bien la educación contemporánea no parece conformar un ideal de lo humano, sin embargo, tiende a la estandarización a través de criterios predominantemente económicos (como los criterios de evaluación internacional llevados a cabo por la OCDE). De manera que, en cierto sentido, Nicol tuvo razón al reconocer que la educación, a nivel global, no persigue alcanzar una formación de lo humano, sino que pretende instruir a los individuos para desarrollar las aptitudes necesarias que mantengan vigente el sistema económico global.
A partir del diagnóstico nicoliano y la evidencia del modo en que procede la educación del presente, salta a la vista la necesidad de rastrear el origen de la situación educativa contemporánea. Se puede apreciar que el fenómeno educativo de la actualidad ha pasado por múltiples facetas que han ido configurando su compleja presencia. Sin embargo, los procesos educativos del presente son la derivación de la sistematización de la formación promovida desde la modernidad. Por consiguiente, es factible suponer que al observar las nociones que constituyeron la creación de los sistemas educativos en la Modernidad puede comenzar a mostrarse el origen de los procesos educativos del presente.
Las ilusiones educativas de la Modernidad ilustrada
Desde el siglo XVII, con la aparición del Discurso del método de Descartes, se hizo explícito que una aspiración humana era la de liberarse del dominio de la naturaleza. Además, mediante la filosofía cartesiana se tuvo una nueva forma de alcanzar el conocimiento y la verdad sin la necesidad de depender de la revelación divina. En este sentido, podría decirse que fue con Descartes cuando la muerte de Dios inició: su presencia en las acciones humanas comenzó a menguar paulatinamente. Es claro que el autor de las Meditaciones Metafísicas no fue consciente de semejante acción. Pero las declaraciones expresadas por Descartes en torno a la necesidad por buscar el conocimiento certero revelan la opresión espiritual que se imponía por medio de las doctrinas eclesiásticas y las eruditas opiniones de los escolásticos. Descartes reconoció que en el conocimiento forjado en el seno de la escolástica no hay una auténtica libertad del pensamiento, pues los saberes de los doctos no escapan a la duda, a pesar de hallarse sustentados por la razón y la fe.
El francés narró, al inicio de su Discurso del método una suerte de biografía intelectual donde se resalta la opresión que su espíritu siente ante el imperio de los doctos y la urgencia por liberarse de ellos. Declaró Descartes:
“Por ello, tan pronto mi edad me permitió salir del dominio de mis preceptores, abandoné completamente el estudio de las letras, y resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo, o bien en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos, en tratar gente de diversos humores y condiciones, en recoger varias experiencias, en ponerme a mí mismo a prueba en los casos que la fortuna me deparaba y en hacer siempre tales reflexiones sobre las cosas que se me presentaban que pudiera sacar algún provecho de ellas. […] Mas después de haber empleado algunos años estudiando en el libro del mundo y tratando de adquirir alguna experiencia, tomé un día la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi espíritu en la elección del camino que debía seguir”. [3]
La resolución que asumió Descartes es la que le permitió alcanzar, por sí mismo, el conocimiento de lo indubitable, al tiempo que da testimonio de la independencia de la razón frente a los dogmas de la fe y la fuerza de las opiniones. Lo anterior es, a la vez, el testimonio de que la racionalidad se erige como la facultad capaz de liberar al ser humano de las confusiones, en pos de mirar con claridad y distinción el conocimiento radicalmente cierto: el hecho indudable de que existe una cosa que piensa (res cogitans). Y, en efecto, Descartes alcanzará la certeza yendo a su interior, mediante el metódico cuestionamiento de sus saberes previos. Allí, en la intimidad de su pensamiento, este mismo se sabrá radicalmente in-dependiente, a costa de quedar totalmente solo consigo mismo y tener que enfrentar el enorme problema de recuperar aquello otro que es en lo que piensa, pero cuya existencia ya no es incuestionable.
