Del ciudadano al consejero electoral: una lectura desde la fantología

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Del ciudadano al consejero electoral: una lectura desde la fantología

 

Resumen

La confianza, la credibilidad y la legitimidad en los procesos electorales son supuestos nodales en los Estados democráticos modernos y constituyen problemas aún pendientes en el sistema político mexicano. La historia de los procesos electorales en México arroja un saldo negativo caracterizado por la incredulidad y la desconfianza de una gran parte de los mexicanos, tanto en los comicios como en los resultados que de ellos emanan, lo que ha constituido una fuente permanente de ilegitimidad para quienes resultan electos y un motivo de crisis políticas recurrentes. 

Palabras clave: ciudadano, consejero electoral, democracia, corrupción, fantología

 

Abstract

Trust, credibility, and legitimacy in electoral processes are nodal assumptions in modern democratic states and are still pending problems in the Mexican political system. The history of electoral processes in Mexico throws a negative balance characterized by disbelief and distrust of a large part of Mexicans, both in the elections and in the results that emanate from them, which has constituted a permanent source of illegitimacy for who is elected and a reason for recurrent political crises.

Key Words: citizen, electoral counselor, democracy, corruption, phantom

 

La ciudadanía, clave de la legitimidad electoral

La confianza, la credibilidad y la legitimidad en los procesos electorales son supuestos nodales en los estados democráticos modernos y constituyen problemas aún pendientes en el sistema político mexicano. La historia de los procesos electorales en México arroja un saldo negativo caracterizado por la poca credibilidad y la desconfianza de una gran parte de los mexicanos, tanto en los comicios como en los resultados que de ellos emanan, lo que ha constituido una fuente permanente de ilegitimidad para quienes resultan electos y un motivo de crisis políticas recurrentes.

En las últimas cuatro décadas, podemos encontrar esfuerzos tendientes a remontar esta situación que han dado lugar a diferentes reformas jurídico-políticas. En este sentido tiene lugar el denominado proceso de ciudadanización de las instituciones electorales, a partir del cual se instituyó un nuevo actor político electoral, el consejero. Esta figura ha pasado por diferentes denominaciones: consejero magistrado, consejero ciudadano y consejero electoral. Estos cambios de denominación no son intrascendentes ya que nos dan cuenta de cómo se ha transitado de una noción restringida “de los expertos”, a una noción amplia de “los ciudadanos”, para arribar a una noción intermedia de, “ciudadanos con conocimiento en la materia”; el común denominador de estas figuras ha sido la función de vigilancia de los comicios y por ende ser los garantes de la legalidad de los actores políticos: autoridades, partidos, candidatos y ciudadanos. Esta función se sostiene en dos condiciones: la primera es suponer la existencia de ciudadanos excepcionales con un peso específico sobre “otros” ciudadanos —actores políticos— a quienes vigilan, y la segunda, el reconocimiento de la existencia continua y sistemática de prácticas ilegales en las diferentes etapas del proceso electoral por parte de todos los actores involucrados.

FERNANDO GUTIÉRREZ BARRIOS CONSEJERO CIUDADANO DEL INSTITUTO FEDERAL ELECTORAL DE MÉXICO JUNTO AL EXPRESIDENTE CARLOS SALINAS DE GORTARI.

FERNANDO GUTIÉRREZ BARRIOS CONSEJERO CIUDADANO DEL INSTITUTO FEDERAL ELECTORAL DE MÉXICO JUNTO AL EXPRESIDENTE CARLOS SALINAS DE GORTARI.

De ahí que se ha apostado a que la ciudadanización en la integración de los órganos electorales otorgue la garantía de la renovación pacífica y legítima de las instancias del Estado, lo cual no es cosa menor, propongo hacer un ejercicio de análisis de la constitución y funcionalidad de esta figura a partir del concepto de fantología. Retomemos lo que en el libro Espectros de Marx, Derrida propone entender por fantología:

Repetición y primera vez, es quizá ésa la cuestión del acontecimiento como cuestión del fantasma: ¿qué es un fantasma?, ¿qué es la efectividad o la presencia de un espectro, es decir, de lo que parece permanecer tan inefectivo, virtual, inconsistente como un simulacro? ¿Hay ahí entre la cosa misma y su simulacro una oposición que se sostenga? Repetición y primera vez, pero también repetición y última vez, pues la singularidad de toda primera vez hace de ella también una última vez. Cada vez es el acontecimiento mismo una primera vez y una última vez. Completamente distinta. Puesta en escena para un fin de la historia. Llamemos a esto una fantología.[1]

