Resumen
Al ser una suspensión de los derechos y libertades civiles, el estado de excepción se vincula a los regímenes totalitarios. Sin embargo, esta figura jurídica es fundamental en el ejercicio de la soberanía estatal, incluso para los Estados democráticos. Fue creada durante la Revolución Francesa, con el fin de garantizar la seguridad y el orden público. El estado de excepción les permite a los cuerpos de seguridad rebasar los límites establecidos por el Derecho. Esto representa un grave riesgo para el estado de Derecho, particularmente, si se considera que en las últimas décadas se ha convertido en una técnica de gobierno.
Palabras clave: Democracia, soberanía, ley, estado de excepción, norma, régimen totalitario.
Abstract
As a suspension of the civil rights and civil liberties, the state of emergency is linked to totalitarian regimes. However, this legal figure is fundamental in the exercise of state sovereignty, even for democratic states. It was created during the French Revolution, in order to guarantee security and public order. The state of emergency allows the security forces to push the limits established by law. This represents a serious risk for the rule of law, particularly if one considers that in recent decades it has become a government technique.
Keywords: Democracy, sovereignty, law, emergency, rule, totalitarian regime.
Cuando nuestro tiempo ha tratado de dar una localización visible permanente a eso ilocalizable, el resultado ha sido el campo de concentración. No la cárcel, sino el campo de concentración es, en rigor, el espacio que corresponde a esta estructura originaria del nomos… El campo, como espacio absoluto de excepción, es topológicamente diverso de un simple espacio de reclusión. Y es este espacio de excepción en el que el nexo entre localización y orden jurídico se rompe definitivamente, el que ha determinado la crisis del viejo «nomos de la tierra».
Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida.
Max Weber sostenía que, en Occidente, la tradición jurídico-política moderna surge de la identificación de dos principios, legalidad y legitimidad. El Estado moderno pretendió fundamentar el monopolio de la violencia legítima en esta coincidencia. De este modo, el Derecho positivo sería capaz de justificar el ejercicio del poder político, siempre y cuando su accionar se mantuviera dentro de lo prescrito por el estado de Derecho y por las normas jurídicas. Casi un siglo de ser enunciado, este paradigma se convirtió en una de las discusiones más importantes para la filosofía política y la filosofía del Derecho.
Al respecto, Giorgio Agamben apunta que las instituciones democráticas se encuentran en una grave crisis, pues la identificación de estos dos principios ha sido insuficiente para garantizar su correcto funcionamiento. En este sentido, la decadencia de la democracia liberal se refleja en los constantes cuestionamientos que se hacen a la legalidad de las instituciones y, sobre todo, a su legitimidad. En otras palabras, en los regímenes occidentales se han puesto en duda las reglas y las modalidades del ejercicio del poder, pero, también, los principios en los que se funda.
“Los poderes y las instituciones hoy no se encuentran deslegitimados porque han caído en la ilegalidad; más bien es cierto lo contrario: la ilegalidad está tan difundida y generalizada porque los poderes han perdido toda conciencia de su legitimidad. Por eso es inútil creer que puede afrontarse la crisis de nuestras sociedades a través de la acción —sin duda necesaria— del poder judicial. Una crisis que golpea la legitimidad no puede resolverse exclusivamente en el plano del derecho. La hipertrofia del derecho, que pretende legislar, sobre todo, antes bien conlleva, por medio de un exceso de legitimidad formal, la pérdida de legitimidad sustancial”.[1]
Esta crisis fue anticipada varias décadas atrás por Carl Schmitt. En varias ocasiones, señaló que la democracia liberal, como sistema político, carece de un fundamento, pues permite que diferentes facciones persigan intereses divergentes, aun cuando esto afecte la unidad política.
El conflicto que esto pudiera producir alcanzaría tal intensidad que sería incapaz de garantizar la continuidad de la ley. En ese contexto, cobra importancia el concepto de «estado de excepción». La soberanía, a su juicio, es una fuerza extraordinaria con la facultad de suspender el orden jurídico para salvaguardar el orden concreto. Bajo este supuesto se justifica la necesidad de introducir, de manera subrepticia, la figura dictatorial en las constituciones democráticas.
El origen del «estado de excepción», tal como lo concebimos, no se remonta a un régimen dictatorial, sino a un ícono de la democracia moderna, la Revolución Francesa.[2] A finales del siglo XVIII, para someter los desórdenes populares motivados por las malas cosechas, se implementó la jurisdicción prebostal. Los tribunales prebostales eran tribunales militares que sentenciaban en primera y última instancia en caso de disturbio y amenaza a la seguridad pública. No se hacía distinción si los implicados eran soldados o civiles.[3] Se autorizó que los comisarios prebostales ejercieran una actividad judicial extraordinaria dentro de sus circunscripciones. Comúnmente, esto significaba una abreviación sumaria del proceso judicial.[4]
Esta facultad recaía en el comandante de la gendarmería, quien debería ajustarse a los criterios militares. En numerosas ocasiones, se recurrió a esta medida para restablecer el orden jurídico y la seguridad, para controlar los denominados cas prévôtaux —el atraco en caminos, el saqueo, el motín y la perturbación de la seguridad pública––.
Uno de los principales problemas de la aplicación de estas medidas extraordinarias fue justificar jurídicamente las constantes e inevitables violaciones al cuerpo, a la vida y a las propiedades de los ciudadanos, a causa de la injerencia de la autoridad militar en el ámbito civil. No solo se afectó a los que participaban en los motines, también a terceros que no tomaron parte de estas acciones. En repetidas ocasiones se señaló, intentando justificar, que solo se sometería al Derecho bélico a los civiles que fueran encontrados con armas en las manos. Pero, a pesar de esta advertencia, se continuó afectando a terceros cuando se recurría a medios militares para reprimir a una subversión.