Como se puede apreciar, con Descartes, la subjetividad ha comenzado a liberarse de Dios. La filosofía dejó, con ello, de ser ancilla Theologicae o sierva del conocimiento divino revelado por las Escrituras. Por el contrario, la subjetividad comenzará a reconocer a Dios como un elemento teórico explicativo del mundo, no como la fuente ontológica originaria. Dicho de otro modo, la liberación que ha alcanzado la subjetividad permite comprender la presencia divina como un elemento que permite explicar racionalmente la presencia del mundo. Dios, en este sentido, deja de ser solamente el Ens creator cuya naturaleza es imposible de conceptualizar por la razón. En cambio, la divinidad inicia el camino hacia la secularización y, con ello, a la pausada agonía a la que la condenaron sus criaturas.
Con el despunte de la razón como facultad liberada adquiere relevancia fundamental el conocimiento. Éste ya no se agota en la razón divina ni, menos aún, se reduce a la revelación cristiana. El conocimiento será considerado el producto de la racionalidad metódica, ya sea mediante la organización y comprensión de la experiencia (empirismo), o mediante la deducción lógica de las categorías que, a su vez, coincidan con las leyes mecánicas de la naturaleza (racionalismo). La razón autónoma se convierte, entonces, en la base sobre la cual descansa la actividad humana que hace posible el conocimiento verdadero sobre el mundo: la ciencia.
El desarrollo del conocimiento científico, así como los nuevos sistemas filosóficos hicieron patente la necesidad de pensar un nuevo tipo de formación. Los filósofos y científicos constataban que la educación del ser humano debía adecuarse a los nuevos descubrimientos de la razón y que habría que fomentar el uso de la facultad racional como el medio óptimo para alcanzar la verdad y la vida virtuosa. En suma, el despertar de la racionalidad había propiciado la idea de que la condición humana alcanza su perfección, precisamente, en el cultivo de la racionalidad, mediante los saberes nuevos que las ciencias y la filosofía reconocían. Con esta idea de fondo, prácticamente todos los filósofos modernos apostaron por una cierta idea de la educación implícita en sus sistemas teóricos y consideraron que los saberes adquiridos hasta el momento serían los adecuados para emancipar al hombre del antiguo régimen. Sobre este punto, J.-M. Besse señaló lo siguiente: “El espíritu […] de los filósofos de las Luces, combinado con los éxitos de la ciencia, la secularización del pensamiento permite la emergencia de necesidades modernizadas en que la educación constituirá algo primordial”.[4]
Indudablemente, el advenimiento de la Ilustración provino de aquella liberación de la razón que Descartes inauguró. Pero, tras el decisivo acontecimiento de la Revolución Francesa y la publicación de la Enciclopedia, quedó asentado que los hombres habrían de liberarse de las tinieblas de la ignorancia en pos de llegar al ideal de humanidad bosquejado por los filósofos. Ese humano ideal se caracterizó por disponer del saber mediante el riguroso ejercicio de la razón. Esto le permitía, también, realizar un comportamiento digno, justo, sensato y prudente, a través del reconocimiento de los principios morales que hacen posible una conducta intachable, liberada de todo cuanto perjudique al individuo (el gobierno de las pasiones). Aquella aspiración a que la humanidad se realizara merced a la razón y la libertad sólo lograría afincarse mediante la educación. Acaso por ello, a partir de este periodo, la educación se consideró la piedra angular que haría posible la realización de la humanidad entre los hombres.[5] De aquí que tratados como el Emilio de Rousseau fuesen cruciales para la creación de nuevas formas de pensar la formación humana.