JACQUES DERRIDA

JACQUES DERRIDA

Esta propuesta permite no ontologizar, sino bien al contrario interrogarnos por el origen, el trascurso y los efectos de la espectralidad que ordena, sostiene y hacen viable un cierto orden de cosas, al mismo tiempo que desordena, difiere y proyecta una espera de un orden de cosas en las que el espectro está ahí “desarticulado”, “descoyuntado”, “desquiciado”, “desarreglado”, “dislocado”, al mismo tiempo que produce figuras o metáforas precarias. Una aproximación desde la fantología (discurso acerca del fantasma), permite y supone desplegar, desmontar las diferentes escenas que se sobreponen, distorsionan, reconfiguran, trastocan y tergiversan. De este modo, procederé a partir de ubicar tres referentes, el primero y pivote de los otros dos, los conceptos de ciudadano y de ciudadanía en tanto que nodales del proyecto ideológico de la modernidad acuñado en Francia. El segundo consistirá en dar cuenta del origen y los avatares del proyecto político de México como una nación democrática y representativa, para lo cual se requería de ciudadanos —electores— que participaran en la vida política del país y de esa forma se constituyeran en la fuente de legitimidad. Por último, trabajaré la fórmula de la ciudadanización de las instituciones electorales a la que se ha recurrido en las últimas tres décadas, para remontar la poca credibilidad, la desconfianza y la ilegitimidad que han caracterizado el sistema político mexicano. Para lo cual he utilizado tanto referentes de orden jurídico[2] como históricos.

 

El Concepto de Ciudadano

El concepto de ciudadano remite al sujeto de derechos civiles y políticos, que interviene ejercitándolos, al interior de una comunidad política. Para Yolanda Meyenberg[3] el núcleo duro de este concepto radica en entender que “los ciudadanos son todos aquellos que comparten la vida cívica, aquellos con el conocimiento y la capacidad requerida para participar en un encargo deliberativo judicial, aquellos que entienden la complicada dinámica que implican las tareas simultáneas de regir y ser regidos”. En el mismo sentido Salazar y Woldenberg señalan que: “se presuponen hombres con capacidad de discernir racionalmente entre las ofertas que se les presentan, que pueden contribuir con su opinión en la toma de acuerdos y que ellos mismos pueden agruparse para participar en los asuntos públicos”.[4]

De manera solidaria al concepto de ciudadano se define la ciudadanía como: el vínculo jurídico y predominantemente político que relaciona a un individuo con un Estado.[5] Otra acepción es la que permite entender la ciudadanía en tanto que condición subjetiva, como posición del sujeto —del ciudadano— en relación con el orden público, así como el vínculo que el sujeto establece con el orden cultural del cual él mismo es efecto y agente productor. Esta identidad del sujeto en tanto ciudadano remite al modo particular de posición con la rex pública, y es producto de un proceso de subjetivación política, que le permite crear un sistema de interpretaciones y producir sentido(s) de su realidad social y su forma de ubicarse con respecto a ella.

Así la ciudadana tiene como base y soporte la apropiación que el sujeto realiza del significante ciudadano, el cual se encuentra codificado en el discurso jurídico institucional, y lo remite a una forma particular de conceptualizarlo, de significarlo y vincularlo con la realidad político social de la que es actor y producto. A partir de este signo se le otorga al sujeto un lugar en la sociedad inscribiéndolo en un conjunto de significados que determinan requisitos y fundamentan derechos y obligaciones. La significación o el sentido que el sujeto el da a su condición de ciudadano y la posición que ella supone, están determinados por las condiciones histórico socio-culturales y singulares en las que esta se instituye. La ciudadanía es sobre todo un pensar-hacer arraigado a la esfera de los asuntos humanos, es un modo de ser en la realidad, que se conforma en un ejercicio cotidiano estructurado en función de las instituciones sociales vigentes, que encuentran su sostén en el orden jurídico.

