Las nociones de feminidad y masculinidad atravesadas por una concepción trágica del mundo

EUGENE DELACROIX, “MEDEA” (1838)

 

Resumen

En este trabajo nos centraremos en las nociones de masculinidad y feminidad desde una óptica que toma en cuenta la mutua referencia entre ambos conceptos. En la sociedad griega homérica, abundan mitos, algunos de ellos plasmados unos siglos después en tragedias, en los que la masculinidad se halla horada por un elemento de fragilidad, asociado con lo femenino. De la misma manera, en la feminidad pueden encontrarse elementos relacionados con el universo de lo masculino, a saber el coraje y el valor. Esta noción de complementariedad entre los géneros, que nunca es pacífica, es simultánea a la concepción de vertiente falocéntrica introducida por Aristóteles, Platón e Hipócrates.

Palabras clave: femenino, masculino, mito, concepción trágica del mundo, fragilidad, alteridad.

 

Abstract

This article focuses on notions of masculinity and femininity from a perspective that takes into account a mutual reference between both concepts. In ancient Greece, several myths, and later tragedies, show a conception of masculinity that seems to embodiment an element of fragility. In the same way, elements related to the masculine universe, such as courage, can be found in femininity. Nevertheless, this notion of gender complementarity, is simultaneous to a phallocentric conception introduced by Aristotle, Plato and Hippocrates.

Keywords: feminine, masculine, myth, tragic conception of the world, fragility, otherness.

 

Anverso y reverso del par femenino-masculino

 

Podríamos pensar a las nociones de lo femenino y lo masculino tal como fueron entendidas en la Grecia homérica y en la tragedia griega posterior, como, si se permite la metáfora, dos platillos de una balanza sostenidos en un cierto equilibrio. Este equilibrio es esencial para mantener al ser humano dentro de los límites de la humanidad, volveremos sobre esta idea más adelante. 

 

Una especie de dialéctica permite que la alteridad esté presente en la mismidad más propia; sin embargo, esta dialéctica es de tipo negativa, por lo que no podemos afirmar que se dé una síntesis efectiva entre ambas nociones sino que antes bien, la alteridad a la vez que condición de posibilidad del equilibrio mencionado constituye también su socavamiento.

 

Lo femenino se caracterizaba como la posibilidad de ser atravesado por lo otro, su característica más esencial era la fragilidad.

 

Lo masculino, por su parte, consistía en una apertura a la comunidad que subjetivizaba a ciertos individuos como ciudadano, la característica moral que debía ostentar no era otra que el valor.

 

El par femenino-masculino se diferenciaba en un nudo central, que era también el punto en el que se producía un acercamiento y una encrucijada. Este nudo de sentido tenía una doble cara. Se presentaba en dos de los momentos más esenciales para la sociabilidad de los antiguos atenienses, a saber, el parto y la guerra.

 

El origen de la separación

 

Hacia el siglo VI  A. C., simultáneamente a esta especie de dialéctica de los géneros, que implica una referencia mutua, se materializa la concepción filosófica contraria, cuando Aristóteles movido por un afán clasificatorio escribe La reproducción de los animales; tratado que se inserta en la misma línea de las obras de Platón e Hipócrates, quienes coinciden en describir a la mujer a partir de una categoría biológica deferencial, a saber, su útero.

 

Tanto Platón como Aristóteles e Hipócrates consideraban al útero como una especie de entidad con independencia propia que vagaba por el interior del cuerpo femenino.

 

El útero migrante indisponía a la hembra y la tornaba agresiva, caprichosa, insurrecta; la solución dada por la episteme de la época para evitar esta errancia uterina consistió en la estimulación de la reproducción sexual. Detener la movilidad uterina significaba también impedir cualquier posibilidad de subversión monstruosa. En este sentido, la reproducción como paradigma de las prácticas sexuales permitió fijar las diferencias jerárquicas entre hombres y hembras. Recordemos que ya Platón, en el Timeo, describe la caótica migración del útero: “[…] las mujeres […] poseen dentro de sí como un ser viviente anhelante de procrear niños. Donde este permanece estéril durante mucho tiempo, más allá de la época apropiada […] acarrea violentas irritaciones y vaga por todo el cuerpo”.[1] Unas líneas más adelante, el texto platónico asegura que  “[…] esto ocurre hasta que el deseo de la mujer y el amor del hombre los llevan a unirse y obtener un fruto como los que cosechamos de los árboles”.[2]

 

En síntesis, la solución para la malograda naturaleza de la hembra consiste en la relocalización del útero mediante la reproducción.

 

Creemos que la característica migratoria del útero introduce en la feminidad una duplicación paradojal; una superposición de dos cuerpos que implica una diferencia inherente al cuerpo mismo; de esta manera, la mismidad queda destruida y la hembra lleva la diferencia encarnada en sí misma. En esto consiste la naturaleza femenina concebida como alteridad.

 

Siglos más tarde, este vacío que subsiste en el centro del cuerpo femenino, gracias a la fuga uterina, es interpretado por el cristianismo en su variante inquisitorial, como una fisura virtual por donde se cuela la intervención del demonio. El cuerpo de la bruja se convierte en un campo de batalla, donde fuerzas desatadas por la errancia uterina resisten la normalización sexual/reproductiva.

