TOMADA DE CNET
Resumen
Al explorar las posibilidades corporales que se manifiestan bajo la carpa, Jorge Gallego Silva, en su tesis doctoral “Filosofía y estética del cuerpo en el circo desde la perspectiva del concepto de biopoder”, identifica cuerpos hermosos y fuertes, ridículos o deformes. Cada uno de ellos responde a una experiencia vital distinta que la literatura ha retomado con creatividad y una profunda sensibilidad que invita al lector atento a replantearse su papel frente al otro. Este trabajo presenta una aproximación general al cuerpo circense desde distintas propuestas literarias.
Palabras clave: cuerpo, circo, literatura, héroes, fenómenos, payasos.
Abstract
Jorge Gallego Silva identifies three kind of bodies inside the circus tent: gorgeous and strong, ridiculous or misshapen, and explore their corporal possibilities in his doctoral thesis “Filosofía y estética del cuerpo en el circo desde la perspectiva del concepto de biopoder”. Each one of them has a different vital experience that Literature has proposed with creativity and a deep sensitivity. These literary works may help readears to reformulate their rol facing the other. The present article is a general approach to circus body from different literary works.
Keywords: body, circus, literature, heroes, freaks, clowns.
El cuerpo humano ha intrigado al hombre desde épocas milenarias y desde diversas disciplinas de estudio. En términos contemporáneos, Milan Kundera reivindica el interés en este objeto tan vilipendiado por el cristianismo, cuando afirma que basta con que el hombre se enamore para que recuerde que, antes que un ser racional, es un ser corporal:
Hoy, por supuesto, el cuerpo no es desconocido: sabemos que lo que golpea dentro del pecho es el corazón y que la nariz es la terminación de una manguera que sobresale del cuerpo para llevar oxígeno a los pulmones. La cara no es más que una especie de tablero de instrumentos en el que desembocan todos los mecanismos del cuerpo: la digestión, la vista, la audición, la respiración, el pensamiento.
Desde que sabemos denominar todas sus partes, el cuerpo desasosiega menos al hombre. Ahora también sabemos que el alma no es más que la actividad de la materia gris del cerebro. La dualidad entre el cuerpo y el alma ha quedado vedada por los términos científicos y podemos reírnos alegremente de ella como de un prejuicio pasado de moda.
Pero basta que el hombre se enamore como un loco y tenga que oír al mismo tiempo el sonido de sus tripas. La unidad del cuerpo y el alma, esa ilusión lírica de la era científica, se disipa repentinamente.[1]
Si nos permitimos una paráfrasis de la idea kunderiana, también podríamos afirmar que basta con que el hombre asista a una función de circo (o que una función de circo irrumpa en la vida del hombre, por ejemplo, en un crucero bajo el semáforo en rojo) para que el asombro ante las increíbles habilidades físicas del otro lo conecten con su (quizá) limitada realidad corporal.
En las obras literarias que han centrado su atención en personajes circenses, el cuerpo constituye un elemento central de reflexión y de posibilidades e imposibilidades ontológicas, pues así como no hay circo sin carpa o sin elefante, es un hecho que no hay circo sin cuerpos y que éstos, a su vez, pueden ser heroicos, bellos, graciosos o deformes.
El cuerpo y el circo
Si bien el circo tradicional en México atraviesa por una crisis de supervivencia que implica, a su vez, una crisis de identidad, derivada de la prohibición del empleo de animales en funciones, es un hecho que el circo sobrevivirá gracias al asombro que, en pleno siglo XXI, aún provocan las increíbles habilidades de hombres, mujeres e infantes que participan en la función realizando malabares precisos, arriesgadas suertes en el trapecio, actos de magia inexplicables o ridículas peripecias que invitan a la franca carcajada. Todo ello, producto de la misma fuente: el potencial físico del cuerpo humano.
Dicho potencial, ya fue analizado en extenso por Jorge Gallego Silva en su tesis doctoral “Filosofía y estética del cuerpo en el circo desde la perspectiva del concepto de biopoder”, donde a partir de aquello que sorprende al espectador se propone la existencia de tres corporalidades circenses distintas: El cuerpo heroico, el cuerpo monstruoso y el cuerpo del payaso.