En el momento en que se declaraba que alguien se encontraba bajo el estatus de «hors-la-loi» —«fuera-de-la-ley»—, se autorizaba que todos los ciudadanos franceses pudieran disparar en contra de los desertores y los traidores. De este modo, se producía una ficción jurídica, es decir, un fallo pronunciado y ejecutado inmediatamente. No se requería que los tribunales pronunciaran una sentencia condenatoria, pues se asumía que la infamia del acto de sedición era en sí misma acusadora y testigo. Por tanto, el abatimiento del enemigo debía ser considerado de facto como la sentencia y el cumplimiento de esta. [5]
Una vez instalada la Convención Nacional, era necesario suprimir el ordenamiento jurídico del antiguo régimen. En consecuencia, se instauró un conjunto de instituciones que aseguraran la estabilidad del nuevo gobierno y, al mismo tiempo, evitaran posibles subversiones. En la primera parte de la Revolución francesa se intentó limitar las atribuciones de la autoridad militar. Los jacobinos, por ejemplo, se opusieron a la «loi martiel». En primer lugar, porque podía disminuir el apoyo que habían obtenido de las masas no organizadas para obtener su poder político. Además, pretendía descentralizar las prerrogativas del gobierno central. Por ello, la Convención Nacional les otorgó a las autoridades municipales, que tenían de facto una autonomía administrativa, la facultad de disponer de las fuerzas armadas. Esta era una de las principales medidas que se tomaron en contra de las aspiraciones centralistas del gobierno revolucionario.
Ese fue el motivo por el que la Convención Nacional decidió que la declaración de la «ley marcial» sería una prerrogativa exclusiva de sus comisarios. De este modo, conservó su carácter netamente militar. En caso de peligro para el orden público, las autoridades civiles podían llamar a la fuerza militar. En ese sentido, el comandante militar estaba subordinado a la instancia civil. Por esa razón, no se les atribuía ninguna responsabilidad por las consecuencias de sus acciones, pues, aunque se le permitía actuar de manera efectiva, no tomaban decisiones ni resoluciones.[6]
Mediante la figura de la «ley marcial»[7] —«loi martiale»— se pretendió escindir este tipo de acción militar fáctica de la jurisdicción de los consejos de guerra, los cuales se ajustaban a lo que prescribía el Derecho militar. Se trataba de una situación ajurídica que, considerando la urgencia de reprimir al enemigo, le permitía al poder ejecutivo, personificado por la autoridad militar, proceder sin estar limitado por alguna disposición legal. Así, en caso de motín se declararía la «ley marcial», pues representaba un peligro inmediato para la seguridad pública y, se asumía que las facultades de los tribunales ordinarios eran insuficientes para enfrentar la amenaza.[8]
De acuerdo con el decreto del 23 de febrero de 1790 de la Asamblea Nacional Constituyente, se les exigía a las autoridades municipales que declarasen la «ley marcial» cada vez que estuviera en peligro la seguridad pública. La guardia nacional, la gendarmería nacional y las tropas debían apegarse a las órdenes de la autoridad administrativa, con el fin de mantener el orden público y garantizar la observancia de la ley. Cuando los motines aumentaron, se contempló que la «ley marcial» se mantendría hasta que fuera suspendida de forma expresa. Además, contemplando ciertos límites, se les otorgó a las autoridades civiles la facultad de solicitarle a las fuerzas armadas que reprimieran los amotinamientos y, también, obligaba a todos los ciudadanos a cooperar activamente en la represión.
La «loi martiale» es un espacio libre para la ejecución de una operación militar en el que puede acontecer lo que se considere necesario —de acuerdo con la situación de las cosas––; se trata de una acción fáctica, en apariencia un procedimiento legal, liberada de consideraciones jurídicas puesta al servicio de un fin político. Desde el punto de vista jurídico, se trata de un proceso sumario que, por su inmediatez, se puede equiparar a un procedimiento ejecutivo; desde la perspectiva fáctica, se transfieren al comandante militar las facultades jurídicas de las demás autoridades, por lo que la medida permanece inaccesible a una aprehensión jurídica. Si la división de poderes corresponde a la situación manifiesta del Estado en tanto el estado de Derecho se mantiene vigente, en la «ley marcial» se suprime dicha división y es sustituida por el mando del comandante militar.
La «loi martiel» representaba ámbito sin restricciones en el que se podía recurrir a cualquier medio que se considerara necesario para solventar una situación caótica. Se trata de una acción fáctica, que aparenta ser un procedimiento legal. Se ha liberado de cualquier consideración jurídica, para garantizar la consecución del fin político que se persigue. Desde la perspectiva jurídica, implica un proceso sumario que, por su inmediatez, se puede equiparar a una disposición que emana del poder ejecutivo. Desde la perspectiva política, es un mecanismo mediante el cual se transfieren las facultades jurídicas de las demás autoridades al comandante militar.
Por ese carácter dual, este tipo de medidas le resultan inaprehensibles al Derecho.[9] Mientras el estado de Derecho es vigente, en una situación de normalidad, el Estado se organiza de acuerdo con la división de poderes. Sin embargo, tras la declaración de «ley marcial», dicha separación de poderes se suprime y es sustituida por el mando del comandante militar.[10]
Por cuestión de legitimidad, la «ley marcial» debía respetar una serie de preceptos formales.[11] Su fin no era vencer en batalla a un enemigo exterior, sino de controlar la sublevación de un adversario interno. Esta declaratoria implicaba serios problemas jurídicos, pues, la acción violenta del Estado se dirigía en contra de los propios ciudadanos. Pero esos preceptos no limitaban la acción, sino únicamente los presupuestos.
Esta situación dio origen a dos formas diferentes de regulación jurídica: la conveniencia técnica material —que delimita los presupuestos de la acción— y la normalización jurídica —que delimita el contenido conforme a las circunstancias del hecho—. Con el fin de regular la intervención de las fuerzas militares, se instauraron más garantías legales que protegían los derechos civiles. De este modo, sólo se admitiría este recurso en caso de máxima gravedad. Pero, una vez que se desplegaban estas fuerzas, se carecería de una regulación del contenido de la acción, es decir, no se contemplaba ningún límite jurídico.[12]
En el momento en que se responsabilizó a las municipalidades a atender los daños que causaban los disturbios, surgió una característica inherente del derecho de necesidad: quien ejerce este derecho es también quien decide si se cumplen los presupuestos mínimos para declararlo.[13]
Con el respaldo del poder soberano —quien estaría encargado de establecer los lineamientos mínimos para el restablecimiento del orden—, las fuerzas militares podían actuar en ciertos casos urgentes sin el requerimiento de la autoridad civil. De hecho, a partir de este supuesto, se establece en la Constitución de 1791 que cuando las fuerzas armadas actúen de facto en contra de los amotinados, no tendrán ninguna responsabilidad por las consecuencias que pudieran derivarse de su intervención.