 

En el otro extremo se encuentra el logos, la palabra masculinizada que para nombrar y clasificar debe despegarse del omnipresente vientre materno, el despegue se logra mediante la violencia. Esta conexión entre la característica clasificatoria de la palabra logofalocéntrica y el dominio masculino puede ser ya rastreada en el Génesis bíblico, cuando Dios le encomienda a Adán la tarea de dar nombre a las criaturas del jardín del Edén y simultáneamente lo hace dueño de todas ellas; así, “[…] el hombre será quien domine los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos y todos los reptiles”.[3]

 

El logos, por tanto, supone una separación del mundo, un corte y una fijación del mismo. Simultáneamente, la masculinidad pierde la capacidad de ser trabajada por la alteridad,[4] característica que queda invariablemente asociada con el mundo de lo femenino. De manera tal que, la masculinidad se autoconcibe como lo cerrado en sí mismo y con la potencia para introducirse en —lacerando, recortando, clasificando, etc. — la realidad con el fin de  dominarla.

 

La muerte bella y la muerte infame

 

También en la hora más sublime, la de la muerte, los griegos marcaban diferencias entre los géneros. Seguimos aquí a Nicole Loraux, quien en su libro Las experiencias de Tiresias contrapone dos tipos antagónicos de muerte; una infame y femenina que consistía en el asfixiamiento-ahorcamiento, y la otra, noble, heroica y masculina conseguida por medio de la espada, sólo alcanzada por el héroe virilizado.[5]

 

La diferencia residía en los conceptos de apertura y cerrazón. De manera tal que mientras que la masculinidad, según Loraux, se la concebía desde la primera noción mencionada, la feminidad lo era desde la segunda.[6] Ambas nociones atraviesan distintas dimensiones, entre las más importantes encontramos la bélica y la cívico-comunitaria; en este último sentido, la apertura hace referencia al ámbito de la sociabilidad, posibilitado a su vez, por la visibilidad que adquiere lo viril abierto; la cerrazón, por su parte, remite a la intimidad de lo privado-familiar.

 

La guerra abre al hombre viril, las heridas exponen su carne, le dan la visibilidad de lo heroico, como también lo hacía el sacrificio. Por el contrario, el asfixiamiento-ahogamiento cierran cualquier salida del ser vital hacia el exterior; los fluidos corporales se detienen por estancamiento, dejando como resultado un cuerpo tan yermo como putrefacto.

 

Lo anterior encuentra su fundamentación teórica en las distintas corporalidades de los sexos; el cuerpo masculino ígneo, caliente y seco tiende a la actividad; mientras que el cuerpo femenino húmedo y frío está cerrado al exterior. Éste último, como vimos, está formado de pliegues y repliegues que forman una cavidad de monstruosa extensión virtual, a saber, el útero que fluye en el interior del cuerpo y produce el sofocamiento de los órganos. Según la medicina hipocrática; cuando el útero sube hacia las alturas del cuerpo y presiona la garganta, la pulsión de muerte femenina se hace presente.

 

Sin embargo, estos dispositivos de la muerte no eran mutuamente excluyentes, como veremos Heracles, el héroe griego más viril, mata y muere de manera femenina. Llegó, por tanto, el momento de centrarnos sin más preámbulo en la mutua referencialidad de los géneros.

 

La fragilidad de lo masculino

 

Ya en tiempos anteriores a la épica homérica el mito nos muestra un hecho inherentemente vinculado a la feminización de lo viril. Nos referimos al sacrificio del hijo-amante ofrendado a la diosa madre. Recordemos brevemente que la gran madre era la figura de la naturaleza terrible, fecundada por el hijo-rey, pero cuya sexualidad y fertilidad demandaba siempre un sacrificio; sintetizando así en sí misma elementos creadores y destructivos.

 

El rey consorte, por su parte, luego de fecundar a la diosa-reina debía fertilizar con su sangre los campos. Usualmente moría y renacía hacia la primavera o principios del verano;[7] de manera tal que este sacrificio se integraba a una concepción circular del tiempo, o, más aun, el sacrificio permitía la renovación de los ciclos naturales, cerrando la peligrosa brecha que se abría durante el cambio de las estaciones y por la cual el tiempo corría el riesgo de  fugarse. Así, el ritmo de ese tiempo circular estaba dado por el sacrificio de un hombre devenido dios. Mediante este sacrificio, la víctima era feminizada y considerada como un vástago de la diosa, una parte de su cuerpo —quizás coextensivo a la totalidad del mundo— que debe ser devuelta al útero.

 

La madre, es árbol, ataúd y vientre; la metáfora del árbol es extensamente usada en la antigüedad para insinuar la presencia de la diosa-madre; recordemos que la palabra inglesa witch deriva etimológicamente de willow, que significa sauce. Y es justamente durante el  mes del sauce celta, que va del 15 de abril al 12 de mayo, también llamado mes de las brujas, cuando los druidas oficiaban los sacrificios humanos, ofrecidos bajo la luna llena en canastas de sauce. No sólo en la cultura celta el destino del héroe sacrificial estuvo conectado con un árbol, Osiris fue enterrado dentro de uno antes de ser desmembrado, y la madre de Adonis —el bello joven sacrificado y renacido en primavera— fue metamorfoseada en un árbol de mirra. La muerte de este hijo-semilla devuelto al útero materno, devenido ya tumba, se daba como resultado de un proceso de asfixiamiento por agua o fuego, que como vimos, es considerado por los griegos como el tipo de muerte femenina por antonomasia.