En primer término, Gallego Silva sostiene que el cuerpo heroico en el circo es aquél que:
[…] genera en el espectador la percepción de estar observando un cuerpo superior. El Cuerpo heroico, como así lo definimos, está compuesto por todas aquellas corporalidades que se desarrollan en el interior de lo circense bajo una búsqueda positiva de lo no normal. Así, todas sus manifestaciones buscan sorprender a través de la observación satisfactoria del vencimiento de los límites, principalmente corporales.[2]
De esta manera, el cuerpo heroico constituye la esencia de las artes circenses, pues quedan aquí englobados todos los artistas que sorprenden por la inusual maestría de su fuerza, elasticidad, equilibrio y coordinación que potencia, a su vez, la belleza de su cuerpo y provoca en el espectador una sensación de extrañamiento, pues, como explica Gallego Silva, “[…] tras la observación del vencimiento de los límites corporales el espectador se sale de la carpa para viajar a otro mundo, ya que la propia imposibilidad de lo que observan [sic] hace que lo que ve se asocie con otra realidad superior”.[3]
Dicha realidad superior bien se puede asociar tanto con lo divino como con lo heroico. Para desarrollar este último ámbito, Gallego Silva se apoya en la obra de Joseph Campbell, El Héroe de las mil caras, lo que le permite resumir la acción heroica en tres momentos: La aparición del hombre corriente, que en el ámbito circense correspondería al momento inicial del acto cuando el artista se presenta en plena naturalidad, es decir, cuando el público reconoce en él a un hombre o a una mujer más; a continuación se presenta el viaje misterioso o con peligros, esa búsqueda de nuevos horizontes que en el circo equivale al acto mismo, donde las súper habilidades del artista transforman todo aquello que el espectador asumía como posible en el mundo; por último, asistiremos al regreso tras el triunfo, el artista concluye su acto y “nos enseña con su regreso que los límites del hombre los crea el propio hombre”, de ahí que el aplauso no se haga esperar.[4]
Sin embargo, el riesgo implícito del viaje, es decir, el no retorno, la muerte, también se manifiesta en la esfera circense, no para demeritar las suertes mostradas cuando el resultado es fallido, sino para reforzar la cualidad trágica del héroe, pues el artista circense asume el riesgo, desafía la fatalidad, a sabiendas de que, al finalizar el acto, únicamente podrá “volver héroe o morir hombre”.[5]
En segundo término, y prácticamente en el polo opuesto a la heroicidad, se encuentra el cuerpo monstruoso, no el protagonista de mitos o leyendas, sino un cuerpo monstruoso real y tangible:
Después del éxito de los viajes de Colón y el auge que se desarrolló en toda Europa de explorar y conquistar tierras extrañas, pronto lo desconocido era relativo y lo monstruoso, en cuanto a ser que habita en lo desconocido entró en conflicto. Al dejar las tierras de ser lejanas y no encontrar nunca evidencias de esos monstruos, el interés por ellos pierde fuerza y provoca el avance de otro tipo de curiosidad que aumenta por entonces y que se basa ahora en una monstruosidad más cercana, ubicada en malformaciones y portentos.[6]
Es así como, afirma Gallego Silva, con estos cuerpos que también generan asombro y que conformarán el conocido espectáculo de fenómenos, la fealdad llega al circo.[7] Esta nueva atracción se puede entender desde dos perspectivas: “como espectáculo de la contemplación o como negocio de exhibición”.[8]
Tras un minucioso repaso histórico de la presencia de estas exhibiciones monstruosas, que comienzan con la Edad Media, Gallego Silva sentencia: “el monstruo siempre ha tenido su lugar en las ferias”.[9] Ese adjetivo posesivo marca la diferencia ontológica principal entre el monstruo y los no-monstruos: el primero sólo puede pertenecer a la feria, al espectáculo de la exhibición, pues su lugar no está en el mundo, es decir, fuera de una carpa; en cambio, para todos los no-monstruos sí hay lugar en el mundo, fuera de la carpa, y no necesariamente implica la exhibición de su no-monstruosidad.
Ni siquiera la ciencia, en su momento, fue capaz de reivindicar al monstruo por utilizarlo como fuente de respuestas ante teorías evolutivas o ante discusiones sobre las razas, pues el público, ese gran ojo colectivo, no veía lo que la medicina intentaba mostrarle en sus primeros museos, sino lo que siempre ha querido ver y conservar, su propio entretenimiento:
El público encuentra en esos nuevos emplazamientos museísticos las respuestas a sus ansias de diversión. Y como suele ser habitual, cuando el dinero está por medio, son los gustos del público los que mandan, y estos primeros museos pronto entendieron que si querían afluencia deberían darles lo que esperaban, o mejor dicho, lo que jamás esperaban. De esa forma se estaban generando los cimientos del Freak show.[10]
Sin embargo, Gallego Silva establece que una faz es aquélla que ve el público y otra, la que experimenta el fenómeno exhibido: “Es cierto que hablaremos de crueldad, explotación y sufrimiento, pero también de fama, éxito y fortuna de aquellos destinados a vivir en la oscuridad y que encuentran, a la luz de los focos, el modo de reinventarse”,[11] tal y como se observa, por ejemplo, en el cortometraje titulado El circo de la mariposa. Además, agrega Gallego Silva: “Encontramos muchos ejemplos de fenómenos que encuentran a través del Freak show el modo de hacerse respetar por aquellos que les condenan desde su nacimiento simplemente por ser diferentes”.[12]
Así, lo que la ciencia no pudo lograr en un principio, reivindicar la presencia monstruosa a partir de una explicación objetiva; tampoco lo logró el dinero, pero al menos éste, como siempre, hizo las cosas mucho más llevaderas al facilitarles a algunos de estos monstruos un mecanismo social de respeto: un estatus económico mayor al de la masa observante.