Por último, también se recupera la acepción de la ciudadanía en tanto que oficio, como conjunto de prácticas específicas de la acción ciudadana, como miembros y participantes de una comunidad. Esta participación implica un compromiso colectivo con la comunidad política, entendida como el lugar en donde nos podemos reconocer a partir del orden imaginario de las instituciones sociales, en donde podemos identificar el sentido que la ciudadanía tiene para una sociedad determinada. La ciudadanía es por tanto un oficio, efecto de un proceso que nos remite a un imaginario histórico específico. Los conceptos hasta aquí expuestos delinean lo que se supone, espera y promueve que sean y hagan los habitantes de una nación a quienes se les reconoce la condición jurídica de ciudadano.

Avatares de la ciudadanía en México

A partir de estas puntualizaciones teóricas se analizan las condiciones histórico-sociales de la conformación de la ciudadanía en México, específicamente las que refieren las características particulares que el ser ciudadano ha tenido en nuestro país y las prácticas ciudadanas que le distinguen en el quehacer político. Para lo cual resulta prioritaria la tarea de reconstruir esta historia al tener como aspectos fundamentales el discurso político jurídico que ha sustentado y organizado la institución del ser ciudadano.

Sabato, Aninno y Guerra[6] señalan que la primera experiencia ciudadana liberal en la historia hispana tuvo lugar en 1812 con la realización de las elecciones de diputados para la integración de las cortes, las cuales se llevaron a cabo a partir de los lineamientos establecidos en la Constitución Política de la Monarquía Española; en la que, por primera vez, los americanos e indígenas, adquirieron el estatus de ciudadano y con él, el derecho al voto y a la representación. Esta experiencia ciudadana en la Nueva España conllevó una paradoja, ya que, por un lado, se forma parte de un régimen monárquico bajo las órdenes de un rey del cual se es súbdito y por otra parte se participa en una experiencia de orden liberal que tiene como principio ideológico y condición necesaria la existencia de una nación conformada por “ciudadanos libres e iguales”. Por lo que los habitantes de la Nueva España eran simultáneamente súbditos y ciudadanos; Guerra comenta al respecto: “diríase que los habitantes de la Monarquía se descubren ‘nación’”[7] y por ende ciudadanos liberales prefigurados en el ideario francés, cuyas características son: la individualidad, la abstracción, la universalidad y la homogeneidad. De manera congruente con estos principios ideológicos se proclamaba: la soberanía popular, el voto público, la libertad de prensa y expresión; se admitía la existencia de los derechos del hombre a la libertad, la igualdad, la seguridad y la propiedad.

Simultáneamente a los acontecimientos en la península ibérica, en la Nueva España tenía lugar el movimiento revolucionario por la independencia. A tres años de haber dado inicio el movimiento revolucionario por la independencia, en 1813 el Congreso Constituyente declaró formalmente la independencia y se dio a la tarea de elaborar la “máxima norma” del país, para así cubrir “la necesidad de dar a la nación su norma fundamental que la definiera como un país soberano, independiente, estructurado política y jurídicamente dentro de la modernidad y que otorgara a la sociedad libertad, justicia, bienestar y garantías para sus personas y sus bienes”.[8] En 1814 la primera constitución de una nación aún en ciernes les otorga a los mexicanos el derecho a ser libres y felices, que entiende por felicidad “el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad” , principios afines a un Estado de orden moderno-liberal.

A juicio del mismo autor, la importancia de la Constitución de Apatzingán radica en el hecho de que articula un proyecto de nación y de ciudadano acorde al liberalismo europeo y de conformidad al programa encabezado por la elite criolla poseedora de la “inteligencia” ilustrada, representada por el alto clero y los mandos superiores del ejército, pero ajeno a la mayoría de la población y de sus necesidades, prácticas y costumbres. Esa gran mayoría heterogénea, marginada e iletrada compuesta por diversas etnias indígenas y campesinos, no tenía en su horizonte ideológico el proyecto ilustrado europeo, se veía comprendida pero no incluida en el proyecto de trasformar la colonia ibérica en un Estado-Nación democrático.