 

Ya de vuelta a la mitología griega nos encontramos con un héroe paradigmático de lo masculino, a saber, Heracles-Hércules. Robert Graves afirma que: “Cuando Heracles recobró la razón (luego de ser enloquecido por Hera) se encerró en una habitación oscura durante varios días […] y […] fue a Delfos para preguntar lo que debía hacer. La Pitonisa […] le aconsejó que residiera en Tirinto, sirviera a Euristeo durante doce años y realizara los trabajos que le impusiese, en compensación por lo cual se le concedería la inmortalidad”.[8]

 

Encontramos en este fragmento numerosos signos de la feminidad hercúlea, entre ellos, el hecho de que el destino del héroe esté siendo digitado por una mujer, como Hera o la Pitonisa en este caso. La expiación por medio de la reclusión en el ámbito del encierro, de la privacidad de una habitación, antiguamente prioritaria de las mujeres, y, sobre todo, la locura. Esta última puede ser concebida como la negación del logos falocéntrico que hacía de la sensatez y prudencia las virtudes viriles más relevantes. La locura y la feminidad estaban íntimamente relacionadas, otra deidad andrógina, como Dionisio, dios de la embriaguez y la locura divina, exhortaba a vestir atuendos femeninos a  quienes asistían a sus festividades; derramando el delirio báquico sobre aquellos que se negaran al travestismo.

 

En la tragedia euripidea “Las bacantes” el nexo entre locura y feminidad queda expuesto, y Dionisio enloquece a Penteo, luego de que éste decline la invitación a travestirse por considerarla indigna de un varón. Pone, Eurípides las siguientes palabras en los labios del dios: “Primero sácale de sus cabales insuflándole una ligera locura. Porque, si piensa con sensatez, me temo que no quiera revestir el atuendo femenino”.[9]

 

Es Penteo también, como veremos más adelante, muerto en manos de su propia madre, sumergida en el furibundo delirio báquico.

 

Retornemos nuevamente a Heracles, una vez recuperada su cordura, le impone Euristeo su primer trabajo, a saber, matar y desollar al león de Nemea, un animal feroz que según Graves poseía una piel “[…] a prueba del hierro, el bronce y la piedra”.[10] Por tanto, Heracles no tiene otra opción que matarlo con sus propias manos, asfixiándolo.

 

Una vez más encontramos una referencia a la feminidad hercúlea; dado que a raíz de esta invulnerabilidad, Heracles no puede dar al león una muerte de acuerdo a como lo demandan los códigos masculinos, esto es, por la espada, sino que tiene que recurrir a estrategias más femeninas; y es así como el héroe acude a la asfixia.

 

No es, por tanto azaroso, que Heracles de muerte usando esta técnica. Como tampoco lo es que su propia muerte sobrevenga al entrar su piel en contacto con un vestido —de mujer— envenenado y a manos de su despechada esposa: el más viril de los héroes griegos ve su destino digitado por lo femenino.

 

Lo femenino viril

 

Nicole Loraux afirma en su obra anteriormente mencionada, que hay en las mujeres griegas un componente de valor que se hace presente en el momento del parto, este fenómeno permite a la mujer “abrirse” a la comunidad, dándole a la patria un ciudadano; por otro lado, es la que permite también la posibilidad de una muerte honorable, es por tanto, el parto a la mujer, lo que la guerra al hombre.[11]

 

No es casualidad que todo parto sea presidido por Atenea, la diosa viril de las batallas; sobre todo en los partos más complicados, en los que se anticipaba el desenlace fatal, se invocaba a la diosa para que termine, de una vez y para siempre, con los sufrimientos de la mujer.

 

Atenea, la diosa guerrera, se emparienta con otras deidades de su estirpe. La insignia que las distingue queda simbolizada en la fuerza arrolladora del león.[12] Y es justamente a través de este simbolismo, que un mito griego[13] hilvana la historia de la diosa más viril con el héroe más feminizado. Volveremos más adelante sobre este punto.

 

Asimismo, la diosa babilónica de la guerra, Ishtar, era conducida en un carro arrastrado por leones, luego también frecuentaron la compañía leonina Isis, Afrodita, y la Cibeles de Anatolia, expropiada luego por los romanos y adorada como su gran diosa.

 

Hay paralelismos y repeticiones en los mitos de algunas diosas que refieren al culto del sacrificio del hijo-rey consorte. Como ejemplo de lo anterior, encontramos a Ishtar, la diosa de la luna creciente y de la estrella matutina y vespertina, que luego fue asociada a Venus/Afrodita. Ambas diosas tienen un  hijo-amante (Tammuz en el caso de Ishtar y Adonis, en el de Afrodita) que muere en la víspera del solsticio de verano, mordido por un jabalí, desciende al infierno, donde la diosa del inframundo arde de amor por él y lo procura para sí; para luego, finalmente, resucitar, durante el equinoccio de primavera.

 

La diosa conjuga en sí las facetas de vitalidad y muerte, que hacen girar cíclicamente la rueda circular del tiempo. Es por esto que se la asocia con la fertilización de la tierra y la sexualidad femenina en su rol más primitivo y todavía no domesticada por la codificación matrimonial falocéntrica.