Por último, Gallego Silva analiza el cuerpo del payaso, pues desde una óptica foucaultiana, bien puede representar “una corporalidad que resista desde lo cómico a las corporalidades dominantes”,[13] pues, en otras palabras, aquel que busca convertir lo serio en risa, busca también “un mecanismo de liberación en contra de la realidad establecida”.[14]
Además, el payaso constituye un eslabón entre el circo y el público, pues su cuerpo, en un principio tan diferente al del público, termina por mostrarse más humano que aquel del héroe y, evidentemente, que aquel del monstruo, gracias a su capacidad para asumir y exhibir el fracaso.[15]
Se trata así de un reflejo moral, pues es imposible que ante la distorsión colorida bajo la que el payaso se manifiesta, el espectador pueda sentirse identificado. Ante el aspecto físico del payaso, la postura del espectador es de superioridad, de ahí que todo lo que ocurra con ese personaje de nariz roja pueda resultar risible. Sin embargo, es necesario remarcar que, si bien la corporalidad del payaso es interpretada como inferior a la del espectador, esto no la vuelve simple, al contrario, la corporalidad del payaso, explica Gallego Silva, es un complejo entramado de significación: “El yo está encerrado en un cuerpo trabajado, codificado y estudiado. Es un símbolo que esconde, en su interior, la verdad del ser, pero nunca sin dejar de ser símbolo, sin dejar de ser código, sin dejar de ser lenguaje”.[16]
De esta manera, llega Gallego Silva a la obra de María Zambrano y con ésta, a la afirmación del payaso como pensador y libertador del público: “Según la filósofa española detrás de la risa se encuentra siempre un gesto del pensamiento que esconde la verdad, y por tanto el material crítico que nos libera. Pero el acto filosófico de pensar se convierte también en liberador a través de la risa. El gesto del filósofo-payaso que provoca la risa en un público triste es un acto responsable y de misericordia”.[17]
Nada más alejado del gesto heroico, irresponsable al cuestionar y explorar los límites establecidos, ni nada más alejado de la presencia monstruosa que exige la compasión o que es empleada para sancionar la vanidad humana. La corporalidad del payaso está a nuestro servicio: su fracaso, que busca nuestra liberación, es también la muestra de su rebeldía ante el orden.
Ahora veamos cómo cada una de estas corporalidades es retratada a través del filtro estético de la literatura.
Los cuerpos heroicos
Al considerar que el cuerpo heroico es aquel que se presenta en primer término como un cuerpo normal; en segundo término, como un cuerpo súper desarrollado que, a través de ciertos ejercicios, se enfrasca en un viaje de superación de límites; y, finalmente, como un cuerpo que regresa a la normalidad tras haber superado con éxito dichos límites o al aceptar su trágico destino perdiendo la vida en plena faena; es evidente, que se trata del cuerpo de gran parte de la compañía de artistas circenses: domadores, trapecistas, equilibristas, malabaristas, contorsionistas, hombres bala y prestidigitadores, como aquellos que protagonizan las novelas Un largo redoble (1974) del mexicano Manuel Echeverría, La eternidad por fin comienza un lunes (1994) del cubano Eliseo Alberto y varios de los relatos compendiados en la antología Vamos al circo: minificción hispanoamericana (2016).
A continuación, expondremos un ejemplo de las dos caras de la heroicidad corporal: por un lado, el retorno glorioso, la exitosa superación de límites, en uno de los episodios más bellos de La eternidad por fin comienza un lunes; por otro lado, el no retorno, la tragedia, a través de dos microrrelatos que tienen como protagonista a un hombre bala.
En la novela de Eliseo Alberto, la acción transcurre en la Arena Cinco Estrellas, al finalizar la primera parte del espectáculo. La trapecista Anabelle aparece y el mecanismo del héroe comienza a andar, pues en primer lugar, “[…] estaba tranquila al filo tajante del precipicio, dando trotecitos sobre la plataforma, y derramaba besos a diestra y siniestra con la imposible naturalidad de quien desgrana desde el cielo arroz a las gallinas”.[18] Gracias a esta descripción, ni al espectador ni al narrador puede caberle la menor duda, se trata de una joven normal, pues nada hay en su delicada fisonomía que pueda levantar sospechas.