Con el fin de las hostilidades en 1822 se impone el restablecimiento de un sistema monárquico con Agustín de Iturbide a la cabeza, con lo que se hizo patente que la clase política dominante en quien recaía la toma de decisiones, era una minoría conformada por los altos mandos del ejército. De tal suerte que en los hechos ser ciudadano era equiparable o sinónimo a ser miembro de la milicia. El predomino del ejército en el espacio político y su papel fundamental para poner, imponer, mantener o derrocar gobiernos será una constante en el país durante el siglo XIX y principios del XX. Durante el imperio se define que el gobierno será “representativo, monárquico, moderado, hereditario con el nombre de imperio” y se impone como requisito ser propietario, tanto para ser elegible como elector para el cargo de diputado. Por lo que el proyecto de estado y de nación, así como el concepto de ciudadano definidos no correspondían a los propósitos del movimiento independentista, ni al proyecto de nación prefigurado en el texto de Apatzingán.

CORONACIÓN DE ITURBIDE

CORONACIÓN DE ITURBIDE

La terminación del movimiento armado por la independencia, no motivó el cese de las tensiones ni la pacificación del país. El periodo comprendido de 1824 a 1884 se caracterizó por una permanente convulsión social debido a las tensiones política que derivaban en constantes insurrecciones y movimientos armados. Las principales tensiones existentes, se expresaban bajo cuatro formas: a) los sucesivos enfrentamientos entre las dos principales tendencias políticas, los liberales y los conservadores, b) la tendencia a la fragmentación del territorio en diferentes estados independientes, c) los esfuerzos, tanto externos como internos, por el restablecimiento de un régimen monárquico y d) las amenazas externas.

En este periodo se promulgaron seis diferentes ordenamientos jurídicos entre constituciones, reglamentos y bases orgánicas,[9] cuyo objetivo era establecer los principios y las bases jurídicas que definieran el tipo de Estado y de nación que se pretendía impulsar, el tipo de gobierno que se tendría, la manera en que se concebía a la población y la forma de participación política que le correspondía. En cada uno de estos ordenamientos quedan plasmadas las características e intereses del grupo de poder en turno. En medio de movimientos armados “se daba” a la nación ordenamientos, que en la mayoría de los casos en su siempre efímera y cuestionable vigencia, no eran respetados aún por aquellos que presumiblemente eran sus impulsores. Los criterios para ser reconocido como ciudadano y por ende ejercer los derechos político-electorales cambiaban, variaba del grupo en el poder en turno, haciéndolos más laxos o más restrictivos. Incluso por tercera ocasión en el siglo XIX durante el Imperio de Maximiliano de Habsburgo se tuvo la condición de súbditos y de ciudadanos simultáneamente.

FRANZ XAVER WINTERHALTER,

FRANZ XAVER WINTERHALTER, “EMPERADOR MAXIMILIANO I DE MÉXICO” (1864)

Durante este periodo la escasa participación de los ciudadanos en la vida política del país es una característica constante. Las condiciones en las que vivía esta población a la que se le pedía sumarse a la modernidad política las describe González del siguiente modo: “la población era escasa, rústica, dispersa, sucia, pobre, estancada, enferma, mal comida, bravucona, heterogénea, ignorante y xenófoba”.[10] Quizá por eso, la indiferencia ciudadana, a la constitución que estuviera en turno y el proyecto de nación y ciudadanía en ella se estableciera les tenía sin cuidado, si es que siquiera se enteraban. En los miles de pequeños e inconexos mundos existentes a lo largo y ancho del país vivían la gran mayoría de los dos millones de “ciudadanos”, a quienes era ajena la lucha por el poder que se llevaba a cabo entre una élite urbana lejana y ajena. Estas condiciones no sólo prevalecieron, sino que se acentuaron durante los treinta años que duró el porfiriato. Durante esos años en el país hubo un único elector: Porfirio Díaz. Los comicios se organizaban y llevaban a cabo puntualmente, sin embargo, éstos no eran contiendas electorales, en ellos sólo se ratificaba lo dispuesto por Don Porfirio. Las jornadas electorales eran el escenario, la pantomima política necesaria para legitimar la voluntad de un solo hombre.