Otro elemento fundamental del «estado de excepción», en su sentido moderno, aparece en la ley del 8 de julio de 1791. En ella, se aborda la cuestión del «estado de sitio» —«état de siège»—. A grandes rasgos, refería a una regulación de las relaciones entre las autoridades civiles y castrenses, y al mantenimiento de las plazas y los puestos militares. Se distinguía entre tres estados. El «estado de paz» —«état de paix»—, donde la autoridad militar sólo tenía jurisdicción sobre sus tropas y los demás asuntos policiales le correspondían a la autoridad civil. El «estado de guerra» —«état de guerre»—, donde las autoridades civiles conservaban sus facultades policiales, pero el comandante militar podía implementar medidas que recaían sobre la policía. Si estas medidas afectaban la seguridad militar de la plaza, la autoridad civil no podía dar ninguna orden sin ponerse de acuerdo previamente con el comandante militar. Además, obligaba a publicar todas las ordenanzas policiales que el comandante militar consideraba necesarias para garantizar la seguridad de la localidad. Finalmente, el «estado de sitio» («état de siège»), donde todas las facultades jurídicas de la autoridad civil que tenían relación con el mantenimiento del orden se transferían al comandante, quien las ejercería bajo su propia responsabilidad. No se trataba sólo de las facultades ejecutivas, sino de todas las prerrogativas constitucionales, incluso, legislativas y judiciales, conferidas a la autoridad civil cuya competencia implicaba el mantenimiento del orden y de la seguridad pública.[14]
Tras el golpe de estado del 18 Fructidor V —4 de septiembre de 1797—, como consecuencia del rol preponderante que había adquirido el ejército en el Estado revolucionario, se acentúo el carácter militar de esta normatividad. Se extendió la aplicación del «estado de guerra» y del «estado de sitio» al ámbito municipal. En un primer momento, el Directorio podía declarar el «estado de guerra», pero no el «estado de sitio». En caso de que fuera declarado el «estado de guerra», el comandante militar se convertiría en el chef comisarial del municipio. Posteriormente, se modificó esta disposición y le concedió al Directorio la facultad de instaurar un «estado de sitio», sin tener que esperar el consentimiento de la Asamblea Legislativa. Al sustituir el acto del estado de necesidad real por el acto formal de la declaración, el gobierno tenía la posibilidad de instaurar el «estado de sitio» si lo consideraba necesario, supuestamente, anticipando los riesgos y, en consecuencia, poniendo este procedimiento técnico-militar al servicio de la política interior.
Aun cuando la Constitución del 22 Frimario VIII —13 de diciembre de 1799— no mencionaba expresamente el «estado de sitio», en su artículo 92, introdujo un nuevo elemento: mientras la seguridad del Estado estuviera amenazada por los amotinamientos, podría suspenderse la Constitución in toto. El comandante militar asumía todas las atribuciones, tanto militares como civiles. Las facultades ejecutivas y judiciales eran transferidas, a través de este medio técnico-administrativo, a una figura militar. De este modo, su autoridad era superior a la de las instancias civiles, pues eran prioritarios los objetivos que perseguía.
“Aquí domina por completo la representación de que el interés de la operación militar justifica toda injerencia en los derechos de libertad ciudadana, incluso sin la suspensión de los preceptos correspondientes de la Constitución. El estado de sitio […] da lugar a que el comandante se convierta en superior de todas las autoridades civiles que ejerzan una actividad relacionada con el mantenimiento del orden público y la policía, y también a que retenga para sí toda la autoridad que competa a esos funcionarios. Puede ejercerlas por sí mismo o «delegarlas» a su criterio en las autoridades civiles, las cuales las ejercerían entonces en nombre del comandante militar y bajo su vigilancia (surveillance) en todo el recinto de la fortaleza o del bloqueo. Se admite, pues, que existe un derecho propio del comandante militar, no derivado de ninguna cesión de facultades civiles, el cual no es, por tanto, una mera acumulación de competencias de la autoridad civil, y que le es atribuido para el mantenimiento del orden y la seguridad públicos”.[15]
En la Constitución de 1815 se decretó que en el caso de que hubiera disturbios populares, sólo podía declararse el «estado de sitio» mediante una ley. De cierta forma, se apelaba a la legitimidad de una figura que emana directamente de la representación popular. En un régimen democrático, la decisión de usar la fuerza en contra de los propios ciudadanos no podía recaer en la voluntad y el arbitrio del jefe supremo del ejército ––en este caso, el emperador––. Este precepto era particularmente importante si se consideraba que los tribunales militares violaban de manera recurrente los derechos constitucionales.
Al considerársele un medio técnico-administrativo, mediante el cual la autoridad podía hacer lo que considerara necesario, se recurrió a él en repetidas ocasiones. El gobierno de la restauración, por ejemplo, declaró el «estado de sitio» para combatir a sus enemigos políticos. Esto implicaba que limitaran las garantías constitucionales, en particular, la libertad de circulación y la libertad de prensa. Desde la perspectiva de este derecho de excepción, que apela a una situación de necesidad, las libertades civiles representan un problema para el poder soberano.
Tras el fin de la Restauración, se promulgó una nueva Constitución. En ella, se eliminó toda referencia explícita al «estado de sitio». A través de ordenanzas se declaró con mayor frecuencia un «estado de excepción», aduciendo como motivos los ataques a la propiedad pública y privada, el asesinato de guardias nacionales, tropas de línea y funcionarios públicos, y la necesidad de mantener la seguridad pública mediante medidas enérgicas.[16] De hecho, las autoridades civiles permanecieron en sus cargos. La intención del gobierno era que la jurisdicción militar solamente entrase en funciones en casos especiales, relacionados con atentados al orden público, para perjudicar lo menos posible los derechos y libertades ciudadanas. Sin embargo, existían figuras como el comandante de París, que podía ejercer todas sus facultades, tanto administrativas como judiciales.[17]
Después de un prolongado «estado de sitio», declarado en París en 1848, se pensó que era necesario regular los presupuestos y la competencia del «estado de sitio ficticio» ––o «estado de sitio político»––. De acuerdo con el sentido liberal del estado de derecho, se intentó limitar jurídicamente las competencias del comandante militar, no sólo en sus presupuestos, también en sus atribuciones. Así, se trató de constreñir el poder estatal ilimitado en un ámbito espacial y temporal definido. Por ese motivo, se le negaron facultades legislativas.