 

También en el Tarot de Marsella, que en nuestra lectura, se alimenta de la fuente mítica antigua, nos provee de ejemplos. En el arcano XI, La Fuerza, podemos observar en el centro de la escena una mujer abriendo las fauces de un león. La Fuerza no posee herramientas en sus manos para relacionarse con la naturaleza; su vínculo es directo y vital, hallándose su centro de acción a la altura del vientre.[14] De esta manera, la heroína está en contacto con la dimensión masculina y agresiva de su ser. Podemos ver una especie de danza entre ambos extremos, o cómo analizaremos más adelante, una armonía tensionante y bélica —pero armonía al fin— entre ambas nociones.

 

El trabajo que lleva a cabo la dama consiste en un proceso íntimo cuasi erótico que nos recuerda al trabajo de parto al introducir una duplicidad en lo que antes era una unidad; en este sentido vemos, en el recorrido del Tarot, que antes de La Fuerza hay una explosión de figuras híbridas —como ocurre en el arcano X— que identifican, de manera monstruosa, los dos extremos sin poder producir una transformación que integre a ambos. Así, la potencia activamente viril del león se halla, en este arcano, inherentemente vinculada a dimensiones de la sexualidad femenina —como el erotismo anclado en el vientre y el trabajo de parto—.

 

La simetría entre los extremos —mujer/león— nos permite inferir que no estamos aquí ante una figura de la diosa madre devoradora y castrante de la virilidad, sino de una dualidad integrada.

 

Volvamos a Atenea, ya que fue esta diosa quien ayudó a Heracles con su primer trabajo, que consistía justamente en la muerte del león de Nemea, como mencionamos más arriba. La aparición de la diosa se da en un momento clave del mito: el héroe, una vez muerto el león, debía hacerse de su pelaje, pero no hallaba herramienta alguna para llevar a cabo tal fin, Atenea metamorfoseada en bruja le sugiere que use las propias garras del león para rasgar la invulnerable piel del animal. La retrorreferencialidad del par masculino-femenino se evidencia aquí en el trabajo compartido que nos recuerda al trabajo íntimo que llevan a cabo la dama y el león del Tarot, según lo que vimos más arriba.

 

Pero este no es el único caso en que los mitos griegos abundan en descripciones de mujeres masculinizadas, Clitemnestra, por poner un ejemplo trágico, es representada a partir de alusiones a la virilidad:

 

Su `virilización´, […] significaría por un lado el cometer adulterio, y por otro atreverse a matar a sangre fría. Actos que, desde la lectura euripideana sobre la obra de Homero, sólo podían estar permitido para los hombres. La infidelidad, desde esta misma línea, era una cuestión que se sujetaba a los patrones de normalidad entre los hombres, aunque en los tiempos de la narrativa homérica comprendía también a las mujeres. Más aún, el rapto, la violación y el homicidio en Eurípides cobran un significado de valor y fuerza masculinas, una audacia intrínseca a la virilidad que se permitía para la consecución de la justicia reservada a la venganza particular de los varones de la familia o para la supervivencia de la polis.[15]

 

También Hera, la eterna perseguidora de Heracles, es una diosa viril o mejor dicho, tiene aquella característica viril que el griego proyectaba en la esposa.[16]

 

Medea y la duplicidad andrógino-trágica

 

La tragedia es una invención ática, más precisamente, surge en el siglo VI A. C. cuando artistas, formados en el pathos puramente griego, comprenden que la vida del hombre transcurre en un fondo de sentido que escapa del alcance humano.

 

Esto implica que las palabras devienen oraculares, esfinges que proponen un enigma y nos expulsan a una encrucijada. Queda así, inexorablemente vedada la posibilidad de conocer. Pero esta absoluta impotencia humana es compensada sin embargo, con una potencia heroica muchas veces catalizada por los protagonistas trágicos.

 

Todo en la tragedia es un fenómeno de duplicidad; fenómeno que, como Jano, posee dos caras que señalan simultáneamente en dos direcciones. Es por esto que la concepción de la virilidad y la feminidad trágica se encuentra en el centro de un equilibrio frágil y a veces incómodo; en cuyos extremos gravitan por un lado, la masculinidad sacrificial presa del vientre materno y, por otro, la masculinidad como logos autocentrado, del que, como vimos, ya dan cuenta filósofos de la talla de Platón y Aristóteles.

 

Por su lado, la feminidad trágica se despliega entre el vientre devorador de la madre terrible y el sumiso rol patriarcal. Esta feminidad está travesada por características heroico-viriles. En este último sentido, nos gustaría centrarnos en algunos elementos tomados de la obra de Eurípides, Medea.

 

En ella, antes del desenlace, a nuestros ojos modernos, brutal, vemos como en el ímpetu femenino de la protagonista se exacerban elementos heroicos como el coraje, el furor y la imposibilidad de arrepentimiento, entre otros. Cuando Medea duda ante la decisión de matar a sus hijos, se dice para sí misma: “¿Qué me sucede? […] ¡Cuánta es mi flaqueza, cuánta debilidad revelan estas frases afeminadas! […] ¡No se enervará mi mano!”.[17]

 

Así, la debilidad afeminada —que puede encarnarse tanto en hombres como en mujeres— no es una opción para ella.

 

Por su lado, es importante constatar que la carga trágica no impide que reaparezcan, en esta escena, elementos de rituales antiguos; así, Medea, descendiente de la temible Hécate la diosa triple de los misterios, reproduce el tema del sacrificio de los hijos a manos de la madre. También el tema central del tiempo cíclico hace una nueva aparición en la tragedia, por momentos Medea actúa como si todo hubiese sucedido ya in illo tempore. Sin embargo, a la vez, algo en la tragedia produce el quiebre de ese tiempo de la repetición a la letra, este quiebre ocurre en el contexto de una sociedad cada vez más patriarcalizada donde la diosa madre deviene asesina atormentada.