De ahí que una de las reivindicaciones fundamentales del movimiento revolucionario mexicano estuviera directamente relacionada con el proceso de elección del Presidente de la República y de los “representantes populares”. Este reclamo quedó plasmado en dos principios básicos “Sufragio Efectivo” y “No Reelección”. Como respuesta a estos reclamos en las legislaciones electorales de 1911 y 1912, se da lugar a reformas importantes a partir de las cuales se reconoce e introduce por vez primera la figura de partidos políticos, y se establece que el voto sea secreto y directo para la elección de diputados y senadores.

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917, constituyó uno de los logros del proceso revolucionario, ya que es el texto constitucional que aún sigue vigente, si bien con numerosas reformas. En el artículo 34 se estableció que “son ciudadanos de la República, todos los que teniendo la calidad de mexicanos reúnan los siguientes requisitos: haber cumplido dieciocho años siendo casados o veintiuno si no lo son, y tener un modo honesto de vivir”. En el artículo 35, se determina que: las prerrogativas del ciudadano son: el voto activo, el voto pasivo y la asociación para tratar los asuntos políticos del país. Otro aspecto fundamental es el establecimiento de un sistema de elección directo, con voto “universal” y secreto. Al remitir lo universal únicamente a los ciudadanos varones situación que se modificará hasta 1953 al reconocer el derecho de la mujer a ser considerada sujeto activo en el ámbito político, otorgándosele el derecho a ser electa y electora. Ello provocó la modificación al texto del artículo 34 constitucional, como: “son ciudadanos de la República los varones y las mujeres” ampliándose con ello de manera sustantiva la base de ciudadanos-electores.

Con base en este recuento general de los diferentes momentos por los que ha transitado la conformación del Estado y de la ciudadanía en México podemos señalar algunos aspectos que han caracterizado este proceso. Así encontramos, que desde el origen del Estado Mexicano, la participación política y por ende la toma de decisiones sobre el rumbo del país ha sido quehacer de unos cuantos, de una élite. La gran mayoría de la población ha quedado excluida y su participación reducida a momentos puntuales en los que se hace necesaria su presencia, sólo para avalar y legitimar decisiones y acciones que se han tomado entre unos pocos, que han ejercido el poder de manera autoritaria a través del caudillismo, el corporativismo, la corrupción y la intimidación. A estas prácticas han correspondido el abstencionismo, la indiferencia, la sospecha y la incredulidad de una inmensa mayoría de la población del país que ha sido ajena a lo político. No han sido actores sino objetos de la acción política, y ésta se les presenta no sólo como una escena obscura e inaccesible sino ajena y corrupta. Otra característica que ha acompañado a los procesos electorales, casi de manera constante, es lo que se ha denominado como prácticas ilegales, corruptas o viciadas.

DEVELACIÓN DE PLACA POR EL CENTENARIO DE LA CONSTITUCIÓN DE 1917

DEVELACIÓN DE PLACA POR EL CENTENARIO DE LA CONSTITUCIÓN DE 1917

 

El Consejero y la Vigilancia del Proceso Electoral

A partir de 1970, una reforma política y sobre todo electoral se puso en marcha ante la concurrencia de diversos elementos, uno de ellos el reclamo de los partidos, los intelectuales y los políticos que denunciaban al mismo tiempo que subrayaban la importancia de procedimientos electorales creíbles, para lo cual se requería un cambio sustancial en la integración del órgano encargado de adoptar las decisiones fundamentales en materia electoral y de vigilar y garantizar la limpieza de los comicios. Otro elemento, era la necesidad de modificar radicalmente el clima de animadversión y desconfianza por uno de confianza y voluntad política, por lo que había que darse a la tarea de cambiar prácticas sociales e instituciones que se evidenciaban rebasadas, defectuosas e incapaces de responder a las nuevas condiciones políticas del país.

CARLOS SALINAS DE GORTARI Y MANUEL BARLETT TRAS LAS ELECCIONES DE 1988

CARLOS SALINAS DE GORTARI Y MANUEL BARLETT TRAS LAS ELECCIONES DE 1988

A pesar de la serie de reformas que tanto en el plano jurídico como institucional se habían realizado, en las elecciones presidenciales que se realizaron en 1988 se volvieron a hacer patentes las características del sistema electoral mexicano, la tardanza en dar a conocer los resultados bajo el argumento de la “caída del sistema” no era más que la nueva cara de algo conocido y añejo, el fraude. La tecnología sofisticó las viejas prácticas, pero no las desterró, y por ende la sospecha, la desconfianza, la falta de credibilidad e ilegitimidad volvieron a ser la constante. Así las impugnaciones, la suspicacia y la ilegitimidad cayeron no sólo sobre quien se erigía en candidato ganador, sino sobre todo el sistema político que él encabezaba y mostraba su incapacidad de respuesta a las nuevas características sociales.