En principio, la declaración «estado de sitio militar» correspondería al poder ejecutivo. Ya que se consideraba que significaría una deposición de las libertades constitucionales, se buscó que permanecieran algunos derechos, mientras no obstruyeran la aplicación de las medidas militares.[18] También se delimitaron las facultades del comandante militar. De esta manera, se podían realizar registros domiciliarios, expulsar a personas sospechosas, incautar armas y municiones, prohibir publicaciones y reuniones subversivas. Pero, tratando de respetar las garantías constitucionales, un juez regular podía suspender la competencia de los tribunales excepcionales. A partir de esta innovación jurídica, ya no era necesario suspender la Constitución en su totalidad, sino un número de derechos determinados, según lo impusiera cada caso.
“Así se determinarían con exactitud las injerencias permitidas en la libertad personal, la libertad de prensa, la libertad de reunión y, tratándose de armas y municiones, también en la propiedad privada. En los demás derechos de libertad garantizados por la Constitución de 1848; la propiedad privada, la libertad de conciencia y culto, la libertad de trabajo y derecho de votar los impuestos, no debía intervenir el comandante militar”.[19]
A partir de esta determinación que procuraba no afectar con estas acciones ni a los ciudadanos que no participaban en los tumultos ni a sus propiedades, surgió la diferenciación entre «estado de sitio real» —«état de siège effectif»— y «estado de sitio ficticio» —«état de siège fictif» o «estado de sitio político»—. En el «estado de sitio político», a diferencia de la operación militar, no se dotaba a las autoridades de una libertad de acción incondicionada. Por esa razón, sólo se suspendían ciertos derechos y libertades, dependiendo de la amenaza que se enfrentara. De acuerdo con la concepción moderna, la declaración del «estado de excepción» no privaría al enemigo político de su ciudadanía, ni de ciertas garantías constitucionales.
En un Estado democrático, en el que se respeta el estado de Derecho, todas las partes reconocen que el ejercicio de la soberanía está íntimamente vinculado a facultades legalmente definidas. Sin embargo, la soberanía supone, por principio, un poder estatal ilimitado, que no siempre se manifiesta abiertamente. Esta condición paradójica, se deriva de que la validez de su ordenamiento no depende de sí misma, sino de que se encuentre en una situación de normalidad.
En la monarquía, las decisiones excepcionales no implicaban que el soberano fuera investido con prerrogativas extraordinarias, que le permitieran solventar el caso de necesidad. Por el contrario, eran una expresión de su poder soberano. Por tanto, no se consideraba problemático que las decisiones del Rey contravinieran las leyes vigentes, incluso, si se trataba de la misma Constitución. La certeza de este acto jurídico dependía, únicamente, del juicio del soberano, es decir, si consideraba que era necesario para asegurar el orden existente. Si bien el soberano no podía modificar el contenido de la Constitución, tenía la obligación de asegurarla y protegerla de modificaciones; por ello, se le dotaba de un «poder supremo» —«pouvoir suprême»— que le facultaba para pasar por encima del ordenamiento legal.
En este sentido, Schmitt recuperó el concepto de soberanía ilimitada para enarbolar un fundamento jurídico de la dictadura. Desde esta lógica, si la soberanía se considera como la expresión fáctica de la omnipotencia estatal, la Constitución es incapaz de establecer una delimitación integral de los poderes. Únicamente podría abarcar su contenido calculable.[20] La soberanía, entonces, se convierte en la facultad, por principio, ilimitable, para decidir lo que se debe hacer, a partir de la valoración singular de las circunstancias que pudieran afectar la seguridad estatal. Por tanto, no está restringida al orden constituido formalmente.
“El principio monárquico, que tan diversos contenidos políticos y de teoría del Estado pudo recibir, tiene aquí jurídicamente el sentido de una distinción entre una manifestación ordinaria, es decir, abarcada por una regulación jurídica y por tanto delimitada, y una manifestación extraordinaria, es decir, inmediata, de la plenitudo potestatis ilimitada a que se refieren las facultades de la soberanía. Solo una literatura que haya perdido todo sentido para el problema jurídico fundamental de la teoría del Estado, que es la oposición entre derecho y realización del derecho, puede descubrir aquí en la distinción entre sustancia y ejercicio de la soberanía una nimiedad escolástica desapercibida”.[21]
La dificultad para definir «estado de excepción» —«Ausnahmezustand»—[22] parte de esta íntima relación con la guerra civil, la insurrección y la resistencia, es decir, con lo opuesto a la situación normal. Al igual que estas figuras ambivalentes, el «estado de excepción» se ubica en una zona incierta entre el Derecho público y el hecho político; no se puede desligar a la «excepción» del Derecho, puesto que el propio orden jurídico da lugar al caso excepcional a través de su suspensión.
“Ante un caso excepcional, el Estado suspende el derecho por virtud del derecho a la propia conservación. Los dos elementos [la norma y la decisión] que integran el concepto del orden jurídico se enfrentan uno con otro y ponen de manifiesto su independencia conceptual. Si en los casos normales cabe reducir al mínimo el elemento autónomo de la decisión, es la norma la que en el caso excepcional se aniquila. Sin embargo, el caso excepcional sigue siendo accesible al conocimiento jurídico, porque ambos elementos —la norma y la decisión— permanecen dentro del marco de lo jurídico”.[23]
Al igual que el milagro respecto al «orden natural de las cosas», el «estado de excepción» proviene de afuera del orden jurídico. En este sentido, aunque corresponde a una lógica distinta, no es completamente ajeno al Derecho. La soberanía es, por tanto, un «concepto límite» —«Grenzbegriff»— que se encuentra más allá de la esfera jurídica.
Aunque la «excepción» rompe con cualquier determinación general, revela un elemento específicamente jurídico: la «decisión» —«Entscheidung»—. Walter Benjamin, en este sentido, concibe a la norma jurídica como una «decisión» tomada en un lugar y tiempo determinado, referida a una categoría metafísica que la justifica.[24] Schmitt, por su parte, afirma que la soberanía estatal se manifiesta a través del monopolio de la «decisión» de declarar un «estado de excepción»[25]; por ello, la «decisión», como condición de posibilidad de la autoridad estatal y de la vigencia del Derecho, no solamente significa la mera expresión de voluntad de un sujeto jerárquicamente superior a cualquier otro, también representa la inscripción de la exterioridad dentro del orden jurídico que le dota de sentido.