 

Para entender esta crucial diferencia debemos, aunque sea brevemente, referirnos al tema de la temporalidad trágica. En este punto me gustaría introducir el análisis de Gilles Deleuze en Diferencia y repetición; donde, el autor contrapone dos tipos de repetición. Por un lado, en los mitos universales aparece el modelo de repetición material o desnuda que consiste en la reproducción de un pasado originario, donde la repetición se efectúa dentro de una misma serie temporal. El autor describe el proceso de la siguiente manera: “[…] [hay un presente] actual y uno antiguo en la serie real. En este caso, el antiguo presente desempeñaría el papel […] de un término último u original que permanecería en su lugar y ejercería un poder de atracción: es él quien proporcionaría la cosa que hay que repetir”.[18]

 

Por otro lado, Deleuze traza una diferencia entre dicha repetición cíclico-mítica caracterizada como “horizontal”, donde los acontecimientos conformarían dos puntos de una misma recta —uno originario, otro repetidor del primero—; y una repetición vertical y vestida en la que dos o más series temporales son coexistentes. La noción de repetición vestida hace referencia a los disfraces y máscaras con que se cubre un cierto tipo de acontecimiento, “acción=x”, que produce la relación entre las distintas series coexistentes. Ni hay objeto o acontecimiento originario “Las máscaras no recubren más que otras máscaras. No hay primer término que se repita.”.[19]

 

Si “El hecho mítico no ‘acontece’, sino que se repite en un marco ritual”, entonces, la tragedia euripidea es algo así como ese marco ritual que anticipa constantemente el hecho trágico en el que una madre desolada asesina a sus hijos.

 

El sacrificio en “Medea” es esa acción=x de la que habla Deleuze, es el que lleva a cabo la conexión entre los distintos sucesos de la trama. Sin embargo, no es siempre el mismo, no se repite a la letra, se oculta, se disfraza, toma diferentes características, se encarna en diferentes personajes. No podemos decir que los sacrificios previos son el modelo que copiará Medea al momento de dar muerte a sus hijos; mejor deberíamos decir que el sacrificio de los hijos no permite el retorno de lo idéntico. Luego de matar a sus niños, Medea no vuelve a ser la sacerdotisa sagrada de la Cólquide, sino que se encuentra con su destino de paria y exiliada. En este sentido, el sacrificio no devuelve ninguna antigua inocencia de una supuesta edad de oro.

 

El tiempo parece doblarse sobre sí mismo. La historia de Medea no debe entenderse a la manera de la historiografía moderna, como una sucesión de distintos hechos. Debe concebirse más bien como una historia de repeticiones de determinados acontecimientos.

 

Mircea Elíade afirma en Mito y realidad que “Mientras que un hombre moderno, a pesar de considerarse el resultado del curso de la Historia universal, no se siente obligado a conocerla en su totalidad, el hombre de las sociedades arcaicas no sólo está obligado a rememorar la historia mítica de su tribu, sino que reactualiza periódicamente una gran parte de ella”.[20]

 

Así, mientras que el hombre civilizado se aproxima de manera teórica a ciertos hechos, lo cual  implica un incremento de conocimiento de la realidad, el bárbaro, por el contrario, conoce los hechos encarnándolos en su propio cuerpo. Y Medea encarnó en Cólquide la existencia cíclica del  sol que nace, muere y renace de sus cenizas, de su propio vientre.

 

El centro de repetición permitía que un sacrificio humano sea considerado sagrado por su vinculación con otros sacrificios originarios llevados a cabo por los dioses en la eternidad. El sacrificio humano copia a la letra dicho orden divino y lo reproduce.

 

De manera general, podemos decir que el héroe mítico era el repetidor de un orden o modelo trascendente; mientras que la repetición de Medea, como vimos, el pasado y futuro no son idénticos; el sacrificio, la acción= x aparece disfrazada, y produce una nueva serie; el sacrificio de sus hijos inicia una nueva serie de acontecimientos en que ella ya no es la maga bárbara protectora de los ritos; sino una especie de hereje que profana tanto la justicia divina como la ley humana.

 

Como vimos, en el caso de Medea podríamos encontrar, un orden cerrado de repetición de lo mismo representado por la Cólquide. En este orden, el sacrificio humano tiene como findalidad el alimento de la comunidad por medio del resurgimiento de las cosechas. Dado que la de la Cólquide es una comunidad agricultora, el vegetal es absorbido por la carne humana, pero recíprocamente, mediante sacrificio, la carne es devuelta al vegetal, así la sangre es considerada por este pueblo como el más potente fertilizante.

 

Sin embargo, este orden es roto. Es quizás Jasón, el rasgo moderno de la personalidad de Medea que despierta con la llegada del mismo, lo que abre el orden cerrado de la Cólquide; o, en otras palabras, hay una interrupción del tiempo circular que hace que, para usar una frase conocida, “el pasado y el futuro ya no rimen”. Así, hay una instauración del acontecimiento repetitivo que abre la brecha en el tiempo circular y lo obliga a arquearse hasta formar una espiral de diversos anillos.