Partícipe de este mismo espíritu de la época, Kant publicó un tratado breve en el que postuló sus ideas acerca de la formación de los niños y jóvenes. Dicho texto, titulado Pedagogía, ofrece guías prácticas con las cuales se puede conducir al niño hasta su edad adulta, cultivando el aprecio por la razón y la dignidad humana.[6] Para Kant no hay duda de que la humanidad sólo se alcanzará con el uso adecuado de la razón y esto, a su vez, sólo será posible mediante la correcta conducción educativa. El de Königsberg declara: “Es probable que la educación vaya mejorándose constantemente, y que cada generación dé un paso hacia la perfección de la humanidad; pues tras la educación está el gran secreto de la perfección de la naturaleza humana”.[7]
El maestro de Königsberg no tuvo dudas acerca de que la educación es el medio por el cual, la humanidad ha de realizarse. Pero el arribo a tal meta es algo que se conseguirá pausadamente, generación tras generación, atendiendo a un principio que la propia racionalidad establece. En efecto, Kant declara que la educación ha de articularse sobre un principio fundamental: “[…] no se debe educar los niños conforme al presente, sino conforme a un estado mejor, posible en lo futuro, de la especie humana; es decir, conforme a la idea de humanidad y de su completo destino”.[8] La formulación de este principio sintetiza la que, acaso, haya sido la mayor expectativa de la propia racionalidad: lograr la libertad mediante la educación, la cual ha de persistir hasta la realización del ideal de humanidad.
La muerte de Dios y el fin de la metafísica: raíces de la agonía educativa
Hacia 1872, Friedrich Nietzsche impartió un ciclo de conferencias en el que reflexionó sobre el sentido de la educación y su porvenir. En dicho texto, Nietzsche construyó una situación ficticia en la cual dialogan dos jóvenes con un filósofo y su aprendiz. La conversación que el autor de El nacimiento de la tragedia enunció una crítica al sistema educativo vigente durante la segunda mitad del siglo XIX en Alemania, pero presente de manera semejante en otras latitudes de Occidente. En la primera de las conferencias, Nietzsche en boca de uno de sus personajes pensó las siguientes palabras:
“Éramos conscientes de no haber pensado en la llamada profesión, gracias a nuestra sociedad. La explotación casi sistemática de esos años por parte del Estado, que quiere formar lo antes posible a empleados útiles, y asegurarse de su docilidad incondicional, con exámenes sobremanera duros, todo esto había permanecido alejado mil millas de nuestra formación. Y el hecho de que ninguno de los dos supiéramos todavía con precisión lo que seríamos y de que ni siquiera nos preocupáramos lo más mínimo de ese problema demostraba lo poco que habíamos estado determinados por instinto utilitario alguno, por intención alguna de obtener rápidos avances y de recorrer una veloz carrera”.[9]
Los términos de Nietzsche son la voz que denunció los fracasos de las aspiraciones ilustradas. En efecto, aquella confianza en que la racionalidad alcanzaría el ideal de humanidad mediante la educación comenzaba a mostrar sus propias limitaciones. El cultivo de la racionalidad científica, cuyo propósito fue alcanzar la independencia de lo humano respecto de la naturaleza y lo divino, se fue orientando hacia la procuración y el desarrollo del progreso técnico. Por ello, desde el siglo XIX —concretamente con la Revolución Industrial—, la apuesta por el mejoramiento de los procesos industriales para que la humanidad se mantuviese mediante su propia producción ocupó el centro de atención del ejercicio educativo. Esto supuso un giro decisivo respecto del ideal ilustrado: si había que alcanzar la libertad mediante el cultivo de la razón, ésta debía proporcionarle al ser humano los conocimientos indispensables para transformar la naturaleza en beneficio de sí mismo.
Dado el panorama anteriormente descrito, resulta claro que el sentido de la educación, motivado aún por la aspiración de que la humanidad alcanzase su realización, optara por ensalzar las áreas del conocimiento cuya aplicación sirviese para transformar la naturaleza en beneficio del ser humano. Cada conquista del conocimiento que lograra aplicarse, es decir, que mostrara su utilidad en pos del progreso sería mucho más apreciada que los saberes de antaño. De aquí emana la división entre las ciencias naturales (llamadas positivas por Comte) y ciencias de espíritu. Las primeras serían asumidas como los brazos del progreso con la vista puesta hacia el futuro. Las segundas, las cuidadoras del ánimo humano a través de la mirada en el pasado. Dado que en el siglo XIX se buscaba alcanzar el ideal de bienestar, fue preponderante el interés por las ciencias naturales.