En segundo lugar, “Anabelle contó del uno al tres, hizo la señal de la Santa Cruz, y se dejó caer al vacío. No pocos pensaron que se estaba suicidando”,[19] pensamiento natural de quien sabe que las únicas personas que se lanzan al vacío con tanta seguridad son aquéllas que buscan la certeza de su muerte; pero, la joven está entrenada para romper paradigmas:
En el momento previsto de la caída, Anabelle encontró la barra del primer trapecio que el enano Caifás soltó desde la torreta contraria, y la acróbata se embaló a tal velocidad que varios espectadores abrieron un claro en las gradas, temiendo que siguiera su vuelo y perforara la lona. Pero la muchacha comenzó a subir y a subir en una curva peligrosa, sujeta a las tensiones de la fuerza centrífuga, hasta que en el punto muerto del giro soltó el trapecio y dibujó en el aire tres lentos, muy lentos, demasiado lentos, saltos mortales.[20]
Este desafío a la gravedad inquieta a los espectadores, de ahí el gran alivio que la joven les otorga al regresar sana y salva a la tarima: “todos se pusieron en pie para aplaudir la brillante ejecución”.[21]
Si bien la superioridad corporal de Anabelle se refuerza en cada función, hubo una en particular donde las cosas se salieron de control pues todos los implicados en la logística del acto titulado “El Grande Viaje del Cisne Negro sobre los lagos de hielo de Irlanda” tuvieron dificultades para concentrarse y realizar con precisión las acciones tantas veces repetidas; sin embargo, es la desconcentración de Caifás la única que podría haber ocasionado la muerte de la trapecista: el enano, embobado ante el aplomo y la gracia de Anabelle, se olvida de lanzar el segundo trapecio.
La lógica nos indica que será la última presentación del cisne negro, pero algo más grande que nuestros reducidos paradigmas (el dios del circo, quizá) nos brinda una oportunidad para comprobar que los límites del hombre, en efecto, sólo los crea el propio hombre: “En franco desafío a las leyes de la física y a los principios de la lógica, Anabelle comenzó a batir suavemente los brazos y se sostuvo en el aire, gravitando como un Espíritu Santo sobre el universo del Cinco Estrellas […]. La serena trapecista permaneció levitando durante un minuto tenaz e interminable, protegida por el poderío de la juventud y las ráfagas de la felicidad”.[22]
Mas si esto no fuera lo suficientemente heroico, el narrador se permite una detallada pausa para compartir todo aquello que Anabelle pudo percibir a lo largo de su vuelo: “Vencido el susto inicial, la muchacha se entretuvo en observar el abismo que desafiaba, y descubrió en el claroscuro de la tramoya un nido de golondrinas trabado entre los andamios, y observó que había que zurcir cuanto antes los remiendos mal zurcidos de la loneta, y sintió el olor de estiércol de caballo de la carpa raspándole la nariz”.[23]
Así, tanto el autocontrol, como la conciencia ante el desafío superado y los curiosos descubrimientos bajo la carpa, permiten consagrar la heroicidad de Anabelle al concluir ilesa aquel “Grande Viaje”.
En cambio, nos encontraremos con una heroicidad suspendida en la microficción “El hombre bala”, propuesta de Salvador Herrera García, porque a través de un filtro poético que desafía a la lógica, desconocemos el producto final: “En su fugaz trayectoria pasa sobre los asombrados espectadores y, en un momento de confusión, desaparece. Sólo un gran boquete en la carpa indica que traspasó la gruesa lona, salió del circo y se perdió en la noche. La función termina entre la incredulidad y el espanto”.[24]
Sin cuerpo no hay héroe, ni consagrado ni derrotado, sólo tres puntos suspensivos que condenan al espectador: o a la incredulidad, pues no hay cuerpo que reaparezca para confirmar que el acto presenciado se realizó con éxito y que ahora todos pueden volver a la normalidad; o al espanto, que en este caso, representa un miedo al vacío.
Caso contrario se encuentra en la microficción “Promoción válida”, escrita por Luis Eduardo Alcántara, que reproducimos en su totalidad: “Se gratificará de manera adecuada, y sin ninguna clase de averiguaciones, a la persona que tenga en su poder el casco protector del hombre bala y lo regrese en condiciones funcionales al circo. El trato puede incluir dinero en efectivo, previa negociación entre las partes, si lleva también la cabeza del interfecto”.[25]
La muerte de este artista, que a ojos del espectador promedio hubiera representado un trágico acontecimiento ante el límite no superado o la suspensión del juicio ante la desaparición del cuerpo, aquí es retratada con humor, en términos prácticos e incluso con cierta indiferencia, pues se trata de la mirada interna, de la propia mirada del circo que asume este evento como un gaje del oficio, nada más alejado de la heroicidad y del peso del destino.
Los cuerpos monstruosos
Aunque en apariencia hemos superado la morbosa atracción hacia la exhibición de fenómenos o rarezas en el circo, los cuerpos que se alejan en forma extrema de lo naturalmente esperado, en términos de proporción o de cantidad, siempre llamarán la atención del otro que, en términos biológicos, pudiera asumirse como un organismo estándar.
Esos seres únicos que a lo largo de la Historia han conformado la familia fenómeno, en términos literarios, no nos asombran por el horror que sus presencias deformes o atípicas pudieran provocar al ser descritas a detalle, sino por la profunda capacidad de reflexión ontológica que les han otorgado autores mexicanos como José Emilio Pacheco en algunos de los poemas de “Circo de noche”, incluido en El silencio de la luna (1996), David Toscana en Santa María del Circo (1998) y, más recientemente, Paulette Jonguitud en Algunas margaritas y sus fantasmas (2017).