De acuerdo con la lógica schmittiana, el Derecho positivo no puede aprehender una temporalidad distinta a la «normalidad». Por ello, la decisión que interrumpe la línea de continuidad en la «situación de excepción» proviene de fuera. En términos temporales, el «estado de excepción» es la interrupción del tiempo, cumple la función de un «freno» —«Frist»—. De este modo, Schmitt reivindicaría la doctrina del «katékhon» como la única manera de concebir la historia desde una perspectiva cristiana.[26]
La concepción schmittiana del tiempo es un «caso extremo», que sugiere la existencia de una zona que rebasa los límites de la racionalidad. Seguramente motivado por su catolicismo, en su concepto de la soberanía establece un doble juego entre lo trascendente y lo inmanente. Así, plantea la posibilidad de construir un orden de forma distinta a la que supone la modernidad. Los intentos de restauración y de revitalización del pasado, a su juicio, eran síntoma de una época de cansancio.
Lo excepcional es, por definición, lo que escapa a toda determinación general; aun así, el «estado de excepción» conserva un estatus distinto al caos y a la anarquía, pues representa la forma jurídica de aquello que no puede tener una forma legal, es decir, refiere a las medidas jurídicas que pretenden subsumir lo que no ha sido comprendido en el plano legal. La «excepción» es la figura de la singularidad irrepresentable, lo que no puede ser incluido en caso alguno se incluye en la forma de «excepción».[27] Por ello, se podría deducir que el «estado de excepción» no es el caos que se opone a la instauración del orden jurídico, sino la situación que resulta de su suspensión en pos de su conservación.
La «relación de excepción» permite la integración de aquello que excede a la norma y que sólo puede incluirse a través de su exclusión. La excepción es, según su sentido etimológico, aquella situación que ha sido sacada fuera (ex–capere) y no, simplemente, excluida. Si bien se trata de un caso excluido de la norma general, se mantiene en conexión con ella bajo la forma de suspensión. La norma es la que, suspendiéndose, da lugar a la excepción —y de este modo permite que se constituya como regla—, y no la excepción la que se sustrae arbitrariamente de la norma.
La validez de una norma, debido a que es general, debe valer independientemente a su aplicación en el caso particular. La norma sólo puede vincularse con el caso particular gracias a que la «excepción» permanece vigente como pura potencia en la suspensión de toda referencia real, es decir, la Ley presupone lo no-jurídico como aquello con lo que mantiene una relación potencial a través del «estado de excepción». En cada norma que manda o prohíbe algo está inscrita una excepción del caso particular, tal como matar a un hombre, no como violencia natural sino como violencia soberana en el «estado de excepción».
La «decisión» sobre la «excepción» es la estructura político-jurídica originaria, puesto que no existe una norma que pueda ser aplicada en el caos. El soberano es el responsable de crear la situación.[28] El caos debe ser incluido mediante la creación de una zona de indiferenciación entre el exterior y el interior, entre el caos y la situación normal. A través de la «excepción», lo que está incluido y lo que ha quedado excluido adquiere sentido por primera vez. A través de una exclusión inclusiva se abre el espacio en el que se pueden establecer límites entre lo interno y lo externo, y de los territorios en los que es posible asignar normas determinadas.
Como dispositivo original por medio del cual el Derecho se vincula con la vida, el «estado de excepción», crea una dimensión oscura y ambigua, y vincula al poder soberano con la Ley. Esta relación no refiere ni a una quaestio iuris ni a una quaesto factis, sino a la propia relación entre el hecho y el Derecho, es decir, concierne a la naturaleza íntima de la ley y no sólo a la irrupción de la vida efectiva. En otras palabras, en el «estado de excepción» se evidencia la inclusión de la violencia como hecho jurídico primordial, y no sólo como castigo del primer acto, de tal modo que, a través de una inclusión excluyente, el hecho y el Derecho se vuelven indistinguibles.
“La afirmación según la cual «la regla vive solo de la excepción» debe ser tomada pues literalmente. El derecho no tiene otra vida que la que consigue integrar dentro de sí a través de la exclusión inclusiva de la exceptio: se nutre de esta y sin ella es letra muerta. En este sentido realmente el derecho «no tiene por sí mismo ninguna existencia, pero su ser es la vida misma de los hombres». La decisión traza y renueva cada vez este umbral de indiferencia entre lo externo y lo interno, la exclusión y la inclusión, nómos y phýsis, en el que la vida está originariamente situada como una excepción en el derecho. Su decisión nos sitúa ante un indecible”.[29]
La soberanía, fundada en el poder de decidir sobre el «estado de excepción», representa una paradoja para la dogmática del Derecho: «El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico».[30] Al tener el poder legal para suspender la validez de la ley, jurídicamente, el soberano trasciende el ámbito del Derecho positivo a través de su suspensión, pero sin dejar de estar vinculado a él, puesto que dicha competencia está determinada jurídicamente.[31] El hecho de que la soberanía esté sujeta a la ley, tal como lo establece la tradición democrática del estado de Derecho, no elimina la paradoja, por el contrario, la acentúa.
En el siglo XX, fue evidente en la figura de la «guerra civil legal», estudiada tanto por Hannah Arendt —Sobre la revolución— como por Carl Schmitt —Teoría del partisano—. La «guerra civil legal», instaurada a través del «estado de excepción», se ha constituido en el paradigma dominante de la política contemporánea. La dislocación de una medida provisoria que se convierte en una técnica de gobierno ha transformado de forma radical la estructura y el sentido del Derecho, ya que el «estado de excepción» se presenta como un umbral de indeterminación entre la democracia y el totalitarismo.[32]
“Tómese el caso del Estado nazi. No bien Hitler toma el poder (o, como se debería decir acaso más exactamente, no bien el poder le es entregado), proclama el 28 de febrero el Decreto para la protección del pueblo y del Estado, que suspende los artículos de la Constitución de Weimar concernientes a las libertades personales. El decreto no fue nunca revocado, de este modo todo el Tercer Reich puede ser considerado, desde el punto de vista jurídico, como un estado de excepción que duró doce años. El totalitarismo moderno puede ser definido, en este sentido, como la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político”.[33]
En el siglo XX, los totalitarismos modernos implementaron, a través del «estado de excepción», una «guerra civil legal» que permitió la eliminación física no solo de los adversarios políticos, también de categorías enteras de ciudadanos que, por alguna razón, eran inasimilables para el régimen. La dislocación de una medida provisoria que se vuelve una técnica de gobierno ha modificado la estructura y el sentido de las formas jurídicas, produciendo un umbral de indefinición entre la democracia y el totalitarismo. Así, el «estado de excepción» tiende a presentarse como el paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea.