El desarrollo técnico que garantiza el progreso exige, como se ha indicado, que el conocimiento sea útil. Esta exigencia ha sido el criterio que se erigió como parámetro de sentido en la formación de las sociedades. Por esto, aquella ilusión ilustrada de alcanzar la perfecta humanidad —por consiguiente, la libertad plena— devino una trampa para el propio género humano. En efecto, buscando la radical independencia, el hombre quedó atrapado en sus propias ambiciones, sometido a mantener un sistema que, aparentemente, le hiciese autónomo. He aquí el resultado del sueño ilustrado: buscando la realización del ideal humano, los individuos de carne y hueso quedaron sometidos en un sistema que parece hacer del homo sapiens un ser liberado de la naturaleza y lo divino, pero que los somete sistemáticamente a mecanismos de producción.
Lo anterior permite comprender el carácter intempestivo [Unzetigemäß] del pensamiento nietzscheano. Aquellas palabras que colocó en boca de los jóvenes que aparecen en sus Conferencias… describen la profunda turbación causada por la imposición educativa que se cierne sobre los individuos. Y ante tal ideología, Nietzsche ensalzó la rebelión de una juventud que busca afirmarse en el presente de la existencia, por encima de los intereses que persigue el sistema educativo. Declara el joven Nietzsche:
“Ya he dicho una vez que semejante goce del instante, sin objetivo alguno, semejante balance en la mecedora del instante debe parecer casi increíble —y, en cualquier caso, censurable— en nuestra época, hostil a todo lo que es inútil. ¡Qué inútiles éramos! Cada uno de nosotros habría podido disputar al otro el honor de ser el más inútil. No queríamos significar nada, representar nada, tender hacia nada, carecer de porvenir, lo único que queríamos era no ser útiles para nada, cómodamente tendidos en el umbral del presente”.[10]
La reflexión nietzscheana en torno a la educación de su tiempo se corresponde con su demoledora crítica al espíritu de su momento histórico. En efecto, el filósofo afirmó que su época se caracterizó por una excesiva confianza en los saberes técnicos y científicos, así como en la idea del sentido histórico que parecería justificar el progreso técnico. No obstante, para el alemán, ello representó un atentado contra la cultura y, sobre todo, contra la singularidad expresiva de los humanos. Nietzsche, rememorando y sintetizando su crítica a la cultura de su tiempo expuesta en su Segunda Intempestiva, lo siguiente:
“La Segunda intempestiva (1874) descubre lo que hay de peligroso, de corrosivo y envenenador de la vida, en nuestro modo de hacer ciencia: —la vida, enferma de este engranaje y este mecanismo deshumanizados, enferma de la «impersonalidad» del trabajador, de la falsa economía de la «división del trabajo». Se pierde la finalidad, esto es, la cultura: — el medio, el cultivo moderno de la ciencia, barbariza… En este tratado el «sentido histórico», del cual se halla orgulloso este siglo, fue reconocido por vez primera como enfermedad, como signo típico de decadencia”.[11]
Todos los elementos que Nietzsche detectó como decadentes son los síntomas del acontecimiento fundamental: la muerte de Dios. En la Gaya Ciencia, Nietzsche configuró el pasaje donde denunció lo que la humanidad, ataviada por el brillo de la Ilustración, ha realizado: creer que todo sentido de la existencia se halla en un plano trascendente, allende la vida.[12] La muerte de Dios implicó que ya no hay un único sentido en el devenir de la existencia humana y, consecuentemente, tampoco puede afirmarse que hubiere una finalidad última a la cual arribar, tras años de perfeccionamiento. Que Dios haya muerto hace que los grandes ideales, los referentes de sentido y los valores morales (e, incluso, los políticos) que se asumían eternos e inamovibles, se hayan acaecido. No hay, por consiguiente, ningún fundamento último independiente del plano cotidiano que dé soporte y orientación a la existencia del ser humano. Tampoco hay una idea de humanidad única que atraiga hacia su realización a los individuos concretos. Asimismo, tampoco puede hablarse de valores universales perennes. Por consiguiente, tanto el sentido de la historia, como el fundamento de las religiones, a saber, la existencia de lo trascendente, se desvanecen. Del mismo modo, la referencia a lo real que asumen diversas expresiones del pensamiento humano y, preponderantemente, la ciencia, comenzó a mirar su imposibilidad. Nietzsche anunció, en suma, el alba del mundo tras el sueño ilustrado y la total ausencia de fundamento, sentido o meta última de la existencia.