Comencemos con el poemario de Pacheco. Los doce poemas que lo conforman abarcan desde trapecistas y domadores, hasta pulgas y siameses. En el poema dedicado a estos últimos, corroboramos el lucrativo aspecto de ser un fenómeno de circo a través de la voz de Tim, uno de los siameses:
Nos hacen millonarios nuestra danza grotesca,
los diálogos obscenos que improvisamos
y los feroces juegos con espada.[26]
Pero, inmediatamente después, la siguiente estrofa nos coloca frente al gran conflicto existencial de estos hermanos:
Dice la gente: “Es el acorde perfecto.
Nunca se han visto hermanos tan idénticos”.
¿Alguien se ha imaginado nuestra guerra interior,
la lucha interminable que libramos a solas?
(Ninguno de nosotros sabrá nunca
qué significa la expresión a solas)”.[27]
José Emilio Pacheco es ese alguien que sí se detuvo a imaginar lo que había detrás de una sincronía bien ensayada para el show y a quien le bastaron dos versos para que el lector atento reflexione sobre la fortuna de poder estar a solas. Una facultad que, quizá, nos pueda resultar un alivio, pero a la que este siamés no aspira, pues sus pensamientos lo han llevado a la siguiente conclusión:
No podemos creer que existan seres
por separado. Los consideramos
triste mitad de un todo inexistente,
mellizos de un fantasma o espectrales siameses
que alojan en un cuerpo la dualidad, la enemiga
contradicción de opuestos para siempre
enfrentados.[28]
De tal suerte que entonces, los monstruos desafortunados, seríamos nosotros, los seres individuales, todos los que instintiva y desesperadamente buscamos a nuestra “media naranja”. Esta inversión de valores se observa también en el poema titulado “Fenómenos”, donde, tras la mención de varios seres que conforman este grupo, se nos advierte:
En su arrogancia ni siquiera imaginan
que ustedes nos divierten con su cara de asombro,
con su alarmada burla y su temor
a un accidente o a una enfermedad
que los haga cruzar nuestra frontera.
[…]
Ustedes nos repugnan, nos dan pavor
con sus cuerpos de dieta y ejercicio
que también la vejez hará monstruosos;
con sus caras sin vello ni fealdad
que pronto han de plegarse bajo el agua del
tiempo.[29]
El cambio de tono es evidente: las voces de estos fenómenos no son compasivas como la del siamés Tim, sino desdeñosas y lapidarias. Parece que estos seres marginales han alcanzado una comprensión profunda de nuestra naturaleza, de eso que aterra al ser humano, es decir, del miedo a cruzar la frontera de la normalidad por su lado negativo (recordemos que el lado positivo lo constituyen los cuerpos heroicos). De ahí que al sufrir un accidente o caer gravemente enfermos lo de menos fuera morir, pues sobrevivir a dichos eventos arrastrando para siempre una deformidad o una mutilación equivaldría a una pérdida de nuestro estatus anterior, a una condena ontológica. Sin embargo, lo más aterrador se plantea al hablar de la vejez, pues esta etapa de deterioro físico y mental es, a diferencia de la enfermedad o los accidentes, inevitable si apelamos a que la vida siga su curso natural. Entonces, dado que todos estamos condenados a terminar nuestra existencia convertidos en monstruos, no es de extrañar que las industrias cosmética, alimenticia y farmacéutica se empeñen en combatir el envejecimiento.
Curiosamente, en la novela Santa María del Circo, de David Toscana, encontramos a un personaje, Natanael, que no le teme a la vejez, sino que, en el fondo, hasta la desea, pues dicha etapa es un rasgo característico de los seres humanos “normales”:
Don Alejo llevaba una camiseta sin mangas que descubría gran parte de su pecho blancuzco y lampiño. Estiró su mano temblorosa para tomar una pera y Natanael vio con desagrado la carne colgante bajo el brazo extendido. Quiso calcularle la edad. ¿Setenta? ¿Setentaicinco? Sin embargo, truncó su pensamiento cuando le vino otro. Nunca había visto un enano viejo, y se preguntó por primera vez en su vida si siquiera los enanos llegaban a viejos o si eran como los caballos, que viven mucho menos.[30]
En este fragmento podemos observar, en primer lugar, la monstruosidad de la vejez con la que los fenómenos de Pacheco asustaban a su lector-espectador en esa “carne colgante bajo el brazo extendido” de Don Alejo que Natanael observa con desagrado; en segundo lugar, la duda del enano ante su propio futuro, pues si bien nadie tiene asegurada la vejez, al pensar en humanos normales, las posibilidades de llegar ahí son muchas, mientras que para el enano, sin pruebas a la mano, la vejez se le convierte en otro de los tantos objetos que, por su condición, será incapaz de alcanzar; y en tercer lugar, vemos la degradación ontológica ante la imposibilidad de la vejez, pues se equipara al enano con un caballo, de manera que su imposibilidad de llegar a viejo, lo acerca más a una condición animal que a una condición heroica, por ejemplo.