La reforma político electoral fue la respuesta oficial al malestar de la ciudadanía y de entre las diferentes modificaciones que se realizaron, la que aquí nos interesa subrayar es la concerniente a la inclusión de un nuevo actor en el escenario electoral, el consejero magistrado, punto de arranque de lo que se ha denominado el proceso de ciudadanización de los órganos electorales. Con este término se designó a los ciudadanos que tendrían la responsabilidad no sólo de organizar los procesos electorales, sino, sobre todo, de garantizar la transparencia y legitimidad de los resultados emanados de éstos.

Con relación a esta figura, Luján señala que “la ciudadanización de los organismos electorales puede ser vista, desde la lógica de las mediaciones, como la incorporación de un tercer elemento en la relación entre los partidos políticos y los funcionarios electorales, al que se le atribuyen cualidades como la imparcialidad y la independencia de las partes”.[11] Esto es, ante la desconfianza de los actores políticos acerca de los procesos y resultados electorales se plantea que la inclusión de ciudadanos —de personajes— imparciales permitiría generar la credibilidad y confianza necesarias para construir la legitimidad de las instituciones. Por lo que, las características y desempeño de los ciudadanos en quienes recae esta función no es asunto de poca importancia, ni mucho menos una tarea fácil la que tienen que realizar. En consonancia con Foucault[12] podemos pensar la inclusión de este actor en el proceso como: un dispositivo de poder cuya principal función y mecanismo es la vigilancia garante de la legitimidad del proceso.

Los consejeros magistrados eran abogados, que debían cumplir los mismos requisitos que los ministros de la corte, y debían ser electos por el voto de las dos terceras partes de los miembros presentes en la Cámara de Diputados, de entre los propuestos por el Presidente de la República. La aportación central de estos personajes sería la de constituirse en una presencia formalmente ajena a los partidos políticos cuyo conocimiento jurídico especializado atemperaría los intereses partidistas y aportarían a la legalidad y equidad reclamada por los actores políticos.

Con la reforma de 1994 se estableció que los órganos electorales en todos los niveles también quedarían conformados por la figura de los consejeros ciudadanos, los cuales venían a sustituir y ampliar la presencia del consejero magistrado. El cambio de denominación refleja entre otras cosas, el cambio de perfil de quienes realizarían esta función, el especialista jurisconsulto cede el paso a ciudadanos con diferentes trayectorias y profesiones, que gozaran de prestigio, públicamente reconocidos y por ende merecedores de la confianza de los diferentes actores políticos, pero fundamentalmente de la ciudadanía.

Su presencia y función se fortaleció ante el hecho de que a los representantes de los partidos políticos en los órganos electorales se les quitó el derecho a votar y sólo conservaron su derecho a voz. En este sentido, se puede afirmar que se dan pasos certeros con rumbo a la ciudadanización de las diferentes instancias del órgano electoral, entendido como nos propone Luján “un retiro de las partes a favor de un tercero”.[13] Esta tendencia a la ciudadanización del proceso toma tal fuerza que en 1996 la figura de los ciudadanos nuevamente cambió la denominación, ahora se les llamaba consejeros electorales, que se reconocía con ello el carácter de funcionarios del Estado e integrantes de un órgano constitucional autónomo.

 

El fantasma de la ciudadanía 

En el concepto de ciudadano y su correlato el de ciudadanía se perfila, se delinea el espectro, esto es, las presencias espectrales de aquello que ya no está y aquello que aún no es, sobre el que se ha de sostener el sistema político liberal, el cual requiere para su funcionamiento la existencia de individuos con características, conocimientos y capacidades que lo hagan apto para participar de manera racional e informada en la vida política. Presupone también la formación de ciudadanía como resultado de la existencia de una serie de condiciones culturales e institucionales que den lugar a un proceso de subjetivación, de construcción subjetiva, que dote al individuo no sólo de la información y capacidad deliberativa, sino también de una forma de pensarse, ubicarse y sentirse en y con la rex pública; que sostenga y haga posible “el oficio político” adecuado e inherente al proyecto de la democracia representativa, que se espera, que se propone, que se proyecta que “encarnen” quienes cumplen los requisitos para ser reconocidos como ciudadanos.