 

Lejos ya de su patria, exiliada en Tebas, Medea desespera porque intuye la superposición de una nueva forma de temporalidad que amenaza con destruir la circular-cerrada de la Cólquide. En esta nueva temporalidad, que podríamos llamar trágica, la acción=x o sacrificio se libera del ritual que lo contenía e inicia nuevas series de eventos que ya no se parecerán a los que sucedieron in illo tempore; de manera que el tiempo se libera de su papel de reproductor de la eternidad. Y como explica Deleuze, “Ninguna serie goza de un privilegio que otra no tiene, ninguna posee la identidad de un modelo, ninguna la semejanza de una copia […]”.[21] En este sentido, ninguna de las muertes desencadenadas por la furia de Medea es la copia de un patrón ejemplar y originario.

 

Para decirlo de manera clara, las diferentes concepciones, a saber, la trágica y la logofalocéntrica, organizan de forma distinta y antagónica las nociones de temporalidad, espacialidad y otras nociones posibilitadoras de la experiencia humana.

 

La concepción falocéntrica impone un dispositivo conceptual clasificador del mundo. El concepto clasificador se basa en el mecanismo de subsunción de lo particular en lo general y responde, subrepticiamente, a un ordenamiento predestinado que impone ciertas jerarquías consideradas como a priori.

 

Por el contrario, la tragedia parece retomar una temporalidad circular más antigua, donde lo oracular tenía una preeminencia; la palabra-enigma de la esfinge leonina tenía una potencia cuasi infinita para generar y/o comprender el vínculo no lineal entre los acontecimientos.

 

Finalmente, la maldición de Jasón y del logofalocentrismo recae sobre Medea, en su  forma de habitar el mundo, en su conocimiento y dotes adivinatorias. Si Medea, la maga-adivina, podía anticipar, esto se debía a que se sumergía en el orden de la repetición, para decirlo con palabras de Bataille, como “el agua en el agua”; pero por ello mismo no puede evitar las trágicas consecuencias de sus actos, porque el orden de la repetición trasciende a los individuos y esto la gran bruja lo sabe. Su maldición consiste en ese saber, Medea sabe demasiado, sabe acerca del orden, lo piensa, lo repiensa, lo sueña, lo recuerda, pero ya no lo vive, ya se separa de él. La maldición que recae sobre Medea consiste en su imposibilidad de volver a ese orden cerrado del cual fue expulsada.

 

Pero esta maldición logofalocéntrica se revuelve también contra el propio logos omniabarcador que se intenta instaurar. La —supuesta— ubicuidad del mismo devine parcial, dado que hay hechos impasibles de anticipación, por carecer de racionalidad —matar a un hijo por venganza, es uno de ellos—. En la concepción sacrificial del mundo se mantenía por medio del sacrificio la retrorreferencialidad femenino-masculino; por el contrario el logos falocéntrico hiere a la androginia dentro de cuyo equilibrio —trágico— se definen la masculinidad y la feminidad.

 

La Hybris de Penteo, su negación de la dualidad andrógina

 

Los cultos dionisiacos —como el carnaval cristiano y las saturnales romanas— proveían a la sociedad de la posibilidad de inversión de los códigos morales, también consistía en un momento donde el tiempo parece fugarse antes de volver a retornar. Sin este momento de fuga y compensación se perdería el equilibrio y la humanidad colapsaría.

 

Dionisio es en sí mismo un dios travestido; desde el momento primigenio de su nacimiento se halla atravesado por la transexualidad dado que, según la mitología, fue dos veces nacido, tanto de madre mortal como del andrógino muslo de Zeus. El dios de la confusión todo lo tergiversa e invierte; produce la mezcla de los cuerpos, los géneros y las funciones sociales. En este último sentido afirma Molina Muñoz:

 

La posesión dionisíaca implica, por tanto, un cambio en los roles y límites socialmente establecidos y aceptados. Bajo esta última manifestación, como dios liberador, las mujeres adoptarán el papel de los hombres, abandonarán la casa y el telar, irán de caza por los montes, vestirán pieles y conducirán el cortejo báquico (…)  Los hombres, por su parte, para participar de estos ritos, habrán de hacer lo propio: mudar su naturaleza y abandonar su masculina apariencia para asistir a los ritos, vestidos como mujeres.[22]

 

Penteo es rey de Tebas, unido a Dionisio por lazo sanguíneo, cuando éste último aparece en la ciudad acompañado de las ménades, metamorfoseado en extranjero, Penteo intenta destruirlo.

 

La hybris de Penteo consiste en ponerse a sí mismo al nivel de un dios y, lo que es lo mismo, en la negación de la naturaleza divina, que en este caso implica la negación de la potencia corporal del dios y su androginia originaria. La limitada visión de Penteo se reduce a los códigos morales de Tebas y desconoce al dios extranjero por considerarlo un degenerado, en el sentido más literal de la palabra, lo considera un “fuera de género”; el rey tebano recurre así a la típica clasificación llevada a cabo por el logos que consistía en la diferenciación por género y especies desde la cual se interpretaba lo real.

 

Lo que molesta a Penteo es la feminización del dios, su forma de entrar en contacto con este fenómeno es mediante la aniquilación del mismo, su respuesta implica la expulsión de la feminidad al ámbito de lo absolutamente otro.