Y, sin embargo, hay mundo. Hay presencia de los otros. Hay vida cotidiana que se despliega. Nietzsche no negó esto, ni cuestionó su presencia. Lo que se ha señalado es que, aquello que se asume detrás de la cotidianidad, como fundamento suyo, no existe. ¿Qué queda, entonces? Para Nietzsche, la vida misma: el sentido que se manifiesta en el querer seguir viviendo. El sentido creativo del hombre concreto, el de carne y hueso, que día con día puede reinventar su propia existencia. Pero, para llegar a asumir esa libertad, esa potestad de la voluntad, es menester renunciar a las ideologías que, presuntamente, dan sentido a la vida de uno mismo. Ha de romperse con los valores eternos, señala Nietzsche, si es que quiere asumirse la vida. Por tanto, debe afirmarse la fuerza creativa del individuo y su radical capacidad de fraguarse destinos por sí mismo, mas no por obra de ideologías impuestas. Así, la falta de un único fundamento abre la puerta a la posibilidad sin fin de la creatividad, del ascenso del individuo y de la renuncia hacia la inalcanzable perfección.
La poderosa crítica que Nietzsche generó hacia el ideal ilustrado y las tendencias dominantes de la tecnocracia se vio secundada por el pensamiento de Martin Heidegger. Este filósofo declaró la urgencia de abandonar la metafísica, pues ésta habría llegado a su final.[13] Para el autor de Ser y tiempo, la metafísica no es, sencillamente, una “rama” o un “área” de la filosofía, sino la filosofía misma. Pero, además de ello, la otrora “ciencia primera” constituye un modo del pensar. Heidegger enseña que el pensamiento metafísico es el que ha configurado la manera de comprender, clasificar e, incluso, dominar al mundo. Y dicho pensamiento se caracteriza por fundamentar el conjunto entitativo y determinarlo mediante conceptos que, a su vez, se asumen como inamovibles. Afirma el filósofo: “Lo distintivo del pensar metafísico —que busca el fundamento del ente— es que, partiendo de lo presente, lo representa en su presencialidad y lo muestra, desde su fundamento, como fundado.”[14]
Asumir que la metafísica ha llegado a su final no implica que se haya alcanzado una especie de meta última ni que se haya terminado, por cumplimiento, su labor. El final de la metafísica quiere decir, según Heidegger, “[…] el lugar [Ort] en el que se reúne la totalidad de su historia en su posibilidad límite.” En este sentido, el pensar metafísico ha llegado a sus límites trayendo consigo todas las expresiones que, a lo largo de su desarrollo, se fueron generando. Pero, además, al declarar que la metafísica ha llegado a su límite, también se admite que el pensar que busca fundamentar todo, también ha finalizado. Indicar esto quiere decir que todo pensamiento que procura definir conceptos, establecer categorías y determinar las prácticas a través de dicha determinación, ha alcanzado sus límites propios. Esto evidencia que no se alcanza por vía del pensamiento metafísico el estado de perenne satisfacción y realización con el que soñó la Ilustración.