El fantasma de la ciudadanía se mueve y trastoca temporalidades y regionalidades, lo que nos lleva a analizar los avatares que ésta tiene al pretender implantar en un tiempo y una cultura que nada o casi nada tiene que ver con las condiciones en las que se creó, se imaginó. Estos avatares se han señalado al hacer el recorrido de las múltiples intentos y abortos que por más de doscientos años se han dado en México para hacer ciudadanos a una población lejana y ajena de los idearios y espectros europeos. Así, en los albores de la construcción de una nación y un Estado mexicano, se le impuso a una población mayoritaria que nada sabía, ni podía, ni quería saber del oficio y del ser ciudadanos; derechos, obligaciones, criterios y prácticas que correspondían a algo que no eran ni podían encarnar.

Punto de partida de la fantología, en tanto lógica del fantasma, donde aquello que existe, lo hace en relación con otros ausentes, espectrales, presentes en los diversos ordenamientos jurídicos a los que ya se ha aludido, en las instituciones que se crearon, así como en las prácticas político-electorales que han tenido lugar a lo largo de más de dos siglos. Entre éstos no hay correspondencia, sino al contrario heterogeneidad no sólo entre los ordenamientos jurídicos, las instituciones y los actores, sino también entre todos ellos y el ideario al cual supuestamente responden. Que da lugar a formas de organización y participación arraigadas: “en sistemas de lealtades particulares: comunitarias, corporativas, señoriales, patrimoniales, clientelistas”.[14] Lo que ha producido incredulidad, desconfianza e ilegitimidad en los procesos y sus resultados.

Ante el desencanto y el malestar que han marcado la vida política nacional, se optó, como una forma de conjuro, por apostar nuevamente al ciudadano, a un proceso de ciudadanización de los órganos electorales, integrado por ciudadanos; pero no el común y corriente, ese que no ha estado presente, que no ha existido, sino el ciudadano excepcional y de excepción, Aquel que se alza o se pretende alzar por encima de los actores políticos y las prácticas corruptas y clientelares. El que no sólo es docto, instruido en la materia electoral y con reconocido prestigio social, sino que además es objetivo, imparcial, sin filias y fobias partidistas. Un espectro que recorrerá los órganos electorales al ser pilar y garante de un orden jurídico normativo que ha recorrido la historia del país como otro espectro. El cual ha pasado de elogios y reconocimiento a ser motivo de cuestionamientos y objeciones sobre su calidad de representantes de la ciudadanía, al ser ubicado como una sobrerrepresentación partidista. De tal suerte que a pesar de que los más recientes resultados electorales no han sido cuestionados, la eficacia e integración de los órganos electorales y particularmente la actuación de los consejeros son parte de la agenda político electoral.

De izquierda a derecha: Consejero Electoral Enrique Andrade González, Consejero Presidente Lorenzo Córdova Vianello y el Consejero Electoral Marco Antonio Baños Martínez.

De izquierda a derecha: Consejero Electoral Enrique Andrade González, Consejero Presidente Lorenzo Córdova Vianello y el Consejero Electoral Marco Antonio Baños Martínez.

El análisis realizado ha permitido evidenciar la lógica en la que la fantasmología permite en términos de Derrida:

Mantener unido lo que no se mantiene unido, y la disparidad misma, la misma disparidad —volveremos constantemente a ello como a la espectralidad del espectro— es algo que sólo puede ser pensado en un tiempo de presente dislocado, en la juntura de un tiempo radicalmente dis-yunto, sin conjunción asegurada. No un tiempo de junturas negadas, quebradas, maltratadas, en disfunción, desajustadas, según un dis de oposición negativa y de disyunción dialéctica, sino un tiempo sin juntura asegurada ni conjunción determinable.[15]