“Desde entonces, la creación voluntaria de un estado de emergencia permanente (aunque eventualmente no declarado en sentido técnico) devino una de las prácticas esenciales de los Estados contemporáneos, aun de aquellos así llamados democráticos”.[34]
La military order, emanada el 13 de noviembre por el presidente de los Estados Unidos, autorizando la «indefinite detention» («detención indefinida»), y las «military comissions» («comisiones militares») para procesar a los no-ciudadanos que se encuentren bajo sospecha de estar implicados en actividades terroristas, revela al «estado de excepción» como una estructura originaria, donde se inserta al singular en el Derecho a través de su suspensión. La novedad de la «orden» del presidente Bush radica en la creación de los «detainee» —«detenidos»—, una categoría jurídicamente inclasificable que cancela todo estatuto legal del individuo. Aunque la USA Patriot Act, aprobada por el Senado el 26 de octubre de 2001, autorizaba al Attorney general poner bajo custodia a los sospechosos de actividades que pusieran en peligro la seguridad nacional de los Estados Unidos; los detenidos debían ser expulsados o acusados de violación a la ley de inmigración o algún otro delito en un plazo máximo de siete días. A los talibanes capturados en Afganistán se les ha negado el estatuto de prisoner of war —POW—, contraviniendo lo establecido por la Convención de Ginebra. Tampoco se les imputó algún delito de acuerdo con las leyes norteamericanas. Se encuentran en una detención indefinida, no sólo en el sentido temporal, también en cuanto a su naturaleza que ha sido sustraída de cualquier control legal.
Sería un error pensar que el gobierno de George W. Bush es el único responsable de establecer esta lógica excepcional, pues se corre el riesgo de ignorar el hecho de que se ha convertido en el punto medular de los sistemas penales contemporáneos. La política norteamericana representa una continuidad de las tendencias excluyentes que se han manifestado desde hace más de dos décadas. El «estado de excepción» moderno –es decir, la idea de la suspensión de la constitución para dotar de plenos poderes al poder Ejecutivo– es una creación de la tradición democrático-liberal, y no de la contrarrevolución o del absolutismo; a pesar de que el uso regular y sistemático de la institución conduciría necesariamente a la liquidación de la democracia.
El Derecho ha sido concebido como instrumento que, empleado correctamente, podría garantizar el orden necesario para que otros agentes de cambio operen, es decir, se concibe como un vehículo del desarrollo y la modernización. El problema surge al pretender que el Estado es capaz de trascender la lógica autorreferente del Derecho occidental, para articular otras ideas de justicia que existen fuera de la esfera estatal. Para conservar esta lógica autorreferencial es necesario recurrir, tal como lo señala Benjamin, a una violencia conservadora de Derecho, pero también a una violencia fundadora, expresada a través del «estado de excepción» que permite la acción policial con amplias atribuciones para garantizar la conservación del orden en sentido jurídico.
En este sentido, el «estado de excepción» representa una aporía de la división de poderes, piedra angular de la teoría democrático-liberal y garante del estado de Derecho, pues establece una forma de soberanía estatal que si bien está sujeta a ordenamientos jurídicos, su labor no es meramente pasiva, como guardia que vigila su cumplimiento, sino activa, actuando por encima del Derecho para garantizar su continuidad. Por ello, Benjamin entiende que la policía, que reclama para sí amplias facultades en su actuar, significa una degeneración de la violencia, pues establece una violencia que recrudece contra los grupos marginales —desprovistos de todo Derecho—.
A pesar de que la dogmática jurídica presta poca atención a la «excepción», argumentando que se trata de una quæstio facti —y no un quæstio iuris—, Giorgio Agamben advierte que se trata de una estructura originaria que funda ––en su doble acepción, da origen y fundamenta–– al Derecho. El «estado de excepción» refiere a la respuesta estatal a los conflictos internos más extremos: la guerra civil, la insurrección y la resistencia; describe el momento en que el Derecho se suspende para garantizar su continuidad, incluso su existencia.
También puede ser entendido como la forma jurídica de aquello que no tiene forma legal, es decir, que es incluido en la legalidad a través de su exclusión. Pero, tal como señala Benjamin en su octava tesis —el «estado de excepción» es en verdad la regla—, por la dislocación de esta medida, que se supone provisional y excepcional, se ha convertido en una técnica de gobierno emergente que ha transformado la estructura y sentido tradicional del Derecho. Esta figura jurídico-política tiende a consolidarse como paradigma dominante de la política contemporánea y, en consecuencia, a borrar de forma radical el estatus jurídico del singular y, desde el punto de vista legal, crea un umbral de indefinición.
En conclusión, la creación voluntaria de un estado de emergencia permanente se ha convertido en una de las prácticas esenciales del Estado democrático contemporáneo; por tanto, la diferenciación entre la democracia liberal y el totalitarismo, que en otros tiempos se asumía como radical, tiende a tornarse equívoca, pues las normas jurídicas que regulaban el proceder del Estado y garantizaban la vida y la integridad del individuo han pasado a un segundo plano, una vez que la seguridad se ha convertido en la principal fuente de legitimidad.
Esto se debe a la contigüidad entre el soberano y la policía. Normalmente suele pensarse que la policía está encargada de hacer cumplir el Derecho y, por tanto, su acción está sujeta a los fines del Derecho; pero, como demuestra Benjamin, en nombre de la seguridad se le dota a los agentes del orden de amplias facultades, que rebasan los límites establecidos por la dogmática jurídica.
Bibliografía
- Agamben, Giorgio, El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2013.