De acuerdo con Heidegger, el auge de la ciencia (y cabría pensar que también el de la tecnociencia en el presente) es otro síntoma del fin de la metafísica. No obstante, este acabamiento no se debe a que las ciencias hayan sustituido a la metafísica, sino a que son la emancipación del quehacer metafísico y, en esa medida, siguen procediendo mediante una lógica determinista, es decir, continúan operando con el pensamiento metafísico. Por esto Heidegger afirmó que: “La formación de las ciencias significa, al mismo tiempo, su emancipación de la Filosofía y el establecimiento de su autosuficiencia. […] Parece la pura y simple desintegración de la Filosofía, cuando es, en realidad, justamente su acabamiento. […] La Filosofía finaliza en la época actual, y ha encontrado su lugar en la cientificidad de la humanidad que opera en sociedad”.[15]
Por lo anterior, Heidegger consideró que el auge de las ciencias naturales y sociales, lejos de representar la superación de la metafísica, constituye su confirmación y reiteración. Por ello, difícilmente podría decirse que, merced a los saberes científicos, se alcanzará la cabal comprensión de lo real. Lo que hay es continua determinación —mediante las categorías que la humanidad inventa— de lo óntico. Mientras persista el pensar metafísico no habrá descubrimientos, sino encubrimientos constantes. Por ello es menester abrir otros caminos del pensar. Senderos que, además, asuman la posibilidad de habitar sin fundamentos ni presupuestos. Trazos del pensar que se abismen en el acontecimiento de lo que hay, sin la pretensión de dominarlo.
Heidegger fue muy perspicaz al observar que, pese a que el pensamiento metafísico ha llegado a su fin, sus formas emancipadas, esto es, las ciencias, persisten en un irrefrenable ejercicio fundante. Esto quiere decir que las ciencias continúan realizando la labor al determinar cómo son los entes, desde las partículas subatómicas hasta las galaxias más lejanas a la Tierra, pasando por los organismos vivos, el desarrollo de las culturas y la intimidad de las emociones humanas. Resulta aún más sorprendente el hecho de que Heidegger observó que, dentro de las ciencias, una se erigiría como la fundamental. Es por ello por lo que el autor destacó lo que, en su tiempo, era la visión de un posible futuro que hoy es ya una presencia innegable: “No hace falta ser profeta para saber que las ciencias que se van estableciendo, estarán dentro de poco determinadas y dirigidas por la nueva ciencia fundamental, que se llama Cibernética”.[16] En efecto, el vaticinio heideggeriano es una realidad en la actualidad. Es verdad que las tecnologías cibernéticas se encuentran determinando el modo en el cual el ser humano se relaciona consigo mismo, tanto en el plano individual como social, y con el entorno. Constituyen, por tanto, el nuevo modo por el cual se fundamenta el mundo contemporáneo.
Ahora bien, el acabamiento de la metafísica señalado por Heidegger coincide con la muerte de Dios de Nietzsche, en el sentido de que ambas posturas declaran la inexistencia de un plano trascendente que fundamente, sostenga y confiera sentido al devenir cotidiano del mundo. En este sentido, ambos filósofos coincidieron en la idea de que no hay una razón última que determine todo lo real, ni tampoco una subjetividad que sostenga por sí misma el despliegue del mundo. Por lo mismo, tampoco conceden que pueda hablarse de una idea de humanidad a la que conduzca la facultad racional. Por consiguiente, tanto Nietzsche como Heidegger, implícitamente, cuestionaron el desarrollo educativo de las sociedades actuales que, todavía, se comprende bajo los presupuestos de la modernidad ilustrada. Esto supone, desde luego, que la educación mantiene la vigencia de los ideales ilustrados y, tácitamente, se mantiene dentro de lo que Heidegger denominó pensamiento metafísico. La educación actual, bajo este planteamiento, se revela como una actividad atrapada en la ilusión que persigue el ideal de perfección humana.