Y en este sentido como señala Balcarce al elucidar “la eficacia de lo imposible en lo posible, como un nuevo espacio de apertura de la ontología”. […] toda vez que “los arribantes, los espectros, son la posibilidad de apertura de las totalidades, del sujeto, de la comunidad política”.[16]

 

Bibliografía

  1. Balcarce, G. Algunas reflexiones sobre la espectralidad en el pensamiento de Jacques Derrida. (https://www.raco.cat/index.php/Convivium/article/download/334700/42553)
  2. Carbonell, M, Cruz, O., Pérez, K. (comp.) Constituciones Históricas de México, México Porrúa, UNAM, 2002.
  3. Derrida, Jacques, Espectros de Marx, Madrid, Trota, 2012.
  4. Escalante, Fernando, Ciudadanos Imaginarios, México, Colegio de México, 1999.
  5. Foucault, Michel, Vigilar y Castigar, México, Siglo XXI, 1981.
  6. González, Luis, “El liberalismo triunfante”, En Historia General de México, México, El Colegio de México, 2000.
  7. Guerra, François-Xavier, “La independencia de México y las revoluciones hispánicas”, en El liberalismo en México, AHILA, cuadernos 1,
  8. Luján, Noemí, “Procesos de construcción de credibilidad en los organismos electorales”, en Estudios sobre el Instituto Federal Electoral. Revista Universidad de México, UNAM, México, marzo-abril 2000, no. 591-592,
  9. Meyenber, Yolanda, “Ciudadanía: cuatro recortes analíticos para aproximarse al concepto” en Perfiles Latinoamericanos FLACSO, México Año 8 núm. 15 diciembre,
  10. Sabato, Hilda. (coord.), Ciudadanía política y formación de las naciones, México, Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, 1999.
  11. Salazar, Luis y Woldenberg, José, Principios y valores de la democracia, México, Instituto Federal Electoral, 1995. (Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática).
  12. Venegas, F., Diccionario jurídico mexicano, México, UNAM, Porrúa, 1989.

 

Notas

[1] Jacques Derrida, Espectros de Marx, p. 24.
[2] Cfr. Constitución Política de la Monarquía Española (Constitución de Cádiz) (1812) en Carbonell, Miguel, et. Al (comp.) Constituciones Históricas de México, p. 10.
[3] Y. Meyenber, “Ciudadanía: cuatro recortes analíticos para aproximarse al concepto”, Perfiles Latinoamericanos, pp. 9-26.
[4] P. Salazar, y J. Woldenberg, Principios y valores de la democracia. Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática, p.44
[5] F. Venegas, Diccionario jurídico mexicano, pp. 468-471.
[6] Hilda Sabato, Antonio Aninno, y François-Xavier Guerra, en Sabato, Hilda. (coord.) Ciudadanía política y formación de las naciones, p. 34.
[7] François-Xavier Guerra, “La independencia de México y las revoluciones hispánicas”, en El liberalismo en México, p. 6
[8] Ernesto De la Torre, “Decreto constitucional para la libertad de la América Mexicana, 1814. Marco histórico”. En Patricia Galeana (comp.), México y sus constituciones, pp. 33–57.
[9] En 1824 se promulga la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos,1835 y 1836 Las Bases constitucionales y Leyes constitucionales, respectivamente, y en 1843 Las Bases Orgánicas de la República Mexicana. En 1847 se promulga el Acta Constitutiva y de Reformas. En 1857 Constitución Política de la República Mexicana y en 1864 Estatuto Provisional del Imperio Mexicano. En 1867, se dan las condiciones para el restablecimiento de la constitución de 1857.
[10] Luis González, “El liberalismo triunfante”, En Historia General de México, pp. 633-706, p. 645.
[11] Noemí Luján, “Procesos de construcción de credibilidad en los organismos electorales”, en Estudios sobre el Instituto Federal Electoral. Rev. Universidad de México, p. 45.
[12] Michel Foucault, Vigilar y Castigar, p. 59.
[13] Noemí Luján, (op. cit.) p. 46
[14] Fernando Escalante, Ciudadanos Imaginarios, 289 pp.
[15] Ibídem., p. 31
[16] G. Balcarce, “Algunas reflexiones sobre la espectralidad en el pensamiento de Jacques Derrida”, pp. 215 – 216. (https://www.raco.cat/index.php/Convivium/article/download/334700/42553)

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