 

Pero esta limitación de lo otro no deviene en una expansión del sí mismo, Penteo de ninguna manera adquiere un acrecentamiento en su poder real con esta impiedad, y más aún, ve socavada su humanidad, su sabiduría, e incluso su racionalidad. Así, Penteo, quien pudiera representar cabalmente el rol del logos falocéntrico, el locus de la cordura y la razón que aspira a la dominación del mundo, es, sin embargo, caracterizado por Eurípides como una persona atravesada por la locura. El coro lo reafirma: la prudencia consiste en honrar a los dioses.

 

Por tanto, la limitación de la transexualidad divina redunda en la negación de la naturaleza dual humana.

 

Cuando media la tragedia, el travestismo de Penteo toma lugar, pero ya es demasiado tarde; por un lado, su performance es vulgar, aparatoso y falso. Así como fue extremadamente hombre es también excesivamente mujer, su exceso no es más que una falta y una carencia, aquello que le impide alcanzar el punto de equilibrio, de referencialidad mutua de los géneros.

 

Cuanto más pondera el peplo y el tirso de bacante, cuanto más se interesa por copiar a la letra la feminidad báquica, más sella su destino de víctima sacrificial. Su mimesis no hace más que exponer su impiedad. Por otro lado, el dios es profundamente intransigente y la tragedia sobreviene.

 

Es interesante recordar que uno de los epítetos otorgado al dios era Bromio, cuya etimología deriva de la palabra βρεμειν que hace referencia al bramido animal; esta característica emparienta a Dionisio con el toro, otro conocido emblema de la diosa madre.[23]

 

En este sentido, el dios ya no se presenta sólo como extranjero errante, y transfiguraciones más inusitadas comienzan a suceder ante los ojos de Penteo, Dionisio es también un animal sagrado y, sobretodo, es quien posibilita la irrupción de la diosa madre; es por ello que Penteo, vislumbrando la dimensión divina guarecida detrás de la máscara de extranjero, le dice: “[…] me pareces un toro que ante mí me guía y que sobre tu cabeza han crecido cuernos. ¿Es que ya eras antes una fiera? Desde luego estás convertido en toro”.[24]

 

Más adelante es el coro quien invoca a Dionisio, concebido ya como justicia divina, compeliéndolo a mostrarse “[…] como toro o como dragón de muchas cabezas o como un león que resopla fuego”.[25] Nuevamente aparecen en la tragedia los indicadores de la diosa madre, al ya conocido emblema del león se le añade el toro y el dragón.[26]

 

Y es al filo de la tragedia, cuando la potencia de la madre retorna terrible para dar a Penteo una muerte humillante. La progenitora del rey, Agave, embebida en furor dionisíaco, lo desconoce: “—¿Quién es espía de las montaraces cadmeas? ¿Quién le ha dado a luz?, porque no ha nacido de sangre de mujeres, sino de alguna leona o del linaje de las Gorgonas de Libia—”.[27] La referencia a las Gorgonas asesinas de hombres insinúa ya la dimensión siniestra que va tomando la madre.[28] Finalmente, y con el propósito de recuperar de manera brutal el equilibrio descompensado por la hybris falocéntrica, Agave, creyendo cazar a un cachorro de león le da muerte a su propio hijo despedazándolo.[29]

 

Consideraciones finales: Hacia un (incómodo) equilibrio trágico

 

La mutua referencialidad del par masculino-femenino proviene de las sociedades más antiguas en las cuales la masculinidad se entendía como parte de un proceso de sacrificio. Como vimos, la masculinidad más pura, la del hijo-rey, era un don destinado a concretar la fertilización de la madre, representada por las figuras de las diosas telúricas.

 

El hombre, esto es la humanidad, debe ser reintroducido dentro de límites más extensos para evitar su disolución en la nada. Este proceso sacrificial está relacionado con una concepción cíclica del tiempo, su ritmo está dado por los latidos inherentes al cuerpo de la madre tierra.

 

Sin embargo, es con la irrupción trágica cuando esta retrorreferencialidad adquiere un equilibrio heraclíteo; recordemos que ya Heráclito habló de la guerra como la condición de posibilidad de la identidad (sin identificación total) de los contrarios. Ese logos bélico del filósofo de Éfeso, anterior al logofalocentrismo, es más vital y mutable que su versión posterior.

 

Podemos caracterizar también a este equilibrio móvil e incómodo como una apertura a la alteridad, que, como vislumbró Levinas, nos horada aun antes de poder (auto)concebirnos como identidad plena, si es que esto último fuese posible. Este pivoteo, esta alternancia entre los extremos, que supone el equilibrio, impide cerrarnos en uno de los polos del par conceptual masculino/femenino. La acción de cerrar implica subsumir uno al otro, esto es,  la sacralización de uno de los polos con la subsiguiente demonización del otro; la Historia nos da una ingente cantidad de ejemplos de este mecanismo de dominación.

 

La introducción de los conceptos de apertura, e incluso de pérdida, implica la exacerbación de la vulnerabilidad pero también la exaltación de un coraje humano —demasiado humano—. Este trabajo de saberse atravesado por la alteridad implica una forma de relacionarse con lo otro que difiere tanto de la tradicional noción capitalista de propiedad —que auxilió al sometimiento de las mujeres durante siglos— como de la más actual virtualización de la experiencia, donde todo lazo social se ve mediado por la técnica postindustrial. Es quizás este último fenómeno —por ser relativamente nuevo, por tener consecuencias aún imprevisibles— el más alarmante.