Agonía educativa y posibilidad de la formación
Se ha tratado de mostrar que la educación contemporánea es resultado del proceso iniciado en la época moderna, particularmente, en el siglo de las luces. Como se señaló, fue el anhelo de liberarse y emanciparse de los dogmas religiosos, así como del imperio de la naturaleza, lo que suscitó el desarrollo de la educación. En efecto, esta última se convirtió en el recurso por medio del cual, los Estados podrían difundir el conocimiento para que sus integrantes fueran aproximándose paulatinamente al ideal de humanidad y al auto sustento material. Como indica Wilhelm Dilthey, “Esta obra de la Ilustración [la reforma educativa del siglo XVIII] respondía también al nuevo ideal de cultura del siglo XVII y a los problemas económicos de los grandes Estados nacionales. Si el saber es poder, es evidente que, aumentando los conocimientos del campesino, del comercio, del industrial se incrementaría también los rendimientos de la agricultura, de la industria y del comercio”.[17]
Por otra parte, se ha indicado que los pensamientos filosóficos de Nietzsche y Heidegger comportan sendas críticas a aquellos ideales fomentados por la Ilustración. Consecuentemente, ambos filósofos también realizan, aunque no siempre de manera explícita, cuestionamientos hacia el sentido de la educación en su presente y, cabe decirlo, también al de la actualidad. La muerte de Dios y el fin de la metafísica anuncian una forma distinta en la cual se desenvuelven los individuos de las sociedades contemporáneas. Cada vez son menos quienes conciben que haya valores universales, principios fundamentales o divinidades eternas a cuya existencia deban asociarse mediante determinados rituales. Existe, por el contrario, una continua inquietud hacia la expresividad creativa y la ponderación del individuo. Hay una clara consciencia de la multiplicidad de perspectivas, de culturas, de opciones de vida que, no obstante, no tienen por qué dirigirse hacia una única forma de vida. En el desarrollo cotidiano, los seres humanos, asumen la proliferación de opciones y una franca renuencia hacia la pretensión de establecer una única forma de ver las cosas. Y, a pesar de que las prácticas de los individuos de las sociedades contemporáneas ponderan la diversidad, los sistemas educativos se empeñan por mantener una cierta idea de perfeccionamiento de lo humano.
El enfrentamiento entre una forma educativa que sigue operando bajo los ideales ilustrados y las sociedades contemporáneas que asumen la ausencia de las verdades absolutas es lo que, en términos generales, detona la llamada crisis de la educación. La falta de correspondencia entre las aspiraciones de los sistemas educativos con el desenvolvimiento de las sociedades actuales hace que la educación deje de cumplir lo que otrora era su sentido legítimo: la posibilidad de dotar al ser humano de los conocimientos necesarios para vivir. Este fenómeno deja claro que la educación —entendida en el sentido del proyecto ilustrado— se halla viviendo en agonía. Su existencia se debe a una suerte de obstinación, según la cual, se pretende seguir creyendo que las sociedades alcanzarán su bien último y el bien de los individuos en lo particular, si la educación logra modificar la ignorancia y la superstición. Sin embargo, tal modelo se revela cada vez más cuestionable, por no decir inoperante. El sentido de la educación moderna se encuentra desahuciado después de que Dios ha muerto y la metafísica ha llegado a su final puesto que sus referencias de sentido se han revelado como ilusorias, inalcanzables y uniformantes.
Frente a la condición agónica de la educación, acaso quede la tarea de volver a pensar radicalmente sobre el germen mismo de la formación. Pero, al mismo tiempo, es menester reconocer que dicha formación ya no puede responder a los viejos cánones ilustrados. Los caminos del pensar filosófico contemporáneo pueden abrir perspectivas que, a su vez, ayuden a repensar la formación en el presente. En este ánimo, el filósofo catalán Joan-Carles Mèlich ha propuesto unas mínimas orientaciones que permiten sugerir una formación sin alusión a fundamentos perennes o principios inamovibles[18]. Entre sus propuestas, figura la necesidad de apertura hacia múltiples lenguajes, esto es, la posibilidad de interacción de diversas lenguas, de diversos modos de ejercer la palabra y de diversos medios para aproximarse a la misma.[19]