Esta situación se hace patente, además, en el momento en el que los hermanos Mantecón deciden seguir caminos separados, cada uno con su propia porción de artistas y de animales:
–Dame otro animal –se desahogó don Alejo–. Nomás me dejaste el pinche marrano.
–Y el enano también –dijo don Ernesto.
–Ora –reclamó Natanael desde lo profundo de las gradas.[31]
Cuando el enano no es degradado al nivel animal y llega a considerarse parte de la cuadrilla de artistas, basta su propia corporalidad limitada para menospreciarlo y considerarlo un artista de menor categoría, tal como lo explica el mago Mandrake:
–A propósito de trucos nuevos– interrumpió Natanael–, a mí nadie me ha dicho en qué consiste mi acto.
–No importa –dijo Mandrake–. Eres un enano; te basta con dar un par de maromas. La gente normal como yo es la que debe esforzarse para ganar un aplauso.[32]
Es evidente que el mago no es consciente de que sus habilidades “mágicas” lo alejan a él también de la normalidad, aunque sea hacia el lado positivo, al del héroe que rompe los límites impuestos por el propio hombre. En cambio, el lúcido Natanael sí es consciente de esta condición desde su llegada al circo y, tras una fallida velada con sus compañeros para integrarse, concluye: “Qué poco entienden […] si también fueran enanos sabrían que mi condición va más allá de no alcanzar una cebolla en la alacena o pasar sin agacharme entre las patas de un caballo. Como si ellos estuvieran aquí por normalitos”.[33]
El último caso que abordaremos con relación al cuerpo monstruoso constituye todo un paradigma en la historia de los fenómenos de feria: el inglés Joseph Carey Merrick (1862-1890), conocido como “El hombre elefante”. Dicho mote fue utilizado como título para la película que inmortalizó a tan peculiar ser humano bajo la dirección de David Lynch, en 1980.
Treinta y siete años después, se publica la novela Algunas margaritas y sus fantasmas, donde Paulette Jonguitud entrelaza la dolorosa vida de una madre senil que no ha superado la muerte de uno de sus hijos con la de una joven fotógrafa que trata de superar la muerte de su hermana a través de nuevos proyectos fotográficos, como los retratos espectrales de Joseph Merrick y de Alan Turing (1912-1954). Si bien la temática no es circense, al igual que Pacheco y que Toscana, esta joven escritora mexicana se detiene a imaginar lo que podría haber cruzado por la mente de aquel hombre víctima del síndrome de Proteus: “Sonríe o piensa que sonríe, aunque su expresión no cambia: siempre el rostro de tubérculo. Si pudiese sonreír sería el alma de las fiestas, claro que tendrían que invitarme a alguna. Mueve la cabeza buscando un buen ángulo, uno humano al menos. Doctor Treves le ha dicho que lo más terrible de su tragedia es que aún es humano”.[34]
¿Qué nos hace humanos? ¿Nuestra estatura? ¿Los años que podemos alcanzar a vivir? ¿Un rostro agradable? Según el Diccionario de la Real Academia Española, un humano es aquel ser que tiene naturaleza de hombre, es decir, de ser racional o que es sensible a los infortunios ajenos. Nada se explica sobre las cualidades físicas que definirían a un ser humano, pero bajo el emporio de la belleza en el cual habitamos desde la Época Clásica, tanto la preocupación de este hombre vegetal como la dura franqueza del Doctor Treves, no parece una discusión bizantina, al contrario, ambas afirmaciones nos parecen profundas al indagar en la búsqueda de la humanidad: ¿Cómo alcanzar un ángulo humano? ¿Cómo dejar de ser humano para que la tragedia sea menor? El mismo Merrick de Jonguitud afirma desolado: “Para rostros como el mío mejor tener un agujero”,[35] es decir, que estaría dispuesto a renunciar totalmente a esa zona corporal que alberga los famosos espejos del alma.
Más adelante, este peculiar sujeto opina sobre el fin de los espectáculos de exhibición: “[…] se decía que las ferias de curiosidades explotaban a los pobres idiotas que habían tenido la desgracia de nacer distintos. Joseph cree que cerrar las ferias fue la mejor manera de matar a muchos. Los monstruos son como los miedos y mueren si no se les alimenta”.[36]
En efecto, ya hemos visto cómo este miedo a lo desconocido, a lo que se ha salido de control, a lo que podríamos llegar a ser, encarna en el fenómeno, quien sólo tiene lugar bajo la carpa y fuera de ella está perdido porque carece de una humanidad completa que le permita adaptarse a la sociedad de las apariencias, de la proporción y de la belleza.
El cuerpo de los payasos
De manera general, los elementos asociados a la corporalidad del payaso que podemos analizar en el discurso literario serían la mención de su peculiar aspecto y el desarrollo de la actuación redentora a través de la exhibición de su fracaso, pues esta última es indispensable para que el payaso cumpla con su función espejo y provoque en el espectador la reflexión y el reconocimiento en escena de lo netamente humano.