- _______, Estado de excepción: Homo sacer, II, I, Adriana Herrera, Buenos Aires, 2003.
- _______, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-textos, Valencia, 2010.
- Benjamin, Walter, Iluminaciones IV. Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Taurus, Madrid, 2001.
- Schmitt, Carl, La dictadura. De los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria, Alianza, Madrid, 1985.
- _______, Teología Política, Trotta, Madrid, 2009.
Notas
[1] Agamben, El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos, ed. cit., pp. 12-13.
[2] Cfr. Agamben, Estado de excepción: Homo sacer, II, I, ed. cit., pp. 23-25.
[3] En el caso anglosajón, aunque la Carta de Derechos, Bill of rights, prohibió las comisiones extraordinarias —que podían condenar a muerte tanto a civiles como soldados—, en caso de motín, la autoridad militar podía intervenir, a solicitud de la autoridad civil. Cfr. Schmitt, La dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria, ed. cit., p. 222.
[4] Cfr. Ibid., p. 221.
[5] «Allí donde todavía está viva la representación de que mediante un determinado acto se coloca uno fuera de la ley, allí donde su autor se convierte ipso facto en proscrito, hostis, rebelde o enemigo de la patria, dicho autor es, según esta idea, un fuera de la ley, y objeto sin más ejecución por parte de cualquiera.» Ibid., p. 227.
[6] «La loi martiale se anunciaba izando una bandera roja en el balcón principal del Ayuntamiento, requiriendo simultáneamente las autoridades municipales a los chefs de la guardia nacional, es decir, de la guardia cívica, o de la gendarmería o de las tropas regulares, a prestar ayuda con fuerzas armadas. Con la señal de la bandera roja se hacían punibles todos los tumultos (attroupements), ya fuera con armas o sin ellas, y debían ser dispersados por las fuerzas armadas. La fuerza armada requerida (guardia nacional, gendarmería o tropas regulares) tenían que marchar inmediatamente bajo el mando de sus oficiales, y acompañada por lo menos de un funcionario municipal, a cuyo efecto debían llevar igualmente por delante una bandera roja. Un funcionario municipal (no el oficial) tenía que preguntar a la multitud amotinada cual era el motivo del tumulto. La multitud debía designar seis hombres para exponer sus quejas y peticiones, teniéndose que retirar en seguida los demás de una manera pacífica. Si esto no acontecía, el funcionario municipal los exhortaba a retirarse pacíficamente a sus casas. La exhortación se hacía con la siguiente fórmula: Avis est donné que la loi martiale est proclamée, que tous attroupements son criminels; on va faire feu: que les citoyens se retirent. Si la multitud se retiraba pacíficamente, entonces solamente se perseguía y castigaba a los cabecillas, en proceso extraordinario. Si la multitud cometía actos de violencia antes o durante la exhortación o si después del tercer requerimiento no se retiraba pacíficamente, entonces entraba en funciones la fuerza armada… En toda la regulación se parte del supuesto de que toda la iniciativa y la dirección radica en las autoridades municipales (elegidas por los ciudadanos), y de que el comandante militar solamente es un ejecutivo que presta obediencia». Ibid., pp. 231-232.
[7] «La idea de que en la guerra y el motín actúa la autoridad militar como sustitutivo de los tribunales, a cuyo efecto la martial law presupone una especie de justitium, ha estado siempre viva en el pensamiento jurídico anglosajón y así sucede, por ejemplo, también en la ley americana de 1795 (que, según Garner, está todavía en vigor), la cual confiere al presidente de los Estados Unidos la facultad de llamar a la milicia en caso de invasión enemiga o desacato a la ley o de impedimento de su ejecución; de tal manera que la situación de violación de la ley no pueda ser reprimida por la jurisdicción ordinaria y el poder ejecutivo, cuyo llamamiento, según el art. I, sec. 8, n.° 16 de la Constitución, es de por sí la competencia de Congreso». Ibid., pp. 223-224.
[8] «Tanto el presidente (concretamente Lincoln) como el comandante militar han hecho con frecuencia uso de esta facultad, a menudo con la autorización del Congreso, pero a veces también sin ella (el comandante militar con la sola autorización del presidente) y, con la jurisdicción ordinaria en suspenso, han hecho juzgar a los amotinados por «comisiones militares». La célebre sentencia que sobre un caso semejante dictó la Corte Suprema de Justicia ex parte Milligan… repite la argumentación tradicional de que en caso de invasión enemiga o de guerra civil, si los tribunales están cerrados o si es imposible ejercer la jurisdicción criminal con arreglo a la ley en el territorio donde domina efectivamente la guerra, la autoridad civil suspendida tiene que ser sustituida por otro power, para velar por la seguridad del ejército y de la sociedad». Ibid., p. 223.
[9] «En el caso de un traspaso total del poder ejecutivo, no sería ya posible, naturalmente, ningún recurso jurídico, porque entonces a través del hecho no solamente se expresaría la disposición, sino que también se expresaría simultáneamente la denegación del recurso jurídico tal vez admisible de manera que el acto podría contener una riqueza fantástica de composiciones». Ibid., p. 226.
[10] «A pesar de su nombre, el derecho de guerra no es, en este sentido, derecho ni ley, sino un procedimiento dominado esencialmente por un fin fáctico, en el que la regulación jurídica se limita a precisar los presupuestos bajo los cuales entra en acción (solicitud de las autoridades civiles, requerimiento para dispersarse, etc.). Como fundamento jurídico para la situación ajurídica se hace valer que en tales casos los demás poderes resultan impotentes e ineficaces, especialmente los tribunales. Entonces debe entrar en acción una especie de sustitutivo (some rude substitute), cuya acción debe ser a la vez juicio y ejecución». Ibid., p. 223.
[11] «El problema jusnaturalista de si un estado general de necesidad y la guerra de todos contra todos lleva unida una situación jurídica puede ser, pues, siempre actual. Pero para una consideración científico-jurídica, lo decisivo en tales construcciones del proceder via facti es que ignoran justamente lo que es esencial al derecho, esto es, la forma». Ibid., p. 228.