 

Por el contrario, la feminidad-virilidad trágica provee de una tesitura especial que surge de poner al cuerpo en un primer plano y da por tierra con nuestras aspiraciones a transformarnos en superdioses intervenidos por una técnica de punta —a la que sólo las elites tienen acceso—.

 

Todo esto implica poner en el centro de la escena a una humanidad frágil, que se sabe en el nudo de una encrucijada de elementos a veces contradictorios pero que lejos de negar la contradicción se enfrenta con a ella, con consecuencias también trágicas, porque, detrás de todo esto se encuentra agazapada nuestra propia mortalidad. Y quizás es ésta la gran obra a la que nos urge dedicarnos, entrar en relación íntima y heroica con nuestro propio destino, aun sin saber de antemano cuál es el significado cabal de todo esto.

 

Bibliografía

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  16. Molina Muñoz, Pedro, J., El travestismo dionisíaco, en TYCHO, Revista de Iniciación en la Investigación del teatro clásico grecolatino y su tradición, núm. 3, Valencia, Universidad de Valencia, 2015, pp. 39-64. (https://www.uv.es/tycho/cas/03/tycho03.pdf) consultada en marzo. 2020.
  17. Nichols, Sallie, Jung y el tarot, Kairós, Barcelona, 1988.
  18. Platón, Timeo, Colihue, Buenos Aires, 2005.
  19. Santa Biblia, En Bible server, (https://www.bibleserver.com/NVI/G%C3%A9nesis1%3A1), consultada en marzo 2020.

 

Notas
[1] Platón, Timeo, ed., cit., 91 c-d.
[2] Idem.
[3] Genesis I.
[4] Que, como veremos, consistía en una de las dimensiones en las que se desplegaba lo masculino.
[5] CFR. Nicole Loraux.  Las experiencias de Tiresias, ed., cit., pp. 222 y ss.
[6] Idem.
[7] En Frigia el 24 de marzo los sacerdotes de Cibeles se producían cortes en las extremidades y se autocastraban salpicando con su sangre un altar y árbol ritual (CFR. Joseph Campbell, El héroe de las mil caras, ed., cit., p. 92). También hacia el final de la primavera, más precisamente durante el mes de mayo, en numerosas culturas se llevaban a cabo sacrificios similares,  para no proliferar ejemplos nombraremos sólo dos muy importantes: en Europa central y septentrional se celebraba el 1 de mayo la noche de Walpurgis. Y entre los días 6 y 9 de mayo se llevaban a cabo los festejos por el natalicio de Artemisa en Grecia, esta misma divinidad en su faceta romana, Diana nemorensis,  tenía su celebración ya bien entrado el verano, el 13 de agosto, durante la cual el sacerdote era sacrificado (Ver George Frazer, La rama dorada, ed., cit.)
[8] Robert Graves,  Los mitos griegos, ed., cit., p.125.
[9] Eurípides, Las bacantes, ed., cit., 850-852.
[10] Robert Graves, Los mitos griegos, ed., cit., p. 128.
[11] CFR. Nicole Loraux, Las experiencias de Tiresias, ed., cit., p.43 y ss.
[12] Recordemos que en la mitología griega el mito por excelencia que introduce la potencia erótica y destructiva de la madre es el de Edipo y Yocasta; recordemos, también, que el elemento desencadenante de la peste que azota Tebas es la destrucción, a manos de Edipo, de la esfinge representada como una mujer-león.
[13] Nos referimos a la matanza del león de Nemea en manos de Heracles.
[14] CF. Sallie Nichols, Jung y el tarot, pp. 282-299.
[15] Guadalupe Lizárraga,  Yo Clitemnestra: culpable, ed., cit., p. 6.
[16] C.F. Nicole Loraux, Las experiencias de Tiresias, ed., cit., p. 298.
[17] Eurípides,   Medea, ed., cit., 1050-1055.
[18] Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, ed., cit., p. 164.
[19] Ibid., p.44.
[20] Mircea Eliade, Mito y realidad,  ed., cit., p. 10.
[21] Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, ed., cit., p. 410.
[22] Pedro Molina Muñoz, El travestismo dionisiaco, ed., cit., p. 42.
[23] En este sentido podemos recordar el matrimonio entre Ariadna y Dionisio luego del abandono de ésa por parte de Teseo. La Ariadna mítica está íntimamente vinculada con la figura de la diosa madre minoica en cuyo honor se realizaban sacrificios  sobre todo taurinos, dado que este animal, al ser considerado un símbolo de fertilidad, producía la renovación del ciclo vital. (CFR. Baring, A., et alt., El mito de la diosa, ed., cit., pp.141 y ss.).
[24] Eurípides, Bacantes, ed., cit., 920-25.
[25] Ibid, 1015-20.
[26] CFR., Baring, et alt., Jules, El mito de la diosa, ed., cit., p. 137.
[27] Euripides, Bacantes, ed., cit., 985-95.
[28]Evitaremos multiplicar ejemplos pero no podemos dejar de mencionar que, momentos antes de ser sacrificado, Penteo es colocado por Dionisio en una las ramas más altas de un árbol de Abeto, la relación entre el árbol y la diosa madre ya fue mencionada más arriba.
[29] También el motivo del desmembramiento hace referencia al ritual sacrificial del rey-hijo y, como vimos, se halla en numerosos mitos acerca de la diosa.