En el relato Los dos payasos (1995), el escritor argentino César Aira ha inmortalizado la gracia y el arduo trabajo de un clásico sketch entre dos payasos que únicamente disponen del tiempo que les lleva a los peones montar la reja alrededor de la pista para recibir a las esperadísimas fieras. Se trata de una clásica pareja de opuestos: el gordo mandón y el flaco sumiso. Veamos la deformidad del primero, pues dado su volumen, es mucho más evidente: “Es muy corpulento, panzón, culón, la cabeza y las manos pequeñitas, los hombros caídos. Camina bailoteando, con aire muy seguro de sí mismo, como si fuera el dueño del circo; adentro de los zapatos descomunales se adivinan unos pies ridículamente pequeños que jamás podrían mantener en equilibrio estable esa panza, esas nalgas”.[37]
Así, la deformidad de este payaso queda soportada por la desproporción entre la pequeñez de sus manos y pies, frente a la magnitud exagerada de su vientre y su trasero; desproporción que el narrador disfruta al poder describirla desde su superioridad como espectador, en primera instancia, y como dueño de la voz narrativa, en segunda.
Finalmente, retomemos el poemario de Pacheco, con el poema “Payasos”:
Sólo hay una manera de reír:
la humillación del otro. La bofetada,
el pastelazo o el golpe
nos dejan observar muertos de risa
la verdad más profunda de nuestro vínculo.[38]
¿Y qué mayor fracaso hay que volverse objeto de la humillación? ¿Acaso no fracasa aquél que no puede esquivar “la bofetada, el pastelazo o el golpe”? Podemos reírnos del payaso, pero, en el fondo, reconoceremos en esa bofetada nuestros propios demonios, es decir, todas nuestras batallas perdidas, el límite humano que no pudimos superar porque no somos héroes.
Continúa Pacheco:
Todo Payaso es caricaturista
que emplea como hoja su falso cuerpo deforme.
Distorsiona, exagera –y es su misión–,
pero el retrato se parece al modelo.[39]
En primer lugar, recordemos que la deformidad corporal del payaso es intencional, por lo que no nos encontramos frente a un monstruo. En segundo lugar, al crear la imagen del payaso caricaturista, Pacheco lo hermana con todos los caricaturistas de tradición encargados de ser la piedrita en el zapato del sistema dominante. Misión que, en el mejor de los casos, puede transformar al mundo, como lo señala Sofía Mireles Gavito, en su artículo “La caricatura en México”: “El hombre, la risa y la caricatura nacieron juntos. El hombre fue hombre en la medida en que aprendió a reír de sí mismo, al fustigar con la ironía a los demás. La risa que la caricatura promueve es el reconocimiento del valor moral; por tal motivo, la caricatura es una protesta, una predicación y, en el menor de los casos, una revolución mínima, cuando no es el preludio de una revolución magna”.[40]
Sin embargo, para finalizar el poema, Pacheco nos sorprende al voltearnos la situación:
Cuando se extingue la carcajada y cesa el aplauso,
nos quitamos las narizotas,
la peluca de zanahoria, el carmín,
el albayalde que blanquea nuestra cara.
Entonces aparece lo que somos sin máscara:
los payasos dolientes.[41]
El vínculo se estrecha y va más allá de asumir que todos somos payasos, pues el fracaso liberador del payaso actor concluye con su acto, pero su fracaso personal lo acompaña hasta el camerino, tal como a nosotros, los espectadores, a quienes nos espera el nuestro afuera de la carpa.
El cuerpo heroico, el cuerpo deforme y el cuerpo del payaso conforman la tríada circense de la corporalidad defendida por Jorge Gallego Silva, en “Filosofía y estética del cuerpo en el circo desde la perspectiva del concepto de biopoder”, como corporalidades que retan al pensamiento dominante, pues todas ofrecen parámetros distintos para comprender la realidad:
- a) Desde lo heroico, al dar testimonio de que ir más allá de los límites auto-impuestos por el hombre es posible.
- b) Desde lo monstruoso, al exponer aquello que se quiere esconder o negar como faceta humana, tanto la deformidad como la vejez, es decir, aquello que no nos enorgullece como sí lo hace nuestra capacidad de raciocino.
- c) Desde lo cómico, al enfrentarnos a eso que vive en nosotros, pero que pocas veces queremos reconocer: nuestro fracaso, nuestros límites.
Además, gracias al filtro literario, lo heroico en el circo no sólo sorprende al espectador, sino que lo deleita al presentarlo cobijado por la imaginación, como el exagerado vuelo de Anabelle o la poética culminación de aquel hombre bala que se perdió en la noche.
Gracias al filtro literario, además de contemplar al monstruo, podemos acceder a su intimidad, es decir, a su parte más humana: sus pensamientos. Así, vimos que el monstruo nos confronta con un intercambio de valores al compadecernos, como el siamés Tim, o al despreciarnos, como el coro conformado por otros fenómenos. Aunque en casos como el de Joseph Merrick, más bien asistimos al triste espectáculo de la vergüenza: al auto-reconocimiento como un ser feo, despreciable y monstruoso.