[12] «Aquí la normalización tiene que limitarse a establecer con precisión los presupuestos bajo los cuales se da el caso de gravedad. La ley indica entonces un supuesto de hecho que o bien contiene el verdadero concepto delimitado con arreglo a las circunstancias de hecho, es decir, delimitado con precisión, o bien trata de establecer, mediante una especie de división de los poderes, una garantía que deje la decisión sobre el presupuesto del caso de gravedad a una parte distinta de la militar, es decir, distinta de aquella que ejecuta efectivamente la acción. Pero esta división de la competencia falla frente al caso de necesidad. Lo mismo que en la legítima defensa, cuando se da el presupuesto, o sea, un ataque antijurídico actual, puede llegarse a todo lo que sea necesario para rechazar el ataque, sin que en su regulación jurídica se dé ninguna indicación acerca de lo que es necesario para rechazar el ataque, así también sucede con la acción que resulta necesaria con arreglo a la situación de las cosas, una vez que tienen lugar los presupuestos para la acción del caso de gravedad». Ibid., p. 229.
[13] Cfr. Ibid., p. 233.
[14] Cfr. Ibid., pp. 234-235.
[15] Cfr. Ibid., p. 242.
[16] «La guardia nacional, cuya competencia había sido reservada expresamente en la declaración del estado de sitio de París en 1832, combatió con especial encono a los amotinados de 1832, es decir, al proletariado revolucionario. En junio de 1848 se repitió el mismo acontecimiento: el estado de sitio declarado por la Asamblea Nacional el 24 de junio de 1848, tenía por fin la protección de la propiedad privada y de la Constitución burguesa. París fue puesto en estado de sitio (Paris est mis en état de siège), y se transmitieron al general Cavaignac todas las facultades ejecutivas. La propuesta había sido de transmitirle todas las facultades (tous les pouviers), pero limitarla a las facultades ejecutivas no se había fomentado una transmisión del poder ejecutivo, en el sentido de que el comandante militar tuviera solamente las facultades que de otra forma competirían a las autoridades civiles, sino que se expresaba sin lugar a duda que el general no tenía poderes legislativos de ninguna especie. En consideración al estado de sitio y al poder que le había transmitido como comandante supremo de las fuerzas armadas militares de la capital, Cavaignac proclamó una serie de ordenanzas (arrêtes); prohibición de carteles que no emanaran del gobierno, desarme de los guardias nacionales que no prestaran obediencia al llamamiento para la defensa de la República, fusilamiento «conforme al derecho de guerra» de todo el que fuera encontrado trabajando en una barricada (debería ser tratado como si se le hubiera detenido con las armas en la mano), toma de declaración a las personas detenidas con motivo del levantamiento del 23 de junio, informando de ella los oficiales al tribunal de guerra de la primera división militar, persecución de todos los crímenes y delitos cometidos en el territorio de la ciudad de París colocado bajo la dirección de autoridades militares. El 28 de junio, la Asamblea Nacional transmitió a Cavaignac el ejecutivo, bajo el título de presidente del Consejo de Ministros. El estado de sitio fue levantado por resolución de la Asamblea Nacional el 19 de octubre de 1848». Ibid., pp. 242, 252-253.
[17] Cfr. Ibid., pp. 250-251.
[18] Cfr. Ibid., p. 254.
[19] Ibid., pp. 254-255.
[20] Cfr. Ibid., pp. 247-248.
[21] Ibid., p. 248.
[22] «A lo incierto del concepto corresponde puntualmente la incertidumbre terminológica. El presente estudio se servirá del sintagma «estado de excepción» como término técnico para la totalidad coherente de fenómenos jurídicos que se proponen definir. Este término, común en la doctrina alemana (Ausnahmezustand, pero también Notstand, estado de necesidad), es extraño a las doctrinas italiana y francesa, que prefiren hablar de decretos de urgencia y estado de sitio (político o ficticio, état de siège fictif). En la doctrina anglosajona prevalecen en cambio los términos martial law y emergency powers». Agamben, Estado de excepción: Homo sacer, II, I, pp. 27-28.
[23] Schmitt, Teología Política, ed. cit., p. 18.
[24] Cfr. Benjamin, Iluminaciones IV. Para una crítica de la violencia y otros ensayos, ed. cit., p. 32.
[25] «Soberano es quien decide sobre el estado de excepción… Solo esta definición puede ser justa para el concepto de soberanía como concepto limite. Pues concepto límite no significa concepto confuso, como en la impura terminología de la literatura popular, sino concepto de la esfera más extrema. A él corresponde que su definición no pueda conectarse al caso normal, sino al caso limite». Schmitt, Teología Política, p. 13.
[26] «La fe en un poder que retiene el fin del mundo constituye el único puente que puede llevar desde la parálisis escatológica de todo advenimiento humano hasta una potencia grandiosa como la del Imperio cristiano de los reyes germanos». Agamben, El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos, ed. cit., p. 23.
[27] «La excepción es lo que no puede ser incluido en el todo al que pertenece y que no puede pertenecer en el conjunto que está ya siempre incluida. Lo que emerge en esta figura —límite–– es la crisis radical de toda posibilidad de distinguir entre pertenencia y exclusión, entre lo que está afuera y lo que está adentro, entre excepción y norma». Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, p. 39.
[28] «La norma exige un medio homogéneo. Esta normalidad fáctica no es un simple «supuesto externo» que el jurista pueda ignorar; antes bien, es parte de su validez inmanente. No existe una sola norma que fuera aplicable a un caos. Es menester que el orden sea restablecido, si el orden jurídico ha de tener sentido. Es necesario de todo punto implantar una situación normal, y soberano es quien con carácter definitivo decide si la situación es, en efecto, normal. El derecho es siempre «derecho de una situación». El soberano crea esa situación y la garantiza en su totalidad. Él asume el monopolio de la última decisión. En lo cual estriba precisamente la esencia de la soberanía del Estado, que más que monopolio de la coacción o del mando, hay que definirla jurídicamente como el monopolio de la decisión, en el sentido general que luego tendremos ocasión de precisar…». Schmitt, Teología Política, p. 18.
[29] Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, p. 42.
[30] Ibid., p. 27.
[31] «Y eso significa que la paradoja de la soberanía puede formularse también de esta forma: «La ley está fuera de sí misma», o bien: «Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley…». Ibid., p. 27.
[32] Cfr. Agamben, Estado de excepción: Homo sacer, II, I, pp. 25-26.
[33] Ibid., p. 25.
[34] Idem.
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