Por otra parte, Mèlich propone que se tenga presente, de manera explícita, la ausencia de fundamentos trascendentes.[20] La formación contemporánea ha de mirar el devenir mismo de lo que se presenta ante los individuos y, desde ahí, comprenderlo en su modo de acontecer. El catalán también propone que la formación del presente sea subversiva, esto eso, suspicaz frente a los diversos discursos que pretendan arrogarse autoridad incuestionable. En este punto, Mèlich retoma algunas ideas de Michel Foucault y las enriquece con una invitación a recuperar el espíritu inquisitivo del escepticismo antiguo.[21] El autor aboga por reconocer que la formación de los tiempos que corren no tiene por qué asumirse como imparcial ni radicalmente objetiva. Por el contrario, Mèlich propone que ha de asumirse al individuo en toda su complejidad, es decir, como un ser envuelto en una situación específica, con una gama de valoraciones que se le han inculcado y una forma particular de interpretar su entorno.[22] La intención de Mèlich es impulsar el modo de ser de cada cual, en vez de suplantarlo por uno configurado idealmente. Por último, el pensador catalán sugiere que la formación del presente ha de ser compasiva y, además, considerar en cada instante que el sentido de la propia existencia se va configurando desde las propias capacidades creativas, no por ideologías impuestas.[23]
Las propuestas de Mèlich son, ciertamente, un intento por configurar y hacer frente a la crisis de la educación. Desde luego, faltaría pensar a fondo si con tales planteamientos se alcanza a superar la crisis o agonía de la educación fraguada por la época moderna y se abre otro modo de comprender la formación del presente. Pero es menester adentrarse en la meditación y la reflexión de dicha problemática, pues su agónico proceder deja sumidos en el absurdo y la atrofia creativa a las juventudes del aquí y ahora.
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- _______, La gaya ciencia, Madrid, Tecnos, 2016.
Notas
[1] Nicol, “Crisis de la educación y filosofía” en Ideas de vario linaje, ed. cit., p. 393.
[2] Nicol consideró que, al menos desde la segunda mitad del s. xx, se ha consolidado una racionalidad sistemática, anónima y determinante a escala global, a la cual denomina razón de fuerza mayor. Para el catalán, dicha racionalidad es sobremanera llamativa porque, aunque posee razón, sin embargo, es inexpresiva, no permite la libertad y, sobre todo, reduce la riqueza expresiva de lo humano a la atención de lo necesario. Para una aproximación mayor acerca de dicha noción Vid. Nicol, La reforma de la filosofía, ed. cit., passim.
[3] Descartes, Discurso sobre el método, ed. cit., pp. 87-88.
[4] J.-M. Besse. “Las doctrinas de inspiración racionalista” en Avanzini, La pedagogía desde el siglo XVII hasta nuestros días, ed. cit., pp. 76-77.
[5] Cf. Ibid., pp. 80-81.
[6] La noción de dignidad en Kant se concentra en el hecho de que el ser humano, como ser racional, es un ser capaz de autodeterminarse mediante el reconocimiento de principios morales que le permiten realizar la idea de bien. En el contexto educativo, Kant consideraba que sólo el hombre que ha logrado comprender que las acciones de mayor mérito son aquellas que se realizan por deber, esto es, atendiendo al imperativo categórico que permite que nuestras acciones se realicen por el bien mismo, no por la obtención de algún beneficio particular. Así, digno es el hombre sabe anteponer lo bueno frente a sus propias inclinaciones y, también, tiene en alta estima la humanidad presente en los otros.
[7] Kant, Pedagogía, ed. cit., p. 32. Las cursivas son mías.
[8] Ibid., p. 36.
[9] Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas, ed. cit., p. 48.
[10] Idem.
[11] Nietzsche, Ecce homo, ed. cit., pp. 93-94.
[12] Cf. Nietzsche, La gaya ciencia, ed. cit., §125. pp. 169-170.
[13] Cf. Heidegger, “El final de la filosofía y la tarea del pensar” en Tiempo y ser, ed. cit., pp. 77-93.
[14] Ibid., p. 78.
[15] Ibid., p. 79.
[16] Idem.
[17] Dilthey, Historia de la pedagogía, ed. cit., p. 181.
[18] Cf. Mèlich, “Filosofía y educación en la posmodernidad”, ed. cit., pp. 35-53.
[19] Cf. Ibid., p. 51.
[20] Cf. Ibid., p. 52.
[21] Cf. Idem.
[22] Cf. Idem.
[23] Cf. Ibid., p. 53.
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