Por último, al representar a los payasos, este filtro estético nos ofrece, como entrada, la necesaria imagen deforme de los mismos; sea desde una visión de superioridad, como en el relato de Aira, o con una descripción grave, como la de Pacheco; y al mismo tiempo, exhibe su fracaso para que alcancemos un momento de reflexión sobre nuestra propia existencia.
Así, ante tal diversidad de experiencias, no me sorprende que el cartel para anunciar la gira nacional del circo Atayde por su 119 aniversario haya rescatado con orgullo lo que en 1999 declarara un periodista de Los Angeles Times, Kevin Baxter: “En México, donde el apellido Atayde es sinónimo de circo, el Atayde Hermanos debería ser considerado patrimonio nacional, como la poesía de Octavio Paz o las películas de Gabriel Figueroa”.[42]
Bibliografía
- _______ “Alebrije”, suplemento de la revista Artes de México. Circo: Arte y poesía, número 83, México, Artes de México, abril 2007, p. 14.
- Aira, César, Los dos payasos, Era, México, 1995.
- Alberto, Eliseo, La eternidad por fin comienza un lunes o El Grande Viaje del Cisne Negro sobre los lagos de hielo de Irlanda, Alfaguara, México, 2011.
- Gallego Silva, Jorge, Filosofía y estética del cuerpo en el circo desde la perspectiva del concepto de biopoder, Universidad Rey Juan Carlos, Madrid, 2015.
- Jonguitud, Paulette, Algunas margaritas y sus fantasmas, Caballo de Troya, México, 2017.
- Kundera, Milan, La insoportable levedad del ser, Alfaguara, México, 1991.
- Mireles Gavito, Sofia, “La caricatura en México”, La voz del Norte. Periódico cultural de Sinaloa, (http://www.lavozdelnorte.com.mx/2013/10/13/la-caricatura-en-mexico/), consultado el 16 de noviembre de 2017.
- Monsreal, Agustín y Fernando Sánchez Clelo (comps.), Vamos al circo: Ficción Hispanoamericana, BUAP, México, 2016.
- Pacheco, José Emilio, La fábula del tiempo (Antología), Era, México, 2010.
- Toscana, David, Santa María del Circo, DeBolsillo, México, 2004.
Notas
[1] Kundera, Milan, La insoportable levedad del ser, ed.cit., p. 48.
[2] Gallego Silva, Jorge, Filosofía y estética del cuerpo en el circo desde la perspectiva del concepto de biopoder, ed. cit., p. 133.
[3] Ibid., p. 134.
[4] Ibid., pp. 136-137.
[5] Ibid., p. 142.
[6] Ibid., p. 243.
[7] Ibid., p. 251.
[8] Ibid., p. 277.
[9] Ibid., p. 279.
[10] Ibid., pp. 281-282.
[11] Ibid., p. 284.
[12] Ibid., p. 286.
[13] Ibid., p. 350.
[14] Ibid., p. 356.
[15] Ibid., p. 407.
[16] Ibid., pp. 409-410.
[17] Ibid., p. 412.
[18] Alberto, Eliseo, La eternidad por fin comienza un lunes o El Grande Viaje del Cisne Negro sobre los lagos de hielo de Irlanda, ed.cit., p. 60.
[19] Ibid., p. 61.
[20] Idem.
[21] Ibid., pp. 61-62.
[22] Ibid., pp. 62-63.
[23] Ibid., p. 63.
[24] Monsreal, Agustín y Sánchez Clelo, Fernando (comps.), Vamos al circo: Ficción hispanoamericana, ed.cit., p. 153.
[25] Ibid., p. 111.
[26] Pacheco, José Emilio, La fábula del tiempo (Antología), ed.cit., p. 232.
[27] Idem.
[28] Idem.
[29] Ibid., p. 236.
[30] Toscana, David, Santa María del Circo, ed. cit., pp. 7-8.
[31] Ibid., p. 18.
[32] Ibid., p. 22.
[33] Ibid., p. 6.
[34] Jonguitud, Paulette, Algunas margaritas y sus fantasmas, ed.cit., p. 78.
[35] Idem.
[36] Ibid., pp. 100-101.
[37] Aira, César, Los dos payasos, ed. cit., p. 11.
[38] Pacheco, José Emilio, La fábula del tiempo (Antología), ed.cit., p. 229.
[39] Idem.
[40] Mireles Gavito, Sofía, “La caricatura en México”, en La voz del norte (http://www.lavozdelnorte.com.mx/2013/10/13/la-caricatura-en-mexico/), consultado el 6 de febrero 2019.
[41] Pacheco, José Emilio, La fábula del tiempo (Antología), ed.cit., p. 230.
[42] ______, Alebrije. Suplemento de la revista Artes de México, ed. cit., p.14.
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